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lunes, 31 de diciembre de 2018

Hoy invito a…


Mariángeles Pérez




AMANECERES

Diciembre


Diciembre llegó. Dejaremos las melancólicas tardes otoñales detrás. Nos enfrentaremos al cada vez menos crudo, frío invernal. Las hojas caídas serán arrastradas por el fuerte viento con la satisfacción de haber cumplido su función de alfombra sobre durmientes alamedas y parques iluminados por el sol.
       Prepararemos los dulces y el árbol esperando la ansiada Navidad y volveremos a comentar, repetidamente, los recuerdos de otras insistiendo en lo que han cambiado los tiempos y aceptando, a regañadientes, la nueva realidad. Esperaremos la llegada de los Reyes Magos en sus majestuosos camellos portando oro, incienso y mirra hacia un mundo desconocido para ellos.
       Volveremos a medir nuestro tiempo de fiesta en fiesta esperando, con resignación, que llegue la próxima.
       Yo, por lo pronto, he recibido el mes como siempre, cantando el más tradicional y menos original de los villancicos, 25 de diciembre, fun, fun, fun.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Día de los Inocentes



         Cada 28 de diciembre se festeja el Día de los Inocentes, jornada en que es común que las bromas abunden... pero ¿de dónde viene esta celebración? 

       El Día de los Santos Inocentes es la conmemoración de un episodio hagiográfico del cristianismo: la matanza de los niños menores de dos años nacidos en Belén (Judea), ordenada por el rey Herodes I el Grande con el fin de deshacerse del recién nacido Jesús de Nazaret.

       Eso sí, con el paso del tiempo, la tradición pagana fue quitándole el aspecto trágico a la fecha hasta convertirse en el "Día de los Santos Inocentes", una oportunidad para jugarle bromas a los ingenuos.


Navidades de antaño

Así felicitaban, antaño, las navidades... los carpinteros.

martes, 25 de diciembre de 2018

UNA NAVIDAD ESPECIAL


Releer, Vida y aventuras de Santa Claus.     
  

     La edición de Valdemar, se publicó en 1999, y ahora la editorial Singular (2018) nos devuelve la magia de la Navidad.


       La Navidad nos traslada a ese espacio donde la fantasía de nuestra infancia nos envuelve y consiente que por unos días volvamos a ser aquellos niños que creyeron en la magia de unas fechas cuando la familia se reunía y celebraba, ese gran acontecimiento, con grandes comilonas, y cuando nos visitaban los tíos y los primos, incluso era mágico el barrio donde los vecinos urgían a unir sus voluntades en un espacio lúdico y de felicidad. Los abuelos siempre nos regalaban esa calderilla que luego gastábamos en cosas insignificantes pero que nos hacían mucha ilusión, y nosotros con nuestros ojos e imaginación de niños felices vivíamos una Navidad de villancicos, dulces y turrón, a la espera de la ansiada llegada de los Reyes Magos, porque se año, nadie lo dudaba, habíamos sido, especialmente, buenos y obedientes, aunque esta era otra historia, y durante esos días no dejábamos oír el eco de la zambomba, la matraca y la pandereta.

La obra

       Vida y Aventuras de Santa Claus (1902) es una novela sobre el espíritu de la Navidad y sobre lo que significa el personaje de Santa Claus, una auténtica biografía sobre uno de los mitos de nuestra cultura moderna, y quién ejerce de biógrafo es L. Frank Baum, el celebrado autor de El Mago de Oz. Baum se plantea escribir su libro a modo de cuento de hadas, y cuenta la vida del hombre de los regalos navideños durante tres etapas, desde que es adoptado por el hada Necile del bosque de Burzee, pasando por su madurez en el Valle de la Risa, hasta su ancianidad y su deambular por el mundo cargado de juguetes. A medida que vamos leyendo asistimos poco a poco al crecimiento de un personaje fantástico, desde que es un bebé, toma contacto con la humanidad a la que él pertenece, hasta que encuentra esa admiración por los niños y decide proporcionarles felicidad con algo tan simple como un juguete de madera que él mismo talla.
       Baum se adueña, o quizá debamos decir, mejor se inventa, todas las tradiciones que hoy en día siguen vigentes, desde el significado de los calcetines llenos de regalos, los renos, el trineo que conduce, la fabricación de los juguetes en su taller, el árbol de navidad, o la costumbre de regalar en Nochebuena. Y al mismo tiempo es una historia de fantasía para todas las edades. Y añade la fascinación por el bosque de Burzee, ese bosque milenario, intocable por el hombre y que perdura a lo largo de los siglos, y ejerce una simbología especial según la fantasía: es el lugar donde viven los seres mágicos que de alguna manera protagonizan junto con Claus, la novela: hadas, duendes, gnomos, Ryls, o Knooks, y tampoco podía faltar ese concepto sobre el Bien (todos los habitantes del bosque) y el Mal (Awgwas, criaturas de naturaleza deforme y propósitos oscuros) con la influencia que todo tendrá en el relato de Santa Claus. Seres inmortales que siempre estarán ahí, aunque el pequeño Claus es humano y a medida que va creciendo se vuelve un auténtico bonachón.

       Baum incorpora a su relato los temas clásicos, con el típico recurso del niño humano adoptado por los seres fantásticos, con la condición de no dejar de ser humano, y de conocer el sufrimiento infantil sin importar la condición social, o toda esa carga de la simbología establecida respecto a la figura de Santa Claus, que Baum mezcla con tradiciones ancestrales y mucha, mucha fantasía.

El autor

          L. Frank Baum, nació en Nueva York en 1856, su padre relacionado con el tema del petróleo había conseguido una pequeña fortuna y vivían una vida acomodada, en la que no faltaba de nada. El nombre de Lyman, en referencia al hermano de su padre, nunca le gustó y prefirió siempre el de Frank. Educado por sus padres hasta los 12 años,  decidieron que ingresara en una escuela militar, pero por su condición enfermiza y fantasiosa, tuvo que volver a casa.    Comenzó a escribir a edad muy temprana, en parte ayudado por su admiración hacia la imprenta. Su padre le regaló una siendo niño y con ella comenzó su andadura en el mundo del periodismo.
       Baum y su esposa Aberdeen se trasladaron a vivir a Dakota del Sur (inspiración paisajística para El Mago de Oz), donde abrieron una tienda llamada "Baum’s Bazaar" y un periódico titulado The Aberdeen Saturday Pioneer, pero tanto la tienda como el periódico fracasaron. Así que ya trasladados en Chicago, trabajaría en otros periódicos. L. Frank Baum publicó Madre Pato (1897), ilustrado por Maxfield Parrish, cuyo moderado éxito le permitió dejar el trabajo comercial que desempeñaba en esos momentos. En 1899 tuvo un éxito aún mayor con Padre Pato, un conjunto de poesías absurdas ilustradas por W.W. Denslow, que se convirtió en el libro infantil más vendido del año. Y esto a su vez dio pie a que en 1900 llegara a las librerías El Maravilloso Mago de Oz, en colaboración con Denslow, todo un éxito de ventas y de crítica, el libro infantil más vendido durante los dos años siguientes. Baum escribió, entonces, la considerable cantidad de trece novelas, o secuelas, que contaban más historias del mundo de Oz y sus personajes. Tanto es así que en 1902 apareció una producción teatral titulada precisamente “El Mago de Oz”, representada también en Broadway durante casi todo un año, todo un éxito. Además hubo diversas adaptaciones cinematográficas, entre ellas la de Metro Goldwyn Mayer con Judy Garland, tanto de imagen real como de animación. La vida y aventuras de Santa Claus apareció en 1902, un relato lleno de fantasía y de seres de buen corazón, ya sean mortales o inmortales (aunque también los hay malos que quieren impedir que Claus regale felicidad), de buenas acciones, de generosidad, de amistad, de altruismo...; en realidad, una historia clásica de fantasía donde los niños encuentran una lectura feliz y satisfactoria.
       L. Frank Baum falleció el 6 de mayo de 1919 a la edad de 62 años







L. Frank Baum, Vida y aventuras de Santa Claus; Madrid, Singular, 2018; 112 págs.

Esta noche es...

Esta noches es Nochebuena y no es noche de dormir...

jueves, 20 de diciembre de 2018

Hoy invito a…


 

 

Alejandro López Andrada*

Las navidades muertas

 

Dar valor a las fiestas esenciales no es cuestión de nostalgia, sino de coherencia

        
          Antes de ponerme a hacerla, he sospechado que el título extraño que he dado a esta columna podría herir la espiritualidad de alguna gente o, en el caso contrario, hacerla sonreír. Uno no sabe muy bien a qué atenerse. Los sentimientos antagónicos se mezclan, paradójicamente, en estos días otoñales como humildes castañas en un suelo embarrizado con el musgo y los líquenes de un incipiente invierno que, antes de haber regresado, se celebra cuando ves una noche vestirse la ciudad de una luz confitada que aún no le pertenece y, a mi modo de ver, está fuera de sitio. Todo debiera llegar en su medida, cuando le corresponde, y nunca anticiparse. Sin embargo, hoy vivimos en un mundo al revés. Desde hace ya tiempo intento descifrar los motivos o razones que han ido desvirtuando el aroma genuino y la esencia primigenia de fiestas ancestrales que uno lleva escritas a fuego, y a nieve también, en el mapa del espíritu. La sociedad servil, materialista, en la que hoy nos movemos, tratando de copiar modelos de vida vacuos y execrables, traídos de lejos, ha cambiado de raíz la estructura de un mundo en el que me sentía integrado, a gusto y feliz, hasta hace poco tiempo. Quieren imponernos, a veces con descalzador, una cultura grotesca y consumista que nos acaba estupidizando. Y me opongo a esa moda con rotundidad.
       En estos últimos días ando perdido. La Navidad murió y estoy velándola, unas semanas antes de que vuelva a resucitar en mí como un milagro devolviéndome intacto su primitivo olor, no este otro impostado, absurdo y comercial, que acabaron imponiendo las élites económicas que tanto detesto. No creo en la Navidad diseñada en noviembre en centros comerciales que inundan el aire urbano de rebajas dibujando en los ojos atónitos y febriles de la ciudadanía una realidad virtual en la que nunca, jamás, me integraré. Miro a mi alrededor y siento lástima. Hay pocos motivos para sonreír y, aun así, uno acaba riéndose a conciencia de sucesos patéticos que a veces nos asombran. Hace ya varios días, un domingo de noviembre, vi en la tele al alcalde de una ciudad gallega hacer el ridículo mientras chapurreaba un inglés macarrónico inaugurando altivo, con una arrogancia casi dionisiaca, un exuberante alumbrado navideño de altísimo coste económico en su ciudad. Con ese detalle cómico y patético el político insomne lanzaba un dardo más sobre la frágil, raquítica, silueta de una Navidad que, días antes de nacer, está siendo linchada por la estúpida arrogancia de una sociedad exenta de valores éticos, emotivos, y espirituales, donde nunca se aprecia la sensibilidad, sino el materialismo más grotesco. La Navidad murió y estoy velándola para que cuando regrese de verdad y vuelva a resucitar dentro de mí rencuentre el fulgor que aún sigue aproximándome a la pudorosa edad de la inocencia, a esa intensidad genuina y temblorosa de las cosas sencillas: la risa de mis padres, la alegría vecinal, los blancos villancicos encofrados en el vértigo de las panderetas que cruzaban mi barrio, las tardes de vainilla en las que el aire arrastraba el humo añil de las chimeneas almidonando el pueblo, dorando las cosas, los rostros, las miradas, de un aroma anisado de hojaldres y turrón. Era aquel otro mundo quizá más primitivo, pero mucho más firme y profundo en sus ideas y en sus emociones que este otro en que hoy vivimos, donde todo es ficticio y absurdo en torno nuestro.
       No es cuestión de nostalgia o de melancolía, sino de coherencia, de humanidad tangible, dar valor a las fiestas lumínicas, esenciales, como es, por ejemplo, la de la Navidad. No deberíamos dejar que se marchiten dentro del corazón las emociones, los colores y sonidos que nos atan desde siempre a la fiesta más pura, hermosa, y cristalina, esa en la que aún resuenan como pasos vestidos de seda los días de la niñez. Para mí la Navidad nunca fue triste. Mi padre murió el día de Nochebuena del año 1991, y, sin embargo, cada año en mí revive cuando llega esa fecha con más intensidad. Hermanos, hijos, sobrinos, todos juntos nos sentamos en torno a la mesa familiar dentro de la casa en la que vine al mundo. Y la vida de pronto ahí, en esos instantes, adquiere un sentido profundamente cálido, desechando su traje de monotonía, cuando el tiempo detiene su vértigo de espuma y frena su vuelo como un dócil neblí aferrado a su presa: la luz, la paz, la vida, la armonía, el entusiasmo, la límpida ternura que trae en sus alforjas la Navidad genuina. Las otras, las muertas, carecen de sentido. Están desprovistas de autenticidad.

* Escritor

miércoles, 19 de diciembre de 2018

martes, 18 de diciembre de 2018

Francisco Villaespesa autor dramático



Francisco Villaespesa se inició como autor dramático con El alcázar de las perlas (1911), en verso y de tema histórico, al igual que Aben Humeya (1913), Era él (1914) y La maja de Goya (1917). 




Teatro

El alcázar de las perlas (1911).
Aben-Humeya (1913).
Doña María de Padilla (1913)*.
Era él (1913).
Judith, tragedia bíblica en tres actos (1915).
La maja de Goya (1917).
Hernán Cortés (1917).
Bolívar (1929).
La leona de Castilla (1929)
El halconero* (1915),
El rey Galaor (1915)




miércoles, 12 de diciembre de 2018

martes, 11 de diciembre de 2018

Las novelas cortas de Francisco Villaespesa


EL MILAGRO DEL VASO DE AGUA

I

       El viejo y altivo castellano, arrodillado devota­mente a las plantas del Santo Ermitaño, narraba con sincera y profunda emoción todo el trágico y llameante desastre de su vida; de aquella larga y tempestuosa existencia consagrada por completo a los más crueles y satánicos cultos del Vicio y del Crimen.
       Sus manos feroces y acerbas de zarpa se cruza­ban, ahora, sobre el pecho; en un ademán supli­cante de fervorosa imploración, o se tendían des­esperadas, al cielo, trémulas y angustiosas, en el supremo naufragio de sus últimas esperanzas.


      En las tinieblas relampagueantes de sus pupilas sanguinarias, parecían abrirse nacientes y remotas claridades, como si en su fondo comenzaran a alborear los azules y vagos reflejos de una tácita y milagrosa aurora de paz y de consuelo inefa­bles.
       Y por su voz, autoritaria y áspera, como forjada a martillazos sobre el hierro más duro, pasaban, a veces, rápidos enternecimientos de armiño, sua­vidades y frescuras desconocidas, algo así como el aroma purificador y embrionario de una promesa de primavera...
       De cuando en cuando se detenía tembloroso y espantado, como si de súbito, a la material evoca­ción de cada nuevo episodio, sus ojos se desven­dasen y por primera vez sintieran todo el horror y todo el vacío del tenebroso e insondable abis­mo, en el que se fueron hundiendo, uno tras otro, sus días fugitivos y estériles, arrebatados por el frenético torbellino de las pasiones más violentas.
       El Santo Ermitaño, sentado en tosco y misera­ble escabel de madera, le oía inmóvil, impertur­bable, en la augusta serenidad de su recogimiento, con los codos apoyados sobre las rodillas, y con la frente, pálida y mustia de meditaciones, reclinada en la eucarística blancura de sus manos escuálidas y exangües.
       Era flaco, enjuto y retorcido, como si estuviese formado por las más hondas, puras y ocultas raí­ces de la oración y de la abstinencia.
       Una luminosidad suave y penetrante parecía fluir de todo su ser, espiritualizando la severidad ascética de sus facciones, magnificando con su esplendor de fastuosas púrpuras imperiales la mi­seria sórdida y raída de su pobre sayal de esta­meña, y dando a la transparencia azul de sus mi­radas un divino fulgor de cielo en éxtasis, como si en su interior ardiesen, alimentadas por la fe más ardiente, todas las maravillosas y perennes lámparas de la vida.
       Bajo la apoteosis dorada y purpúrea del cre­púsculo, en la paz inefable y mística de la hora, por los rústicos senderos, floridos de penumbras, resonaban piadosamente las lentas y acompasadas salmodias de los peregrinos.
       Austeros y graves, apoyados en sus santos bordones, y flotantes al viento las luengas guedejas desgreñadas, ascendían en largas filas, hasta la cumbre frondosa y abrupta, donde, entre el verdor húmedo de los álamos, albeaban los altos y esbel­tos muros del milagroso santuario.
       Por las enmarañadas laderas del monte, por las cañadas olorosas y fértiles, y a lo largo de las ri­beras pródigas del río, los pastores dirigían al aprisco sus ganados, entre silbos de hondas, balar de corderos, ladridos de mastines y trémulos y mu­sicales desgranamientos de flautas y zamponas...
       Las ovejas, envueltas en la indecisa polvareda crepuscular, descendían por las herbosas vertien­tes, ramoneando en las zarzas y en los saúcos de los vallados y de las cercas, husmeando en los ma­torrales, y sonorizando el silencio con el claro y agudo temblor de plata y de cristal de las esquilas tambaleantes...
       Los peregrinos paseaban lentamente entre ellas, con las manos extendidas derramando bendicio­nes; ahuyentando, con la santa eficacia de sus conjuros, todas las plagas y todos los maleficios que descienden sobre los rebaños.
       Sus voces se derramaban en la brisa como un perfume de santidad:
       —¡Que el divino y blanco cordero, que bala en los puros y fuertes brazos del Bautista, impida que los agudos dientes del lobo y las terribles ga­rras de la pantera, que rondan por la noche en torno de los rediles, se claven en vuestras nucas!
       —¡Que la casta y alba paloma del Santo Espí­ritu ahuyente y ciegue con sus fúlgidos triángulos de luz a las águilas rapaces y a los inmundos que­brantahuesos, cuyas curvas y afiladas uñas, anhe­lan ensangrentar la candida blancura de vuestros suaves vellones!
       —¡Que las rastreras víboras del estío no viertan en vuestras venas la corrosiva ponzoña de sus mor­tales aguijones, cuando sesteéis a la sombra de los benditos árboles que alegran la amarillenta aridez de los rastrojos!
       —¡Que nunca os falte la frescura del agua en las barrancas, ni la hierba del Señor en las praderas!
       —¡Que ninguna epidemia os diezme, ni los alu­des que ruedan de las altas cimas os arrastren al fondo de los negros precipicios!
       —iQue los blancos y rubios serafines que custo­dian las heredades, os libren del mal de ojo y del pernicioso influjo de esas malas gentes que atraen la desgracia por dondequiera que proyectan su sombra!
       —¡Que vuestras ubres, repletas y desbordantes siempre de la más pura y sabrosa leche, alimenten solo buenos cristianos, temerosos de Dios, y que vuestros finos vellones, hilados en ruecas de plata por manos de vírgenes princesas, cubran las místicas desnudeces de los santos en los altares perfu­mados con mirra, áloe e incienso, y abriguen a los humildes de corazón que buscan un refugio en la casa de Dios!...
       —¡La bendición del Señor y todos los dones del Cielo caigan perennemente sobre vuestras cabezas y las de vuestros dueños!

sábado, 8 de diciembre de 2018

Sabías que...




            “Cuando mis amigos son tuertos los miro de perfil”.
                                                    Gustave Courbet

viernes, 7 de diciembre de 2018

Imágenes Navideñas

     Poco a poco se acercan las Navidades, y aunque el tiempo no acompaña, estas y otras eran esas imágenes de antaño.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Hoy invito a…


M. Ángeles Pérez

 

amaneceres

 

De santos

  

    Una vez más volvimos a visitar a nuestros difuntos. De manera apresurada, pero meditada, recorrimos las misteriosas callejuelas del cementerio para poner a punto, con limpieza impoluta, cada uno de los nichos y lápidas donde descansan nuestros antepasados. Las floristerías se dieron prisa para satisfacer los más variados gustos de su clientela, no es para menos, es su gran día de ventas. Volvimos a repasar con nuestra vecina, minuciosamente, las fechas exactas de defunción de fulanito y menganita, así como el tiempo que permanecieron en esta maravillosa vida, lamentando, con extremo sigilo, aquellos casos que la dejaron de manera temprana, mientras hacíamos una severa crítica sobre cual de los santos sepulcros conserva el mejor de los ramos puestos. Y, entretanto, ellos siguen descansando rodeados de pulido mármol blanco, de frescas y coloridas flores, de la más íntima y misteriosa tranquilidad.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

martes, 4 de diciembre de 2018

Francisco Villaespesa novelas cortas



LAS PUPILAS DE AL-MOTADID

I

       La luna se elevó majestuosamente, semejante a un escudo de plata enrojecida sobre las lejanas colinas cubiertas de cipreses, y en la cúpula del firmamento fueron adqui­riendo relieves precisos y nítidos contor­nos metálicos, algunos cirrus, esparcidos y dispersos como frágiles vellones de humo blanco en la indolencia serena y suave del azul profundo y cristalino de los diáfanos cielos de Oriente.
       La marmórea terraza, perfumada por el aliento tibio y húmedo, casi humano, de los últimos rosales, resplandeció de súbito, en una fúlgida alborada de plata y nieve, bajo la fantasmagoría de aquella pálida luz del plenilunio, que al filtrarse entre los encajes y los alicatados de los arcos, parecía descender, trémula de emoción, con ana sua­vidad religiosa, a través de mórbidos vela­rlos de misterio.
       Las rosas fueron adquiriendo vivas to­nalidades de rojos terciopelos, y semeja­ban, bajo el encanto melancólico del lugar, extrañas copas desbordantes de sangre.
       Las pálidas campanillas, cayos cálices hechos de fragilidad y de ¿asueno, llama­ron los poetas: “álitos de Luna en flor”, se abrieron estremecidas, a la mística evocación de la luz, como maravillosas y encan­tadas florescencias de nacaradas madreperlas.
       La noche entera tenía, en el recogimien­to de las frondas y en el silencio marmó­reo de los patios del Alcázar, ana poesía grave y profunda, de fascinaciones inaudi­tas,
       El Califa Al-Motadid, exploró ansiosa­mente desde la florida terraza la vasta y cóncava serenidad de los cielos estrellados.
       Una insólita tristeza milenaria se agudi­zaba en sus grandes ojos taciturnos, dán­dole a la voracidad de su mirada inescru­table, como un abismo sin fondo, y devorador como el incendio de un volcán, to­dos los múltiples y acerados reflejos de esas bellas y finas armas que los espaderos de Damasco cincelan, bruñen y esmal­tan como las joyas más dignas de fulgurar en el esquelético seno de la Muerte.
       Se decía que en la impenetrabilidad de aquellas miradas, Dios había encerrado uno de sus más grandes e irrevelables misterios.
       Los campesinos afirmaban, temblando de pavura, que bajo su influjo las tierras más fértiles se tornaban estériles, y los árboles más frondosos se secaban, hasta en sus más ocultas raíces, como bajo la fulmina­ción sulfúrica y tempestuosa del rayo.



       Algunos astrólogos aseguraban que ante el brillo sobrehumano de aquellos ojos, la madre Noche había engendrado en sus en­trañas de sombra dos nuevas y lejanas es­trellas.
       Era punto de fe en todos sus dominios que el Califa Al-Motadid veía aun con las pupilas cerradas, y que sus párpados, por el largo ejercicio de aquella mirada, ha­bían adquirido una transparencia de gasa.
       El Califa conocía el mágico poder de sus ojos, el dominio que tenían sobre todas las cosas y la sugestión y hasta la servidum­bre a que obligaban a todos aquellos que se atrevían a contemplarlos.
       Y para que en toda hora y en todo tiempo resaltase imperiosamente su deslum­brante fulgor, había abolido por completo de sus regias vestiduras, los colores viva­ces, los ornamentos de seda, las franjas de plata y los flecos de oro.
       Un amplio albornoz de un negro fosco y duro, envolvía majestuosamente su grácil y esbelta figura, como un manto de eterni­dad y de sombra.
       Su cuerpo, así envuelto, asumía un no sé qué de inmaterial, de casi impalpable...
       Parecía una sombra emigrada de un fa­buloso reino de ilusiones y de ensueños, para subyugar a los hombres con la luz ex­traña y sugestiva, dominadora y fascinan­te de sus grandes ojos crueles.
       El sabio Yusef ben Moawia, aquel que por su gran elocuencia era llamado por los doctos del Yrak, el perenne manantial de oro, llegó desde la obscuridad de su retiro lejano a la Corte del Califa, con objeto de visitarle.
       Conocedor de la obsesionadora influen­cia de los ojos de Al-Motadid, quiso pre­sentarse a su vista en una mañana en que la suavidad del alba diluía en el cielo su plata más clara y su azul más puro.
       El sabio, después de largas horas de me­ditación, había pensado al partir:
       Los prodigiosos ojos dominadores no podrán lucir con toda su intensidad bajo la deslumbrante claridad del cielo.
       Mas apenas llegó a la presencia del Ca­lifa, no tuvo más remedio que inclinar ago­biado la frente y comprimir los párpados con sus manos, con aquellas manos rugo­sas y amarillas como los viejos pergaminos sobre los que tantas veces había visto azu­lear la luz de la aurora, en sus largas vigi­lias de estudios y meditaciones.
       Mas los amplios y claros cielos del alba no tenían poder ninguno sobre los ojos del Califa, porque éste, para recibir con todo honor al sabio, había querido darle audien­cia en el maravilloso salón llamado “El mi­lagro de los ojos”, una vasta sala recama­da de sedas negras, con el trono de mórbi­dos terciopelos del mismo color.
       Al-Motadid, envuelto majestuosamente en el amplio albornoz de velos obscuros, que adensaba en sus pliegues toda la fosca tristeza de la sombra, dilatando sus bárba­ros ojos, en una expresión de dominio, dijo a Yusef ben Moawia:
       —Aquí me tienes ya, en mi propia luz, ¡oh, docto entre los doctos!.., ¡Habla!...
       —¡Deja que me sustraiga antes del po­der de tus ojos, y hablaré!...—repuso con voz grave y sentenciosa, en la cual se insinuaba ya un estremecimiento de terror, el sabio del Yrak.
       Y el Califa repuso lentamente, dando a sus palabras agudezas de estilete, y agran­dando más el dominio negro y centelleante de sus pupilas:
       —Tú debes sentir ya, hasta en lo más profundo de tu alma, el fuego devorador de mis ojos. Mi mirada quema toda tu sabiduría. Tu pobre y mísera ciencia no puede ni sabe penetrar en el misterio de mis papi­las...
       —¡Oh, Al-Motadid, Emir de todas las lu­ces, hoy mi sabiduría se ha consumido an­te tus ojos, y solo de ella quedan pavesas!... Tu fuego la ha abrasado, y tu aliento la dispersa, como el viento del desierto barre las últimas cenizas de las fogatas de las caravanas.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Desayuno con diamantes, 143


LA COLMENA, 60 AÑOS DESPUÉS

               La colmena (1951), con el paso de los años ha llegado a ser traducida a veintiséis idiomas, entre el chino, japonés y coreano, y hasta el momento ha alcanzado la cifra de doscientas setenta y una ediciones.


               La concesión del Premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela Trulock, el 19 de octubre de 1989, confirmaba de alguna manera la universalidad del autor gallego, y aunque la crítica académica y especializada considere que un premio de estas características no certifica la categoría de un escritor, aun considerándolo como un extraordinario valor de la cultura, al menos, un honor así propone que se premia el trabajo de toda una vida. Y que su importancia se extiende no solo por los estrictos ámbitos de lo universitario o literario, sino que desciende a las clases más populares, y en gran medida se difunde la significación de toda su obra, como a partir de ese momento ocurría con Cela escritor en mercados literarios tan cerrados como Italia, Francia, Alemania, Suiza o Gran Bretaña, países vetados durante siglos, salvo para nuestros mayores clásicos. El premio a Cela fue recibido en España e Hispanoamérica con un júbilo popular y dos de sus novelas más importantes en el panorama narrativo del siglo XX se difundieron tras la noticia de la Academia Sueca: La familia de Pascual Duarte (1942) y La colmena (1951). Según Blanco Vila, a Cela hay que leerlo, sin duda, por encima de las apariencias, y añade que incluso de las ideas y las reacciones que pueda provocarnos su lectura, siempre que hablamos de degustadores de la buena prosa, o para curiosos de la imaginación narrativa. Lo cierto es que, como siempre ha señalado Jorge Urrutia, la obra de Camilo José Cela, llena gran parte de la literatura española de los últimos cincuenta años del siglo XX

La crítica de Cela
               Nunca debemos olvidar la postura crítica de Cela hacia la España de los años cuarenta, sin duda por eso ya entonces el escritor tenía interés en presentar su obra como testimonio de su época, y su labor como de compromiso con el realismo imperante. En el mes de febrero de 1951 la editorial argentina Emecé publicaba en Buenos Aires, La colmena, que Camilo José Cela había presentado a la censura española y le habían devuelto, según Justino Sinova, «por nauseabunda y siniestra». La obra fue prohibida inmediatamente en España y paralelamente, el autor fue expulsado de la Asociación de la Prensa de Madrid. En la nota a la primera edición, Cela aclara que La colmena es el primer libro de la serie «Caminos inciertos», y que —por razones particulares— sale en la República Argentina; los aires nuevos —nuevos para mí— creo que hacen bien a la letra impresa. Tilda a su novela de realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Cuatro años más tarde, aparecía la segunda edición en la editorial española Noguer, que incorporaba las ilustraciones de Lorenzo Goñi; la misma volvería a editar la obra en 1957 y 1962, y nuevamente en 1963, 1965 y 1966. Mariano Tudela escribió «que La colmena era un golpe editorial español que venía de fuera de España, llevaba el número diecinueve de la «Colección Grandes novelistas», en cuyo catálogo figuraban, William Faulkner, Gambito de caballo y Guido Piovene, Piedad contra piedad. Para el crítico, La colmena es, sin duda, la novela más ambiciosa del gallego, puesto que pretende dar una visión desgarrada, a veces guiñolesca, desenfadada, tierna y tremenda, desolada y amorosa, de aquel Madrid un tanto triste de los años cuarenta, en que la vida era difícil, había que arrimar el hombro y todavía muchos notaban en sus descalcificaciones o en sus tuberculosis los padecimientos de los «años del hambre». El propio Cela declaraba que su nueva obra era «un pálido reflejo», «una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad», «un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre», confesando sin embargo que le había costado mucho trabajo hacerla, «su arquitectura es compleja», señalaba. Parece que la escribió poco después de la contienda, en la década de 1940 a 1950 y se tiene testimonio de que podría estar acabada en 1948, marcada por la fealdad del momento, la tristeza de sobrevivir, o la violencia expresa de muchos momentos, motivos suficientes para componer una obra polifónica.
               Juan Luis Alborg escribía en Hora actual de la novela española (1958) que, «con La colmena ha escrito Cela hasta el momento su novela más conseguida (...) Es una novela de composición sinfónica, sin protagonistas ni personajes destacados, exactamente como una orquesta, ninguno de cuyos elementos es superior a los demás, pues todos juntos contribuyen por igual, ejecutando su parte propia, al total efecto del conjunto». Y añade al respecto de su técnica, «La colmena pretende apresar un panorama de la vida española localizado en Madrid en los primeros años de la postguerra, me parece dotada de una ambición plausible, si bien podrá argüirse que también su «colmena» se limita a un reducido juego de pasiones —hambre de sexo y de pan—y a unos estratos tan solo de la vida, mientras quedan fuera de su enfoque planos infinitos».
               José Corrales Egea en su obra La novela española actual (1966) afirmaba que «La colmena señala un camino, una forma de novelar más adecuada a la aspiraciones neorrealistas de los escritores jóvenes que las formas y el estilo hasta entonces vigentes; pero el propio autor se queda en el umbral, sin adentrarse por el camino abierto, al negarse a arrostrar —o al no poder arrostrar—todas las consecuencia que de ello podrían derivarse. Heraldo de un resurgimiento, La colmena se queda, sin embargo, a la orilla de ese movimiento».
               Santos Sanz Villanueva aclara que analizar la obra de Camilo José Cela en el contexto de las formas realistas y críticas de la novela de postguerra requiere notables dosis de ponderación para no caer en ninguno de los dos extremos a que conduce parte de la bibliografía sobre el narrador: un escritor muy crítico de la sociedad de su tiempo o un estilista refugiado en interpretaciones evasivas o marginales de la realidad. Quizá (por eso) ambos aspectos se conjuguen en una producción extensa, de diferentes registros y desarrollada a lo largo de casi cuatro décadas.



La colmena
               La historia es bien sencilla, unas gentes que sin demasiada convicción, sin ilusiones, casi sin futuro por delante, se entregan al lacerante ejercicio de la supervivencia que es lo que es, al fin de libro, une a todos los personajes; unas gentes, según ha escrito Cela, que forman parte (...) de un estrato determinado de la ciudad, que es un poco la suma de todas las vidas que bullen en sus páginas, unas vidas grises, vulgares y cotidianas, sin demasiada grandeza, esa es la verdad. En La colmena no existe un hilo argumental, los personajes que van apareciendo pertenecen a varias clases sociales, preferentemente a una burguesía venida a menos después de la lucha y a sectores humildes. Los protagonistas irán apareciendo y desapareciendo a gusto del autor, aunque la unidad de la obra viene dada por el ambiente de miseria en que mueven todos ellos, y entre los que pueden advertirse algunos núcleos de relaciones. En el capítulo I, y en torno al café de doña Rosa, será a donde acuden clientes habituales, y se vincula con algunos otros seres que transita por el resto del relato y que resultan en su mayoría anónimos, con un mínimo de interés biográfico como le ocurre a Martín Marco, quizá el más representativo (un reproche que Alborg le hacía a Cela, de quien dice que al gallego no le va de ninguna manera un personaje que haya de sostener a pulso demasiado tiempo (...) Cela suelta de la mano a sus personajes lo más pronto que puede, porque su resuello novelesco no da para más). Doscientos trece fragmentos tiene la novela, distribuidos en seis capítulos y un apartado final, por lo que, según el índice elaborado por Caballero Bonald, desfilan doscientos noventa y seis personajes reales, y cincuenta históricos aunque, en realidad, tan solo unos treinta consiguen imponerse como verdaderos personajes, quienes parecen decididos a vivir o a malvivir el presente, porque el pasado es mejor olvidarlo, y el futuro no se sabe si llegará. La sensación de fatalidad pesa sobre ellos, aunque también sobre toda la novela, y permite que estructuralmente no se hable de costumbrismo al uso, sino que el ambiente es de lo más trágico y coercitivo.
               El héroe tradicional, individual ha perdido toda su importancia, sobre todo porque han cambiado las nuevas circunstancias históricas, y ante semejante reto un único personaje se muestra incapaz de soportar dicho peso, así que en numerosas ocasiones se opta por un personaje colectivo y así habrá que entender La colmena que, como señala Iglesias Laguna, da la impresión de que estamos ante una fotografía al minuto antes que de cuadro elaborado, aunque Cela siempre hablaba al respecto de objetivismo. Los personajes de la novela son gentes vulgares, aunque no podrían ser de otra manera cuando pasan hambre y necesidad en el Madrid del racionamiento y del mercado negro, y aunque no faltan otros de una clase social más acomodada, tampoco estos aportan un punto de vista distinto y se integran en esa mirada que el novelista ha pretendido dar a su drama, un fenómeno histórico y social con una España urbana como trasfondo, «una realidad representativa de un aspecto de la vida madrileña, de ahí su valor testimonial y social», como ha señalado Gil Casado. Tampoco podemos hablar de la novela de Madrid, aunque geográficamente reconocible y podamos hablar de una parte urbana y social, con abundantes espacios cerrados como el café de doña Rosa o la casa del homosexual Suárez, y algunos pequeños episodios en la calle. Cela habló de su novela en la que como la vida misma, cada destino corre su suerte y todos trabajan, en el duro recorte del tiempo en el que se sitúa la acción. Hay quienes han visto en algunos de estos personajes el ambiente bien conocido de el café Gijón que frecuentaban no pocos conocidos de la época, Rafael Vilaseca, Iborra, Rafael Bonmatí, Eusebio García Luego, Manuel Segalá que, según testimonia, Marino Gómez Santos en Crónica del Café Gijón (1955), bien podrían ser don Leonardo Meléndez, el joven melenudo, don Jaime Arce, Martín Marco, todos en una colmena que como afirma Cela es, también, una cucaña temerosa de los golpes o una sepultura en vida.
               Si sesenta años más tarde, consideramos La colmena como ejemplo de las tendencias de la novela española de aquello que se consideró como crítica junto a Laforet, Suárez Carreño o Luis Romero, entonces habría que calificarla en su doble papel: primero como desmitificadora de un tema, y así abre nuevas perspectivas frente a una novela de evasión; y en segundo lugar desde una perspectiva de realismo crítico con una gran influencia en las generaciones del futuro, sobre todo en lo relativo a planteamientos estéticos y a enfoques objetivos con profundo significado social. Jorge Urrutia termina la edición de La colmena (Cátedra, 1988), un amplio y esclarecedor estudio introductorio, afirmando que «es una novela que obliga a reflexionar sobre los límites de las relaciones humanas, de la moral individual y colectiva»

Las secuelas
               Las secuelas de La colmena o al menos la visión que otros escritores tuvieron del momento respondía, por tanto, a una preocupación bastante común en la época, señala el profesor Jorge Urrutia, y de entonces rescata la novela Calle de Echegaray (1950), de Marcial Suárez, con afirmaciones similares, aunque entiende que sus personajes tal vez no sean novelescos porque son quienes se encuentra por la calle, en el teatro, en el hotel de paso, en el café, en el bar; y en su mayoría, por la calle Echegaray; y una novela, ambientada en Barcelona, La noria (1952), de Luis Romero, que no deja de girar para recoger, uno a uno, en sus cangilones, a los habitantes de un día de la gran ciudad, y algunos años antes, la propia Carmen Laforet había publicado Nada (1945), otro retrato de una ciudad y de una calle, la de Aribau, en Barcelona. Y a un nivel más amplio, ese conductismo que denuncia ciertos estados de ánimo puede verse en algunos de los mejores novelistas de la «generación perdida» como Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, o Hammet y a destacar algunas novelas como Las uvas de la ira (1939), de Steinbeck, Manhattan Transfer (1925) y la trilogía U.S.A. (1930-1936), de Dos Passos.