Washington
Irving (Nueva York, 1783 - Sunnyside, 1859)
Cuentos de la Alhambra
En
el año 1195, el sultán Abu-Alahmar, monarca de excepcionales cualidades, ordenó
construir el maravilloso palacio de la Alhambra. Las gentes de entonces admiraron las
extraordinarias bellezas que se acumularon entre los muros del aquel suntuoso
recinto. Consiguió que artes y ciencias se fundieran en su sabio mandato, llegó
a dictar leyes justas, protegió el comercio y fundó escuelas y hospitales
durante los muchos años de reinado que le permitió gobernar su edad avanzada,
pero en una de las muchas escaramuza para rechazar algunas huestes enemigas,
cayó enfermo y murió de una desconocida enfermedad. Fue enterrado en el recinto
de la Alhambra,
aunque la construcción de la misma no fue terminada hasta el reinado de
Yusef-Hagig, otro ilustre sultán, que subió al trono en 1333 y gozó de igual
renombre que su predecesor. Murió mientras oraba en la mezquita real a manos de
un loco que lo apuñaló.
Una breve descripción de su
entrada nos permite imaginar la maravilla de su construcción: El gran
vestíbulo o pórtico de entrada está formado por un arco árabe de grandes
proporciones, y en el cual está grabada una inmensa mano. Dentro del vestíbulo,
sobre el portal, hay esculpida una llave de grandes dimensiones. Es tradición
que la mano y la llave eran un amuleto mágico, del que dependía la suerte de la Alhambra. El rey moro
que la fundó, tenía, según creencia popular, relaciones con el diablo y,
valiéndose de artes mágicas, construyó el palacio. Por esta razón se sostiene
éste a través de los siglos desafiando las tempestades y los terremotos. Tal
privilegio durará hasta que la mano del arco exterior baje y coja la llave, en
cuya ocasión la fortaleza se desplomará dejando al descubierto los tesoros que
en ella escondieron los moros, que según la leyenda son incalculables.
«Granada le
recompensa a uno de todas las fatigas», escribió Washington Irving en uno de
los volúmenes de sus Cartas, fechados entre 1823-1838, II. Gracias al escritor
norteamericano, la Alhambra,
Granada y España, han pasado a formar parte de la cultura literaria universal,
porque, entre otras muchas actividades, el erudito desarrolló una
extraordinaria pasión por la aventura, por los viajes, coleccionó historias de
misterio y de fantasmas y escribió las más sorprendentes leyendas fantásticas
que le llevaron a consumar, de por vida, ese infatigable viaje en busca de lo
desconocido, especialmente en el viejo continente europeo, consciente de la
dificultad de descubrir esa identidad literaria en su propio país,
Norteamérica, porque éste carecía, obviamente, de una herencia cultural. El
mejor modo de saciar esta curiosidad visceral lo encontró Irving dejándose
seducir de primera mano por los cuentos y leyendas relatados por los más
humildes pobladores de los lugares que iría descubriendo a lo largo de su
camino. Granada fue, en Europa, la ciudad española que, entre otras, terminó
por cautivar a Irving y que lo retuvo entre sus calles, palacios y rincones,
durante tres largos años. Durante su estancia en el Sur, el escritor se retira
a una Alhambra repleta de leyendas, contempla, desde su propia perspectiva, los
problemas de un soñador, del artista y del observador que ha sido durante sus
años en la capital andaluza.
Una
aventura andaluza
Desde su infancia Irving había
mitificado España: «Desde muy niño, escribirá el autor, Granada ha sido siempre
el objeto de mis sueños». El 10 de febrero de 1826, Washington Irving
(1783-1859), emprende viaje rumbo a la península ibérica invitado por Alexander Everett, embajador de
Estados Unidos en Madrid, para traducir, inicialmente, una obra sobre la vida
de Cristóbal Colón. Washington Irving vivió en nuestro país desde febrero de
1826 hasta agosto de 1829. Serían sus años más prolíficos como escritor y de su
larga estancia publicó los siguientes libros, Historia de la vida y de los
viajes de Cristóbal Colón (1827) y La conquista de Granada (1829),
además de recopilar material para nuevas obras, entre ellas, Cuentos de la Alhambra (publicados
originariamente en inglés en 1832) y que, un año más tarde, serían traducidos
al castellano por D. Luis Lamarca, en Valencia. Las anotaciones que hizo en su
diario tras su primera visita al recinto árabe no muestran un entusiasmo muy
especial, tan sólo sobresale la visión de una puesta de sol desde los jardines
del Generalife que lograron conmover su espíritu y así escribió en su diario:
«Fue como el mágico resplandor que la poesía y la leyenda han desparramado
sobre este lugar encantador...¡qué plenitud de placeres puros y saludables se
vierten en el corazón!» Buscó, sobre todo, la puerta por donde Boabdil abandonó
la ciudad para entregar las llaves a los Reyes Católicos. Allí mismo rogó el
desterrado que se tapiara la entrada para que nadie volviera a atravesar el
umbral de la deshonra. No sólo La
Alhambra fue lo que despertó el interés de Irving, sino la
catedral, el Monte Santo o Sacromonte, la Silla del Moro, la iglesia de San Jerónimo, el
convento de Santo Domingo, las fragancias del Darro y las huertas y la vega del
Genil. Mendigos, prostitutas, ladronzuelos y los «sin hogar»granadinos habían
ocupado desde siempre ciertas zonas de La Alhambra, incluso algunos habían nacido entre los
muros del palacio.
El
gobernador de La Alhambra,
Don Francisco de Serna, le ofreció hospedarse en el recinto y allí pasó cuatro
meses junto a una singularidad de personajes tanto reales como de ficción, su
joven guía, Mateo Ximénez, la tía Antonia, asistente de don Francisco, su
sobrina Dolores y la «Reina Cuquina», la extraordinaria mujer que se ganaba la
vida cosiendo, todos ellos héroes anónimos de sus posteriores relatos. «Estoy
viviendo en un paraíso musulmán—escribiría Irving a su hermano Peter—. No puedo
decirte lo delicioso que resultan estos frescos salones y patios en esta
sofocante estación..., uno vive aquí realmente como en una especie de
encantamiento». Con la publicación los Cuentos de la Alhambra la crítica
universal ha señalado que Irving «había logrado la culminación de su búsqueda
por encontrar el paraíso terrenal». En 1842, el recién nombrado presidente,
Tyler, le ofreció el puesto de embajador en España, un cargo tremendamente
atractivo para él no sólo socialmente sino porque España era comparable a su
Sunnyside. Llegó a finales de julio de ese mismo año y recibió grandes honores como
renombrado autor de Cuentos de La Alhambra, un libro que ya era muy conocido en
Europa porque los primeros turistas alemanes, franceses e ingleses viajan hasta
la capital andaluza deseosos de experimentar las sensaciones descritas por
Irving. Casos del británico Richard Ford que llegó a Andalucía en busca de un
clima más benigno para la salud de su esposa unos meses más tarde que Irving,
David Roberts que dejó grabados de monumentos, paisajes y personas, o Théophile
Gautier que llegó a Granada en 1840. Las
crónicas sobre el libro se sucedieron a lo largo de la vida del escritor y así,
el 16 de junio de 1832, un anónimo cronista escribía lo siguiente en uno de los
más prestigiosos diarios norteamericanos, «La Alhambra muestra
las características excelencias de Mr. Irving, la narrativa fácil y natural, la
dicción fácil y elegante, el humor expresivo. La gracia y el refinamiento de su
estilo se consideran el principal logro de Mr. Irving».
De
Nueva York a Granada
Irving presentaba algunos de sus
mejores relatos de la siguiente forma, en realidad, acertadas compilaciones que
no dejan de ser una singularidad porque recoge leyendas e historias que van de
los pioneros de las colonias americanas en su esencia misma a los cuentos de
las zambras granadinas en torno a la mítica ciudad de la Alhambra, y escribe «
Europa conserva el encanto de los relatos y de las asociaciones poéticas y
también los ricos tesoros acumulados por el tiempo; mi tierra natal es pródiga
en promesas de juventud, aunque también no hay ciudad, en este continente, que
no posea grandes hombres y mayores obras». Algunos de sus títulos más
significativos corresponden a «Rip van Winkle», «La leyenda del Valle Dormido»
y cinco historias más, bajo el título de «Los buscadores de tesoros» («La
puertas del infierno», «Kidd el pirata», «El diablo y Thomas Walker», «Wolfert
Webber o los sueños dorados» y «La aventura del pescador negro», son algunos de
los relatos sobre la ciudad de Nueva York; y la «Leyenda del astrólogo árabe»,
«Leyenda del legado del moro», «Leyenda del gobernador manco y el soldado» y
«Leyenda de las tres bellas princesas», corresponden a Granada y sobre La Alhambra, una mezcla que
ofrece lo mejor de un Irving capaz de
reproducir con sabiduría el paisaje de los bosques de su Nueva Inglaterra junto
a la geografía andalusí mítica del Albaicín encantado por las leyendas de sus
moritas prisioneras, porque como alguien ha escrito, no hay duda de que La Alhambra es algo más que
un palacio oriental encaramado sobre una colina. Sus muros están cubiertos de
poesías árabes, de qasidas maravillosas que desfilan en rítmicos versos,
con alabanzas y metáforas.
La Alhambra, escribe el
autor de estos cuentos, es la fortaleza de la cristiandad, donde más se duerme,
donde más se sueña, porque los habitantes del recinto, los «hijos de la Alhambra», pobres
huéspedes de salones suntuosos, no contentos con lo que ven y poseen todos los
días, amontonan los tesoros de su imaginación. Y así, Irving se complace en
repetir que los hombres y mujeres entre los que él mismo vive son
extraordinariamente felices. Lo son por gozar sin límites de las noches
estrelladas o del canto de los pájaros al alba. Y por sumar a estos regalos tan
inocentes las fábulas mentidas, las fantásticas evocaciones de los días
gloriosos del Alzázar.
Cuentos
de la Alhambra
The Alhambra: a series of
tales and sketches of the Moors and Spaniards (1832) circuló en su lengua
original durante bastantes años y con el título de Cuentos de la Alhambra, de una
forma universal. El conjunto de cuentos, escritos en ese doble plano que
propone el título original, abarca relatos y esbozos de moros y españoles, por
lo que el conjunto es misceláneo, aunque centrado, sobre todo, en el monumento,
como reducto oriental entre numerosos edificios góticos que, además,
proporciona a los viajeros extranjeros un escenario romántico, capaz de
convertirlo todo en el más pintoresco de los ambientes. Y lo importante, las
reflexiones filosóficas que surgen en torno al pueblo árabe que el autor
considera con extraordinaria simpatía y siente admiración; en realidad, el
escritor norteamericano no inventa las leyendas, todas han sido recogidas de
boca de los vecinos que pueblan la
Alhambra; las tradiciones locales son justificadas por el
escritor como intuiciones y atisbos del tradicionalismo literario, admirables
desde el punto de vista antropológico y folclórico. El pueblo español tiene,
según escribiría el propio Irving, una tendencia oriental a contar los cuentos.
Esta tendencia se desarrolla favorecida por la escasa instrucción, la
incomunicación y la falta de lecturas y espectáculos que puedan disipar las
fantasmagorías de los narradores. Las leyendas no dejan de tener un fondo
histórico y el narrador se excusa de su verosimilitud ya que por el marco, la Alhambra, es de por sí un
palacio encantado y encantador, poetizador y enigmático al mismo tiempo. Las
fuentes de Irving están, por supuesto, en algunas leyendas moriscas, además de
otros ejemplos tomados de países orientales, tradiciones militares que tanto
representaron en la España
del siglo XVIII con su colorido y su musicalidad.
¿Mezcla de ficción y realidad? La Alhambra siempre guardará cierta intriga y misterio.
ResponderEliminarMª Ángeles.