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sábado, 31 de agosto de 2019

Sabías que...



      “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
                                                                       Ingmar Bergman

viernes, 30 de agosto de 2019

Cuaderno en blanco, agosto


Cuaderno en blanco




      Cada año este mes sigue alimentando una extraña sensación, quizá porque parece que todo se quiebra en ese quehacer diario y poco importa que sea la primera o segunda semana, la quincena o esos días que anuncian un otoño cercano. Es el mes que la gente utiliza para sus vacaciones y cuando parece que todo se pierde, sin duda por en el ánimo está esa parada forzosa que suponen, al menos, algunos días de este mes de calculado retiro.
       Una recomendación para estos días, la novela increíble, de profundos y humanos sentimientos que me descubre a Elizabeth Crook, y que Siruela publica, La encrucijada del roble, un western con todos sus ingredientes, buenos malos, indios, vaqueros, naturaleza salvaje y heroísmo.
       Otras lecturas han ido completando los días de calor y asfixia que se suman a una buen cosecha, los cuentos de Yanina Rosenberg, la prosa ajustada de Juan Manuel Gil, y la siempre elegante relectura de Memorias de Adriano, de Yourcenar.
       El resto de días queda para ese recuento incompleto de un mes donde no ocurre apenas nada, o quizá porque no debe ser nada memorable salvo el paso de los días que darán entrada a un otoño diferente, más activo y repleto de sorpresas cotidianas.





jueves, 29 de agosto de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


Panteón de Reyes



       La tarde de oro de Lisboa ha envuelto hoy en su luz incomparable a toda la ciu­dad; entonándolo, armonizándolo todo en una exaltación gloriosa, algo oriental, que vestía los jardines y los edificios de ese do­rado a fuego de las cúpulas bizantinas.
Conociendo ya toda Lisboa hemos elegi­do para nuestro paseo la Lisboa antigua, la Lisboa oriental, la Lisboa anterior a Pombal, la que aun conserva el desorden, la confusión y las resquebrajaduras del te­rremoto.
       Nada más lindo que esta parte de Lis­boa; con razón Humboldt decía que las tres ciudades más hermosas de Europa, eran Napóles, Constantinopla y Lisboa. Aquí persigue el recuerdo de Napóles con el que tiene una gran semejanza. La desigualdad del terreno sobre que está construida es lo que hace más pintoresca a Lisboa y le da belleza mayor. La parte moderna, la villa baja, nueva, con sus maravillosas calles Rua Augusta y Rua do Ouro, que desem­bocan en la Plaza del Comercio, forma el centro aristocrático y elegante. Al otro lado se extiende la ciudad novísima, una ciudad improvisada, magnífica, con su Avenida de la Libertad, sus monumentos grandio­sos, los jardines y los campos de recreo. Todo está como situado en un valle; es lo fértil que crece en la umbría del barranco como esas adelfas de flores rosas que se abren en las hondonadas con el frescor del agua. Luego, por las laderas y las cimas de las siete colinas, y todas las ondulacio­nes, se alza un bosque de edificios; plazas, jardines; todo entrecortado y desigual. La vista es maravillosa desde todos los pun­tos. Desde abajo se ve el escalonado pin­toresco, y desde cualquier altura: Nuestra Señora da Graça o Nuestra Señora do Mon­te, por un lado; San Pedro de Alcántara, por otro; se ve la ciudad tendida a los pies, risueña, variada, graciosa, con gracia de jardín tropical, no de recortado parque inglés. Sus casas tienen balcones bolados, como en España, y se mezclan gallarda­mente las plazas, los jardines, los templos, los palacios y los demás edificios en una ex­tensión que sólo limitan el verdor de la vega, como un mar de verdura y la cinta de brillante del Tajo, como un mar de ace­ro líquido.
       Una de las cosas más bellas son las rui­nas del Carmen, en el sitio más céntrico de la población. Sus arcos derruidos parecen apoyarse sobre el ala de la Plaza del Ro­cío, donde está la Brasileira, ese café tan popular que sirvió de albergue a los revolucionarios portugueses donde se incubó la victoria de la República; vis a vis del teatro, con su frontón lujoso coronado por la estatua del popular actor-poeta Gil Vi­cente; y en el camino que conduce al Chiado, nuestra Carrera de San Jerónimo, a las horas de paseo de una multitud pseudo-elegante como la nuestra.
       Ha sido un buen acuerdo no reconstruir esta iglesia del Carmen, esos muros rotos, resquebrajados, desiguales, informes, des­nudos que son de un encanto insuperable. ¿De qué se podrían llenar aquellas ojivas mejor que de ese azul de cielo, todo luz, de Lisboa?
       Están hechas esas ojivas para recortar­se en tapiz azul de su cielo. Es el templo hecho para llenarlo de cielo; para que sus arcos sostengan la bóveda azul. Su silueta romántica entre todo el esplendor moder­no que la rodea es tan única, tan origi­nal, que debiera formar parte del escudo de Lisboa como la Torre de Belem.
       A veces he subido en el ascensor que des­de la Rua de Santa Justa monta al Largo do Carmo para pasar bajo el arbotante que abraza toda la calle y ver la portada me­dio enterrada en el suelo. Me interesa más la ruina que el museo que encierra la parte restaurada y que guarda la estatua de Nu­ño Álvarez, el cual fundó hace siete siglos esta iglesia, perfeccionada en su destruc­ción.
       Pero nuestro paseo en esta tarde de oro ha sido por el otro extremo. Este adjetivo de oro hay que repetirlo para dar la sensación de lo que es esta luz de Lisboa. Hay luz azul, luz gris, luz fría, luz roja; un matiz que sirve de nota central y que subordina toda el alma del paisaje; la luz esta es do­rada, cae cernida, tamizada y como espe­sa sobre la ciudad; da una alegría seria, dulce, melancólica; una satisfacción de re­poso y de bienaventuranza.
       También debe dar fuerza. Yo no me hu­biera creído nunca capaz de subir y bajar tantas cuestas y escaleras y de deambular tanto por las calles al acaso.
       Forman dos barrios de gente maleante y de gente pobre; de vicio sórdido y de mi­seria. Dos barrios de amor y de vino, muy peligrosos para recorrerlos de noche.
       De día son admirables. Me he creído transportada a muchos centenares de le­guas de Lisboa. Eran los vicos de Génova, con sus paredones altos, su pasadizo tan angosto que hay que caminar de medio lado, y los toldos de ropa tendidas a guisa de guirnalda de colores, en una verbena de harapos que destilan su agua mugrienta sobre el transeúnte. Todo en cuestas y es­caleras, en arcos obscuros que entran en calles sombrías. Una de estas, larga y es­trecha, presenta la anomalía de que las ca­sas se han apoyado las de una acera en las de otra y han unido sus tejados dejando el paso entre los muros y conservándose así de pie, apuntalándose, a pesar de los años y de su vetustez.
       Y de pronto, en esas calles miserables se ve la portada de un palacio antiguo; en una esquina luce un escudo nobiliario, co­mo el de la sabia marquesa de Alorna; so­bre una puertecilla está grabado un bla­són...; y todas estas cosas que en su medio natural miramos con indiferencia o con desdén, aquí nos impresionan quizás por­que nos asusta que estas cosas, de materia más resistente, pasen también y nos ame­drenta el que no exista nada que pueda perpetuar una memoria.


       Las gentes estaban todas en las calles, en las ventanas y en las puertas. Gentes de la Margelina de Nápoles o de Santa Lu­cía; morenas, vivaces, lánguidas, algo des­galichadas, indolentes; poco cuidadosas del peinado y la ropa; de cabellos negros, de ojos negros, de alegría árabe, a estallidos; y de melancolías contemplativas ante el espectáculo de su naturaleza.
       Hemos admirado al pasar la magnífica portada de la Concepción vieja en estilo manuelino, recargada y ostentosa; y esa Casa de los Bicos (Picos) que presenta la originalidad de estar talladas en facetas todas las piedras de la portada, como si estuviera formada la pared por enormes clavos pétreos y que nos ha recordado, patentizando más la fraternidad ibera, la «Casa de los Picos», de Segovia, tan carac­terística como esta, tan original, de tan ruda y tan noble fachada.
       Una multitud de casas antiguas, inte­resantes, con reminiscencias de arquitec­tura flamenca y normanda. Unas casas primitivas llenas de encanto. ¡Cuántas be­llezas que los turistas que no saben ver en lo pequeño, no podrán encontrar! He ha­llado una fuente de riqueza para amar más a Lisboa; ha sido como una revelación, como si me hubieran abierto un libro por la página escrita en español.
       Y hemos ido a parar al campo de Santa Clara, por cuyos alrededores se extiende la feria de ladra (feria de la ladrona) que es lo mismo que nuestro Rastro. Estos mercados son como una especie de verte­dero adonde desaguan las alcantarillas de todas las miserias y donde, por un fenómeno de flujo y reflujo, todas las miserias se alimentan.
       Vienen aquí todos los detritus de todas las casas que se deshacen, de todos los mi­serables que se arruinan, de todo lo que las gentes ricas y acomodadas desechan y todo lo que se roba y todo lo que se pier­de. Están mezclados objetos preciosos y objetos miserables; a veces una cosa ori­ginal o una antigüedad preciosa tientan la codicia. Así se ve acudir la turba de anti­cuarios, de amadores, de aficionados, que revuelven la basura, lo mismo que las mu­jeres codiciosas que buscan gangas y que los burgueses que desean hallar objetos restaurados, cuya procedencia cuidaran de ocultar.
       Conocido el Rastro, esto no puede sor­prendernos. Es su hermano; pero es un her­mano más limpio y alegre; se extiende al lado de una plaza con jardín, bajo una her­mosa calle, cerca de una iglesia siempre en obra, que ahora es oficina militar, y que ya no se acabará; haciendo así buena la expre­sión popular «Obras de Santa Engracia» para dar idea de lo que no se acaba jamás.
       A todo alrededor hay tiendas de todos estos objetos diversos que se revuelven y se mezclan; en medio de la calle están ten­didos en el suelo ropas, calzados, platos y muebles. Hay mesillas con cerámica y puertas de clavos llenos de orín, cerraduras mohosas y hierros oxidados. En el centro, un gran barracón de madera cobija las cosas más delicadas; las sedas, los muebles suntuosos. Está allí el estrado que hubo en el palacio del duque de Saldaña la noche de su último baile. El también ha de tomar parte en esta especie de danza de la muer­te que danzan todos los objetos.
       Al fondo, el río surcado por multitud de barcas, pone nota alegre contra la tris­teza que hace a estos objetos tan lamen­tables y tan enternecedores.
       Al salir de aquí hemos sentido la tenta­ción de entrar a ver el cercano claustro del antiguo convento de San Vicente de Fuera, que recuerda la dominación de la Casa de Austria, y la antigua iglesia donde están enterrados los patriarcas de Lisboa.
       El claustro no tiene más novedad que la extraordinaria profusión de azulejos an­tiguos, que tanto abundan en Lisboa y que son de extraordinario mérito. El azu­lejo tiene grato hasta el nombre; el azul es el color más ardiente, el primero, el más puro, el de más luz y de más poesía. Si la bondad y el amor tuviesen colores, serían azules. Por eso se concibe el azul como el signo de la felicidad suprema.
       Con esta sensación azul y oro se ha abierto para nosotros la puerta del pan­teón de Reyes, que está en este mismo claustro. Es el panteón de la Casa de Braganza; están en él desde Juan IV hasta D. Carlos.
       Hemos pasado por una puerta que re­china sobre los goznes a una estancia grande, desnuda, con olor a humedad y muerte.
       En las paredes había dos lápidas marcan­do las sepulturas de dos nobles, que dan como la guardia de honor en aquella an­tesala del panteón de Reyes.
       Yo esperaba encontrar mármoles, tum­bas, túmulos y mausoleos como en Weiminster, El Escorial y San Denis. Me he quedado sorprendida en presencia de ataú­des y catafalcos. En el centro de la estan­cia, un túmulo negro, grande, enorme, cu­bierto de terciopelo, en el que reposa el rey D. Carlos; colgadas a su lado están las coronas, una de las cuales lleva en las cin­tas negras expresiones de dolor: «A nues­tro primo. Alfonso, Victoria», y la firma de los reyes de España.
       Y todo alrededor, las cajas negras, ga­loneadas, asustadoras, repugnantes; no es un cementerio como estamos acostumbra­dos a ver; es un almacén de muertos, de ca­jas en continua profanación. El guardián lleva una pequeña escalera y nos hace su­bir, a pesar de nuestra resistencia, a ver a los muertos, que no están descompuestos y satisfacen la curiosidad del público, que los ve como muchos devotos van a ver los santos incorruptos que se exhiben en las iglesias algunos días del año.
       Dentro de una caja de madera clara yace doña Luisa de Guzmán, la española que «prefirió ser reina un día a duquesa toda la vida», e incitó a la rebelión y a la inde­pendencia a este país.
       Don Pedro, el buen Emperador del Bra­sil, que dejó la corona para salvar la cabe­za, está descubierto hasta medio cuerpo y su rostro y su barba tienen como un mus­go verdoso que lo cubre... El príncipe he­redero está tal como debía estar cuando dormía descuidado en su lecho. Tiene un aspecto bondadoso, muy infantil.
       A D. Carlos no puede vérsele, por el es­tado de putrefacción; yo tengo de él una imagen exacta, más que por su historia por las pinturas de Sintra, la prueba más viva que he visto de él; aquellas pinturas de mujeres pomposas, mostrando los es-corzos groseros e innobles, pinturas más propias de un cabaret reservado que de un palacio real. Estos cadáveres insepultos dan sensación de horror y asco. Las coro­nas que rodean toda la habitación produ­cen el efecto de estar en una prendería de viejo. Esas sedas y esos terciopelos de las cintas, nuevos, que no han servido de nada parece que están sucios, manoseados por el muerto; los miramos con miedo y un contagio de muerte. Esto, más que panteón es hospital, sala de disección. ¡Qué sé 3^0! Tengo prisa de irme, y me siento muy con­tenta de observar que no hay moscas... Esta exhibición repugnante no constitu­ye una falta de la República. Estaba así determinado desde antiguo por la Monar­quía; era ya tradicional; y un sensato re­publicano a quien le hago observar lo raro del espectáculo, me dice:
       —¡Oh! ¿qué dirían de nosotros si nos atreviésemos a enterrar bajo tierra estos cadáveres? Dirían que ni muertos los dejábamos en paz.
       Tiene razón: para algunos sería como un regicidio, como una nueva muerte el en­terrarlos: los reyes muertos parecen más inatacables que los reyes vivos.
       Vamos hasta Santa María do Monte. Ne­cesito subir hasta esa altura de más de cien metros, esa plaza de aldea, donde se abre la pequeña ermita; con sus árboles achapa­rrados y copudos, y asomarme a la baran­da que se abre como un balcón a una terraza sobre la población.
       Veo a Lisboa, tan bella, tan apacible, tan llena de vida y de alegría que me hace olvidar el espectáculo macabro que acabo de contemplar. Mis pulmones, oprimidos por la humedad pegajosa de la Casa de Braganza, respiran con plenitud; respiran el aire y la luz; la luz de esta tarde que tiene tonos de manzana madura.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Curiosa lectura de verano


Nueva York: Historias de dos ciudades

Madrid, Nórdica, 2014

Traducción de: Magdalena Palmer






     Bienvenidos a la ciudad de Nueva York, donde el 1 por ciento de la población gana más de 500.000 dólares al año y hay 22.000 niños sin hogar. La creciente desigualdad es hoy un fenómeno mundial, y N.Y. es la metáfora de un mundo desarrollado donde el crecimiento desmesurado y la pobreza más terrible conviven sin apenas tocarse.
     Este libro recoge la visión de treinta grandes autores contemporáneos que proceden de sitios diversos de todo el mundo y tienen en común que viven en Nueva York. Sus relatos, en los que encontramos ficción y reportaje, nos transmiten toda la angustia, la insensibilidad y la solidaridad de los ciudadanos de la gran urbe.

      «Ficciones unas veces, otras crónicas o textos memoriales, todas ellas comparten el envidiable talento anglosajón, y específicamente norteamericano, para contar lo real y lo inmediato, retratar a la gente común, atrapar los matices del habla. La variedad de los autores y las diferencias entre las calidades de cada uno dan una textura densa y rica al conjunto».
Antonio Muñoz Molina

martes, 27 de agosto de 2019

Rafael García Serrano


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                         PRIETAS LAS FILAS

       La editorial cordobesa Almuzara publica una nueva edición de Eugenio o la proclamación de la primavera con prólogo de Eduardo García Serrano e ilustrada por Isabel Sánchez Marqués.  

   

       El crítico y estudioso Antonio Iglesias Laguna escribía acerca de Rafael García Serrano y lo calificaba de “escritor de mala estrella por razones extraliterarias, un autor que no había recibido las muestras de consideración  merecidas”, y añadía, “limitándose a señalar su fidelidad a unos temas, a unas ideas y a una inserción en el tremendismo”. En realidad, y según el mismo Iglesias Laguna, un tremendismo “limpio y exultante, que constituye una afirmación vital, un darle verónicas a la muerte, toreándola por todo lo alto”. Y añade, “escritor desgarrado, autor de páginas desgarradoras, fino humorista y con un fondo político que daña estéticamente su obra, llevándola por derroteros innecesarios”.
       La mayoría de los estudios han señalado que la narrativa surgidas en el momento de la guerra, 1936-1939, adolece de escaso valor literario, y la razón de esta exigua literariedad puede residir en el objetivo que perseguían los escritores en esa concreta circunstancia: la persuasión y el afianzamiento de la ideología de su bando, para lo que se servían de todos los medios a su alcance, en este caso la palabra. De esta manera, la postura política de cada autor suele reflejarse en su creación literaria, aunque es cierto que no todos se definen ideológicamente: el escapismo y la evasión es otra salida en un momento de crisis y transición. Durante la guerra civil convivieron dos tipos de novelas: doctrinales, que pueden ser republicanas o nacionales, y no doctrinales, de carácter costumbrista o realista, sin presencia de la guerra, aunque la mayoría se clasifica dentro del primer grupo. A pesar del silencio propiciado por la crítica, la lista de novelas publicadas durante la guerra civil es bastante extensa. En el ámbito peninsular, dentro del bando republicano destacan Contraataque y Mister Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender; Acero de Madrid y Cumbres de Extremadura, de José Herrera Petere; Valor y miedo, de Arturo Barea; Río Tajo, de Arconada; y Entre dos fuegos, de Sánchez Barbudo. En la ideología nacional sobresalen obras de Concha Espina, sobre todo Retaguardia; Se ha ocupado el kilómetro 6, de Benítez de Castro; y especialmente Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá. En el ámbito vasconavarro encontramos dentro del bando nacional novelas como las siguientes: Susana y Laura o la soledad sin remedio, de Pío Baroja; Veteranos de la causa, de Jaime de Burgo; Símbolo, de Manuel Iribarren; Como las algas muertas, de Luis Antonio de Vega; El otro mundo, de Jacinto Miquelarena, y por supuesto, Eugenio o proclamación de la primavera, de Rafael García Serrano.
       Rafael García Serrano (Pamplona, 1917-Madrid, 1988) fue uno de los muchos adolescentes y estudiantes universitarios que se sintieron fascinados por la figura de José Antonio Primo de Rivera y que ingresaron en la Falange en los meses previos al estallido la guerra. Gran parte de la obra novelística del escritor y periodista navarro se centra en sus experiencias en la contienda civil, destacando especialmente por sus novelas La fiel Infantería (1943) y Plaza del Castillo (1951). García Serrano permaneció fiel a sus convicciones falangistas hasta el final de su vida, de modo que su obra ha sido arrinconada por la crítica y la industria editorial por declaradas fobias políticas y personales. Sin embargo, es un autor de mérito, con un estilo muy personal, y sus novelas resultan ágiles e impactantes. La declaración del estado de guerra en julio de 1936 le sorprendió en Pamplona, y la tarde del 19 se alistó en la columna de Navarra, con la que partió hacia Madrid como voluntario en una escuadra falangista. Sin embargo, enfermo de tuberculosis, tuvo que dejar el campo de batalla, y convaleciente en el hospital recibió las pruebas de imprenta de Eugenio o proclamación de la primavera. A García Serrano le sucedió lo mismo que a muchos jóvenes, que tomando impulso en la acción combatiente, estrenaron con éxito sus posibilidades para plasmar en palabras una parte de sus experiencias en la guerra. Mientras estuvo hospitalizado, cinco años, escribió La fiel infantería, que se publicó por la Editora Nacional en 1943, y por la que ganó el Premio Nacional José Antonio Primo de Rivera, aunque por problemas de censura no volvió a editarse hasta la primavera de 1958.
       Eugenio o proclamación de la primavera está dedicado a José Antonio, al que el propio autor le hubiera gustado llevarle un ejemplar del mismo, y al que continuamente profesa una gran admiración. Así lo comenta en los prólogos: “Dediqué el libro a José Antonio. Y a un camarada muerto en el frente de Vizcaya. Y a varios camaradas de Madrid, a los que suponía entre la vida y la muerte. Yo no creí jamás que hubiese muerto José Antonio”. Además de recoger la ideología falangista, se aprecia la influencia de Ramón J. Sender para la elaboración del título y de Eugenio d'Ors en el lenguaje: “Completé el título hasta que quedase Eugenio o proclamación de la Primavera gracias a la lectura reciente de unos ensayos de Ramón J. Sender, Proclamación de la Sonrisa, Sinceramente pienso que La bien plantada, de Eugenio d'Ors, también recién leída, me inclinó al barroquismo”.
       La novela no trata expresamente el tema de la guerra civil, sino de sus preludios: el ambiente violento, confuso y conflictivo que precedió al conflicto. Para ello, el autor utiliza un narrador en primera persona. Se trata, por lo tanto, de un narrador testigo, no protagonista. Su voz coincide con la de un personaje, Rafael, cuya misión es la de transmitirnos la historia. A través de él conocemos las hazañas de Eugenio y sus acciones, siempre desde un punto de vista externo. El interior de Eugenio sólo llega a nosotros por medio de los diálogos o porque el narrador cuenta lo que previamente le había transmitido Eugenio sobre sí mismo.
       Respecto a la estructura, resultan de especial relevancia los prólogos que el autor fue añadiendo a medida que se fueron publicando nuevas ediciones de la novela, hasta llegar al número de tres en la edición de Planeta de 1982. El primero de ellos lo escribió para la segunda edición de la obra, en Gredos, y está fechado en 1945. En él destaca la vocación de servicio con la que fue escrito el libro y el cambio de contexto histórico, pero en el que todavía están vigentes las ideas expresadas en Eugenio: "es posible que ahora parezca ingenuo, elemental, hasta infantil (...). Claro que los años corren como caballos de carreras y dejan detrás, muy detrás, los acontecimientos (...) De los dieciséis a los veinte años. Veíamos entonces un enemigo para la Patria; hoy lo vemos para el mundo entero".
       El segundo prólogo es muy posterior, escrito en marzo de 1973 para la sexta edición. En él indica que esta novela supuso el comienzo de su saga literaria sobre la guerra, explica las posibles influencias que recibió y la vigencia de las ideas de la Falange. Finalmente, el último prólogo, datado en 1981, fue elaborado para la edición de Planeta, y en él hace un repaso de la andadura editorial del libro y de los intentos de emulación por parte de otros autores. Termina haciendo referencia, a las cartas y testimonios que le han llegado de personas que han leído su libro.
       Eugenio se divide en nueve capítulos, cada uno de ellos con un título significativo y con subdivisiones internas breves, que ayudan a ofrecer un carácter impresionista y poético a la obra. Suelen ser dos o tres en cada capítulo, a excepción del octavo, que contiene catorce escenas y donde el tiempo de la historia es mayor. La novela va in crescendo en cuanto a violencia y agresividad, hasta llegar a la muerte del personaje principal. El primer capítulo y el último están muy relacionados, ya que al inicio de la obra, Eugenio escoge su muerte, y esta ocurre al final, un año después. En medio se encuentran los capítulos II y III, que reflejan las dudas y la debilidad de Eugenio por el amor a María Victoria; una dificultad que logra superar y dejar a un lado para dedicarse completamente a la obra del Imperio, como se aprecia en el resto del libro. El capítulo V supone el bautismo de sangre para Eugenio, mientras que el IV y el VI son de carácter más ideológico. Finalmente, el VII y el VIII reflejan la situación de crispación y violencia en la España de la preguerra, por la que Eugenio muere como víctima y mártir en el capítulo IX. La configuración de los personajes resulta maniquea: están los ”buenos” y los “malos”, y poco más sobresale.
       La edición de Almuzara se completa con un anexo que contiene tres prólogo del autor para sendas reediciones de Eugenio realizadas en 1945, 1972 y 1981. Además se incluyen numerosas ilustraciones realizadas para esta obra por Isabel Sánchez Marqués. De modo que Eugenio o la proclamación de la primavera es un título más que recomendable y una necesaria recuperación de uno de los mejores cultivadores del género novelístico en de posguerra española.





EUGENIO O PROCLAMACIÓN DE LA PRIMAVERA
Rafael García Serrano
Prólogo de Eduardo García Serrano
Estudio de Fernando Calvo González-Regueral
Ilustraciones de Isabel Sánchez Marqués
Córdoba, Almuzara, 2019
         



domingo, 25 de agosto de 2019

RELATOS DE EMIGRACIÓN E INMIGRACIÓN


(De aquende y de allende) (III)



Autores: Alonso Quiles, Daniel, Conteras Salas, Pedro, Diego, Mercedes de, Lorenzo Benavides, Carmen, Ortega Fernández, Antonio, Pérez Baldó, Francisco, Siles Artés, José.




sábado, 24 de agosto de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


Las grandes plazas



       Hay plazas que forman el núcleo de la ciudad y que cuando recordamos el viaje en su conjunto se aparecen como si fuesen el punto puesto en movimiento para en­gendrar a su alrededor todos esos edifi­cios, calles y jardines.
       Es algo de nidal de la ciudad la gran plaza; se incuba en ella. En un principio las ciudades asentadas en lugares tan defini­tivos no debieron tener más que una gran plaza, así como otras se van extendiendo con una Calle real a las orillas de un cami­no, y no logran sugerir idea de estabilidad, sino de tránsito, de fonda de estación.
       En cada ciudad impresiona una plaza, a veces no la más grande ni la más concu­rrida, sino la más llena de su espíritu y de su vida.
       En Roma es la grandiosa plaza de San Pedro, en cuyo solar podría alzarse un pue­blo entero, con su doble columnata, sus fuentes monumentales, y las fachadas de la Basílica y el Vaticano. Es la plaza que nos sugiere la visión de la grandeza roma­na, de sus leyendas de enmascarados esbi­rros deslizándose detrás de las columna­tas, de todos aquellos crímenes audaces y bárbaros cuyo secreto guardó el cercano Tíber.
       En Venecia es la plaza de San Marcos, plaza-salón, que es como el patio de ve­cindad de la ciudad toda, tan regular, tan proporcionada, tan enjoyada por su cam­panil y las cúpulas bizantinas de la Igle­sia y enlazada a la Piazetta, que es como un balcón más del calado palacio de los Dux, abierto sobre las lagunas.
       En París es la plaza de la Bastilla, tea­tro de todas las luchas y todas las manifes­taciones, que rivaliza por su historia con la soberbia plaza de la Concordia y con la poética y silenciosa plaza de los Vosgos —la que hiere más el sentimiento—; aun­que sabemos que la antigua Lutecia nació en la Isla de Francia y que las torres de Notre Dame cubren su primitivo solar.
       Las grandes plazas de Bélgica que con­servaban su sabor de Edad Media son in­olvidables y ahora se hacen más queridas en el recuerdo, como casas solariegas de las cuales despojan brutalmente esos usu­reros, dueños de hipotecas fatales, que arrojan a los descendientes de familias no­bles de sus moradas.
       Aquella plaza de Brujas, grande como un campo, en contraste con la estrechez de sus calles revueltas y románticas; aque­lla plaza de Bruselas, con sus casas a pi­ñón, sus fachadas doradas y el alto Hotel de Ville, desde donde sonaba el carillón como campana de su religión cívica... Las plazas de Amberes y de Malinas... y tantas otras.
       Impresiona siempre el recuerdo de una plaza en una ciudad, y no por grande se­guramente. En Londres, más que la ma­ravillosa de Trafalgar o la incomparable de Westminster, impresionan Trinity Square y Tower Hill, ante la Torre siniestra, con su musgo negruzco, nacido de la san­gre, cerca de las grises aguas del Támesis que las envuelve en sus nieblas.
       En España ningún lugar me ha dado im­presión más exacta del alma de Castilla que la plaza de Alcalá de Henares, tan gran­de, tan pueblerina, tan irregular, mien­tras en un día de sol esperaba ver salir de su reloj los moros que golpean la campa­na; y la placita del Ochavo de Valladolid, que más que plaza parece rinconada, entre cuyos viejos soportales se enseñan aún la cadena y la argolla por donde pasó la cuerda de que pendió el Condestable Don Álvaro de Luna.
       En Madrid hay una de las plazas más en­cantadoras de Europa: la Plaza Mayor. Es una plaza antigua que no es anticuada ni vieja. Tiene una armonía dé proporciones que le hacen lucir con independencia del jardín central y de la estatua. Sus soporta­les con faroles entre los pilares cuadrados, le dan ese sabor propio de las ciudades ita­lianas; y remedan la Rué de Rivoli. Hay una igualdad, una simetría en todos los cuatro lados que gallardamente, sin ex­ceso, rompe la altura de la torre del reloj. Todas las bocacalles son discretas y con­servan sabor de antigüedad, preparando de antemano el ánimo para desembocar en ella. Vista de noche parece que hay, o debe haber continuamente, luna para llenarla, porque el tapiz del cielo tiene siempre im­portancia en ella. Es la plaza núcleo de la Península toda, y a ella están unidos los recuerdos de aquellas justas famosas de los romances moriscos, en que tomó parte el adolescente Rodrigo de Vivar; los tor­neos en que luce su divisa el romántico y atrevido conde de Villamediana; en ella se encienden las hogueras de los más treme­bundos autos de Fe. Grandeza, romanticis­mo, poesía, dolor, todos los sentimientos más vivos del alma española están repre­sentados allí. Tal vez por eso hay ahora el grupo de los Caballeros de Pombo que se lla­man a sí mismos «Amigos de la Plaza Ma­yor», y en sus paseos nocturnos y solita­rios por ella afirman su españolismo y su certeza.
       Busco en Lisboa esa gran plaza repre­sentativa, y hallo que Lisboa tiene la Pla­za del Rocío (de D. Pedro IV), tan bella con ese mosaico típico de piedrecitas y esa animación brillante que la asemeja a la Puerta del Sol, con el ir y venir de tranvías y de gente; la «Plaza del Comercio» (Terreiro do Paço) una de las más suntuosas de Europa que se abre sobre el Tajo, el cual forma un gran puerto frente a ella. En tres de sus lados están casi todos los Ministerios, el Correo y la mayor parte de las dependen­cias del Estado. El otro lado parece que cayó en el río, que se derrumbó para que luciera su belleza toda la ciudad, y toda la plaza es como un inmenso malecón, un vas­to campo que se abre frente a Lisboa y que precede a la entrada por el gran arco cen­tral que parte el lado de en medio. Es el arco de triunfo que abre la puerta de la ciudad nueva, coronado por la fama y mos­trando orgulloso las estatuas de Vasco de Gama, el gran navegante; Nuño Álvarez, el Gran Condestable; Viriato y el marqués de Pombal.


       Viriato es para la historia un héroe es­pañol, y parece pregonar allí la fraternidad de la raza. En cuanto al Marqués, ha ganado su puesto por hacer salir de los es­combros y de la ceniza de la vieja Lisboa destruida completamente por el fuego, el agua y los terremotos, esta ciudad nueva, elegante, espiritual, sonriente, que crece y se engrandece como un árbol vivo plan­tado en tierra fecunda, que agradece el riego y se extiende en ramas y en flores.
       La estatua ecuestre de Don José I, a pesar de sus grandes proporciones, está como empequeñecida y perdida en medio del arenal de la plaza. Recuerda a la Plaza Mayor en los soportales y en la simetría de todas las construcciones que la rodean. Se ve que los edificios se alzaron contando con la plaza, y que ésta no resultó de una aglomeración o ensanchamiento casual. Está bien entendido no haber hecho jar­dines en ella; le bastan los árboles que la rodean; debe tener esa especie de desnudez grandiosa que se aviene con su carácter. Fué en esta plaza donde tuvo lugar la sangrienta tragedia en que murieron el rey D. Carlos y el príncipe heredero.
       Es en el ángulo que conduce a la cerca­na Plaza Largo do Municipio donde se realizó este hecho histórico, precursor del cambio que había de operarse en Portugal.
       La plaza más grandiosa es sin duda, esta del Comercio, pero el Largo do Municipio es la que a mí me impresiona más, la que siguiendo mi teoría veo yo como la plaza-madre; solar de Lisboa y punto más inte­resante de la Lisboa moderna.
       Esta plaza está coronada a la derecha por casas, iglesias, palacios y jardines, que se alzan sobre la colina que la domina es­calonándose gallardos hasta su cima. Hay multitud de estas perspectivas que recuer­dan la vista que ofrece Génova desde el puerto. A la izquierda está la pared des­nuda del Arsenal; pared venerable, agu­jereada por las balas en las recientes lu­chas, y que parece dar a los sucesos cer­canos una pátina de histórica antigüedad. La fachada de en medio la forma la Cáma­ra Municipal. Es este edificio el que me impresiona. No veo de él su arquitectura, no veo su lujo, no me fijo en su belleza. Hay un balcón de mármol en el centro, un balcón al que yo me asomé un día temblo­rosa y como avergonzada de pisarlo sin quitarme las sandalias, como las creyen­tes en las Mezquitas o en la Escala Santa. Desde este balcón se proclamó la Repú­blica. ¿Qué emoción sentiría el pueblo re­unido, triunfante, libre? Sólo de pensarlo experimento un alivio espiritual, como si me quitasen el peso de una cadena. Para mayor contraste, en medio de esta plaza donde se proclamó la libertad está el pelourinho (picota) característico de todas las plazas portuguesas donde se verificaban las ejecuciones, especialmente de los no­bles, de donde le viene el remoquete de Horca de los hidalgos.
       Tal vez los mismos actores de esta obra admirable no acertaron a comprender mi emoción. Ellos son los felices poseedores de la esposa deseada; y no recuerdan todo el anhelo, todo el ardor secreto del enamo­rado sin esperanza. Para mí, la gran pla­za de Lisboa es el Largo do Municipio.


jueves, 22 de agosto de 2019

Curiosa lectura de verano


 Thoreau. La vida sublime
A. Dan Leroy
Madrid, Impedimenta, 2013




















«Thoreau todavía tenía el bosque de Walden. Pero ¿dónde está ahora ese bosque en el que el ser humano pueda demostrar que esposible vivir en libertad, más allá de las formas estereotipadas impuestas por la sociedad? Me veo en la obligación de responder: en ningún sitio. Si quiero vivir, por ahora tendré que hacerlo dentro de esas formas. Así, el mundo es más fuerte que yo. Frente a su poder, no puedo oponer otra cosa que a mí mismo lo que, por otro lado, ya es algo considerable. Puesto que, mientras no me deje aplastar por su número, yo también poseo poder. T mi poder es temible si puedo oponerlafuerza de mis palabras a la del mundo ya que aquel que construye cárceles se expresa peor que aquel que edifica la libertad.»



Stig Dagerman


miércoles, 21 de agosto de 2019

Juan Eduardo Zúñiga


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MONUMENTO DE NIEVE
                     
      

        Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1919) es el mayor experto en literaturas eslavas de España, ya en 1945 entregaba La historia de Bulgaria, y varias décadas después sus dos obras más significativas, Las inciertas pasiones de Iván Turguénev (1977) y El anillo de Pushkin (1983). Hacia 1980 comienza una fructífera producción de ficción propia, las colecciones de relatos, Largo Noviembre de Madrid (1980), La tierra será un paraíso (1986), Misterios de los días y de las noches (1992), Capital de la gloria (2003) y Brillan monedas oxidadas, 2010.
       Acaba de publicar, Recuerdos de vida (2019), en cuyas primeras líneas leemos, “Solo cuando sentimos que el final de la calle se acerca es posible repensar lo sucedido”; en estas páginas está todo, desde la infancia hasta el amor, con la Guerra Civil de por medio, un texto escrito con una prosa que aunque viene marcada por esa visión destructiva, o la ruina misma, convierte estas vivencias en el mejor de los autorretratos que nadie pudiera imaginar. Zúñiga sopesa su sorpresiva adolescencia, retrata a un joven flaco, con gafas que ocultan sus ojos, enlaza sentencias tan escuetas como su apariencia, pero abundan las imágenes que nos remontan a sus lecturas y, entre otras muchas descripciones, sobresale esta fantástica metáfora: “En el invierno del año 1930 o 31 cayó en Madrid una gran nevada y, mediada la tarde, el jardincito que rodeaba nuestra casa de la calle General Zabala, en el barrio de Prosperidad, se fue blanqueando”; fue “un escenario fascinante, más aún después, cuando se abrieron las nubes y la luna puso allí su fría luz”.
       Este repaso de cien años rememora una juventud de un desasosiego, hecho estremecedor que marcará la vida y el resto de la literatura de un joven Zúñiga que dialoga mucho con su madre, quien no se asombra de las visiones del muchacho, repasa sus mejores momentos con la enciclopedia Espasa, que lo llevan por la geografía de un Egipto desconocido, y a un Japón tan incógnito como ignorado, y así este Recuerdos de vida parece un libro de instantes que transforman al joven en el escritor que descubre a Turgueniev, a Pushkin, o a Chejov, y a Rusia y lo relacionado con su cultura literaria en su destino natural, porque el objetivo de ese viaje aprendido en los libros fue la lengua rusa: “Debí haber buscado un hogar, pero busqué un país para ser su hijo”. Rusia llegó a un Madrid sitiado, en 1937, cuando acogía la celebración del 20º aniversario de la Revolución de Octubre. “En la ciudad sitiada por las fuerzas franquistas, bombardeada y hambrienta, se alzaron grandes carteles, los alumnos de Bellas Artes decoraron fachadas de edificios y los periódicos publicaron trabajos sobre los acontecimientos y sobre escritores soviéticos”. Entonces conocería Zúñiga los caracteres cirílicos: “Y quizás en aquel momento quedaron mis ojos retenidos en un alfabeto que después me fue familiar”.
       Y aún deja escrito en este breve y hermoso texto, cómo conoció “la inllevable soledad” de la juventud, “los terribles años” de la guerra, porque “a todas horas sobre la ciudad vibraba la bóveda invisible del tableteo de las ametralladoras, el estampido de los morteros y el ronquido de la aviación con sus bombardeos”. Imágenes que se convertirán en la inspiración inevitable de su melancolía escrita posterior,  fue “la época que inducía a temeridades” y “reconozco haber andado por Madrid cuando los llamados “obuses” caían en cualquier barrio. No paraban de disparar los cañones de los franquistas colocados en la altura del monte Garabitas de la Casa de Campo, desde la que se dominaba el centro de Madrid”.
       Juan Eduardo Zúñiga no solo ha escrito una memoria, ha hecho un monumento de nieve, un homenaje a la escritura, una vida manchada por la guerra que convirtió en su tormento y en su inspiración. Cien años, en apenas 120 páginas, de una subjetividad absoluta. El paisaje blanco sigue en su retina, y las lenguas eslavas son “el sonido de esas lenguas”, se pegan a la música de su escritura sobre la imagen de un Madrid triste.






RECUERDOS DE VIDA
Juan Eduardo Zúñiga
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019





martes, 20 de agosto de 2019

Enrique Vila-Matas


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DUELO DE INGENIOS


       Enrique Vila-Matas asume con Esta bruma insensata (2019) el nuevo viaje horizontal de una obsesión que convierte en una extraña forma de vida, en su mejor y más enrarecida aventura, y concreta su existencia en esa experiencia vivida a través de las palabras. Los escritores ocultos forman parte de un escenario de difícil identificación, y en esta nueva novela se esconde un pynchon con todas las dificultades que presupone su identidad, con la tiranía que conlleva la fama de serlo. El sujeto, identificado como Rainer Schneider, comenzó una modesta carrera literaria en Barcelona, y se esconde en Nueva York envuelto en un éxito literario que oculta bajo el seudónimo de Gran Bros. Tras ese ascenso triunfal deja en el camino una visible víctima: su propio hermano, aunque Simon Schneider es una especie de intermediario de las muchas citas literarias que usa Bros, la parte más cierta de su prestigio impostado. Y no sólo sirve dosis de frases a Gran Bros, sino al mismísimo Thomas Pynchon. Buscar citas literarias por encargo se convierte para Simon en un oficio extenuante, y si su hermano desaparecido es el otro, la aventura resulta aún más desquiciadora, porque la base del argumento de Esta bruma insensata se convierte en una apuesta sobre el arte de la cita, aunque al comienzo mismo de la historia el personaje esté irremediablemente tentando su suerte al borde de un acantilado.
       Vila-Matas continúa el itinerario de su particular exploración en los límites de la escritura, en la posibilidad de la suplantación de identidades, usa el funambulismo no como acrobacia sino como esa indagación en los vértigos, en los vacíos personales y en los abismos, en ese desequilibrio con que dota a sus historias. El narrador se ha consolidado como un explorador de lo imprevisto en todas las direcciones posibles, ha sido capaz de hacer que una novela no parezca una novela, posibilitando que ni siquiera lo sea, o la concibamos así por esa dificultad justificadora, transformándola en un artefacto metaliterario. La cita de Raymond Queneau, “Esta bruma insensata en la que se agitan sombras, ¿cómo podría esclarecerla?” predispone al lector a cruzar esa puerta a que nos tiene acostumbrados el escritor, cuando confunde ficción con su propia experiencia personal, y concibe su escritura con décimas de asombro, y bastante estupefacción. En su recorrido por esa cita perdida que Simon ha olvidado, se filtra la actualidad, el procés como una rémora política que empieza como una realidad y se irá transfigurando con el paso de los días, las semanas y los meses hasta acabar como precuela de toda una ficción, quizá porque para el espectador Vila-Matas ese concepto de nacionalismo había aparecido con anterioridad en su obra, y no podía dejar fuera de su geografía cercana la simbólica proclamación de la República catalana, un hecho paralelo a la incertidumbre y a la dramática situación personal en la que vive el narrador Simon Schneider, asfixiado en ese aire de incertidumbre en busca de esa frase que le recuerde qué es el infinito. Vila-Matas insiste en trazar un nuevo paralelo entre su obra, donde el laberinto que recorren sus personajes no resulta un espacio de contemplación, sino la acción de la escritura, porque solo existe una absoluta verdad: la literatura, y como todo lo que importa se explica por sí misma, y entre otras muchas características, la literatura conserva el dinamismo y la capacidad de renovación. Vila-Matas trabaja con un tipo de escritura que considera original, cuando aún tiene la posibilidad de serlo, se refuerza con referentes como Beckett y Perec, especula con unidades temporales que evidencian a Joyce, o se recrea en ese juego entre ficción y realidad que Simon confirma cuando se escribe algo que sucedió de verdad, las palabras empiezan a sugerir conexiones que parecían ausentes de los hechos descritos y provocan que la trama acabe tomando el mando, determine qué queda dentro y qué fuera, imponiendo su propia lógica y guiando al escritor cuando escribe sus páginas. En definitiva, la literatura como una escritura autónoma, una disciplina de una extraordinaria solidez cuando sabe ser consciente cómo el lenguaje no es algo que representa la realidad, sino que la hace y la deshace desde una irrevocable subjetividad.
       Como en anteriores novelas, hay un posicionamiento literario extremo en esta novela de Vila-Matas, la disolución, la extinción o la desaparición forman parte de las maneras en que algunos de sus personajes conjuran el vacío, y en Esta bruma insensata vuelve a ser la literatura, una vez más, el principio de todo extravío que, al mismo tiempo, servirá de antídoto a sus personajes: los dos hermanos sienten que escribir es llenar un hueco inmenso, el de su propia biografía, y su reencuentro con la memoria.







ESTA BRUMA INSENSATA
Enrique Vila-Matas
Barcelona, Seix-Barral, 2019