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lunes, 15 de diciembre de 2014

Desayuno con diamantes, 15



Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961
Las frutas de la luna



     El concepto de literatura fantástica, simbólica, alegórica o mítica en España, solo se pudo aplicar a un puñado de novelas que en los 70 y 80 planteaban, narrativamente hablando, un asunto o desarrollo fantástico, y si recurrimos a la memoria habría que hablar de casos fantásticos en momentos concretos que se superponen al contenido general, o se interfieren en el desarrollo de otras acciones. Por entonces algunas de las novelas planteaban una estructura similar a los cuentos tradicionales: personaje busca objeto maravilloso, una vez encontrado se ve sometido a una dura tarea o lucha, y al final el héroe restituye la paz y tranquilidad al lugar: Las islas transparentes (1977), de Joaquín Jiménez-Arnau, Astarté (1980), de Jaime Zulaika, o Las fantásticas aventuras del Barón Bóldan (1981), de Pedro Zarraluki, buenos ejemplos de contrapunto entre el mundo de la realidad y de la fantasía. Lo cierto es que España nunca se ha distinguido por su predisposición a lo fantástico, y hay quien culpa de esta fatalidad al clima tan benigno que disfrutamos en algunas de las regiones del país, a las circunstancias históricas, a la estructura social, a la política educativa, a una atávica visión a ras de tierra, o a un inusitado pudor aunque, tal vez, hubiera que considerar todo a la vez. Acerca de este defecto de nacimiento, Álvaro Cunqueiro afirmaba que durante demasiado tiempo ha prevalecido entre los escritores españoles un miedo paralizante a abordar lo fantástico, y el lector se ha ido desacostumbrando a que los acontecimientos fabulosos pudieran ocurrir en lo mejor de nuestra literatura.



     Hoy, el granadino Ángel Olgoso y cordobés Manuel Moyano, han impregnado su obra breve de un concepto de lo fantástico. La literatura fantástica, según Olgoso, permite innumerables formas de acercamiento al reverso, al envés de lo verdadero, ofrece un mundo infinito de posibilidades; y, también, es un mundo que se enfrenta al real, y cuando lo hace produce una enorme colisión o un simple contraste, pero de ese choque se desprende una lluvia de chispas que ilumina las pobres vidas. El autor afirma que su literatura es producto de la imaginación, de la torsión de lo real, con un obsesivo gusto por los contenidos expectantes y vertiginosos, tan insólitos como perturbadores. Y, aun añade, que el relato fantástico le permite escapar de lo consabido, de lo mostrenco, de lo plano, de un repertorio tan limitado como es la literatura realista, y la suya, por consiguiente, es una bruma inquietante y magnética de lo inaudito, una visión maravillosa, esa que flota sobre las delgadas fronteras que separan lo concreto y lo abstracto, sometiendo lo fantástico a una intromisión violenta, insólita de un suceso extremo en el mundo real, hasta el punto de que el autor se ve obligado a hacer verosímil lo inverosímil. La afirmación que con sus relatos y su literatura Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) nos conduce a la cumbre de la extrañeza fantástica, es uno de los calificativos más acertados que podemos considerar acerca de su narrativa y, aún podemos añadir que sus cuentos reproducen el clima y la atmósferas necesarias que exigirían un lector inteligente capaz de leer una historia y, además, disfrutar con ella. Que Olgoso sea un escritor oculto, no es una oportuna definición leída en alguna ocasión; entre otras muchas razones, avalan su obra literaria algunas colecciones extraordinarias de cuentos, Días subterráneos (1991), La hélice entre los sargazos (1994), Granada, año 2039 y otros relatos (1999), Cuentos de otro mundo (2003), Los demonios del lugar (2007), Astrolabio (2007), La máquina de languidecer (2009) y la amplia selección, Los líquenes del sueño (2010), una rotunda afirmación entre lo onírico y la imaginación, al servicio de un derroche versátil que permite al autor situar sus historias en épocas o lugares con una singular destreza, donde recursos y registros conectan magistralmente.
     Las veinte piezas de Las frutas de la luna (2013), la última entrega de Ángel Olgoso, tienen un denominador común: no muestran la extrañeza ante lo más cotidiano, sino ante lo cósmico, en una especie de cosmogonía que vuelve la vista al mundo clásico greco-latino y el mesoíndico, incluso cruza al nuevo continente hasta desembocar en la cultura maya, con inusitadas evocaciones a El Aleph, de Borges, en una presumible nueva dimensión. Además, ofrece una aguda visión sobre esa indefensión que muestran las personas ante sus semejantes, y el resultado de todo rompe los esquemas que una humanidad conforme aplica en el consumismo que, entre otras cosas, nos ha llevado hasta una crisis económica, amén de sentimientos caducos y ese sentido de entrega que experimentan sus personajes. Olgoso considera que en este mundo impera una fuerza ciega tan destructiva como terrible que relega la historia de la especie humana, o influye en el desarrollo de su propia racionalidad. El autor ya no se contenta con traspasar las reglas naturales que supuestamente rigen el orden de nuestro mundo, ni siquiera establece conexiones entre lo que supone un micro y un macrocosmos, sino que, con una ironía y un sarcasmo hirientes, vislumbra el enorme misterio del mundo y de lo absoluto. 













Ángel Oleoso
Las frutas de la luna;
Palencia, Menoscuarto, 2013;
214 págs.


   La variedad temática, estructural, discursiva y la estupenda atmósfera que ofrece el granadino en Las frutas de la luna es tan amplia que nos sumerge en ficciones puras, y en curioso concepto del doppelgänger, en “Dybbuk”, otras ofrecen un aire trascendental e imaginativo, como en ”Contraviaje” y “La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos”, o nos aportan un profundo anhelo hacia lo más absoluto, en “Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde”, incluso se atreve con fantasías orientales, y ambientes pseudo-históricos en el mejor de los estilos, “La torre de Hunan” y “Un cuenco de madera de ciprés, con agua, para recoger la luz de la luna”, pero sobresalen los de marcado humor satírico-macabro: “Reliquias” y “Jueces del valle de Josafat”, aunque la mayoría de estos textos nos fascinan por esa mezcla de aire fantástico, mitológico y exótico, ocurre en “Águila de sangre”  y “Las perlas de Indra”. 
   La precisión, la destreza y la fascinación que produce en el lector la maestría de su lenguaje, se complementa con esa variada temática recurrente: empezando por la denuncia de un mundo imperfecto, la Historia, la imaginación y la alucinación, el anverso y reverso de lo visible, lo real, incluso lo irreal; las carencias de los humanos y, en esta nueva colección, un acusado lirismo o, mejor, un intimismo aun más logrado. Los textos que Olgoso plantea son prodigiosos en su forma, milimétricos en su expresión y en su estilo, repensados para lograr un efecto concreto y lo más curioso, la mayoría de estos relatos provocan una emoción, un sentimiento, con  esa facilidad que sólo muestra la pluma de los escritores verdaderamente grandes.
 

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