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miércoles, 31 de enero de 2018

José Lupiáñez



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MANUAL DE OFICIO

             
       En Laurel de la costumbre (1988), José Lupiáñez (La Línea, Cádiz, 1955), se refería al oficio poético como «algo trágico que alimentándose de los estados contemplativos se muestra marcado por una manera de sentir y estar en el mundo». Y así su obra compuesta por seis poemarios hasta este recuento de versos que fuera Laurel de la costumbre, estaba plagada de sensualidad clásica que se reforzaba con el evidente tono elegíaco con que enlaza la última propuesta del gaditano, este Número de Venus (1996), anunciado ya entonces y en cuyo «Pórtico» escribe tan contundentemente: «Yo también quiero ser como vosotros fuisteis, alguien raro que escribe sus versos al olvido y al frente de sus libros deja, porque ha vivido unas pocas palabras como unas rosas tristes».
       La realidad se vislumbra, tantas veces, como una auténtica metáfora y así hay que entender este poemario que se resuelve como un continuado ejercicio que discurre en dos dicotomías y desde ese mismo plano sensitivo: una primera que se concreta como un eje inminente y otro trascendente, para señalar un sentimiento poético, y una segunda, biografía  total en este homenaje a la verdad modernista que se supone es Número de Venus. Encuentra, pues, el lector en este poemario un sentido de profundo desencanto y por tanto de renuncia; algo que se configura como un compendio ejemplar de buen ars poétique, con que se inscribe en ese dictado de moral senequista que desprenden sus páginas, emulación de esa sabiduría humanista que recala, de igual modo, en el barroquismo de los clásicos hasta llegar al modernismo de la elegancia, del lujo, en ese simbolismo de una diversidad de dimensiones sensoriales, y así hablamos del hombre y del amor, del viaje y de la muerte, para desembocar en la preocupación única del poeta por el mundo, en este en el que realmente vive, en ese en el que cree o en el que crea, para aludir a la verdad de la existencia como esa reiterada pasión que el poeta muestra por la solidaridad humana, y poder enlazar con ese otro sentimiento que se vislumbra en el poemario, el de una biografía, en esa evolución sincrónica que el autor experimenta desde lo vivido y la experiencia misma que le ha llevado a ejercer de juez de toda una conciencia. Conseguirá el poeta, así, un equilibrio que oscila entre el impacto sensorial y la concreción de un léxico, barroco, de dificultad consciente, pero armonioso en cuanto a selección de valores, aliteraciones, encabalgamientos, reiteraciones verbales y lexicalizaciones codificadas que responden a un discurso generador de movimiento.
       O esa contraposición dialéctica que se presupone hoy entre pensamiento y emoción y que José Lupiáñez presenta como conflicto latente entre vida y muerte, como una suerte final en definitiva.






NÚMERO DE VENUS
José Lupiáñez
Ubago, Granada, 1996




Publicado en IDEAL / Artes y Letras, Sábado, 1 de junio de 1996; pág.VI.

martes, 30 de enero de 2018

Manuel Siles Artés



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MANUEL SILES ARTÉS, UN NOVELISTA ALMERIENSE RECUPERADO


       Hacia el año 1950 España sale de esa postración en que había quedado tras la guerra civil. Resurge lentamente del boicot internacional y se encamina a restablecer una economía propiciada por una sana voluntad de resurgimiento de sus cenizas. Evidentemente, los últimos cincuenta años, han supuesto una nueva etapa en la vida española y literariamente podemos recordar aquellas nuevas generaciones que se iban incorporando al panorama narrativo, tanto a nivel nacional, como regional y provincial. Con semejantes palabras, con esta pequeña introducción, trataba de justificar el descubrimiento de un autor almeriense desconocido para mí a lo largo de la década de los 80, cuando me disponía a hacer un breve catálogo de obras y autores nacidos en Almería. Los nombres que yo apuntaba entonces dentro del panorama almeriense eran los de Octavio Aparicio, Antonio Prieto, Antonio Fernández Gil «Kayros», Agustín Gómez Arcos, María José Clemente y esencialmente, Manuel Siles Artés, (nacido en 1921 y  fallecido en mayo de 1984), que había legado una impresionante obra literaria y que hasta ese momento había publicado las novelas, Amor prohibido (1955), Tentación (1956), La bestia (1960), Clase piloto «A» (1986) y El gran triunfo de Marcos Calderón (1988). Posteriormente se dio a conocer, Alitur (1990) y la última, El desierto (2002), una alegoría al milagro agrícola de Palomares.
       La primera entrega de Manuel Siles, Amor prohibido (fechada en octubre de 1951) responde a un texto de marcado acento tremendismo celiano, además de visos del realismo social de la época. Ambientada en la Garrucha de esa misma década ofrece un aguafuerte de la pequeña población pesquera, retrata a unos hombres que permanecen fieles a su propia tradición y el relato se convierte en la pequeña historia de unos pescadores y de una singular familia, la de los Peludo, y los avatares que acontecen a la misma. Su siguiente obra, Tentación, está fechada en Abril de 1956 y en este caso se trata del estudio psicológico de unos personajes que viven unas situaciones en una sociedad difícil, marcada por la postguerra. La estructura narrativa se concreta en cuatro cartas cuya receptora, la misma siempre, es Jacobina Terriza. El escenario geográfico se enmarca entre Calella, septiembre de 1950 y Madrid, mayo de 1955. En La bestia, terminada en 1960, el autor vuelve a recrear su tierra natal y sitúa la acción en Almería y sus principales barrios: Los Molinos, El Alquián, el Barrio Alto, sus playas, y todo envuelto en los diálogos y monólogos que sostienen algunos de sus principales personajes: Josefina, Julia, Ricardo, Conchita, Rogelio, Juan... La Almería que se describe es la de una ciudad pueblerina de mitad de los años 50, una urbe encerrada en sí misma, de corte franquista, encorsetada en los muchos prejuicios y algunos valores que convierten, en monótonos, los diálogos que desarrollan sus personajes más jóvenes: una juventud sin ilusión que relata una sucesión de anécdotas sin trasfondo alguno.  Finalista del Premio Sésamo en 1963, El gran triunfo de Marcos Calderón, es la historia de un hombre que, pese a haber llegado al final de su vida, se ríe de todo lo que le ha ocurrido y de lo que le rodea porque sólo al final ha llegado a comprender su propio fracaso y asiente ante todo, mientras se toma un café con un grupo de amigos y repasa todo el tiempo transcurrido. Seleccionada para el Premio Cáceres de Novela en 1979, Clase Piloto «A» es una novela de marcado carácter pedagógico puesto que se trata de un experimento para anular el concepto de la libertad humana que, como suele ocurrir, fracasa porque prevalece, como es normal, el sentido común y así lo entienden los jóvenes que son sometidos a dicho experimento, frente al tamiz pedagógico que esgrime su preceptor don Marcos. Finalmente, Alitur (Batarro, 1990) es la novela del triángulo costero de Vera, Garrucha Mojácar y su ambiente y costumbres que tan bien conocía el autor. La novela está construida como una laberíntica sucesión de escenas entre estos tres pueblos costeros de la Almería más conocida y subraya el gran acierto del autor al tratar de elaborar un mapa de toda una época histórica de nuestra provincia a través de una larga y oscura postguerra, intentando ofrecer esa clara voluntad de comunicación que contienen todas sus novelas y sobre todo, la amplitud de posibilidades narrativas que ensaya el autor en su escritura.
       Con El Desierto (2002), la novela sobre el milagro agrícola de Palomares que Arráez Editores incorpora a su colección «Narrativa Almeriense», se cumple el deseo de su viuda por dar a conocer más ampliamente la obra de Manuel Siles. La novela supone, una vez más, poner de manifiesto la visión realista del autor cincuenta años después de los acontecimientos, algo que más tarde convertirá a la comarca de Palomares y sus alrededores en un fructífera tierra hortícola, tierra próspera de expansión internacional, pese a la adustez de la misma. En realidad, es un relato breve de planteamiento sencillo, extremadamente de corte realista, planteado estructuralmente de una forma lineal que cuenta la historia de Felipe, un joven emprendedor, que una vez despechado ha heredado el paraje «El Desierto» y decide aventurarse y plantar tomates en esa difícil tierra frente a la opinión de una enérgica madre y el resto de su familia, incluidos algunos de sus amigos y vecinos más cercanos. Incluso, la mujer de la que está enamorado deja de sentir interés por él cuando se entera de sus propósitos porque lo cree un fracasado por intentar algo imposible. En realidad, Siles vislumbra desde mucho antes una idea futurible, la de realizar plantaciones extratempranas en una tierra como la almeriense, con sus características, tan falta de precipitaciones que hagan su tierra fértil, aunque, en su relato, insiste en el tesón de los hombres del campo, en su firmeza de convicciones, en la idea preclara de transformar tierras vírgenes en tierras productivas, que han llegado a convertir el suelo en un vergel del que fue exponente en la prensa nacional el milagro agrícola de Palomares y su producción de tomates durante buena parte del año.
       El Desierto es la sombra de un coraje y recoge en forma de relato el sentir de una tierra repleta de matices. El sol, el paisaje, la adustez de sus tierras, pero también la belleza de los atardeceres o de los amaneceres, los colores de la tierra se tornan en melodía unísona a la par que las palabras en la pluma de Siles Artés quien, como tantas ocasiones, anteriores sabe adaptar el lenguaje al medio sobre el que escribe, con esa sutileza que se caracteriza a su prosa y abre camino en un estilo que, transcurrido mucho tiempo conserva, aún, la maravilla del arte con que proyecto sus obras. Ese individualismo le valió, al autor, el olvido de sus contemporáneos pero le ha otorgado la inmortalidad que proporciona la literatura. El libro está ilustrado por su hijo Juan José Siles Lucas y en la edición colabora el Ayuntamiento de Cuevas del Almanzora y Arráez Editores, una editorial de la tierra que está consiguiendo contribuir al panorama literario de la provincia de Almería con acertadas publicaciones, tanto de Historia y Antropología como de Literatura, y en este caso en una apuesta firme.






EL DESIERTO   
Manuel Siles Artés
Arráez Editores, Mojácar, 2002

lunes, 29 de enero de 2018

Desayuno con diamantes, 131



Al calor del fuego de invierno…
el clásico La letra escarlata.

        Sexto Piso publica una edición que ilustra Alberto López Corcuera de La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, en una nueva versión traducida por Paula Kuffer.


        Ahora que el invierno se ha instalado en nuestras casas, y con suerte un buen fuego nos abriga y proporciona un ambiente propicio, nada más recomendable que la lectura de un clásico como La letra escarlata, si tenemos en cuenta además que “no existe una obra más perfecta de la imaginación estadounidense que La letra escarlata, según D. H. Lawrence, y nosotros, instalados cómodamente, solo podemos confirmar la veracidad de semejante afirmación.

La novela
        El argumento de la novela de Hawthorne es un relato sobre la intolerancia, en un mundo donde la religión, la justicia, la moral y las leyes humanas se confunden en una causa común, y también cuenta la historia de un amor ilícito, el posterior remordimiento, la culpa y el castigo que narrativamente conforman los ejes del relato, y la justificación última para grabar a fuego la letra “A” escarlata, emblema de “Adulterio” en una sociedad cerrada, de la América primitiva bostoniana del XVII heredera del imperio inglés.


        La acción queda enmarcada en una época de incisiva intolerancia tanto de actitudes sociales como credo: la sociedad puritana de la Nueva Inglaterra del S. XVII; con unos personajes atrayentes, nada vulgares, que le brindan a la narración un gran interés. Una curiosa muestra sobre ciertos temas incompatibles dentro de la condición humana y social: esperanza y exaltación, amor y moral, placer y penitencia, verdad y apariencia, libertad y sumisión, perdón y castigo. Hester Prynne es una mujer que siente el rechazo, la soledad y la apatía de la comunidad, pero que responde con una fortaleza de ánimo y generosidad dignos de ponderación, y lleva con cierto orgullo su agravio: su amor secreto y la culpa que implica esa aventura ilícita. Es una mujer con opiniones propias que reta a las autoridades sociales y “divinas”, y se convierte en un modelo de independencia y autosuficiencia, quizá un auténtico rasgo de feminismo de época que tendrá que soportar el desprecio tanto en su naturaleza interna como la externa. El amante, un ser aprensivo y paciente, carece de la fortaleza y resistencia de su amada, estará siempre zozobrando en un mar de dudas y arrepentimientos.
        Deseo, amor, culpa y venganza interactúan entre los personajes y provoca una gran tensión  que irá creciendo a medida que avanzamos en la lectura de este singular clásico.


El autor

        Nathaniel Hawthorne, Salem, EE UU, 1804-Plymouth, 1864, vivió en el seno de una familia de vieja estirpe puritana, y su vida y su obra se vieron marcadas por la tradición calvinista, y su temprana vocación literaria no le proporcionaría el bienestar necesario para seguir escribiendo. Su primera novela, Fanshawe (1828), protagonizada por un héroe de corte byroniano posee rasgos biográficos del propio Hawthorne, y evidencia las influencias del Romanticismo europeo; entre 1837 y 1842 publicó con regularidad los Cuentos narrados dos veces, en los que aborda con detenimiento los que serían algunos de sus temas recurrentes: la idea del pecado y el problema del mal.
Trabajó durante un tiempo en la Aduana de Boston, en una granja comuna cercana a la ciudad, y en 1843 se estableció en Concord, tras contraer matrimonio (1842); allí escribiría la colección de cuentos Musgos de una vieja granja (1846), que incluye el célebre relato La hija de Rapaccini. En 1846 volvió a trabajar en aduanas, pero poco después se aislaría de nuevo en una humilde casa de Massachusetts, donde escribió su obra más conocida, La letra escarlata (1850) y, un año después, La casa de los siete tejados.
        Durante un viaje a Italia empezó El fauno de mármol (1860), última novela que, además de sus preocupaciones morales, revela una creciente dedicación al estilo narrativo y un acercamiento a la poesía.







Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata; ilustraciones de Alberto López Corchera; traducción de Paula Buffer; Madrid, Sexto Piso, 2017; 269 pp.

sábado, 27 de enero de 2018

Las beguinas, sus secretos, y una historia de amor.



     Ya podemos desvelar El secreto de las beguinas, en su estupenda y corregida, 2ª edición.


La hermana Marcella Pattyn



Muere la última beguina

        La hermana Marcella Pattyn, fallecía el 14 de abril de 2013 a los 92 años, y murió mientras dormía sin saber que cerraba la última puerta de la existencia de una curiosa congregación milenaria: las beguinas. Era la última representante de la una de las experiencias de vida femeninas más libres de la historia.
        Si volvemos la vista a la Historia, durante la Edad Media, entre la rigidez de los estamentos religiosos, empezaron a aparecer comunas de mujeres que iban por libre, se sentían muy democráticas y trabajaban para obtener su propio alimento, y dispuestas a realizar labores caritativas con los más desfavorecidos. Fueron comunidades de mujeres espirituales y laicas, entregadas a Dios, pero independientes de la jerarquía eclesiástica y de los hombres.
        La razón de su existencia: surgieron en un momento de sobrepoblación femenina, cuando dos siglos de guerras habían acabado con una gran proporción de los hombres, y los conventos estaban colmados como la alternativa al matrimonio convenido o, simplemente a una vida en absoluta clausura.
        Corría el siglo XII y las comunidades de beguinas, mujeres de todas las clases sociales, empezaron a extenderse en Flandes, Brabante y Renania. Su presencia de intensificó gracias a las labores que hacían para la comunidad: enfermeras para los enfermos y desvalidos y maestras para niñas sin recursos, e incluso responsables de numerosas ceremonias litúrgicas, y por muchos de estos motivos numerosas familias adineradas les dejaban una herencia y mujeres ricas se instalaban en beguinatos.
        La mayoría de hermanas practicaban algún arte, especialmente la música, pero también la pintura y la literatura. Los expertos consideran a poetas como Beatriz de Nazaret, Matilde de Madgeburgo y Margarita Porete precursoras de la poesía mística del siglo XVI, además de las primeras en utilizar las lenguas vulgares para sus versos en lugar del latín.
        Vivían en celdas, casas o grupos de viviendas que, con el paso de los años, han sido declaradas, en 1998, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Curiosamente, estas mujeres podían abandonar el beguinato en cualquier momento para casarse y formar una familia, pero a nivel espiritual no se casaban con nadie más que con Dios y dedicaban su existencia a los más desfavorecidos. Grupos de mujeres casadas que se identificaban con el deseo de llevar una vida de espiritualidad intensa en los beguinatos de sus ciudades, también formaron parte de estas congregaciones, definidas como lugar espiritual y pragmático a la vez se que rompe con la diferenciación que la Iglesia imponía entre la oración y la acción.
        Según la versión más extendida, un grupo de mujeres construyeron el primer beguinato en 1180 en Lieja (Bélgica), cerca de la parroquia de San Cristóbal y adoptaron el nombre del padre Lambert Le Bège. Otras versiones apuntan a que “beguina” significa, simplemente, “rezadora” o “pedidora” (de beggen, en alemán antiguo, rezar o pedir) e incluso, en la versión menos compartida entre los historiadores, a que su existencia se remonta al año 692, cuando santa Begge habría fundado la comunidad. Tuvieron dos siglos de expansión rápida pero las denuncias de herejía las frenaron cuando la Iglesia empezó a ver que atraían donaciones “que les pertenecían” como jerarquía establecida. Se instalaron en todas las grandes ciudades francesas y alemanas, pero la persecución las hizo volver a recogerse en Bélgica, de donde procedían. Pagaron por las libertades que habían adquirido con el paso de los años, desde una perspectiva económica, social y religiosa, incluso con la muerte: Marguerite Porete fue quemada viva en 1310. Las acusaban de aturdir a los monjes y de encandilarlos cuando acudían a confesarse a los monasterios vecinos y las trataron como a las únicas mujeres libres de la época: de brujas. Régine Pernoud sostiene que “El movimiento de las beguinas seduce porque propone a las mujeres existir sin ser ni esposa, ni monja, libre de toda dominación masculina” y, en realidad, sedujo a las mujeres, e inquietó a los hombres.
        Regresaron a los Países Bajos y Bélgica, aunque resistieron algunos beguinatos alrededor de Europa. La mayor comunidad se recluyó en un gran beguinato, en Cortrique la población del sur belga donde murió la última beguina Marcella Pattyn. Después de que su modo de vida sin reglas y sin amos hubiera enfurecido a los garantes del orden, renunciaron a cierto radicalismo y optaron por convivir con la Iglesia para asegurarse la subsistencia, durante siglos, hasta que las hemos visto morir en absoluta abnegación y silencio.


                               Madrid, Trifaldi, 2018; 2ª edición.

viernes, 26 de enero de 2018

Enrique Vila-Matas



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LA NOVELA COMO CHISME


       La novela, escribió Stevenson, es la poesía de la circunstancia porque, entre otras muchas ambiciones, creemos tener un gran dominio sobre nuestro destino; en ocasiones, nos vemos arrastrados por las circunstancias que nos empujan sin saber muy bien cómo hacia el futuro. En la vida, una cosa siempre llama a otra cosa y, generalmente, se produce un ajuste entre los hechos y los espacios. En esa cumbre suprema que se le supone al arte, las palabras y lo dramático, se proyectan en un acuerdo de ley común que potencia todo aquello que pueda resultar novelesco porque la aventura proporciona el entretenimiento aunque el verdadero arte de la novela hace de todo algo novelesco hasta llegar a la mayor abstracción sin renegar de ese cierto tono realista porque para llegar a la esencia misma de la novela debemos tener en cuenta las peculiaridades de nuestra actitud hacia cualquier tipo de arte, conscientes de que ninguno produce falsas impresiones: mientras leemos una historia,  nos debatimos entre dos estados de ánimo: aplaudir la excelencia de la prosa o participar activamente en la fantasía misma que pueden proyectar esos personajes.
        Todo hombre que narra, escribe Manguel, es un misterio y quizá por este y otros muchos motivos, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), ha ido construyendo toda una especie de  catedral metaliteraria como han sido calificadas sus últimas entregas. Conocido autor español en el México intelectual de culto, sus autoficciones se iniciaban con Bartleby y compañía (2000), una especie de pulsión negativa o atracción por la nada, continuaban con El mal de Montano (2002), un diario íntimo a caballo entre novela, viaje sentimental o ensayo, y, definitivamente, se cierran con, Doctor Pasavento (2005), esa sublime aspiración a desaparecer como escritor y sumergirse en una soledad creadora. Se trata, en cierto modo, de un nuevo exorcismo vital que se inspira nuevamente en modelos extranjeros de reconocido prestigio, en este caso Robert Walser, internado los últimos veintitrés años de su vida en un psiquiátrico, retirado del mundo y, sobre todo, de la literatura. Así el protagonista de esta nueva novela vilamatiana, el doctor Pasavento, o, en ocasiones, el doctor Ingravallo, siguen las huellas del ausente Walser para iniciar su propia fuga en pos de esa anhelada desaparición y en ese deambular recalan en una calle de París, en un hotel de Nápoles, en la ciudad de Basilea, además de otros lugares frecuentados por el escritor suizo y hasta las mismas puertas de Herisau. Y, al mismo tiempo, en ese proceso narrativo se ofrece esa multiplicidad del yo que, Vila-Matas, sabe muy bien convertir en diferentes interlocutores, esa especie de duda permanente que asola al escritor, incluida, la posibilidad de resultar ser el mismo de lo narrado, el protagonista de su propia obra, en ese otro permanente afán por convertir su fuga existencial en una auténtica realidad.
        Para justificar, de alguna manera, todo esto, el personaje narrador convierte su existencia en una doble vida que incluye una infancia real, en la calle Roselló barcelonesa, y otra inventada. Se pasea por el Bronx, junto a Robert de Niro, admira a escritores ocultos contemporáneos, Pynchon, Salinger, Gadda, incluso dialoga con el doctor Morante muy cerca del Vesubio, como esa otra geografía reconocible de la experiencia viajera del escritor, para mostrar así, las caras de otros tantos personajes que recorren los paisajes de toda una vida y se convierten en las secuencias de la mejor literatura española contemporánea. Todo un alarde de ficción que corrobora el arte de la imaginación o la fantasía.
        Doctor Pasavento se convierte así en ese genuino experimento que por su carácter ensayístico, narrativo, dietario íntimo, viaje sentimental y literario, traspasa los conceptos de novela para proyectar esas obsesiones que atormentan al autor pero que, por otra parte, ofrecen lo mejor de sus reflexiones metaliterarias acerca de la vida real e imaginaria, incluye cuestiones sobre ficción y realidad e incluso proyecta ese proceso de salvación iniciado por Vila Matas cuando él mismo afirma vivir la vida como una novela para así ofrecer esos muchos registros ligados a la realidad que incluyen la ironía, la comicidad, lo elegíaco y lo trágico, pero también la invención de una locura de la que volverá más seguro porque, en esa duda de perderse, consigue desaparecer de verdad y así se cierra este viaje, iniciado muchos años antes como hiciera el propio escritor suizo Robert Walser.






Enrique Vila.Matas, Doctor Pasavento; Barcelona, Anagrama, 2005.


jueves, 25 de enero de 2018

Hoy invito a…



Pedro Felipe Granados


DEL INFIERNO AL CIELO: LADRONES DEL PARAÍSO

Una historia de historias

Entre las múltiples opciones de las que dispone la creatividad literaria para vertebrar el contenido de una antología de cuentos (la muy utilizada de los períodos históricos, la que se sirve de los textos ambientados en un ámbito geográfico determinado, la de las analogías estéticas, la que agrupa los relatos por temas...), un escritor clásico de nuestro tiempo como Medardo Fraile ha elegido para su obra Ladrones del Paraíso la que se fundamenta en la pertenencia de la mayoría de sus personajes a un grupo de baja extracción social, el de los rateros, los pobres ladrones de a tres el cuarto, humildes seres que viven del robo como una forma de supervivencia más que como vía de progresión social. Los cuentos objeto de esta antología que ellos protagonizan son, en consecuencia, un escaparate de vidas sombrías dedicadas a las diferentes variedades de la delincuencia menor, especialmente el robo. 
Para comprender la intención del autor y el porqué de esta elección resulta conveniente acudir a las sugerencias que nos ofrece el paratexto. En efecto, el título Ladrones del Paraíso aporta ya un primer indicio, que, sin embargo, no acabaría de entenderse en su justo sentido si no se tuviera en cuenta la Introducción al Prólogo que sigue, el propio Prólogo, que, a su vez, adopta la forma de un cuento titulado El mal ladrón, y, además, una cita que abre la obra, tomada del Evangelio de San Lucas.
En la Introducción se nos sugiere la existencia más que probable de ladrones en el Paraíso, habida cuenta que, si pudo entrar uno, el que, estando crucificado junto a Jesús en el Monte Calvario, intuyó la posibilidad de salvarse porque creyó en la misericordia y el perdón de Dios, nada impediría la entrada de otros de la misma categoría humana e idéntica ocupación.
La cita del apóstol Lucas viene a ser, en el caso que nos ocupa, un argumento de autoridad en apoyo de esta nueva e insólita teoría de la salvación que nos brinda el autor, que reproduce literalmente los versículos en los que se desarrolla el citado episodio del Evangelio. El cuento primero, en fin, establece, en el levísimo desarrollo de una página, una sutil y humorística anfibología –palabra utilizada más adelante como título en otro de los relatos- en torno a la expresión han robado en el Banco, con la que insiste en la división entre ladrones buenos (los inocentes, valga el oxímoron, que tienen garantizada la salvación) y los malos (destinados sin apelación posible a la condenación eterna), entre los que el Banco, que ejerce un latrocinio impune y de guante blanco contra los clientes pobres, ocupa el primer lugar de la lista.
Por si no bastara, en esta labor de laica misericordia, el convencimiento del autor de que es posible la asociación insólita entre ladrones y Paraíso, el retrato que de ellos hace sería suficiente para que los lectores, abandonando cualquier tipo de duda dictada por los prejuicios, nos sumáramos de lleno a su teoría: “El buen ladrón carece de educación y es un enfermo y, en general, adora a su madre y mitiga los disgustos que le da con ofrendas robadas y besos suplicantes de niño. Acostumbrado a actuar con cien ojos, quizá no acabe de ver en la sociedad la decencia que espera él de ella…”
Fiel a la costumbre de ir intercalando en sus colecciones de cuentos muestras de libros anteriores junto a nuevos relatos, hecho que confiere a su obra una andadura sólida y sin vaivenes, Medardo Fraile preparó para Huerga & Fierro, en1999, Ladrones del paraíso, una antología en la que recoge cuatro textos inéditos (Murió en tierra de nadie, Étnimos, Aberraciones y Anfibología), a los que se suman diez más, procedentes de títulos diversos como Contrasombras y Cuentos completos.
      

De las palabras y el modo de usarlas

Como expresión directa de un ámbito de ficción poblado de criaturas pertenecientes a las escalas ínfimas y desestructuradas de la sociedad de nuestro tiempo, incluido el lumpen y los bajos fondos de la pequeña delincuencia, se despliega en este libro un extenso muestrario de formas lingüísticas propias del habla popular, que se recrea en la extensa variedad de las jergas secretas del mundo del hampa, en los gitanismos del lenguaje calé y los vulgarismos propios de las gentes sin cultura, así como en toda la caterva expresiva del habla coloquial.
Están presentes, pues, además de la riquísimas y vivas maneras de la lengua familiar, los anacolutos, las frases hechas, las expresiones truncas, los formulismos religiosos, y, sobre todo, la panoplia de los usos jergales vinculados al robo, los delincuentes y la policía. Todo el lenguaje secreto, que, como sociedad que vive al margen, utilizan tales individuos, y que les sirve para diferenciarse y para reconocerse, al mismo tiempo que para encubrir sus humildes fechorías, aparece con una  enorme variedad y pujanza expresivas.
Se trata de unos usos lingüísticos que no pueden sistematizarse con facilidad, pues, tanto su origen como su andadura se hallan muy mezclados, pero, en todo caso, brillan por su riqueza y su expresividad: el argot carcelario o taleguero, el caló o calé que usan los gitanos, los usos vulgares de la honrada gente de la calle… Destacan con especial relieve los términos relativos a la policía: maderos, bofia, pasma, husma, los que se refieren al robo: afanar, apandar, birlar,  pispar, celebrar, faenar), mangar y mangue, (incluido algún verbo de gozosa intención irónica como aliviar); las alusivas al dinero: leas (que habría que definir con el sintagma al uso de “antiguas pesetas”), trompo, verde  (billete de mil pesetas), pasta y guita (dinero); las armas y herramientas del oficio: la chivata (linterna), las silenciosas (zapatillas que no hacen ruido), la fusca (escopeta), la churi (navaja); las que designan la cárcel: chirona, beri, o partes del cuerpo: la caldosa (cabeza), los bastes (dedos), la bolsa de la compra (estómago) .
Hay vulgarismos como estampía, atenuaciones como ejercer por prostituirse;   madrileñismos como fetén (estupendo, bueno), mangue y menda (yo), gitanismos como clisos (ojos) y jai (chica)). La lista sería casi interminable: encalomarse, chanelar, bato, curro y currelar, dar el ja,  polvorosa, piltra, jamancia, buten, molar, primo
Medardo Fraile ha construido con laboriosa eficacia un monumento lingüístico con el que se completa tanto la prosopografía como la etopeya de sus criaturas literarias. El resultado asombra por su naturalidad, su cercanía y verosimilitud, además de expresar un testimonio de comunión del autor con unos personajes condenados injustamente a la marginalidad por un destino adverso, a los que, no se olvide, su inmensa piedad y ternura destina directamente, igual que el Maestro, y tan sólo con la demora de vida que les resta por pasar aquí en la tierra, al Paraíso (“mañana estarás conmigo en el Paraíso” le dice Cristo al buen ladrón desde la cercanía de la cruz en la que sufren condena).
Entre los aciertos de la obra podemos señalar la caracterización de personajes y la descripción de paisajes. En Operación La Mancha, por ejemplo, la primera página es una minuciosa descripción del lugar en el que vive Basilio Tavero, un antiguo ladrón salido de la cárcel que juega al balón con su nieto, con la esperanza de que éste se desligue y se redima, a través del fútbol, del ambiente en que él ha vivido:
“En los desmontes del Geográfico hay algunas casuchas y tapias medio derruidas, dos o tres higueras maltratadas y añosas, gallinas, una huerta poco más que un pañuelo y, no lejos, un hondón de basura donde zumban las moscas.”
         La ubicación urbana de los cuentos conlleva, por otro lado, la presencia de lugares en los que brilla el arte de la captación de ambientes. Tal ocurre en el relato Tregua: “El cielo estaba alto y sin mancha, oscuro. Las estrellas parecían membrillos en otoño. Subía del parque un denso olor a pino caliente, soleado, crujiente de sol. Lejos, hondo, se oía una gramola. Los farolillos encendidos de las terrazas daban a la noche un aire aceitoso, susurrante, vano. La música, los murmullos, los ruidos trataban con pereza de mover el aire. No cabía en la noche nada más, estallante, madura, oyéndose, bastándose a sí misma; toda mirándose a un espejo remoto.”
     El cercano realismo de los retratos es una nota más que cabe añadir a la proximidad emocional y artística que se desprende de este libro. De ellos hay toda una galería. En Murió en tierra de nadie, cuento ambientado en el barrio neoyorquino de Harlem, la madre de uno de los personajes, que es prostituta, es descrita como “…una borinqueña apretada, de caderas bamboleantes y dientes muy blancos, que se reía de las gracias y de las desgracias.” Más adelante, se añade el retrato de la novia del protagonista: Giulia era “callada, delgaducha, morena, con ojeras enormes y una sonrisa desencantada y fija, sin fuerzas para subirle a los ojos. Una hembrita pálida, desmirriada y dulce.” Por su parte, los singulares nombres de los protagonistas (Gabino, Demetrio, Claudina, Bonifacio, Ruperto, Rufo, Balbina, Nemesio, Floro...), forman una galería onomástica que responde a una larga tradición de autores y obras (no sólo narrativas) que ha hecho de Madrid un fecundo ámbito de imaginación literaria, y de sus habitantes, populares criaturas de ficción. Medardo Fraile se suma, en este aspecto, a autores como  Galdós, Baroja, Valle Inclán, Arniches, Cela... La procedencia popular, en fin, de estos seres se confirma en la batería de alias que, como nombres de guerra, los rebautiza para la batalla contra el día a día: el Suave, el Megatones, el Nene, el Abate, el Poeta, el Rubio, el Filao, el Latas...



Los registros formales y de género

Ladrones del Paraíso es un libro de variados registros formales, a pesar de la unidad temática que le confieren sus personajes. Si bien la mayoría de los cuentos adopta la forma tradicional de la narración en tercera persona, algunos de ellos se acogen a la singularidad de otras formas expresivas. Defensa, por ejemplo, es de principio a fin un diálogo truncado que, formalmente, adopta la forma literaria de un monólogo interior, en el que sólo podemos leer las palabras de uno de los interlocutores: las de una madre que defiende ante el juez la inocencia doble –porque no ha habido intención de daño y porque se trata de un discapacitado mental- de su hijo Bartolo, que ha matado de un susto en plena calle a una anciana, a la que ha confundido con su abuela muerta, y con la que había querido rememorar un juego de sustos practicado con toda normalidad en la casa donde viven.
La singularidad del punto de vista de un pequeño insecto sobre el mundo que lo rodea, y la constatación de su crueldad, es el aspecto más destacable de un breve relato titulado Étnimos.
Claudina y los cacos, por su parte, escrita en forma dialogada, es una narración que guarda parentesco con el género teatral del sainete, tanto por la filiación popular de sus protagonistas como por la lengua que utilizan, llena de quiebros lingüísticos, frases hechas, dobles intenciones, humor, exclamaciones y viveza expresiva, apelaciones y vocativos, redundancias, así como por el ambiente doméstico en el que el autor los inserta.
Murió en tierra de nadie es, en su brevedad, un relato de género negro en miniatura. Todo en él: la ambientación en las calles del barrio neoyorquino de Harlem; los protagonistas: delincuentes de medio pelo y gangsters mafiosos de  nombres italianos, gorilas, prostitutas; las acciones: robos con escalo, golpes de mano, persecuciones por parte de la policía, etc, responde a este género nacido en EEUU, que tan acertadamente pasó al cine en blanco y negro de los años treinta a cincuenta del pasado siglo y que ha dejado un extenso muestrario de obras inolvidables para la posteridad.

El humor y sus poderes

El humor, que tantas cosas es (ruptura, sorpresa ante la paradoja del mundo, nihilismo, rebeldía, emoción, absurdo, burla, expresión de la desesperanza y las derrotas…) adquiere en la obra de Medardo Fraile los matices de la mirada tierna sobre unos personajes que lo han perdido todo y viven, como desahuciados perennes, en los arrabales de una sociedad que les niega lo indispensable y que rechaza la posibilidad de cederles siquiera las migajas de la prosperidad de la que disfruta.
Esta piedad, digámoslo así, por los débiles y las criaturas indefensas es, al mismo tiempo que una forma artística, una manera de denuncia, de estar en el mundo pero tomando partido por quienes lo necesitan. De lo que puede concluirse que hay en la obra de este autor un compromiso de raíz ética que se suma con naturalidad a la belleza de lo artístico.
Son muy variados los procedimientos del humor. Nada más empezar la obra, en la Introducción, el autor nos advierte de su pensamiento: “Aunque los rigoristas se hagan cruces, en el Paraíso tiene que haber ladrones…”. Poco de curioso tendría esta frase si no fuera porque, a continuación,  pasará a hablar del episodio evangélico de la muerte de Cristo en la cruz, rodeado de dos ladrones, en el que, en ningún momento, se refiere a tal instrumento de tortura.
El empleo del humor constituye, a mi juicio, una de las altas cimas de la inteligencia, y la ironía, una de sus armas más audaces y demoledoras. El humor permite distanciarse de las cosas, dar un paso atrás para enfocar con pasión, pero también con raciocinio, el mundo que se quiere fijar, ya para siempre, en las páginas de un libro.
También es capaz de dinamitar el mundo, poniéndolo patas arriba y descubriendo sus vísceras más escondidas, en las que reside lo oculto, que es, con demasiada frecuencia, la indecencia social. Y puede convertirse en una atalaya o en un microscopio desde los que mirar tanto lo grande como lo pequeño.
Por este cúmulo de capacidades, Medardo Fraile ha convertido el humor en procedimiento constante de su narrativa. Con él nos provoca la risa, casi nunca la carcajada; con sus variados recursos nos hace conocer las tragedias que se esconden en los humildes seres de la calle; con la ironía desarticula, deconstruye se diría ahora, la sociedad de nuestro tiempo, poniendo al descubierto la falsedad de muchas verdades estimadas como incontrovertibles y la hipocresía de las conductas; con esa misma ironía, en fin, pone al descubierto la ternura que habita el corazón de los pobres seres aparentemente anodinos, a los que la existencia ha dejado en las cunetas inmisericordes de esta vida y, para los cuales el día a día se convierte en un camino interminable hacia la muerte.

Una Picaresca rediviva

Medardo Fraile pertenece a la estirpe de los narradores que han asumido, entre otras muchas particularidades creativas, la labor de mantener viva la tradición española de elegir antihéroes como personajes literarios. Una elección que lleva aparejado el compromiso ético de salvarlos y de condenar al mismo tiempo a la sociedad que permite y alienta su precariedad existencial. Por eso, salvo excepciones, las criaturas de este talante rara vez son ridículas o malvadas, y si lo son no es por vileza intrínseca sino por circunstancias externas insalvables.
Hay en este libro un recuerdo, no borrado por el paso del tiempo, de aquella picaresca primera de nuestra literatura, la de tiempos del Emperador Carlos, y, concretamente, de su héroe máximo, Lázaro de Tormes. En algunos casos: Lino y su amigo, el desconocido narrador de Murió en tierra de nadie, así como “el Nene”, de Claudina y los cacos, y Bartolo, son niños. Con frecuencia el padre es desconocido o delincuente, y la madre se prostituye por necesidad, tal como ocurría con los personajes clásicos del género. Y si allí se bebía el vino robado con artimañas para olvidar el hambre, el frío y la miseria, sus hermanos literarios de hoy se evaden de una existencia inaguantable con el crack o el “polvo de ángel”.  También Jeremías, Basilio, el Laureano y el Rafa, el Megatones son antihéroes, o dicho de otro modo, héroes cuyo trofeo es el fracaso, que poseen una nítida inocencia moral y que se hallan, no por su culpa sino por circunstancias inmodificables, en la orilla equivocada de la sociedad.
Y como en aquel primer libro anónimo y en algunos que le siguieron, también hay en Ladrones del paraíso una toma de postura del autor en pro de estos personajes, absolviéndolos de toda culpa y trasladando ésta a la sociedad que los margina y los desprecia. Como en sus lejanos parientes literarios, estos antihéroes de Medardo Fraile son continuadores de una miseria y una marginalidad heredadas de sus progenitores; también, como ellos, padecen vicisitudes de próspera y adversa fortuna, aunque están destinados irremisiblemente al fracaso vital, ya sea el de sus expectativas personales como el de las familiares, pues con frecuencia acaban en la prisión o en la muerte violenta. Seres demediados que entroncan con lo más noble, literariamente hablando, de nuestra literatura.

Final

       Medardo Fraile, que no quiere quedarse atrás en punto de generosidad con los caídos, decide en este libro que si el Maestro concedió el acceso al restringido club del Paraíso a un malhechor (como lo llama San Lucas) y salteador de caminos (como apostilla San Mateo) él no va a ser menos, y así, confiere a estas sencillas criaturas del hampa la gloria de perdurar, aunque sea en la sencilla forma de negro sobre blanco, en las páginas de un libro.
       Él no ve a sus personajes como seres antisociales sino como unos enfermos (salvo tres casos, a los que deja fuera de la salvación por su maldad imperdonable: los ladrones y asesinos del hijo del notario Azurgaray, el estudiante francés Silvère Ledoux, víctima a su vez del existencialismo sartriano, y Rufo, el albañil), unos cleptómanos cuya enfermedad, que no indignidad de espíritu, es la tendencia al robo.
Desde otro punto de vista, el conjunto de cuentos de este libro puede entenderse como una elegía por la desaparición de unos seres que no han evolucionado en maldad al compás de la sociedad, y se han quedado atrapados en sus pequeñas raterías como figuras tristes y dignas de conmiseración en un espacio antiguo perfumado con los aromas de la nostalgia. Son seres decepcionados por una sociedad en la que los señores, que debieran dar ejemplo de decencia, no cumplen con el mandato ético que les es propio, el de ser figuras señeras y ejemplares para los demás. Por eso los ladrones se dedican a lo suyo, a lo que saben hacer y constituye su oficio, el robo.
El párrafo con que acaba la Introducción es un último salvavidas que el autor lanza a sus personajes, a los que conceptúa de buenas personas, antes de que el lector se lance de lleno a conocer sus vidas. Se trata de un guiño de complicidad con éste, al tiempo que de defensa de los buenos ladrones que van a constituir la nómina de figuras de esta obra: “Por último, quizá deba advertir al lector que las historias de este libro se pueden leer sin mantener la mano en la cartera”.

Texto original publicado en Batarro. Segunda Época, Números,  47-48-49  AÑO 2005. Medardo Fraile, Palabra en el tiempo.

miércoles, 24 de enero de 2018

El cuento como género



Una reflexión


EL CUENTO COMO GÉNERO

       Un cuento es algo tan nítido y limitado como cualquiera de los objetos que nos rodean, quizá por esto, un autor sólo puede resumir su poética literaria cuando concibe unos textos breves; y así, inevitablemente,  un cuento  se convierte—  en un experimento con la noción de límite, o manifiesta esa voluntad impuesta por el propio autor, como escribiera el argentino Ricardo Piglia, muy a propósito de este denostado género literario en nuestros días.
       Aunque, en realidad, esta generalización merezca una reflexión ensayística más oportuna y mejor documentada, para situarnos en el concepto tradicional de cuento, podríamos  aventurar, entre otras características del género, la recapitulación de una síntesis capaz de resumir el concepto de un buen relato o de un cuento breve. Para esto seguiremos algunos de los consejos que Andrés Neuman, un excelente teórico y mejor representante de la narrativa breve, ya expusiera en algunas de sus colecciones donde teorizaba sobre cómo habría de guardarse un secreto cuando se confecciona un cuento, o aventuraba que los relatos siempre suceden ahora porque no hay tiempo para más. Es, precisamente, en las primeras líneas donde un cuento se juega la vida y, a medida que leemos, observamos cómo los personajes, simplemente, actúan y la atmósfera recoge lo más memorable del argumento. El lirismo contenido se convierte en la magia de la mejor expresión, pero la voz del narrador es tan importante que apenas si se nota y es, precisamente, en el ritmo donde se muestra el talento de su autor. Baste añadir que una frase, un párrafo, una página, pueden ser la extensión justa y medida, pero sobre todo, el proceso a seguir para terminar un buen cuento es, siempre, callar a tiempo.
       Hasta aquí algunas notas que resumen esa equivocada cuestión  de considerar al cuento un género menor, un ejercicio, aparentemente, sin desarrollar porque parece que solo en las grandes obras se mostraría ese largo aliento que la narrativa breve no alcanza; el relato breve se crea y se desarrolla como una elipsis en su propio desarrollo y la escritura comienza en lo narrado por el autor y en las omisiones que este deja para el posible lector. Kurt Spang enlazaba las características del aspecto creativo y estructural del cuento con las de la lírica, en una aproximación a un género que participa de un proceso semejante al usado por el poeta, esto es, la interiorización de la realidad exterior, con esa evidente consecuencia de la brevedad o de la profundidad, cierta predilección  por la instantánea y la sugerencia visual, cierta tendencia a tratar un solo aspecto, un tema, incluso plantear la situación en un limitado campo de acción pero a medida que avanza el relato aumentar la intensidad del mismo; función estética del lenguaje, importancia del ritmo, musicalidad  y un cierto carácter explícito o implícito oral en el texto compuesto. Un buen cuento, en suma, divide en tres instancias su contenido: los personajes creados, la atmósfera conseguida y la acción del mismo.
       Cuestión aparte merece ese concepto de literatura o cuento escrito para jóvenes lectores. Quizá, en un arriesgado juicio cabría preguntarse, ¿son los jóvenes los mejores lectores, los más cualificados para establecer lo que podríamos denominar como la auténtica literatura? Porque el joven lector no suele sucumbir ante opiniones como las esgrimidas por estudiosos, profesores, críticos en general que se han empeñado, durante años, en convencer a millones de personas de que si un libro  no desencadena una auténtica revolución social no tiene valor alguno. Sociológicamente el fenómeno funciona de esta manera en todas las lenguas del mundo porque para ellos pesa aún ese indiscutible don de la lógica y les gusta la claridad. Siguen siendo esos lectores independientes que solo confían en su propio criterio.
       Desde Chejov a Poe, desde Borges a Cortázar, desde Clarín a Fraile, y en nuestros días Monzó y Calcedo, una amplia variedad de tendencias ha proporcionado a los autores una absoluta variedad de registros con que caracterizar  un estilo y un tema. El cuento en España ha vuelto a retomar en las últimas décadas el interés por contar historias. La situación del cuento almeriense ofrece, paralelamente, desde hace décadas una parca panorámica, aunque algunos de los autores, que hace años yo mismo antologaba, han mantenido esa firme voluntad de seguir escribiendo relatos. Algunos nombres notables se asomaban entonces y otros nuevos se han incorporado con el paso del tiempo, José María Riera de Leyva y María José Clemente, desde el exterior, Diego Granados, Martín García Ramos, Remedios M. Anaya, Francisco Cañabate, Celso Ortiz y, sobre todo,  Julio Alfredo Egea, con una reconocida presencia provincial y regional. El caso de Julio Alfredo Egea (Chirivel, Almería, 1926) es, tal vez, el más singular desde su amplia y abundante óptica de poeta porque ha sido narrador desde siempre. El virtuosismo de su prosa queda patente porque es capaz de sacar partido a un argumento mínimo para crear un ambiente propio, repleto de contenido porque sus cánones estilísticos consiguen la perfección. Julio Alfredo Egea da sobradas muestras de fino humor en sus relatos, es capaz de herir la sensibilidad del lector, concibe el relato breve como ese campo donde se experimenta para indagar nuevos territorios con los que alcanzar esa flexibilidad que permite determinar lo significativo, lo que se cuenta sobre una base estricta, en la medida de lo necesario, lo imprescindible, una condensación que actúa siempre en favor de la intensidad como ocurre en muchos de los cuentos de  Sastre de fantasmas y otros relatos, una colección de doce relatos que el lector tiene a su disposición y que son un buen punto de partida si antes no había conseguido leer El sueño y los caminos (1990) o Puesto de alba y quince historias de caza (1996).
       Un cuento parece lo más fino y personal que puede hacer un escritor, escribió hace años Medardo Fraile, y añadía, además, que lograba ser algo tan sorprendente que cuando el escritor hace un buen cuento, moja su mano en agua bendita y se limpia de pecados veniales. Y para precisar algunos aspectos a mí me gustaría señalar que los cuentos que contiene el presente volumen son lo más sutil que ha escrito Julio Alfredo durante todos sus años de escritor honrado y comprometido. Tres tipos de cuentos se observan en esta entrega, con las características propias del cuento de «contracción» que el autor desarrolla a lo largo de un dilatado período de tiempo, como ocurre en «Sastre de fantasmas» la historia de Sigfrido Waldeck y su aventura con el compañero Adolfo Hitler, en realidad el relato de una seudobiografía que reconstruye un avispado reportero muchos años después y da pie a que se desarrolle en varios lugares, además de visiones retrospectivas y de insinuaciones anticipadas; lo mismo ocurre con «Caballos de feria» una historia que, de alguna manera, adelanta la situación final, o «La página perdida del Apocalipsis» un alegato a favor de la humanidad que permite al lector superar el trauma de una raza con una historia contada en períodos y espacios distintos; y, sin lugar a dudas, «El incendio», el mejor ejemplo, de un cuento de contracción porque se desarrolla a lo largo de un dilatado período de tiempo, ofrece visiones retrospectivas y buena parte de la biografía de Vicente, el enano; el relato incluye otros personajes secundarios, subordinados, al desarrollo de una acción que explica los hechos sin añadir más explicaciones que permiten al lector un propio juicio.
       En el cuento de «situación» la época coincide más o menos con el tiempo de la narración y el tiempo transcurrido carece de interés. La historia se desarrolla en un solo escenario y gira en torno a un suceso o un símbolo y, en ocasiones, la situación en sí misma es decisiva o representativa de otras iguales; un buen ejemplo es, «La rebelión del abecedario», el mágico juego de las palabras porque todo gira en torno al proceso de escritura con las nuevas tecnologías incorporadas. Aunque, protagonizado, por unas palomas, el cuento  «Disfraz de nieve», se convierte en una historia de amor con una hermosa catedral como fondo, el paso del tiempo y la amenaza que suponen las palomas en edificios históricos, constituyen el eje de este singular cuento. Dos sucesos se combinan perfectamente, el amor de estas aves y el mal de piedra que acecha al palacio arzobispal, en una declarada intención de relatar esa imagen típica de nuestros monumentos históricos heridos, a veces, por los daños causados por estas singulares aves. En el relato «Guitarras y violines», el músico Evaristo Salvago coincide con Juan Lorenzo en una soledad final de sus vidas que, de alguna manera, prolongara una felicidad perdida porque, tras su encuentro, ambos podían ser lo que siempre habían deseado. Y, quizá, uno de los más emotivos sea «El relincho» una historia infantil que transcurre en una actualidad y que se desarrolla en espiral desde fuera hacia dentro, desde la felicidad de la infancia y la inocencia, hasta la cruda realidad de una enfermedad con la magia de un deseo como telón de fondo. Y lo mismo ocurre con «Música de saxo para una primavera», un relato musical que incluye los tópicos de droga y rock & roll, pero con un final feliz porque representa esa otra tentativa de poder ser semejante a otro proyecto de vida. Quizá los cuentos más líricos sean «Patria soñada» y «La huerta mágica», homenaje al poeta Federico, y en ambos un narrador o personaje principal sirve de nexo de unión a las diferentes situaciones y está presente en todo el relato desde un principio al final, ambos son ejemplos de un buen cuento «combinado»; en realidad, es una historia más compleja que se simplifica por su propia estructura, que define tipos dilatados en un período más extenso pero que la voluntad del escritor condensa porque es capaz de ofrecer un gran material narrativo que el lector deberá completar.
       Julio Alfredo Egea consigue acercarnos con este  puñado de relatos  a una variedad de temas que revisan la historia, formulan juegos de palabras, evocan el mundo animal, recomponen la melancolía de tiempos pasados, exploran el mundo de la homosexualidad, las grandes catástrofes, evocan la infancia, la vejez y la añoranza del pasado, el mundo desaforado de los jóvenes y las drogas, las deformidades, el esplendor de Al-Andalus y las ciudades perdidas o la mejor expresión lírica para descubrir la inhumana sinrazón de las cosas pasadas. Escribir un cuento supone esa prueba de fuerza a que se somete el escritor. Quizá haya que estar en trance para escribir un buen relato, y yo estoy convencido de que, al menos Julio Alfredo, ha mostrado esa tensión que se requiere para dejar constancia de esa sensación que se produce cuando uno cierra un buen libro, respira hondo, deja  pasar unos minutos y no para de pensar en las historias contadas por el autor en las cuatro o cinco páginas que, de una forma compacta, completa y sin concesiones le han sido ofrecidas en forma de libro.

                                                           Septiembre, 2005