Ángel Olgoso
(Cúllar Vega, Granada, 1961
Las frutas de la luna
El concepto de
literatura fantástica, simbólica, alegórica o mítica en España, solo se pudo
aplicar a un puñado de novelas que en los 70 y 80 planteaban, narrativamente hablando,
un asunto o desarrollo fantástico, y si recurrimos a la memoria habría que
hablar de casos fantásticos en momentos concretos que se superponen al
contenido general, o se interfieren en el desarrollo de otras acciones. Por entonces
algunas de las novelas planteaban una estructura similar a los cuentos tradicionales:
personaje busca objeto maravilloso, una vez encontrado se ve sometido a una dura
tarea o lucha, y al final el héroe restituye la paz y tranquilidad al lugar: Las islas transparentes (1977), de
Joaquín Jiménez-Arnau, Astarté
(1980), de Jaime Zulaika, o Las
fantásticas aventuras del Barón Bóldan (1981), de Pedro Zarraluki, buenos
ejemplos de contrapunto entre el mundo de la realidad y de la fantasía. Lo cierto
es que España nunca se ha distinguido por su predisposición a lo fantástico, y
hay quien culpa de esta fatalidad al clima tan benigno que disfrutamos en
algunas de las regiones del país, a las circunstancias históricas, a la
estructura social, a la política educativa, a una atávica visión a ras de
tierra, o a un inusitado pudor aunque, tal vez, hubiera que considerar todo a
la vez. Acerca de este defecto de nacimiento, Álvaro Cunqueiro afirmaba que
durante demasiado tiempo ha prevalecido entre los escritores españoles un miedo
paralizante a abordar lo fantástico, y el lector se ha ido desacostumbrando a
que los acontecimientos fabulosos pudieran ocurrir en lo mejor de nuestra
literatura.
Hoy, el granadino
Ángel Olgoso y cordobés Manuel Moyano, han impregnado su obra breve de un
concepto de lo fantástico. La literatura fantástica, según Olgoso, permite
innumerables formas de acercamiento al reverso, al envés de lo verdadero,
ofrece un mundo infinito de posibilidades; y, también, es un mundo que se
enfrenta al real, y cuando lo hace produce una enorme colisión o un simple
contraste, pero de ese choque se desprende una lluvia de chispas que ilumina
las pobres vidas. El autor afirma que su literatura es producto de la imaginación,
de la torsión de lo real, con un obsesivo gusto por los contenidos expectantes
y vertiginosos, tan insólitos como perturbadores. Y, aun añade, que el relato
fantástico le permite escapar de lo consabido, de lo mostrenco, de lo plano, de
un repertorio tan limitado como es la literatura realista, y la suya, por
consiguiente, es una bruma inquietante y magnética de lo inaudito, una visión
maravillosa, esa que flota sobre las delgadas fronteras que separan lo concreto
y lo abstracto, sometiendo lo fantástico a una intromisión violenta, insólita
de un suceso extremo en el mundo real, hasta el punto de que el autor se ve
obligado a hacer verosímil lo inverosímil. La afirmación que con sus relatos y
su literatura Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) nos conduce a la cumbre
de la extrañeza fantástica, es uno de los calificativos más acertados que
podemos considerar acerca de su narrativa y, aún podemos añadir que sus cuentos
reproducen el clima y la atmósferas necesarias que exigirían un lector
inteligente capaz de leer una historia y, además, disfrutar con ella. Que
Olgoso sea un escritor oculto, no es una oportuna definición leída en alguna
ocasión; entre otras muchas razones, avalan su obra literaria algunas
colecciones extraordinarias de cuentos, Días subterráneos (1991), La
hélice entre los sargazos (1994), Granada, año 2039 y otros relatos
(1999), Cuentos de otro mundo (2003), Los demonios del lugar
(2007), Astrolabio (2007), La máquina de languidecer (2009) y la
amplia selección, Los líquenes del sueño
(2010), una rotunda afirmación entre lo onírico y la imaginación, al servicio
de un derroche versátil que permite al autor situar sus historias en épocas o
lugares con una singular destreza, donde recursos y registros conectan
magistralmente.
Las veinte piezas de Las frutas de la luna (2013), la última
entrega de Ángel Olgoso, tienen un denominador común: no muestran la extrañeza
ante lo más cotidiano, sino ante lo cósmico, en una especie de cosmogonía que
vuelve la vista al mundo clásico greco-latino y el mesoíndico, incluso cruza al
nuevo continente hasta desembocar en la cultura maya, con inusitadas
evocaciones a El Aleph, de Borges, en
una presumible nueva dimensión. Además, ofrece una aguda visión sobre esa
indefensión que muestran las personas ante sus semejantes, y el resultado de
todo rompe los esquemas que una humanidad conforme aplica en el consumismo que,
entre otras cosas, nos ha llevado hasta una crisis económica, amén de
sentimientos caducos y ese sentido de entrega que experimentan sus personajes. Olgoso
considera que en este mundo impera una fuerza ciega tan destructiva como terrible
que relega la historia de la especie humana, o influye en el desarrollo de su
propia racionalidad. El autor ya no se contenta con traspasar las reglas
naturales que supuestamente rigen el orden de nuestro mundo, ni siquiera establece
conexiones entre lo que supone un micro y un macrocosmos, sino que, con una
ironía y un sarcasmo hirientes, vislumbra el enorme misterio del mundo y de lo
absoluto.
Ángel Oleoso
Las frutas de la luna;
Palencia,
Menoscuarto, 2013;
214 págs.
La variedad
temática, estructural, discursiva y la estupenda atmósfera que ofrece el
granadino en Las frutas de la luna es
tan amplia que nos sumerge en ficciones puras, y en curioso concepto del
doppelgänger, en “Dybbuk”, otras
ofrecen un aire trascendental e imaginativo, como en ”Contraviaje” y “La
pequeña y arrogante oligarquía de los vivos”, o nos aportan un profundo anhelo
hacia lo más absoluto, en “Las Montañas de los Gigantes a la caída de la
tarde”, incluso se atreve con fantasías orientales, y ambientes pseudo-históricos
en el mejor de los estilos, “La torre de Hunan” y “Un cuenco de madera de
ciprés, con agua, para recoger la luz de la luna”, pero sobresalen los de marcado
humor satírico-macabro: “Reliquias” y “Jueces del valle de Josafat”, aunque la
mayoría de estos textos nos fascinan por esa mezcla de aire fantástico,
mitológico y exótico, ocurre en “Águila de sangre” y “Las perlas de Indra”.
La precisión, la destreza y la
fascinación que produce en el lector la maestría de su lenguaje, se complementa
con esa variada temática recurrente: empezando por la denuncia de un mundo
imperfecto, la Historia,
la imaginación y la alucinación, el anverso y reverso de lo visible, lo real,
incluso lo irreal; las carencias de los humanos y, en esta nueva colección, un acusado
lirismo o, mejor, un intimismo aun más logrado. Los textos que Olgoso plantea
son prodigiosos en su forma, milimétricos en su expresión y en su estilo,
repensados para lograr un efecto concreto y lo más curioso, la mayoría de estos
relatos provocan una emoción, un sentimiento, con esa facilidad que sólo muestra la pluma de
los escritores verdaderamente grandes.
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