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viernes, 30 de octubre de 2020

Centenarios


        3 de octubre de 1720, nace Johann Peter Uz, poeta alemán.

8 de octubre de 1920, nace Frank Herbert, escritor estadounidense de ciencia-ficción.

       15 de octubre de 1920, nace Mario Puzo, novelista estadounidense.

17 de octubre de 1920, nace Miguel Delibes, novelista y periodista español.

       23 de octubre de 1920, nace Gianni Rodari, escritor y pedagogo italiano.

31 de octubre de 1920, nace Dick Francis, novelista británico.

jueves, 29 de octubre de 2020

Cuaderno en blanco


Octubre

 

       Octubre se afianza con esa perpleja capacidad de ofrecernos días frescos y alguno que otro caluroso que darán paso a un otoño suave, lo mismo que las lecturas que se avecinan: Sonia Fides, en su nueva novela, Mónica Ojeda, en una colección de cuentos, o el ensayo rico en sustantivos del campo de María Sánchez. Un proyecto de Viaje al Sur, el libro perdido, de Juan Marsé, y el encargo de Cuadernos para una página a finales de noviembre que me devuelve a los inicios de un joven Marsé y sus mejores páginas, las de últimas tardes con Teresa, el inicio de su mejor narrativa.

       Celebramos los 100 años de Miguel Delibes, y los homenajes de multiplican, es el hombre de la palabra medida castellana, del fervor de la naturaleza, el amante de la caza, de su gran familia, y quienes amamos la literatura, la convertimos en una suerte de felicidad cuando pasamos las páginas de sus libros.

       La suerte de la literatura está siempre en descubrir nuevos mundos, nuevos espacios donde observar a quienes viven bajo el mismo techo y tan lejos y tan cerca de tu propio medio, con idénticos problemas, pisando calles semejantes, sobreviviendo cada día a todos y cada uno de los problemas que nos asaltan cada mañana, y se alejan cuando llega la noche.

 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Ernesto Calabuig

Nuestro mundo    

    La playa y el tiempo es una nueva colección de cuentos donde Calabuig retoma su ajustada propensión a pensar en qué consiste la finitud humana

    En varias de estas historias, entre lo sorprendente y lo común, algún escritor, cantautor o artista se pone al servicio de un variado aparato inventivo.

       La crítica señalaba dos características esenciales en Un mortal sin pirueta (2008), la primera colección de cuentos de Ernesto Calabuig (Madrid, 1966), una notable sensación de intimidad y una no menos manifiesta complicidad con el lector aunque, quizá en igual proporción, se advertían referencias al pasado, el recuerdo y la literatura; en definitiva, esa eventualidad que modela y conforma el contraste entre el ayer y el hoy, y aún faltarían por enumerar los efectos que causa un tiempo anterior como resultado de una clarividente y perspicaz temporalidad con que se sintetiza esa indagación reflexiva sobre una propia experiencia, un hecho que el narrador madrileño ensaya de una manera calculada en sus relatos, al tiempo que conforma un mundo inherente y ofrece la perspectiva a los lectores de quien se asoma al escenario literario con un sólido bagaje de estudioso y traductor, y para quien un cuento ha de contar necesariamente una historia. Calabuig explora la senda que entraña el complejo mundo de los sentimientos, y que de alguna manera verifica con una alevosa memoria que quisiéramos evitar en numerosas ocasiones, porque esta nos desazona muy dentro, y aquellos nos obligan a convertirlos en literatura con el transcurso del tiempo. Buena parte de estas pretensiones quedaban constatadas en su segunda colección de cuentos, Caminos anfibios (2014), en realidad, un paso más, una mirada sobre el misterio de la vida, y al hilo se indaga sobre una colección de experiencias humanas, referencias al mundo germano, la cultura del cine y series de televisión, o aquella literatura adolescente y luego adulta, o inequívocas referencias a su labor como crítico, y ciertos aspectos más íntimos respecto a su familia a lo largo de varias generaciones, añoranza a los veranos pasados en las playas levantinas y el recuerdo de su juventud en los ochenta, a sus futuros estudios de Filosofía, y al amplio bagaje adquirido de literatura germana, Judith Hermann, Hannah Arendt o Clemens Mayer.

       La playa y el tiempo (2020) es una nueva colección de cuentos, su tercera entrega, donde Calabuig retoma, una vez más, esa ajustada propensión a pensar en qué consiste la finitud humana, porque nos convoca a disfrutar de una ojeada sobre nuestra vida cotidiana y una reflexión sobre el paso del tiempo, acercándose a ese concepto de temporalidad a que hacíamos alusión al comienzo de esta recensión, y respecto a esa noción de memoria y cuanto rodea a nuestro mundo, como podemos leer al final del volumen, en el último de los diecinueve cuentos, que el narrador titula, “Lo que sea el mundo”. Desde el comienzo nos sumergimos en la determinación de desnudarnos ante un posible contexto de vivencias personales, ocurre en el primer cuento, el más extenso que le proporciona el título al volumen, supone una muestra antológica del resto que Calabuig ensaya como claro concepto y expresión de sus intenciones narrativas, y que determina la firme decisión de la mujer protagonista que, tras algunos fracasos, intenta reencontrarse junto al mar y decide entonces prorrogar el veraneo como respuesta a esa vida a la que no ve sentido, resuelve, en definitiva, en convertirse en esa arena de la playa… para quienes vengan después. Los siguientes relatos forman parte de ese proyecto para contar una historia, y muchos de ellos ofrecen esa individualidad que se le pide a un buen cuento, incluso aquellos que por su extensión se acercan a un microrrelato y su intención queda marcada por una idea más o menos alusiva a una variada morfología, incluso desde una perspectiva de ficción ensayística, aunque la variedad en Calabuig está asegurada y, por tanto, siempre es compatible con la insistencia en los motivos que complementan a su literatura, o las circunstancias propias o ajenas que proporcionan a sus historias una fuerte impresión de artefacto literario como unidad única y absoluta, sin perder el hilo que encabezan sus mejores relatos. Quizá por eso repite con frecuencia un escenario, Berlín, ciudad y ambiente que protagonizan algunos de los relatos más notables, “Después de los niños (cuento de invierno II), “Una navidad tendrás cincuenta (cuento de invierno III) y “Mommsen” que, sin atrevernos a asegurarlo, formarían parte de esa seudo-vena confesional que ya practicaba el autor en otros relatos, y que si no llegan a perfilarse como autobiográficos sí proceden de una misma voz que enseguida identificamos. En la misma línea, aunque repletos de ironía y bastante chispeantes resultan, los calificados cuentos chinos, “Pekín-Xátiva” y “¡Almuerzo, ciao!”; otros relatos, convierten la historia en esa conciencia que supone la escritura, forman parte explícitamente de aquello que el autor cuantifica como auténtica materia literaria. Quizá por eso hay que pensar que Calabuig cuenta historias que se mueven entre lo sorprendente y lo común, el recuerdo de un amor de juventud que termina en tragedia, la añoranza de un padre recordando los años de un hijo cuando dibujaba con esa ingenuidad, libertad y belleza mientras observa su paso a la adolescencia, o ese túnel del tiempo que acerca a los lectores ante los filósofos Heráclito y Parménides, y las referencias a una realidad tangible, ambos personajes como seguratas en la puerta de una disco, o al menos eso afirma el amigo escritor Pepe Cervera; es decir, una o varias historias curiosas entre lo sorprendente y lo común que protagonizan personajes cultos, algún traductor y escritor, cantoautores y artistas que se ponen al servicio de un buen y variado aparato inventivo. Destacable, por inusual y no menos curiosa, la relación que se describe y se cuenta entre Leonard Cohen y su anciano maestro zen Roshi, tras una exitosa carrera del cantante, en un paréntesis que a mediados de los noventa llevaría a Cohen a retirarse una breve temporada que se prolongaría cinco años en Mount Baldy, un centro zen para dejarse llevar por las enseñanzas del venerado budista y entregarse a la meditación, cansado de una larga trayectoria de éxitos, dudas, y desequilibrios mentales; y lo mejor, la crónica se completa con la intervención periodística de la sueca Stina Lundberg Dubrowski que decidió entrevistar al artista en aquel momento, en 1997, y que repetiría, una vez en el mundo real, en Paris, en 2001.

       La reflexión de Ernesto Calabuig acerca de la temporalidad se convierte en el auténtico bucle temático de un manifiesto peso en el volumen, y se sirve de ese concepto psicológico que denominamos crisis de los cincuenta que, sin duda, inquieta y obsesiona al escritor, y se relaciona con ese momento que genera algunas de nuestras decisiones vitales: la toma de conciencia del paso del tiempo, el recuerdo de lo vivido hasta el momento, el conformismo o, en el peor de los casos, la ruptura con el pasado, la búsqueda de curiosos estímulos de rejuvenecimiento, incluso esa necesidad de explorar opciones para el disfrute del tiempo restante, y en definitiva la sensación de celeridad ante la fugacidad de lo vivido; sin embargo, las historias del madrileño resultan atractivas y son un excelente trabajo literario que nos invitan a un proceso tremendamente discursivo porque, entre otros valores, el autor se esmera en ofrecernos una mirada amable de las situaciones, cuantifica el valor de la madurez y las lecciones que proporciona ese estado para lo que nos quede por vivir. El resultado es una excelente colección de situaciones de alcance tan humano como filosófico que nos congratula, y eso es lo mejor, con la estricta condición filantrópica.

 


 

 

 

La playa y el tiempo

Ernesto Calabuig

Madrid, Tres Hermanas, 2020

 

jueves, 22 de octubre de 2020

Irène Némirovsky



                                        Suite parisina





        Irène Némirovsky adoptó, como forma de escritura, un método inspirado en Turgueniev, uno de sus maestros más celebrados, y asumió esa actitud que lleva a un escritor a comenzar una novela y a anotar, paralelamente, algunas de las reflexiones que el texto le va inspirando, nunca suprime ni tacha anotación alguna a lo largo de todo el proceso de escritura, y a medida que avanza el autor conoce, de primera mano, todos los personajes creados, incluidos los secundarios. El estilo surge así como la única identificación posible en toda la producción del escritor, caso de las primeras novelas publicadas por Némirovsky: El niño prodigio (1926), David Golder (1929) o El baile (1930), aunque será Suite francesa (2004) la obra más ambiciosa de la exiliada rusa en París.

        La narradora había nacido el 11 de febrero de 1903 en Kiev, en lo que hoy se conoce como el yiddishland. Su padre fue un próspero comerciante de granos que viajó mucho antes de convertirse en uno de los banqueros más ricos de Rusia. Fanny, su madre, la había traído al mundo con el mero propósito de complacer a su acaudalado esposo y la abandonó al cuidado de una nodriza. Jamás le otorgó el más mínimo gesto de amor y así Irène abandonada a su suerte se refugia en la lectura y cuando empezó a escribir desarrollaría un odio feroz contra su madre. Dicha venganza se vería cumplida con la publicación de El baile (1930), El vino de la soledad (1935) y Jézabel (1936). Sus obras más críticas se ambientan en el mundo judío y ruso, Los perros y los lobos (1940), novela en la que retrata a los burgueses del primer gremio de mercaderes que tenían derecho a residir en Kiev, ciudad prohibida a los judíos por orden de Nicolás I. Cuando los Nèmirovsky vivían en Rusia disfrutaban de un alto nivel y los veranos abandonaban Ucrania con destino a Crimea, Biarritz, San Juan de Luz o Hendaya. Tras la muerte de la institutriz francesa, una Irène de catorce años, empieza a escribir. Cuando estalla la Revolución de Octubre, los Nèmirovsky residían en San Petersburgo, y pronto el patriarca los trasladaría a Moscú para su seguridad, pero fue allí donde la revolución alcanzó su grado supremo de violencia. Los bolcheviques pusieron precio a la cabeza de León Némirovsky, y en diciembre de 1918 se organizó su huida a Finlandia, disfrazados de campesinos, donde pasaron un año en un pequeño caserío rodeados de nieve. En aquel apartado lugar se convirtió Irène en una mujer y empezó a escribir poemas en prosa inspirados en Óscar Wilde. En julio de 1919 se embarcaron hacia Ruán (Francia) y poco después se instalaron en París donde el padre asumió la dirección de una sucursal de su banco y pudo, poco a poco, rehacer su fortuna. Iréne se había matriculado y licenciado en Letras en la Sorbona y cuando publicó David Golder (1929), ya había escrito y enviado cuentos a la revista bimensual ilustrada Fantasio.
        La joven acude a bailes, recepciones, casinos y en una de esas veladas conoce a Michel Epstein, ingeniero en física y electricidad por la Universidad de San Petersburgo, que trabaja en el Banque des Pays du Nord, se agradan, flirtean y se casan en 1926.  Denise, su primera hija, nace en 1929, y una segunda niña, Élisabeth, en 1937. Ante la psicosis de guerra y el antisemitismo violento que se vive en la época, deciden convertirse al cristianismo en la madrugada del 2 de febrero de 1939. El inicio de la Segunda Guerra Mundial será inminente. El primer estatuto de los judíos el 3 de octubre de 1940 les asigna una condición social y jurídica inferior. La partida de bautismo de los Nèmirovsky no les resulta de ninguna utilidad. Durante 1941 y 1942 escribe La vida de Chejov y Las moscas del otoño que no se publicarán hasta la primavera de 1957, y además emprende su trabajo más ambicioso, Suite francesa. El 13 de julio de 1942 los gendarmes llaman a la casa de los Nèmirovsky, detienen a Irène y el 16 es llevada al campo de concentración de Pithiviers y al día siguiente es deportada a Auschwitz y asesinada el 17 de agosto de 1942.

       Sus últimas novelas forman una sinfonía global con estampas francesas de época, ofrecen una mirada total de la evolución ideológica y social de este país desde la Gran Guerra hasta 1942, como en Los bienes de este mundo (publicada por entregas y bajo pseudónimo en 1941), le seguirá Los fuegos de otoño (escrita en 1942, publicada póstumamente) y la inacabada Suite francesa (publicada póstumamente, en 2004). Tres novelas, tres historias que describen el desmoronamiento social francés a causa de las dos guerras mundiales, haciendo gran hincapié sobre el modo de vida de la burguesía. Los fuegos de otoño cuenta la historia de ese devenir social, político y económico de una Francia de comienzos de siglo, desde el punto de vista privilegiado de una sagaz y curiosa Irène Némirovsky. La editorial francesa Albin Michel publicó la novela por primera vez en 1957, y existen dos versiones mecanografiadas que conserva el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine: la primera de 1957 y,  la segunda, un documento corregido por la autora donde incorporó y suprimió pasajes hasta dar con la intención definitiva de la obra. Esta última versión, que publica la editorial Salamandra, reproduce la edición de Olivier Philipponnat y Teresa Manuela Lussone, dos expertos, que añadieron algunos de los capítulos eliminados por la escritora, para que los lectores comprendieran mejor la historia correspondiente al periodo entre 1914 y 1918. En la primera parte, que comienza con el periodo anterior a la Gran Guerra, de 1912 a 1918, se nos narra cómo era la vida de la pequeña burguesía antes de que el mundo cambiara para siempre. Su forma de vida pausada y sus acomodadas costumbres, que eran comunes en la mayoría de ellos, y analiza cómo la sociedad parisina contempla que desaparece todo lo que anteriormente conocía, sin que nadie haga nada y fruto de unos sueños patrióticos de grandeza y de victoria rápida que los políticos iban construyendo sobre mentiras; en realidad, eran unos cimientos poco sólidos incapaces de mantener esa caduca sociedad, y sobre todo las falsedades que alimentaban al pueblo francés mientras sus hijos peleaban en el frente, viviendo unos horrores que muchos de ellos jamás pudieron contar, y los que regresaron ni siquiera quisieron rememorar. Toda una crónica de vanidades que en sus primeras páginas ofrece el retrato de una familia burguesa de clase media formada por tres miembros: el padre, Adolphe, viudo desde hace tiempo, la hija de quince años, Thérèse, y la suegra,  la señora Pain, que hace las labores de señora de la casa. Celebran un banquete dominical junto a sus invitados: la familia Jacquelain, un matrimonio cuyo mayor orgullo es su único hijo Bernard, un adolescente brillante en los estudios del que se esperan grandes cosas; y el sobrino de Adolphe Brun, Martial, aspirante a médico, que sueña con abrir su propia consulta médica y algún día poder hacer de Thérèse su esposa, pese al parentesco y la gran diferencia de edad. Al grupo se unirán Raymond Détand, un estudiante de derecho amigo de Martial, que no tiene dónde caerse muerto, aunque es un auténtico superviviente y la señora Humbert, una atractiva viuda, que ha sacado adelante a su guapa hija Renée montando una pequeña sombrerería, y cuya única ambición es divertirse y casar bien a su hija.

       La segunda abarca el periodo de entreguerras de 1920 a 1936, y Némirovsky centra su mirada en los hombres y mujeres que sobrevivieron, y muestra especial hincapié en esa clase de individuos capaces de rentabilizar una desgracia. Hace un desglose cáustico y mordaz sobre aspectos políticos, económicos y morales de esa clase social nueva que tomó las riendas del país debilitándolo hasta la última consecuencia, pero es el retrato, al mismo tiempo, de un mundo trepidante, inestable y sin honor, donde la palabra de un hombre valía tanto como sus finanzas. Destruyó las defensas morales y sociales de un país que no pudo asumir lo que vendría después.

       La última parte comienza en 1936 cuando en Europa se empiezan a respirar los aires de la nueva guerra. Un conflicto que llegaría pocos años después con la invasión de Polonia, el 1 de septiembre de 1939, y en la que Francia entró dos días más tarde declarando la guerra a Alemania. En este último tramo de la historia Irene Némirovsky se prepara para llegar a la conclusión final de su argumento, y quizá por eso dará una salida honrosa a sus protagonistas que, como observamos a lo largo del relato, representan al individuo francés medio de la época, mientras analiza las consecuencias nefastas a las que llegó Francia por esa dejadez moral y política de sus gobernantes, no pretende relatar algunos de los acontecimientos bélicos, o el comportamiento de la sociedad parisina ante la invasión alemana y sus consecuencias, aunque se hace alguna mención en favor de la trama central, la historia que protagonizarán Thérèse y Bernard, y esa triste advertencia a las generaciones posteriores en contra de la violencia, de los fanatismos y de la pérdida de los valores sociales que otorgan al individuo las guerras y contra la humanidad.












Los fuegos de otoño
Irène Némirovsky
Barcelona, Salamandra, 2020

martes, 20 de octubre de 2020

100 años Delibes


Miguel Delibes, o la palabra de la meseta castellana

 


       Miguel Delibes había publicado La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal, (1947) y Aún es de día (1949), dos novelas que, según su criterio, habían sido textos de aprendizaje con la perspectiva suficiente para abordar nuevos proyectos con una estructura más concreta y una narrativa de mayor envergadura literaria, propósito que se cumplió en diciembre de 1950: El camino, la tercera novela del vallisoletano, un fenómeno gradual que cruzaría las fronteras traducida a diversas lenguas, y Delibes supuso el reconocimiento definitivo de su narrativa; es una obra con una pequeña trama y de una sencillez absoluta, casi insignificante que da pie a no pocos equívocos dada la magia de la literatura; una historia que cala, trasciende, ahonda en nuestro espíritu y alcanza esa universalidad hasta nuestros días, pese al tiempo transcurrido desde su publicación, setenta años después.

       La acción se desarrolla en un microcosmos rural: un pueblo, y el protagonista es Daniel, hijo de los queseros, un niño inteligente y sensible, apodado, el Mochuelo, porque sus ojos son verdes, grandes y redondos, de mirada atenta, observa todo con cierto miedo; Daniel es tímido y callado, solo se siente protegido rodeado de sus inseparables amigos: Roque, el Moñigo y Germán, el Tiñoso, que son esos otros indudables protagonistas de la historia. Roque es valiente y tiene un carácter fuerte, más alto y corpulento; Germán es el más debilucho de los tres, cojea, tiene calvas, de ahí el mote Tiñoso, puesto que como le encanta jugar con los pájaros todos dicen que estos le pegaron las calvas; es un muchacho inteligente y perseverante. El camino fue un acierto estilístico, una lectura de incuestionables valores éticos, se convirtió en la novela castellana, si entendemos que esta vinculación geográfica facilita el análisis de la narrativa de Delibes, porque consiguió captar la realidad española, y en particular su tierra, testigo de ese mundo, del espacio y de las gentes de su Castilla.

 

El escritor

       Miguel Delibes fue un hombre de fidelidades respecto a sus ideas, a sus amigos, a su tierra y a sus lectores. Convirtió en literatura sus aficiones, sus viajes, sus obsesiones, y los problemas de su entorno. Mantuvo una absoluta coherencia entre su obra y sus convicciones, pródigo en expresar sus opiniones, hecho que a los estudiosos le ha proporcionado muchas de las razones que explican su creación literaria; él mismo ofreció las claves a tener en cuenta para comprender una obra que cubre toda la segunda mitad del siglo XX, un caso poco frecuente de escritura sostenida a lo largo de cincuenta años de ejercicio literario, desde La sombra del ciprés es alargada, Nadal 1947, hasta su última gran novela, El hereje, en 1998.

       El escritor dominaba el arte del lenguaje y su obra, mosaico de un rico anecdotario, se llenó de la autenticidad de la vida conversando con los amigos, en las tertulias y en el trabajo, con los campesinos de su Castilla, los cazadores y la gente de la calle, trasfondo de la palabra viva. Se adaptó a las modas literarias de la narrativa en las últimas décadas del pasado siglo, y si su obra arrancaba de un realismo social, ensayaba en el experimentalismo de los sesenta, luego se abriría a una definitiva apertura, tras una larga y férrea censura, en los setenta. Delibes adecuaría sus historias al momento valorando lo humano y la iluminación que produce su escritura, bien desde su refugio vallisoletano de la capital o en el pueblo burgalés de Sedano, a donde el escritor volvía la vista en esa doble revisión melancólica que supuso gran parte de su vida. Fue una devoción que, convertida en oficio, le aseguró el reconocimiento de los lectores, de la crítica y de los eruditos que acudían a su cita lectora cuando uno de sus libros aparecía en los escaparates de las librerías de toda España.

 

Etapas

        La crítica ha fragmentado su producción en períodos que se concretan en los nuevos conceptos estructurales de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX. Delibes no fue ajeno, sus libros parten de una visión de coherencia equilibrada del mundo. Una primera etapa, marcada por el subjetivismo, integra sus primeros libros, La sombra del ciprés es alargada (1948), Aún es de día (1949) y Mi idolatrado hijo Sisí (1953); una segunda, un fuerte realismo social que se inicia con su obra, más conocida y reeditada, El camino (1950), y Diario de un cazador (1955), Diario de un emigrante (1958), La hoja roja (1959) y Las ratas (1962).

        El marcado carácter experimental de los sesenta le servirá para replantear su novelística que, bajo la fuerza y el valor de la palabra, resultará incuestionable: Cinco horas con Mario (1966) inauguró otra forma que aglutinará procedimientos ensayados en su producción anterior; es una obra de acentuada actitud crítica y su particular visión de las experiencias vividas; otra muestra, sus libros de viajes, Europa, parada y fonda (1963), Por esos mundos (1966), USA y yo (1966), La primavera de Praga (1968); los de caza, La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964), Con la escopeta al hombro (1970), o textos que exhiben parte de su existencia, 377A, madera de héroe (1972), Un año de mi vida (1974), Mi vida al aire libre (1989), Señora de rojo sobre fondo gris (1991) y He dicho (1996). Su producción narrativa fue tan congruente como definitiva, privilegiado espectador del mundo, recurrente su descripción del mundo rural, con apuestas críticas, Los santos inocentes (1981), alterna expresión culta y familiar, sencillez y belleza, y no menos curiosa, El tesoro (1985). Escribía sugestionado por el estado colectivo en que transcurría su vida, nunca encontró modelos a seguir, se volcó en sus vivencias personales y practicó un tipo de literatura con un estilo propio, entonces descubrió los nuevos aires: Joyce, Faulkner, Brecht, Hesse o Beckett, y el realismo mágico hispanoamericano de Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes o Carpentier. Parábola del náufrago (1969) es una obra cuyos precedentes se encuentran en la fabulación de una metamorfosis de un denodado estilo kafkiano. 

 

   

Su última obra

        En el trasfondo de nuestro espíritu existe ese subconsciente que nos inspira, es un mecanismo de conocimiento, un proceso y aliado de la memoria para producir, desde un punto de vista erudito o crítico, el germen de una nueva creación. Delibes contempló esa realidad humana, los pueblos y las gentes de su tierra, y las preocupaciones y los afanes cotidianos: El hereje, ambientada en el Valladolid del XVI, que protagonizan luteranos e inquisidores, reconstruye una etapa histórica conocida en la ciudad, ambiciosa por el asunto tratado, el auto de fe celebrado en la Plaza Mayor de la capital castellana contra veintiocho personas acusadas de herejía, agarrotadas y quemadas vivas; una ceremonia similar se repitió con otras dieciocho acusados de protestantismo, condenados a muerte, entre ellos el doctor Cazalla, razón y motivo esencial de este relato novelado. Delibes fabula acerca de un comerciante de pieles y lanas, Cipriano Salcedo, y suma los conflictos de la época, el reinado de Carlos V y los primeros años de Felipe II, que acontecieron en esta importante ciudad de la España Imperial: el fervor erasmista y el reformismo luterano, los sucesos en torno a los correligionarios del teólogo y reformador alemán. El hereje muestra la vehemente mirada con que el escritor toca el tema de la religión: su ética más profunda y la herejía, una actitud rebelde que ennoblece a estos castellanos porque los actos que los llevaron hasta el patíbulo, no dejan de emocionar, aún hoy, al lector.

       Se muestra, además, como un compendio de toda la obra anterior del excelente narrador Delibes, porque en esta voluminosa obra están algunas de las principales claves de su escritura: el individuo frente a la soledad y la independencia personal que caracterizan a muchos de sus personajes anteriores, aunque el sentido último de la novela  estaría en la dificultad que presupone vivir de una forma honesta, o de una forma igualitaria.

 

 

Viejas historias castellanas

 

       El volumen, Viejas historias y cuentos completos (Menoscuarto, 2003), recoge la totalidad de la narrativa breve del vallisoletano, desde que publicara La partida (1954), Siestas con viento sur (1957), Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), La mortaja (1970), Tres pájaros de cuenta (1982) o, más recientemente, Tres pájaros de cuenta y tres cuentos olvidados (2003), e incluye aquellos textos que por su extensión o singularidad exceden el número de páginas habituales en el género, y sobre todo ordena ese mundo definido y concreto, retrata el campo castellano con sus aciertos y miserias, la vida de provincias durante muchas de las décadas del siglo XX pasado y que, en la actualidad, nos llevarían a ese momento de revelación momentánea y de encantamiento, como suele ocurrir con las historias y la prosa de Delibes.

 


 

       En la introducción que el escritor, Gustavo Martín Garzo, hace a la presente edición de los cuentos de Delibes, señala, entre otras muchas cosas, y entre otros muchos aciertos, que «en la obra literaria de nuestro escritor el tema secreto es esa búsqueda de un camino que nos llevaría al encuentro de esas otras criaturas del mundo»; porque la literatura de  Miguel Delibes está poblada de seres maravillosos, de pájaros, de niñas y de niños, de viejos, de personajes anónimos indefensos, en definitiva, marcada por esa ansiada búsqueda suya de la belleza y del bien, aunque con la naturaleza como fondo que, alguna manera, estimula la percepción del lector en muchos de sus relatos. Indiscutiblemente existe una íntima relación entre el autor y sus personajes que llega a producir una identificación entre ambos. Los cuentos de La mortaja, sin lugar a dudas, una de las más importantes colecciones del autor, muestran a un Delibes maduro, dueño de su arte narrativo y  vislumbran, sobre todo, algunas de las constantes temáticas de su obra, técnicas diversas y un domino del lenguaje coloquial. Una colección de relatos escritos por el autor entre 1948 y 1963, y donde se aprecia el germen de muchas de sus grandes novelas, de muchos de sus grandes personajes. Delibes destaca por el mimo, por el cariño, por el cuidado que tiene a la hora de crear y describir a sus protagonistas, en realidad, unos personajes perfectamente definidos, perfectamente perfilados, y, sobre todo, muy humanos. Y en estos relatos encontramos el estilo que ha caracterizado toda la obra de Delibes: sencillez. Y al fondo de su obra, como se ha escrito, está la autenticidad porque en sus escritos es muy fácil encontrase con el hombre, su palabra es viva y su testimonio siempre de primera mano. Incluso más allá de las modas literarias, que los estudiosos se encargan de cuantificar, pervive lo humano como ese punto de confluencia entre la intensidad literaria y la propia vida. La de Delibes es esa realidad, apuntada por Joyce, que se vuelve de pronto expresiva, como señala Martín Garzo. Y como afirmaba Juan Luis Alborg, al comienzo mismo de la carrera literaria del escritor, su prosa animada y expresiva, brinca con un ritmo ligero de singular amenidad y fácil lectura.

 

 

           

viernes, 16 de octubre de 2020

Las puertas del cielo...

 

         El escritor José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957) nos obsequia en cada una de sus propuestas literarias con un prisma diferente en su faceta de creador consciente, y en este caso propone una colección de cuentos que, para algunos, exhibirán un matiz nuevo en su trayectoria literaria, un quiebro en la sugerencia de su quehacer poético, y esa posibilidad de seguir el curso audaz de un caudaloso río que necesitará desembocar en un auténtico mar de oportunidades, en el arte de la brevedad, con tantas posibilidades como nos ofrecen los textos de Las puertas del cielo y otros relatos. El autor reúne, con el paso de los años, su primer volumen de cuentos, un experimento que viene ensayando desde sus comienzos como poeta, algunos están fechados en los primeros años de la década de los ochenta, otros dilatados en el tiempo se convierten en algo tan nítido y limitado como todas y cada una de las miradas que el narrador otorga a su alrededor. 

 


 

        El proceso narrativo que caracteriza, en su conjunto, a los textos de José Antonio Sáez, viene dado por su carácter mixto que es, fácilmente, reconocible en muchos de los elementos que subyacen en la proporción de una obra lírica, épica o teórica, aunque casi siempre predomina, al menos, una forma en el caso del poeta almeriense, la lírica, casi en exclusiva, como descubriremos en la mayoría de sus cuentos donde aparece una profusa y una exuberante descripción detallada de los objetos y de los paisajes, en las muchas sensaciones que el narrador aplica a sus historias, o nos sorprende con el diálogo de sus personajes, rítmico y ajustado, inexistente cuando acontece algo ajeno a ellos, sin que olvidemos la mirada comedida y atenta del narrador en todo el proceso que va creciendo con la historia.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Amaneceres

 

                                              M. Ángeles Pérez


La fuga

    Con premura, y cierto miedo para no ser vista, introdujo dentro de la pequeña caja de zapatos un viejo reloj de pulsera, tres horquillas para recogerse el pelo y media docena de pañuelos, rígidos de almidón, para secar esas lágrimas que estaban empezando a brotar de sus grandes y tristes ojos. De puntillas corrió el largo pasillo que unía el salón principal de la casa con la puerta que, coloquialmente, llamaban de la esquina. El amor de su vida la estaba esperando al otro lado de la casa. No dijeron nada por temor a ser escuchados. Cogidos de la mano corrieron hacia un viejo coche que los llevaría hasta el pueblo más cercano donde pasarían su primera noche.

       Al día siguiente no se hablaba de otra cosa: los novios se han fugado. No dudaban que, a su vuelta, se les otorgaría el derecho eclesiástico de ser bendecidos por la iglesia y, por supuesto, el beneplácito de todos sus vecinos a ser reconocidos como marido y mujer.

martes, 13 de octubre de 2020

Adiós a...

 Gene Deitch

       8 de agosto de 1924, Chicago, Illinois, Estados Unidos,  16 de abril de 2020, Praga, Chequia.

 


 

sábado, 10 de octubre de 2020

Hoy tomo café con...


… José Morella


José Morella: “Estamos en un momento en el que los prejuicios se ven con más claridad. Están aún ahí y son los mismos. Ahora los podemos ver mejor, esa es la gran diferencia”.

José Morella: "La escritura es un privilegio de clase, yo me he colado de chiripa"

En West End, el escritor aborda la enfermedad mental del abuelo materno, un episodio silenciado de la historia familiar donde se trenza la migración y la vida bajo la dictadura

"De alguna manera, usar ese material básico mío se convirtió a la vez en una especie de tributo y obligación moral. Un modo de darle voz a mi gente", reivindica



West End abre una puerta a esa afanosa búsqueda de respuestas que el narrador José Morella nos plantea con su novela, habla del control físico y psíquico que se ejerce sobre las personas, pero sobre todo de la liberación del mismo. Huir de la miseria y del silencio obligatorio nos cuesta a veces la vida entera, aunque trae consigo una alegría inmensa, la preciosa experiencia de alcanzar un espacio para el movimiento genuino, para el discurso limpio, para la verdadera cercanía con los demás. West End (Premio Novela Café Gijón, 2019) se convierte así en la descripción casi elegiaca de un dolor familiar.

José Morella (Ibiza, 1972) es licenciado en Teoría Literaria y Literatura Comparada, y ha publicado La fatiga del vampiro (2004), fue semifinalista del premio Herralde con Asuntos propios (2008), ha novelado la vida de Otto Gross, discípulo anarquista de Sigmund Freud, Como caminos en la niebla (2016). Vive y trabaja en Barcelona, donde imparte cursos de narrativa y escritura creativa.





Pregunta. ¿Su literatura nace de la misma inquietud que todo humano sufre, o de un estricto proceso creativo?

Respuesta. Creo que de ambas cosas. De todas formas, me cansa un poco hablar del creador y su proceso creativo. Me suena elitista. No hay nada bien hecho en la vida que no sea creativo. Nuestra propia relación con el espacio, como por ejemplo limpiar tu casa, relacionarte con tus animales o plantas, con tu ropa o los objetos que tienes, es creativo. Relacionarte con amigos, colegas y parientes también lo es. Los personajes que aparecen en West End son muchos de ellos analfabetos funcionales, pero sus vidas vibran de creatividad anónima. A mí, por ejemplo, me encanta escribir y luego ordenar y juntar los fragmentos que han ido quedando por ahí: es como hacer puzles con palabras. Luego alguien lo lee, le parece publicable y hasta le dan premios, pero eso no me convierte en alguien especial. Me cansa la idea de que los artistas y escritores seamos especiales. Mi abuelo, con su enfermedad, tuvo que hacer una suerte de ejercicio creativo constante parecido al mío: poner en orden los fragmentos de su vida para ir dándole sentido. Todo el mundo lo hace. La idea de que, por ser escritor, tengo que decir cosas sagaces y especiales me parece cansina y, sinceramente, un poco clasista. De hecho, la escritura es un privilegio de clase. Yo me he colado de chiripa.


P. ¿Detrás de una buena obra existe ese tabú que, de alguna manera, nos censura la sociedad?

R. No lo sé. Es una pregunta difícil. Yo siento desde siempre un ansia por desvelar lo que no se ve a simple vista, las ataduras que son muy fuertes precisamente porque no sabemos que nos atan. Eso tiene que ver, a veces, con el control político, y a menudo con un sistema de creencias anquilosado. El patriarcado no es una palabra que esté de moda por casualidad. Desvelarlo es una actividad necesaria, y tenemos que convertirla en una actividad cotidiana como comer o descansar. Cada vez resulta más difícil que los abusos machistas o racistas queden impunes, sin que nadie los señale, sin que nadie le afee la conducta al abusador. Eso no tiene marcha atrás.


P. Se lo pregunto porque parece que su narrativa nace siempre de esa inquietud que le impone su propia existencia, ¿es así?

R. Sí, mi narrativa tiene que ver con desvelarle al lector cosas que, de algún modo, conoce aunque no las enuncie. Es importante expresar lo inadvertido. Eso inadvertido se expresa a través de verdaderos conflictos vitales de los personajes, pero vive latente en todos nosotros como ciudadanos de nuestro mundo. Todos, en cierta forma, somos como Nicomedes en West End: un golpe de celos o de inseguridad pueden llevarte a tomar una decisión u otra, a ser una persona u otra.


P. ¿Resulta mejor un argumento que arrancamos de una realidad para contar una historia de ficción?

R. No lo creo. Me cuesta ver, por otro lado, la diferencia entre realidad y ficción. Mejor dicho: no le veo ninguna utilidad, a la hora de escribir novelas, a la distinción entre ficción y realidad. Lo que queremos los lectores es seguir historias, verlas desarrollarse. Helene Hanff se hizo famosa por su correspondencia -real- con un librero inglés. Es una maravilla. Una historia estupenda. Como lector, me importa poco si eso ocurrió o no. Roma, una de las películas que más me ha impactado en los últimos años, narra la vida de infinidad de mujeres en América Latina y en el mundo. Se basa en las vivencias reales del director con la mujer que trabajaba como sirvienta en la casa de su infancia, pero a nadie le importa si ha inventado parte de la trama, o si la ha mezclado con algo que no pasó tal y como aparece ahí. Tal vez sea medio ficción y medio realidad, pero es 100% verdad.


P. ¿Seguimos viviendo en una sociedad repleta de prejuicios como parece se desprende de algunos de los argumentos de sus novelas?

R. Estamos en un momento en el que los prejuicios se ven con más claridad. Están aún ahí y son los mismos. Ahora los podemos ver mejor, esa es la gran diferencia. Ahora puedo ver la transfobia. La aporofobia. La discriminación por edad. La gordofobia. La racialización. El culto casi fascista al cuerpo. Estamos plagaditos de prejuicios, pero como comunidad los identificamos antes.


P. La inadaptación y el desarraigo, la melancolía y los silencios ¿fuentes inequívocas de inspiración para su narrativa?

R. Bueno, esas palabras parecen ser perfectas para describir West End, mi última novela, pero no sé si son fuentes de inspiración para todo lo que hago. En mis novelas hay siempre un detonante social, pero luego me gusta disfrutar de la escritura misma, darle al conjunto una estructura y una prosa que no estén sólo al servicio de la denuncia.


P. De repente, el Premio de Novela Café Gijón, ¿es esa la garantía de ir por buen camino?

R. No es garantía de nada. Es un honor que algunos escritores mayores que yo, con mayor trayectoria, se junten en un jurado independiente y decidan darle a mi texto un premio. Yo no tengo ni he tenido nunca padrinos. Mi literatura no ha vendido nunca demasiado. No puedo vivir de ella. Los premios independientes, de momento, son lo que me da empujones de ánimo, lo que me mantiene a flote, lo que me compensa. Sin los premios lo habría dejado, o escribiría de otra manera, tal vez con menos ímpetu, pero también con menos prisa. No sé en qué se traduciría eso para mi práctica diaria de escritura.


P. El jurado del premio destacaba que usted propone en West End (2019) una trama bien construida, y entrevera la historia del narrador y el abuelo loco con naturalidad, ¿era ese su propósito inicial al escribir su historia?

R. En algún momento, hace ya unos años, me di cuenta de que no importa demasiado de dónde saque uno el material básico de sus escritos. Tan bueno es el pasado de un hombre de clase alta que se fue a París a vivir su juventud de letraherido mantenido por su familia, como mi pasado. En mi estirpe no hay ningún tipo de colchón. De alguna manera, usar ese material básico mío se convirtió a la vez en una especie de tributo y obligación moral. Un modo de darle voz a mi gente. Mi gente es la gente pobre. La gente que sale adelante empujando con la fuerza de su cuerpo (no hay aquí ninguna metáfora), gente que no disfruta herencias. Nosotros heredamos eso: empujar con el cuerpo. Apretar. Y eso es tan buen material para la ficción como cualquier otra cosa. Pero además he querido usar ese material de un modo exigente, con rigor. Sin maniqueísmos y con deseo de llegar a la fibra de cualquier lector, del pelaje que sea.


P. La emigración de Nicomedes Miranda será el comienzo de la inseguridad a que se ve sometido el resto de su vida, ¿fue ese el comienzo del relato que después se convirtió en literatura?

R. Nicomedes fue inseguro toda su vida. Ya antes de su viaje. Su viaje le coloca en una situación muy vulnerable, donde los antiguos brotes vuelven a aparecer. La emigración fue una tabla de salvación contra la miseria. Fue buena. Pero cuando uno se agarra a una tabla de salvación no puede conservarlo todo. Hay que sacrificar algunas cosas, dejar que la corriente se las lleve. Una de ellas fue la cordura de mi abuelo. La llegada a la isla coincidió con la aparición masiva de cierta medicación que cambió la vida de los que se brotaban. Pero eso daría para una respuesta muy larga, y creo que es mejor leer la novela. Tampoco soy un experto en ello.



P. West End diversifica la historia en varios caminos, la Ibiza del primer turismo, la salida de la miseria de la familia, y ese silencio a que se ven sometidos por la enfermedad del abuelo durante tantos años, la psiquiatría y el franquismo ¿cuál de todos cobra mayor peso, según usted?

R. Me cuesta mucho responder. No sé cuál tiene más peso. Tampoco sé de qué sirve sopesarlos. En la vida todo nos viene entrelazado siempre: uno trabaja en una empresa, por ejemplo, y a la vez lidia con una depresión, y a la vez, por decir algo, lee un libro sobre entomología. Esas cosas son inseparables. Es difícil leer el libro dejando de estar deprimido, o estar deprimido sin acudir a la oficina. La vida es este entramado de hilos, inseparables como la ginebra y la tónica en un gin-tonic. Mi abuelo sufría brotes psicóticos en la España nacionalcatólica, un sitio culturalmente construido a base de supercherías religiosas, sentimiento de culpa y discriminación hacia lo no normativo, es decir, hacia lo no fascista. Sufrir brotes psicóticos y el ambiente en el que se sufren, ¿cómo pueden ser dos cosas distintas?


P. ¿Ha planteado usted una denuncia expresa por los enfermos mentales y los tabúes en torno a la enfermedad?

R. Sí. Pero también por cualquier otro tipo de discriminación. En la novela aparecen instancias de discriminación a ciertos personajes por su sexo, por su género, por su clase y por su ideología.


P. ¿Algunos personajes siniestros de la psiquiatría durante el franquismo, como el ominoso Vallejo-Nájera, suponen, de alguna manera, la justificación última de su relato?

R. No sé muy bien si entiendo lo que quieres decir por "justificación última". ¿Quieres decir que sin Vallejo Nájera no habría novela? Si es así, me parece que no. La psiquiatría habría sido entregada a otro psiquiatra, franquista también, y seguramente habría seguido las tendencias típicas de la época, traídas básicamente de la Alemania nazi y basadas en la eugenesia. Pseudociencia, en resumen. Las pseudociencia es siempre un peligro.


P. El lector sabrá, una vez leída su novela, ¿qué parte de ella es ficción y qué realidad o tal vez es mejor confundir ambas?

R. No lo sé. No creo que sea importante. Los lectores son, para mí, parte activa del acto de la creación. Ellos interpretan, y buscan lo que necesitan buscar. Estudian, leen otras cosas, relacionan los textos leídos. Cuesta mucho desterrar ciertas ideas sobre la literatura, viejos paradigmas que asumen que el lector es un ente pasivo que recibe el enigma cifrado que el autor quiso encerrar en sus palabras. Todavía me encuentro lectores que creen que han leído mal si entienden algo distinto a ese supuesto acertijo. No confían en su propia lectura. Qué cansado me parece eso. Es una rémora de la literatura entendida, otra vez, como algo elitista. La culpa, por supuesto, no es de los lectores, sino de una idea de lo literario que está anclada en el pasado. Cuando Roland Barthes habló de la muerte del autor acertó en muchas cosas. Creo que se le leyó mal, como a tantos postestructuralistas. Se les leyó con miedo, como si fueran una amenaza. Habría que volver a leerlos.


P. ¿Cree haber roto, definitivamente, el silencio de su familia con esta novela y los ha rescatado de ese infierno donde vivían?

R. Yo no rescato a nadie de nada. Ellos respondieron a mis preguntas en la investigación previa. Ellos fueron los que tuvieron o no la valentía de hablar de cosas enterradas en su pasado. Y ellos, de nuevo, son quienes tendrán que decir, si es que les apetece hacerlo, si se sienten liberados o rescatados de lo que sea. Tampoco creo que vivieran en un infierno. Vivían, y viven, una buena vida, con muchos privilegios en comparación con otras vidas. Con sueldos, con techo digno, con hijos que estudian en la universidad, con progreso, con sanidad pública, con escuela pública. Nunca he querido decir que mi familia viviera en un infierno. Otra cosa es que han pasado muchas dificultades, y yo quería darles la oportunidad de tener una voz al respecto, una voz válida y escuchada.


P. Y, para usted, ¿West End, sería el final de esa afanosa búsqueda de respuestas?

R. No hay finales para las respuestas ni para las preguntas. La vida sigue, y seguimos leyendo, viviendo, charlando, y de todo eso salen vínculos nuevos, nuevas relaciones de ideas, nuevas preguntas. La historia de la salud mental de las personas sigue siendo escrita, y se escribirá aún por mucho tiempo. West End se podrá leer de otro modo después de eventos que ahora no podemos predecir. El futuro de nuestro ecosistema y la salud mental de nuestra especie están, evidentemente, entrelazados. Mi gente es mucha gente, también la que habrá en el futuro.