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jueves, 8 de agosto de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


Figuras de la República



       Bernardino Machado merecería bien de la República, aunque sólo fuese en con­cepto de patriarca, de padre de una numerosa familia: quince hijos, de los cuales ocho son mujeres y siete varones. En el momento actual sólo cuatro hijas y un hijo están en Lisboa; las dos niñas meno­res siguen sus estudios en el Liceo, pre­parándose para abogadas, y el hijo cum­ple su servicio militar.
       La esposa y los demás hijos están en la casa solariega, en el alto Miño, porque el actual presidente, hijo del barón de Joanes, es nombre de grande y sólida fortuna.
       Su esposa, D.ª Elzira Dantas, es una gran dama que ha sabido ser la compa­ñera de un tribuno.
       Esta señora supo animar al marido y educar a los hijos para la causa de la li­bertad. Un presidente de República pa­rece que nos presenta en su esposa como una coparticipación de su poder que irra­dia a todas las madres y las esposas, por­que estas mujeres elevadas a la Presiden­cia es como si fueran más hijas del pueblo que los hombres.
       La esposa de Machado es la presidente de La Cruzada de Mujeres Portuguesas, especie de movilización femenina, en la que cada mujer presta su esfuerzo en pro de la Patria. Las cuatro hijas que conozco son encantadoras. Una de ellas, Joaquina, casada con un oficial de Marina, es una mujercita delicada, casi infantil, muy bella y de un espíritu vivaz e inteligente. La otra hija soltera, María, es una de esas criaturas en cuyo rostro suave y apacible descansan los ojos y se siente algo de cla­ror de luna. Sus manos de niña sólo se ocupan en enjugar lágrimas; vestida con el traje blanco de enfermera de la Cruz Roja, tiene algo de santidad. Ella orga­niza los socorros a los soldados y a los ni­ños de la Casa de Maternidad, y el aroma de los dolores ajenos ha puesto una sombra triste en su rostro y ha hecho padecer a su corazón esa enfermedad de los cora­zones grandes.
       Sentada en una de las soberbias salas del palacio de Belem, con las dos niñas pequeñas a las que la dulce María presta algo de graciosamente maternal, conver­samos. Las dos niñas llevan trajes cortos y tirabuzones, son bellas y discretas y me hablan de sus exámenes. María me habla de su padre; la inquieta verlo trabajar tanto, y tiene una admiración sincera ha­cia esa vida de laboriosidad.
       Cuando Machado llega, nadie diría que está fatigado de tan gran esfuerzo. Es siempre el mismo hombre, de rostro fres­co y mirada vivaz; correcto, pulcro y cui­dadoso, Bernardino Machado habla con voz cálida y persuasiva. Recuerda a sus amigos de España, especialmente a Gi-ner de los Ríos y Moróte, y hay una lágrima en su voz al evocarlos.
       —Yo iba mucho a casa de Morote—dice.
       —Por cierto que me enternecía la figura de un viejo criado, que era como una ma­dre para las dos niñas. Cuando murió nuestro amigo inquirí qué había sido del fiel servidor; me dijeron que vendía ceri­llas, y esto me apenó tanto que envié a buscarlo para asegurar su suerte al lado mío. Desgraciadamente, el pobre había muerto.
       Después habla con entusiasmo de ha­ber sido nombrado profesor honorario de la Institución Libre de Enseñanza. Se ve que lo que estima más es su título de pro­fesor; es un hombre que ha ofrecido un alto ejemplo de trabajo y laboriosidad, desempeñando concienzudamente su cá­tedra de la Universidad de Coimbra. Empezó su carrera política luchando en los puestos más humildes, y hasta que el triunfo de la República le ha hecho jus­ticia tuvo que sufrir muchas persecucio­nes por la labor radical de sus libros.
       Durante la comida, a la que asiste el oficial de guardia y tiene cierto ceremo­nial de palacio, Machado habla de mil cosas distintas y agradables, alejadas de sus tareas, poniendo un ambiente cor­dial que borra la frialdad de la etiqueta. De vez en cuando el cansancio lo domina, y tiene unos momentos de sueño que pron­to vence y que no apagan la claridad de su espíritu. A los postres le sirven fruta enviada de sus posesiones, de los árboles plantados y cultivados por él, y nos la muestra con satisfacción y contento.
       Cuando termina la comida, las hijas vienen a besar la mano de su padre, y to­dos los comensales se saludan afectuosa­mente dándose la mano. Por un momento pienso que se despiden, pero bien pronto me percato de que es una costumbre de galantería afectuosa. Se saludan así siem­pre al acabar la comida; parece una sus­titución de las acciones de gracias que daban al cielo los antiguos castellanos. Es tan simpática, tan cordial, tan familiar esta costumbre, que parece abrir más las puer­tas de la intimidad.

Bernardino Machado

       El presidente nos acompaña al jardín, enseñándonos de paso las bellezas de este palacio de Belem, donde se hospedaran en no lejanos días los reyes de España y los de Inglaterra. Al pasar por uno de los salones, exclama sonriendo:
       —Aquí celebro yo mis Consejos de Mi­nistros y mi mujer sus Juntas de Damas.
       Desde el jardín, perfumado de esos jaz­mines que no hay más que en Portugal y Andalucía, frente al Tajo, iluminado por la luna, Machado me muestra la estatua monumental de Alfonso de Alburquerque.
       —El imitó a vuestro Cid —dice; —pero en vez de conquistar tierra en la Penínsu­la, conquistó un nuevo mundo. Portugal es sólo un pretexto para nombrarnos; nuestra grandeza está en el mar y en las colonias.
       Nos hace notar que Alburquerque lle­vaba la barba anudada como el campeón español.
       Al volver, la biblioteca nos detiene. Machado nos muestra preciosas edicio­nes, entre las que no faltan libros caste­llanos. Las niñas juguetean con los volú­menes, y me parecen en este regio marco como tres princesitas de leyenda, ya des­encantadas para escapar a ese sino fatal que parece vedar a las princesas el amor y la libertad.
       Machado tiene un libro precioso, el que menos se conoce de él, entre sus obras profundas y transcendentales: Notas de un padre; recuerda a Francis James; es un libro de ternura, de finas ironías, de ob­servaciones delicadas. Mientras lee pá­rrafos de esa obra sentimental de poeta que recuerda la vida infantil de sus hijos, lo miro con admiración.
       Yo he sentido el orgullo de estos hom­bres elevados por su propio esfuerzo; he apreciado, visitando estos palacios que se abren de un modo tan sencillo, la im­portancia de su conquista. Estos hombres de la Revolución que han cambiado la faz de una nación, que han influido en los destinos de la Humanidad, sin darnos cuenta, por impresión inconsciente, los concebimos un poco en Danton o Robespierre, y nos admira ver hombres tan sen­cillos y tan poetas.
       Se necesita un esfuerzo de voluntad para unir la figura del gran revolucionario, del jefe del Estado, con este padre de familia bondadoso, tan enamorado de sus hijos, de un gesto tan sencillo y tan señoril.
       La velada transcurre apacible. Nos acompañan el ministro de Justicia y su esposa, hija del gran Guerra Junqueiro, y algunas otras personas.
       Se toca el piano, se canta, se recitan versos, y las hijas de Machado y la bellí­sima Rosette, sobrina del presidente del Consejo de Ministros, bailan graciosa­mente los bailes populares de la región del Norte. La Vira tiene algo de fandango, de jota y de gallegada; hay en ella mez­clas y reminiscencias de los bailes españoles. Es cadenciosa y viva a un tiempo mismo; castamente excitante, abando­nada, con arranques de pasión, de pasión honda, de un frenesí reconcentrado. Una danza bella, armoniosa, en la que el cuer­po luce sus escorzos sin esos retorcimien­tos dolorosos, casi grotescos, que se han preconizado como ideal de las danzas.



                              ***


       Impresión parecida a la de Bernardino Machado me produjo también Teófilo Braga, cuando lo visité en mi viaje ante­rior, siendo aun presidente de la Repú­blica. La figura de Teófilo Braga es más bien de sabio que de político. Es un hom­bre de vida laboriosa, estudiosa, llena de honradez, consecuente siempre consigo mismo. Toda su historia abona al hombre de espíritu recto, que desde la más mo­desta posición se eleva por su talento a la más alta magistratura.
       Teófilo Braga no vivía en el Palacio de la Presidencia; no quiso dejar la casa en que ha pasado largos años de su vida, en un hogar solitario, entristecido por la muerte de su esposa y de sus hijos.
       La nota predominante de su morada es tener libros y papeles en todas partes: en las mesas, en las sillas, en los sofás. No son libros de sociología ni libros transcen­dentales; son amables libros de literatura y de estudio, que revelan la modalidad simpática de este hombre que siendo pre­sidente de la República seguía viajando en tercera clase y paseando a pie por la ciudad, casi siempre con un paraguas bajo el brazo, lo que le ha valido de sus con­ciudadanos la inocente broma de llamar Teófilos a todos los paraguas.
       Sin embargo, a pesar de esa modestia y de esa gran bonhomie, Teófilo Braga tiene dos condiciones que le granjean enemis­tades: una gran memoria para recordar los actos buenos y malos de cada uno, y una gran facultad de satirizar a sus adversarios. Esto hace de él un hombre te­rrible y temido.
       Su aspecto no puede ser más simpático; tiene un tipo de hombre del Norte, una cabeza venerable y una mirada vivaz e inteligente.
       Lleva cuarenta años de explicar litera­tura en su cátedra. Estos estudios lo apa­sionan, y lo hallé contento de quedar libre de su Presidencia para volver a sus lecturas tranquilas, a sus libros, para po­der reflexionar paseando con pasos más menudos y más lentos en el retiro de su gabinete.
       —Yo no soy más que un profesor, un pobre hombre —me decía; y se veía bien la sinceridad de su palabra al afirmar su deseo de no ser más que profesor.
       Toda la conversación versó sobre li­teratura. Teófilo Braga habla de prisa, a media voz, con extraordinaria facilidad y poniendo mucho calor y elocuencia en sus palabras.
       Escuché verdaderamente interesada sus apreciaciones sobre nuestra literatura. El reivindica para Portugal la paternidad de Cervantes.
       —El retrato más auténtico de Cervan­tes —dice— lo representa en un barco, y contradice todos los rasgos de la altiva raza castellana que tan bien retrató el Greco. Cervantes no es, como han su­puesto los falsos retratos, un tipo de na­riz afilada y perfil aquilino. Es un tipo delicado, de nariz pequeña y ojos dulces y serenos. Pero sea español o portugués, es lo cierto que el espíritu de Cervantes se aproxima a nosotros. Su gracia no es cas­tellana, es portuguesa, porque resulta siempre del contraste y no de la palabra.
       Con sorprendente memoria cita párrafos del Quijote, para establecer un paralelo en­tre Cervantes y Gamillo Castelho Branco.
       Teófilo Braga está algo influido por el clasicismo. No en vano se es profesor tan­tos años. El ha escrito preciosos estudios sobre Camoens y sobre la trinidad del gran Herculano, el patriarca Garret y clásico Castilho, que es como el Ovidio de Portugal.
       Teófilo Braga es enemigo de la escuela de Coimbra. Para él, Antero de Quental y Eça de Queiroz infiltraron en el pueblo su ironía y su pesimismo perjudiciales. En la actualidad escribe un libro sobre Fran­cisco Manuel de Melo.
       Mientras escucho al maestro, yo pienso en toda esta generación actual de escri­tores modernísimos que empiezan para mí con Antero y Eca y a los que siguen Fialho de Almeida, Antonio Nobres, Eu­genio de Castro y toda esta nueva genera­ción de artistas interesantes que brillan ahora en Portugal.



                              ***


       Otro político interesante es Magalhaes Lima. Tiene una fortaleza patriótica, re­presentativa de toda una raza y una na­ción que se ha sobrepasado a sí misma. De aspecto sencillo, tranquilo, afable, dulce y bondadoso; lleno de confianza en todos los principios que han informado su vida y su política, parece al mismo tiempo el soldado enérgico, victorioso y valiente, que sabe decidir los triunfos dignos de su país.
       Magalhaes, gran maestre de la maso­nería portuguesa, es un sincero amigo de España, admirador de nuestro arte y muy conocedor de nuestra vida y nuestros hom­bres. Uno de sus admirables libros, La Federación Ibérica, es una buena prueba de su afecto.
       Magalhaes ha pasado toda su vida en­tregado a una obra de pacifista, traba­jando por un ideal de paz, de amor y de concordia, de fraternidad y de solida­ridad entre los pueblos, y se consuela del desastre de sus ideales pensando que la guerra actual es una guerra contra el mi­litarismo: es la guerra de la paz.
       —De ella se derivará —me dice— un nuevo mundo de orden y de justicia, por­que llegará el día en que todas las nacio­nes del Universo recordarán horrorizadas esta guerra, y se comprometerán con un solemne juramento: «No mataremos más».
       Su figura menudita y ágil, su semblan­te noble, afable, algo ingenuo, y sus ojos claros, de un azul que sólo puede encubrir pensamientos nobles. Magalhaes es un ejemplo de fe, de optimismo, de confian­za en los destinos de su nación. Él, como todos los portugueses, siente más viva­mente que nunca el amor a la patria: no tienen dueño, se sienten más señores de su tierra, más responsables al tener que gobernarse por sí propios.
       Su apellido de marino me da la impre­sión de que hay en él algo de marino tam­bién, y que como el otro gran Magalhaes ha de conducir la nave de su nación hacia fastos de engrandecimiento y gloria.



                              * * *
      

       Es un fenómeno digno de notarse que todos los grandes políticos portugueses tienen la doble personalidad de profeso­res, artistas u hombres de ciencia.
       Don Manuel Monteiro, presidente de la Cámara de los Diputados, que ya ha sido ministro de Fomento, une a su con­dición de político la de ser un arqueólogo notable, que ha realizado los más bellos estudios sobre la arquitectura románica.



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       No he conocido a Alfonso Costa. Yo lo comparo, sin saber por qué, a Melquíades Álvarez. Costa es el ídolo de las damas portuguesas, que para hablar de él sue­len siempre aplicarle el adjetivo de «Magñiiifico».
       Tampoco he conocido a Guerra Jun­queiro, cuya voz rugiente, cuyos cantos líricos y estentóreos se oían hasta en España, es una figura que me interesaba y que he podido componer, en parte por datos oídos a su propia hija, en parte en mis conversaciones con sus compatriotas, que le profesan una verdadera admira­ción.
       Guerra Junqueiro es épico, como Camoens; pero conforme el autor de As Luisiadas tuvo ocasión de cantar el apogeo y el engrandecimiento de su nación, Gue­rra Junqueiro escribió en un período de decadencia que hizo nacer esa monumen­tal elegía de A Patria, en que las baladas del Doido (el loco), espectro lastimoso de Portugal monárquico, alcanzan propor­ciones shakesperianas.
       La Monarquía que aguantó las nove­las de Antonio de Alburquerque, tan de­moledoras y audaces, y esa aparición de los espectros de la Casa de Braganza y que oyó sin protesta las estrofas de

       «Papagallo real, dime qué pasa.
       El cazador Simóes que va de caza»,

estaba ya muerta y destronada antes de la República.
       Su obra es demasiado compleja y com­plicada. Hay a veces una dulzura de égloga, un remanso de aguas claras como en sus Oraciones, esas maravillosas oraciones al pan y a la luz:

       «Haré de ti, luz de un momento,
       La luz eterna, la luz divina, la luz de amor»

y luego rompe el equilibrio con momen­tos casi grotescos, bruscos, de frase dura y cortante, como un Rabelais o un Zola.
       Lo vemos caer en un desaliento leopardiano, amargo y desconsolador, y sere­narse luego en las admirables pláticas del Condestable, ídolo histórico del gran poeta, cuyo espíritu guerrero y santo ha sabido comprender. En cambio, el rey nos parece un Hamlet en caricatura, so­metido a la fuerza superior de su destino, que le da algo de inconsciente.
       La forma en Guerra Junqueiro expresa esa modalidad inestable, inconsecuente de su carácter; innova porque no se su­jeta, no se puede sujetar a reglas. Sus yoes lo empujan y lo hacen revoluciona­rio, místico y filósofo a capricho. El lo re­conoce y confiesa que es a veces incons­ciente en su labor. No hace lo que delibe­radamente quiere, sino lo que le impone la fiebre de la inspiración, cuando, como un avatar supremo, encarna en su cuerpo débil, menudo, y anima el rostro noble y digno, de perfil aguileño.
       Se ve esto comprobado cuando se sabe cómo trabaja. Madruga generalmente, pero escribe de un modo irregular, sin continuidad. A lo mejor es en sus paseos cuando compone y recita sus versos.
       He visto unas confesiones suyas que demuestran el eclecticismo de su espíritu.
       Dice que los escritores que más estudia son Empédocles, Plotino, Spinoza, Lebnitz, Schelling, Schopenhauer y San Fran­cisco de Asís. Los que más admira, como símbolos de superhombres, Cristo y Budha; como artistas, Esquilo, Dante, Michelet, Emerson y Carlyle...
       De los portugueses prefiere a Joao de Deus, Camoens, Anthero de Quental, y gusta extraordinariamente de la poesía popular.
       La casa de Guerra Junqueiro responde también a este exceso de amplitud espi­ritual. Son estancias-museos todas las suyas; atestadas de muebles antiguos, es­culturas, armarios de castaño del Rena­cimiento y típicas arcas portuguesas. Tie­ne un cuadro del Greco y un Van Eyck; cerca de ellos, un grotesco capricho de brujas de D. Francisco de Goya, y una colección de cerámica maravillosa.
       Ama sobre todo las antigüedades, y mu­chas de estas preciosidades las ha traído de España. Guerra Junqueiro habla el es­pañol, sin acento que denuncie su extranjería, y en muchas ocasiones ha recorrido los pueblos españoles de Extremadura, pobremente vestido, detrás de un borriquillo, comprando loza vieja y antigüe­dades.
       No le ha arredrado nada en su busca; ha comido y pernoctado en esos viejos ventorros que no progresaron desde Cer­vantes acá, y en los cortijos aislados de la Sierra, donde las buenas mujeres eran to­das amigas del tío Junquera, que les compraba los platos viejos. Las plazas de las aldeas españolas oyeron gritar al poeta portugués:
       «¿Quién vende platos, fuentes y palan­ganas?»
       «Platos... fuentes... palanganas... ¿quién vende?»
       Él dice riendo, que en pocas horas de­jaba pueblos enteros sin un solo cacharro.
       Hay que ver el sacrificio que esto le costaría, sabiendo que Guerra Junqueiro es, en su traje y en sus gustos, un verda­dero dandy.
       Contrastando con el lujo de la casa, su despacho es sencillo y severo: una gran mesa de pino vulgar, y retratos de Tolstói, Hugo, Renán, Pasteur y Luisa Michel. Presidiéndolo todo, la estatua del Santo Condestable, Nuno Álvares, al que rinde culto. Una estatua antigua y mara­villosa cuya autenticidad defiende.
       En su trato, Guerra Junqueiro es cam­biante también: decidor a veces y a veces silencioso, sin aparente razón y motivo. Muy humorista y muy mordaz; sus frases y sus definiciones se clavan como saetas.
       —Rubens —dice— es un comerciante en carne olímpica. De buena gana se le diría: Dame un kilo de chuletas de diosa.
       Hablando de un conterráneo cuyo pro­greso se elogiaba, dijo:
       —Era un jabalí; ahora, más civilizado, es un puerco.
       En uno de sus viajes halló a un pobre cura, escapado de alguna caricatura de Bordalho Pinheiro, que abominaba del he­reje Guerra Junqueiro, por haber publi­cado Velhice.
       El poeta dio la razón al cura. Jamás Guerra Junqueiro tuvo un detractor más furibundo y apasionado que él mismo. Era un impío que no respetaba ni la vejez del Padre Eterno. Lo deberían quemar.
       El cura, encantado, se hizo su amigo íntimo, comieron juntos y juntos se re­trataron. ¡Figurémonos su asombro al en­señar el retrato y ver que su amigo era el propio Guerra Junqueiro, quedando así encadenado, como un castigo, a la gloria del gran poeta.
       La República quiso enviar a Guerra Junqueiro de Embajador a España, pero él se excusó diciendo:
       —Entre Madrid, que es un Edén, y Berna, que es un sanatorio, prefiero la segunda.
       Ahora Guerra Junqueiro cultiva la fi­losofía más que la poesía; cree en la perfeccionabilidad del ser humano y, según me afirman, escribe una obra interesante y original de «Etica cósmica».



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       Para nosotros los autores teatrales más conocidos son Marcelino Mezquita, que comparamos al insigne Echegaray en la tendencia, y Julio Dantas, que en el mismo sentido, es el Benavente de Portugal.
       He conocido a Julio Dantas una tarde que la amable esposa del general Pereira de Eça —prima del gran escritor— nos ha invitado a tomar el té en el Palacio de las Necesidades, donde habita, por razón de su alto cargo militar, el héroe de África.
       Hemos paseado, hablando con el in­signe autor, por los maravillosos jardines del antiguo Palacio Real, al borde de sus lagos, y he adquirido la confirmación del juicio que me había hecho formar su obra. Julio Dantas es un espíritu ligero, frívolo, algo inconsistente, tal como lo había con­cebido leyendo «Al oído de Mme. X» y «Un sarao en las Langeiras.» Tiene la observa­ción sutil, la frase viva y la delicadeza exquisita que caracteriza a los escritores del siglo XVIII. Es un espíritu más fran­cés o italiano que protugués, y quizás por eso mismo ha sabido retratar tan bien los tipos de la decadencia y hacer vivir toda una época en Don José y la vieja señora Morgada.



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       Con una gran independencia del medio oficial viven dedicados a su trabajo, a sus triunfos, a su juventud y a sus amistades, artistas interesantes y fuertes. Se les sos­pecha, pero aun tienen el gran poder de escaparse, de vivir la libertad, de estar solos. Algunos, como Leal da Cámara, es visible como una gloria joven. Leal da Cámara ha representado siempre en Por­tugal la rebeldía artística. Tuvo que huir perseguido por los sicarios de la Monar­quía; pero en París, lenta, penosa y san­grientamente preparó su triunfo. Traba­jó mucho, aguzó su mirada hasta el supli­cio, pasó una larga bohemia divertida y amarga, hasta que al fin inició una revista tan admirable, tan original como un libro original, tan completa como un libro, L'Assiettee au Beurre, donde se atacó todo con extensión, desmenuzando en cada nú­mero un personaje, una especie burguesa, alguna cosa trivial. Ahora es el momento en que su patria, libre de la tiranía, está consagrando el triunfo conseguido en paí­ses extranjeros por este artista, que con­tribuyó con su ironía a la implantación de la República.



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       Observo que los museos de Lisboa son pequeños si se tiene en cuenta la cantidad de las obras, pero ricos por su mérito. Parecen, más que museos, ricas colecciones particulares.
       El museo de las «Ventanas Verdes» con­tiene un cuadro de Leonardo de Vinci, otro de Caravaggio; pinturas de Van-Ostade, Rubens y Teniers; un Alberto Durero y un precioso Holbein: uno solo de cada clase, como una colección de muestras de estudio, en la que cada una parece adquie­re doble valor por su soledad y aisla­miento.
       Con estos grandes maestros se habían confundido durante mucho tiempo los primitivos portugueses, hasta el punto de que el magistral tríptico de Nuno Gonçalves pasó por una obra de Hans Memling. Esto excusa de hacer su elogio.
       Observo que el espíritu de los primiti­vos portugueses se asemeja al de los pri­mitivos flamencos. En toda manifestación pictórica me interesan más los primitivos; tienen para mí una seducción, un encanto, una ingenuidad que no llegan a superar nunca los maestros; estos primitivos por­tugueses son realistas, mas no paganos; todo está tomado de la realidad, pero todo ennoblecido, exaltado. Su colorido es bri­llante, fundido, entonado, y el dibujo no­ble y severo.
       El Museo de Pintura moderno está se­parado del antiguo, en el antiguo convento de San Francisco. Es un museo que em­pieza a formarse y aun tiene escaso nú­mero de cuadros, porque los principales trabajos de los contemporáneos están en los palacios particulares, que guardan verdaderos tesoros.
       Entre los muchos pintores de mérito está Columbano, que representa la es­cuela moderna; Columbano es el más per­fecto, un pintor muy portugués; apenas ha salido de su país y no hay en su arte ninguna influencia extranjera; conserva genuina, íntegra, pura, toda la savia y el alma del arte portugués. Es un virtuoso de la pintura. Él no cultiva el desnudo ni el paisaje ni la plena luz: retratos, cua­dros de interior, la sencillez de la repre­sentación en la media luz de su estudio le bastan para triunfar.



* * *

      
       En la actualidad hay en Lisboa otra ex­posición del gran caricaturista, hermano de Columbano, Rafael Bordalo Pinheiro, donde su admirador Sr. Cruz Magalhaes ha reunido pacientemente, con devoción e inteligencia, casi toda su obra.
       Pocas fantasías pueden apreciarse tan exuberantes y ricas como la de Bordalo Pinheiro; es caricaturista vigoroso, de­moledor, gran humorista, cuya factura ar­tística se asemeja a la de Ortego. Su obra es cuantiosa, en una proporción que causa asombro, y abraza todos los géneros: tipos populares, cuadros de costumbre, sáti­ras políticas, en las que tuvo verdadera adivinación para predecir el porvenir.
       Parece el precursor de este nuevo rena­cimiento que se observa en Portugal, y que merece estudio más detenido que el de la impresión rápida del viajero.


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       No faltan en la República portuguesa figuras femeninas.
       Desde muy antiguo las mujeres portu­guesas figuraron entre las sabias y refina­das de Europa. Eran más exquisitas que las parisienses y las inglesas. Una prin­cesa de Portugal dio el tono en la corte de Inglaterra, cuyo trono ocupó. Nuestras crónicas nos cuentan el lujo y la libertad de las damas portuguesas que acompa­ñaron a las princesas que ocuparon el trono de España, y la infanta doña Ma­ría fue la Princesa sabia que reunió en torno suyo una corte de artistas y poetas.
       Del mismo modo, las mujeres del pue­blo y de la clase media han dado siempre en Portugal muestras de inteligencia y energía. Ellas han laborado de tal modo en la implantación de la República, que una gran escritora francesa que visitó Lisboa reinando D. Carlos, advirtió a la reina Amelia: «Señora: es preciso atraer a las mujeres portuguesas, porque en ellas está el peligro».
       Pero no era tarea fácil. Las portugue­sas son patrióticas; no tienen esa indife­rencia que sentimos nosotras respecto a la vida política del país, así es que están más adelantadas y marchan a la conquista de todos sus derechos de un modo seguro y rápido. Una señora que ha reclamado el voto fundándose en que nada hay en la Constitución que lo prohiba, ha conse­guido que el juez D. Juan Bautista de Castro falle el asunto en su favor.
       Así es que he conocido doctoras en Me­dicina, como D.ª Adelaida Cabete; abo­gada tan ilustre como D.ª Regina de Quintanilha, primera que ha vestido la toga en Portugal; periodista tan insigne como doña Virginia Cuaresma, redactora de A Capital, que yo diputaría como uno de los primeros periodistas de Europa, por su arrojo y por su inteligencia.
       Aparte el matiz político, hay mujeres verdaderamente notables en las Letras portuguesas: la gran poetisa Amalia Vaz de Carvalho; las prosistas Virginia de Castro Almeida, Claudia de Campos y María Olga Moraes, ilustre autora del sa­bio estudio sobre la marquesa de Aloma. Carolina Michels de Vasconcellos, que tiene una cátedra en la Universidad de Coimbra, merecida por su sabiduría; y merecen citarse la novelista Benedita Mansinho de Alburquerque, Alice Pas­trana de Blanco, Ana Castillo, Alice Laurence, María O'Neill y otras muchas.
       Esto sin contar ese número de mujeres de virtud sencilla, modestas, que pasan ocultas y llenas de tan alta virtud cívica y tan gran espíritu de sacrificio "orno An­tonia Bermúdez, Carolina de Padua Fran­co, Raquel Vicente y tantas más que he visto laborando en la obra de la Cruzada o en el grupo de Carolina Angelo.
       He dejado ex profeso cerrar este capítu­lo con el nombre de la escritora portugue­sa más representativa de todas ellas, doña Ana de Castro Osorio, figura interesante de esas mujeres de la Revolución que se han consagrado, quizás con más intensidad que los hombres, a la gran obra social.
       Yo no comprendo Portugal sin Ana de Castro Osorio; es una de esas mujeres sen­cillas, afables, llenas de naturalidad; dul­ces y buenas, que parecen querer hacerse perdonar su superioridad con su modestia.
       Ana de Castro ha escrito novelas y li­bros llenos de arte, y tiene una labor enor­me en artículos de periódico y conferen­cias. Ella dirige A Semadora y la Casa Edi­torial Para los Niños, de que es fundadora. Además de tan gran labor intelectual, Ana de Castro ha realizado una obra socioló­gica admirable. Presidenta del gremio Ca­rolina Angelo y de la Liga Republicana, luchó denodadamente para la implanta­ción de la República, como ahora se ocupa en la Cruzada. Esta mujer excepcional ha influido en la ley del divorcio, en la re­forma de los códigos. En la actualidad ocupa uno de los puestos que se han dado a la mujer en el nuevo Ministerio del Trabajo.
       Ana de Castro es viuda del eminente poeta Paulino de Oliveira, que murió siendo cónsul en el Brasil, y se ha dedi­cado a la tarea de educar a sus dos hijos, los cuales empiezan ya a dar muestras de su gusto literario. Hay que ver a esta mu­jer en el marco de la antigua casa señorial, que parece cobijada al amparo de la Sé, y desde cuyos balcones se descubre el es­pectáculo del cielo y del río en una extensión deliciosa; para admirar la manera que ha tenido de formar su espíritu libre de prejuicios y llevar a cabo una labor cí­vica tan grande, sin alardes ni envane­cimiento. Se hace frente a ella como un re­sumen de todas las mujeres portuguesas, que siendo tan hermanas nuestras son tan distintas, tan extraordinarias y tan insospechables.
       Serán para mí inolvidables las veladas pasadas en Lisboa en el gran salón deco­rado de muebles antiguos y bellas cerá­micas, de la casa de D.ª Ana de Castro.
       Tenemos en él la visión de la vida hi­dalga y patricia de Portugal. Se reúne allí toda la familia; la madre, una ancianita que es el tipo perfecto de la dama li­najuda y exquisita, muy cortés y muy afa­ble; con el cuerpo inclinado por el peso de la edad y el espíritu vivaz, reflejado en los ojos tan grandes, tan claros, de un brillo tan sereno y tan juvenil, que borran casi todos los rasgos de la ancianidad.
       El padre, un antiguo magistrado, co­rrecto, cuidado, con su negra levita abro­chada bajo la barba blanca, verdadero hidalgo portugués, nos muestra los libros raros que posee en la inmensa biblioteca, donde los guarda como joyas dentro de sus estuches. Mientras, los hijos de doña Ana, sus hermanos y sus invitados, se en­tretienen con la música y la poesía. Uno de los hermanos de la escritora es el ilus­tre poeta D. Alberto Osorio de Castro, de espíritu delicado y sensible, que no des­miente su alcurnia literaria,
       Sus libros tienen una mezcla de misti­cismo panteísta y de sensualidad oriental oculta bajo la perfección de la frase esco­gida y galana, siempre bella y llena de dis­tinción.
       A las doce de la noche, María, una de esas viejas sirvientes que son ya como de la familia, después de veinte años en la casa, aparece con la humeante tetera y la mesa portátil cubierta de viandas, espe­cie de cena andaluza confortadora y agra­dable.
       En estos inolvidables ratos nos acom­paña siempre un emigrado español, un antiguo comandante revolucionario, que fue condenado a muerte primero, y a ca­dena perpetua después, por las autorida­des militares españolas, y que logró esca­par valientemente arrojándose al mar desde el castillo de Santa Catalina, como el héroe de Dumas, y vino a refugiarse en Portugal. Aun después de la amnistía, D. Ma­nuel García del Castillo no ha querido abandonar el suelo hospitalario.
       La figura de este noble anciano, que se sacrificó por los ideales de libertad y cuya existencia ignoramos casi todos sus hermanos de ideales, nos hace tener con Portugal como un deber de agradecimien­to, como una esperanza de refugio; la vi­sión del sitio más bondadoso y más fra­ternal al que podremos huir algún día.

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