Figuras de la República
Bernardino
Machado merecería bien de la República, aunque sólo fuese en concepto de
patriarca, de padre de una numerosa familia: quince hijos, de los cuales ocho
son mujeres y siete varones. En el momento actual sólo cuatro hijas y un hijo
están en Lisboa; las dos niñas menores siguen sus estudios en el Liceo, preparándose
para abogadas, y el hijo cumple su servicio militar.
La esposa y
los demás hijos están en la casa solariega, en el alto Miño, porque el actual
presidente, hijo del barón de Joanes, es nombre de grande y sólida fortuna.
Su esposa, D.ª
Elzira Dantas, es una gran dama que ha sabido ser la compañera de un tribuno.
Esta señora
supo animar al marido y educar a los hijos para la causa de la libertad. Un
presidente de República parece que nos presenta en su esposa como una
coparticipación de su poder que irradia a todas las madres y las esposas, porque
estas mujeres elevadas a la Presidencia es como si fueran más hijas del pueblo
que los hombres.
La esposa de
Machado es la presidente de La Cruzada de Mujeres Portuguesas, especie de
movilización femenina, en la que cada mujer presta su esfuerzo en pro de la Patria. Las cuatro
hijas que conozco son encantadoras. Una de ellas, Joaquina, casada con un
oficial de Marina, es una mujercita delicada, casi infantil, muy bella y de un
espíritu vivaz e inteligente. La otra hija soltera, María, es una de esas
criaturas en cuyo rostro suave y apacible descansan los ojos y se siente algo
de claror de luna. Sus manos de niña sólo se ocupan en enjugar lágrimas;
vestida con el traje blanco de enfermera de la Cruz Roja, tiene algo de
santidad. Ella organiza los socorros a los soldados y a los niños de la Casa
de Maternidad, y el aroma de los dolores ajenos ha puesto una sombra triste en
su rostro y ha hecho padecer a su corazón esa enfermedad de los corazones
grandes.
Sentada en una
de las soberbias salas del palacio de Belem, con las dos niñas pequeñas a las
que la dulce María
presta algo de graciosamente maternal, conversamos. Las dos niñas llevan
trajes cortos y tirabuzones, son bellas y discretas y me hablan de sus exámenes.
María me habla de su padre; la inquieta verlo trabajar tanto, y tiene una
admiración sincera hacia esa vida de laboriosidad.
Cuando Machado
llega, nadie diría que está fatigado de tan gran esfuerzo. Es siempre el mismo
hombre, de rostro fresco y mirada vivaz; correcto, pulcro y cuidadoso,
Bernardino Machado habla con voz cálida y persuasiva. Recuerda a sus amigos de
España, especialmente a Gi-ner de los Ríos y Moróte, y hay una lágrima en su
voz al evocarlos.
—Yo iba mucho
a casa de Morote—dice.
—Por cierto
que me enternecía la figura de un viejo criado, que era como una madre para las dos niñas. Cuando
murió nuestro amigo inquirí qué había sido del fiel servidor; me dijeron que
vendía cerillas, y esto me apenó tanto que envié a buscarlo para asegurar su
suerte al lado mío. Desgraciadamente, el pobre había muerto.
Después habla
con entusiasmo de haber sido nombrado profesor honorario de la Institución Libre
de Enseñanza. Se ve que lo que estima más es su título de profesor; es un
hombre que ha ofrecido un alto ejemplo de trabajo y laboriosidad, desempeñando
concienzudamente su cátedra de la Universidad de Coimbra. Empezó su carrera
política luchando en los puestos más humildes, y hasta que el triunfo de la
República le ha hecho justicia tuvo que sufrir muchas persecuciones por la
labor radical de sus libros.
Durante la
comida, a la que asiste el oficial de guardia y tiene cierto ceremonial de
palacio, Machado habla de mil cosas distintas y agradables, alejadas de sus
tareas, poniendo un ambiente cordial que borra la frialdad de la etiqueta. De vez en
cuando el cansancio lo domina, y tiene unos momentos de sueño que pronto vence
y que no apagan la claridad de su espíritu. A los postres le sirven fruta
enviada de sus posesiones, de los árboles plantados y cultivados por él, y nos
la muestra con satisfacción y contento.
Cuando termina
la comida, las hijas vienen a besar la mano de su padre, y todos los
comensales se saludan afectuosamente dándose la mano. Por un momento
pienso que se despiden, pero bien pronto me percato de que es una costumbre de
galantería afectuosa. Se saludan así siempre al acabar la comida; parece una
sustitución de las acciones de gracias que daban al cielo los antiguos
castellanos. Es tan simpática, tan cordial, tan familiar esta costumbre, que
parece abrir más las puertas de la intimidad.
Bernardino Machado |
El presidente
nos acompaña al jardín, enseñándonos de paso las bellezas de este palacio de
Belem, donde se hospedaran en no lejanos días los reyes de España y los de
Inglaterra. Al pasar por uno de los salones, exclama sonriendo:
—Aquí celebro
yo mis Consejos de Ministros y mi mujer sus Juntas de Damas.
Desde el
jardín, perfumado de esos jazmines que no hay más que en Portugal y Andalucía,
frente al Tajo, iluminado por la luna, Machado me muestra la estatua monumental
de Alfonso de Alburquerque.
—El imitó a
vuestro Cid —dice; —pero en vez de conquistar tierra en la Península,
conquistó un nuevo mundo. Portugal es sólo un pretexto para nombrarnos; nuestra
grandeza está en el mar y en las colonias.
Nos hace notar
que Alburquerque llevaba la barba anudada como el campeón español.
Al volver, la
biblioteca nos detiene. Machado nos muestra preciosas ediciones, entre las que
no faltan libros castellanos. Las niñas juguetean con los volúmenes, y me
parecen en este regio marco como tres princesitas de leyenda, ya desencantadas
para escapar a ese sino fatal que parece vedar a las princesas el amor y la
libertad.
Machado tiene
un libro precioso, el que menos se conoce de él, entre sus obras profundas y
transcendentales: Notas de un padre;
recuerda a Francis James; es un libro de ternura, de finas ironías, de observaciones
delicadas. Mientras lee párrafos de esa obra sentimental de poeta que recuerda
la vida infantil de sus hijos, lo miro con admiración.
Yo he sentido
el orgullo de estos hombres elevados por su propio esfuerzo; he apreciado,
visitando estos palacios que se abren de un modo tan sencillo, la importancia
de su conquista. Estos hombres de la Revolución que han cambiado la faz de una
nación, que han influido en los destinos de la Humanidad, sin darnos cuenta,
por impresión inconsciente, los concebimos un poco en Danton o Robespierre, y
nos admira ver hombres tan sencillos y tan poetas.
Se necesita un
esfuerzo de voluntad para unir la figura del gran revolucionario, del jefe del
Estado, con este padre de familia bondadoso, tan enamorado de sus hijos, de un
gesto tan sencillo y tan señoril.
La velada
transcurre apacible. Nos acompañan el ministro de Justicia y su esposa, hija
del gran Guerra Junqueiro, y algunas otras personas.
Se toca el
piano, se canta, se recitan versos, y las hijas de Machado y la bellísima
Rosette, sobrina del presidente del Consejo de Ministros, bailan graciosamente
los bailes populares de la región del Norte. La Vira tiene algo de fandango, de
jota y de gallegada; hay en ella mezclas y reminiscencias de los bailes
españoles. Es cadenciosa y viva a un tiempo mismo; castamente excitante, abandonada,
con arranques de pasión, de pasión honda, de un frenesí reconcentrado. Una
danza bella, armoniosa, en la que el cuerpo luce sus escorzos sin esos
retorcimientos dolorosos, casi grotescos, que se han preconizado como ideal de
las danzas.
***
Impresión
parecida a la de
Bernardino Machado me produjo también Teófilo Braga, cuando
lo visité en mi viaje anterior, siendo aun presidente de la República. La
figura de Teófilo Braga es más bien de sabio que de político. Es un hombre de
vida laboriosa, estudiosa, llena de honradez, consecuente siempre consigo
mismo. Toda su historia abona al hombre de espíritu recto, que desde la más modesta
posición se eleva por su talento a la más alta magistratura.
Teófilo Braga
no vivía en el Palacio de la Presidencia; no quiso dejar la casa en que ha pasado
largos años de su vida, en un hogar solitario, entristecido por la muerte de su
esposa y de sus hijos.
La nota
predominante de su morada es tener libros y papeles en todas partes: en las
mesas, en las sillas, en los sofás. No son libros de sociología ni libros
transcendentales; son amables libros de literatura y de estudio, que revelan
la modalidad simpática de este hombre que siendo presidente de la República
seguía viajando en tercera clase y paseando a pie por la ciudad, casi siempre
con un paraguas bajo el brazo, lo que le ha valido de sus conciudadanos la
inocente broma de llamar Teófilos a
todos los paraguas.
Sin embargo, a
pesar de esa modestia y de esa gran bonhomie,
Teófilo Braga tiene dos condiciones que le granjean enemistades: una gran memoria
para recordar los actos buenos y malos de cada uno, y una gran facultad de
satirizar a sus adversarios. Esto hace de él un hombre terrible y temido.
Su aspecto no
puede ser más simpático; tiene un tipo de hombre del Norte, una cabeza
venerable y una mirada vivaz e inteligente.
Lleva cuarenta
años de explicar literatura en su cátedra. Estos estudios lo apasionan, y lo
hallé contento de quedar libre de su Presidencia para volver a sus lecturas
tranquilas, a sus libros, para poder reflexionar paseando con pasos más
menudos y más lentos en el retiro de su gabinete.
—Yo no soy más
que un profesor, un pobre hombre —me decía; y se veía bien la sinceridad de su
palabra al afirmar su deseo de no ser más que profesor.
Toda la
conversación versó sobre literatura. Teófilo Braga habla de prisa, a media
voz, con extraordinaria facilidad y poniendo mucho calor y elocuencia en sus
palabras.
Escuché
verdaderamente interesada sus apreciaciones sobre nuestra literatura. El
reivindica para Portugal la paternidad de Cervantes.
—El retrato
más auténtico de Cervantes —dice— lo representa en un barco, y contradice
todos los rasgos de la altiva raza castellana que tan bien retrató el Greco.
Cervantes no es, como han supuesto los falsos retratos, un tipo de nariz afilada
y perfil aquilino. Es un tipo delicado, de nariz pequeña y ojos dulces y
serenos. Pero sea español o portugués, es lo cierto que el espíritu de
Cervantes se aproxima a nosotros. Su gracia no es castellana, es portuguesa,
porque resulta siempre del contraste y no de la palabra.
Con
sorprendente memoria cita párrafos del Quijote,
para establecer un paralelo entre Cervantes y Gamillo Castelho Branco.
Teófilo Braga
está algo influido por el clasicismo. No en vano se es profesor tantos años.
El ha escrito preciosos estudios sobre Camoens y sobre la trinidad del gran
Herculano, el patriarca Garret y clásico Castilho, que es como el Ovidio de
Portugal.
Teófilo Braga
es enemigo de la escuela de Coimbra. Para él, Antero de Quental y Eça de
Queiroz infiltraron en el pueblo su ironía y su pesimismo perjudiciales. En la
actualidad escribe un libro sobre Francisco Manuel de Melo.
Mientras
escucho al maestro, yo pienso en toda esta generación actual de escritores
modernísimos que empiezan para mí con Antero y Eca y a los que siguen Fialho de
Almeida, Antonio Nobres, Eugenio de Castro y toda esta nueva generación de
artistas interesantes que brillan ahora en Portugal.
***
Otro político
interesante es Magalhaes Lima. Tiene una fortaleza patriótica, representativa
de toda una raza y una nación que se ha sobrepasado a sí misma. De aspecto
sencillo, tranquilo, afable, dulce y bondadoso; lleno de confianza en todos los
principios que han informado su vida y su política, parece al mismo tiempo el soldado
enérgico, victorioso y valiente, que sabe decidir los triunfos dignos de su
país.
Magalhaes,
gran maestre de la masonería portuguesa, es un sincero amigo de España,
admirador de nuestro arte y muy conocedor de nuestra vida y nuestros hombres.
Uno de sus admirables libros, La Federación Ibérica,
es una buena prueba de su afecto.
Magalhaes ha
pasado toda su vida entregado a una obra de pacifista, trabajando por un
ideal de paz, de amor y de concordia, de fraternidad y de solidaridad entre
los pueblos, y se consuela del desastre de sus ideales pensando que la guerra
actual es una guerra contra el militarismo: es la guerra de la paz.
—De ella se
derivará —me dice— un nuevo mundo de orden y de justicia, porque llegará el
día en que todas las naciones del Universo recordarán horrorizadas esta
guerra, y se comprometerán con un solemne juramento: «No mataremos más».
Su figura
menudita y ágil, su semblante noble, afable, algo ingenuo, y sus ojos claros,
de un azul que sólo puede encubrir pensamientos nobles. Magalhaes es un ejemplo
de fe, de optimismo, de confianza en los destinos de su nación. Él, como todos
los portugueses, siente más vivamente que nunca el amor a la patria: no tienen
dueño, se sienten más señores de su tierra, más responsables al tener que
gobernarse por sí propios.
Su apellido de
marino me da la impresión de que hay en él algo de marino también, y que como
el otro gran Magalhaes ha de conducir la nave de su nación hacia fastos de
engrandecimiento y gloria.
*
* *
Es un fenómeno
digno de notarse que todos los grandes políticos portugueses tienen la doble
personalidad de profesores, artistas u hombres de ciencia.
Don Manuel
Monteiro, presidente de la Cámara de los Diputados, que ya ha sido ministro de
Fomento, une a su condición de político la de ser un arqueólogo notable, que
ha realizado los más bellos estudios sobre la arquitectura románica.
*
* *
No he conocido
a Alfonso Costa. Yo lo comparo, sin saber por qué, a Melquíades Álvarez. Costa
es el ídolo de las damas portuguesas, que para hablar de él suelen siempre
aplicarle el adjetivo de «Magñiiifico».
Tampoco he
conocido a Guerra Junqueiro, cuya voz rugiente, cuyos cantos líricos y
estentóreos se oían hasta en España, es una figura que me interesaba y que he
podido componer, en parte por datos oídos a su propia hija, en parte en mis
conversaciones con sus compatriotas, que le profesan una verdadera admiración.
Guerra
Junqueiro es épico, como Camoens; pero conforme el autor de As Luisiadas tuvo ocasión de cantar el
apogeo y el engrandecimiento de su nación, Guerra Junqueiro escribió en un
período de decadencia que hizo nacer esa monumental elegía de A Patria, en que las baladas del Doido (el loco), espectro lastimoso de
Portugal monárquico, alcanzan proporciones shakesperianas.
La Monarquía
que aguantó las novelas de Antonio de Alburquerque, tan demoledoras y
audaces, y esa aparición de los espectros de la Casa de Braganza y que oyó sin
protesta las estrofas de
«Papagallo
real, dime qué pasa.
El cazador
Simóes que va de caza»,
estaba ya muerta y destronada antes de la República.
Su obra es
demasiado compleja y complicada. Hay a veces una dulzura de égloga, un remanso
de aguas claras como en sus Oraciones, esas maravillosas oraciones al pan y a
la luz:
«Haré de ti,
luz de un momento,
La luz eterna,
la luz divina, la luz de amor»
y luego rompe el equilibrio con momentos casi grotescos,
bruscos, de frase dura y cortante, como un Rabelais o un Zola.
Lo vemos caer
en un desaliento leopardiano, amargo y desconsolador, y serenarse luego en las
admirables pláticas del Condestable, ídolo histórico del gran poeta, cuyo
espíritu guerrero y santo ha sabido comprender. En cambio, el rey nos parece un
Hamlet en caricatura, sometido a la fuerza superior de su destino, que le da
algo de inconsciente.
La forma en
Guerra Junqueiro expresa esa modalidad inestable, inconsecuente de su carácter;
innova porque no se sujeta, no se puede sujetar a reglas. Sus yoes lo empujan y lo hacen revolucionario,
místico y filósofo a capricho. El lo reconoce y confiesa que es a veces inconsciente
en su labor. No hace lo que deliberadamente quiere, sino lo que le impone la
fiebre de la inspiración, cuando, como un avatar supremo, encarna en su cuerpo
débil, menudo, y anima el rostro noble y digno, de perfil aguileño.
Se ve esto
comprobado cuando se sabe cómo trabaja. Madruga generalmente, pero escribe de
un modo irregular, sin continuidad. A lo mejor es en sus paseos cuando compone
y recita sus versos.
He visto unas
confesiones suyas que demuestran el eclecticismo de su espíritu.
Dice que los
escritores que más estudia son Empédocles, Plotino, Spinoza, Lebnitz,
Schelling, Schopenhauer y San Francisco de Asís. Los que más admira, como
símbolos de superhombres, Cristo y Budha; como artistas, Esquilo, Dante, Michelet,
Emerson y Carlyle...
De los
portugueses prefiere a Joao de Deus, Camoens, Anthero de Quental, y gusta
extraordinariamente de la poesía popular.
La casa de
Guerra Junqueiro responde también a este exceso de amplitud espiritual. Son
estancias-museos todas las suyas; atestadas de muebles antiguos, esculturas,
armarios de castaño del Renacimiento y típicas arcas portuguesas. Tiene un
cuadro del Greco y un Van Eyck; cerca de ellos, un grotesco capricho de brujas
de D. Francisco de Goya, y una colección de cerámica maravillosa.
Ama sobre todo
las antigüedades, y muchas de estas preciosidades las ha traído de España.
Guerra Junqueiro habla el español, sin acento que denuncie su extranjería, y en
muchas ocasiones ha recorrido los pueblos españoles de Extremadura, pobremente
vestido, detrás de un borriquillo, comprando loza vieja y antigüedades.
No le ha
arredrado nada en su busca; ha comido y pernoctado en esos viejos ventorros que
no progresaron desde Cervantes acá, y en los cortijos aislados de la Sierra,
donde las buenas mujeres eran todas amigas del tío Junquera, que les compraba los platos viejos. Las plazas de las
aldeas españolas oyeron gritar al poeta portugués:
«¿Quién vende
platos, fuentes y palanganas?»
«Platos...
fuentes... palanganas... ¿quién vende?»
Él dice
riendo, que en pocas horas dejaba pueblos enteros sin un solo cacharro.
Hay que ver el
sacrificio que esto le costaría, sabiendo que Guerra Junqueiro es, en su traje
y en sus gustos, un verdadero dandy.
Contrastando
con el lujo de la casa, su despacho es sencillo y severo: una gran mesa de pino
vulgar, y retratos de Tolstói, Hugo, Renán, Pasteur y Luisa Michel.
Presidiéndolo todo, la estatua del Santo Condestable, Nuno Álvares, al que
rinde culto. Una estatua antigua y maravillosa cuya autenticidad defiende.
En su trato,
Guerra Junqueiro es cambiante también: decidor a veces y a veces silencioso,
sin aparente razón y motivo. Muy humorista y muy mordaz; sus frases y sus
definiciones se clavan como saetas.
—Rubens —dice—
es un comerciante en carne olímpica. De buena gana se le diría: Dame un kilo de
chuletas de diosa.
Hablando de un
conterráneo cuyo progreso se elogiaba, dijo:
—Era un
jabalí; ahora, más civilizado, es un puerco.
En uno de sus
viajes halló a un pobre cura, escapado de alguna caricatura de Bordalho
Pinheiro, que abominaba del hereje Guerra Junqueiro, por haber publicado Velhice.
El poeta dio
la razón al cura. Jamás Guerra Junqueiro tuvo un detractor más furibundo y
apasionado que él mismo. Era un impío que no respetaba ni la vejez del Padre
Eterno. Lo deberían quemar.
El cura,
encantado, se hizo su amigo íntimo, comieron juntos y juntos se retrataron.
¡Figurémonos su asombro al enseñar el retrato y ver que su amigo era el propio
Guerra Junqueiro, quedando así encadenado, como un castigo, a la gloria del
gran poeta.
La República
quiso enviar a Guerra Junqueiro de Embajador a España, pero él se excusó
diciendo:
—Entre Madrid,
que es un Edén, y Berna, que es un sanatorio, prefiero la segunda.
Ahora Guerra
Junqueiro cultiva la filosofía más que la poesía; cree en la
perfeccionabilidad del ser humano y, según me afirman, escribe una obra
interesante y original de «Etica cósmica».
*
* *
Para nosotros
los autores teatrales más conocidos son Marcelino Mezquita, que comparamos al
insigne Echegaray en la tendencia, y Julio Dantas, que en el mismo sentido, es
el Benavente de Portugal.
He conocido a
Julio Dantas una tarde que la amable esposa del general Pereira de Eça —prima
del gran escritor— nos ha invitado a tomar el té en el Palacio de las
Necesidades, donde habita, por razón de su alto cargo militar, el héroe de
África.
Hemos paseado,
hablando con el insigne autor, por los maravillosos jardines del antiguo
Palacio Real, al borde de sus lagos, y he adquirido la confirmación del juicio
que me había hecho formar su obra. Julio Dantas es un espíritu ligero, frívolo,
algo inconsistente, tal como lo había concebido leyendo «Al oído de Mme. X» y
«Un sarao en las Langeiras.» Tiene la observación sutil, la frase viva y la
delicadeza exquisita que caracteriza a los escritores del siglo XVIII. Es un
espíritu más francés o italiano que protugués, y quizás por eso mismo ha
sabido retratar tan bien los tipos de la decadencia y hacer vivir toda una
época en Don José y la vieja señora Morgada.
*
* *
Con una gran
independencia del medio oficial viven dedicados a su trabajo, a sus triunfos, a
su juventud y a sus amistades, artistas interesantes y fuertes. Se les sospecha,
pero aun tienen el gran poder de escaparse, de vivir la libertad, de estar
solos. Algunos, como Leal da Cámara, es visible como una gloria joven. Leal da
Cámara ha representado siempre en Portugal la rebeldía artística. Tuvo que
huir perseguido por los sicarios de la Monarquía; pero en París, lenta, penosa
y sangrientamente preparó su triunfo. Trabajó mucho, aguzó su mirada hasta el
suplicio, pasó una larga bohemia divertida y amarga, hasta que al fin inició
una revista tan admirable, tan original como un libro original, tan completa
como un libro, L'Assiettee au Beurre,
donde se atacó todo con extensión, desmenuzando en cada número un personaje,
una especie burguesa, alguna cosa trivial. Ahora es el momento en que su patria,
libre de la tiranía, está consagrando el triunfo conseguido en países
extranjeros por este artista, que contribuyó con su ironía a la implantación
de la República.
*
* *
Observo que
los museos de Lisboa son pequeños si se tiene en cuenta la cantidad de las
obras, pero ricos por su mérito. Parecen, más que museos, ricas colecciones
particulares.
El museo de
las «Ventanas Verdes» contiene un cuadro de Leonardo de Vinci, otro de
Caravaggio; pinturas de Van-Ostade, Rubens y Teniers; un Alberto Durero y un
precioso Holbein: uno solo de cada clase, como una colección de muestras de
estudio, en la que cada una parece adquiere doble valor por su soledad y aislamiento.
Con estos
grandes maestros se habían confundido durante mucho tiempo los primitivos
portugueses, hasta el punto de que el magistral tríptico de Nuno Gonçalves pasó
por una obra de Hans Memling. Esto excusa de hacer su elogio.
Observo que el
espíritu de los primitivos portugueses se asemeja al de los primitivos
flamencos. En toda manifestación pictórica me interesan más los primitivos;
tienen para mí una seducción, un encanto, una ingenuidad que no llegan a
superar nunca los maestros; estos primitivos portugueses son realistas, mas no
paganos; todo está tomado de la realidad, pero todo ennoblecido, exaltado. Su
colorido es brillante, fundido, entonado, y el dibujo noble y severo.
El Museo de
Pintura moderno está separado del antiguo, en el antiguo convento de San
Francisco. Es un museo que empieza a formarse y aun tiene escaso número de
cuadros, porque los principales trabajos de los contemporáneos están en los
palacios particulares, que guardan verdaderos tesoros.
Entre los
muchos pintores de mérito está Columbano, que representa la escuela moderna;
Columbano es el más perfecto, un pintor muy portugués; apenas ha salido de su
país y no hay en su arte ninguna influencia extranjera; conserva genuina,
íntegra, pura, toda la savia y el alma del arte portugués. Es un virtuoso de la
pintura. Él no cultiva el desnudo ni el paisaje ni la plena luz: retratos, cuadros
de interior, la sencillez de la representación en la media luz de su estudio
le bastan para triunfar.
* * *
En la
actualidad hay en Lisboa otra exposición del gran caricaturista, hermano de
Columbano, Rafael Bordalo Pinheiro, donde su admirador Sr. Cruz Magalhaes ha
reunido pacientemente, con devoción e inteligencia, casi toda su obra.
Pocas
fantasías pueden apreciarse tan exuberantes y ricas como la de Bordalo Pinheiro;
es caricaturista vigoroso, demoledor, gran humorista, cuya factura artística
se asemeja a la de
Ortego. Su obra es cuantiosa, en una proporción que causa
asombro, y abraza todos los géneros: tipos populares, cuadros de costumbre,
sátiras políticas, en las que tuvo verdadera adivinación para predecir el
porvenir.
Parece el
precursor de este nuevo renacimiento que se observa en Portugal, y que merece
estudio más detenido que el de la impresión rápida del viajero.
*
* *
No faltan en
la República portuguesa figuras femeninas.
Desde muy
antiguo las mujeres portuguesas figuraron entre las sabias y refinadas de
Europa. Eran más exquisitas que las parisienses y las inglesas. Una princesa
de Portugal dio el tono en la corte de Inglaterra, cuyo trono ocupó. Nuestras
crónicas nos cuentan el lujo y la libertad de las damas portuguesas que acompañaron
a las princesas que ocuparon el trono de España, y la infanta doña María fue
la Princesa sabia que reunió en torno
suyo una corte de artistas y poetas.
Del mismo
modo, las mujeres del pueblo y de la clase media han dado siempre en Portugal
muestras de inteligencia y energía. Ellas han laborado de tal modo en la
implantación de la República, que una gran escritora francesa que visitó Lisboa
reinando D. Carlos, advirtió a la reina Amelia: «Señora: es preciso atraer a las
mujeres portuguesas, porque en ellas está el peligro».
Pero no era
tarea fácil. Las portuguesas son patrióticas; no tienen esa indiferencia que
sentimos nosotras respecto a la vida política del país, así es que están más
adelantadas y marchan a la conquista de todos sus derechos de un modo seguro y
rápido. Una señora que ha reclamado el voto fundándose en que nada hay en la
Constitución que lo prohiba, ha conseguido que el juez D. Juan Bautista de
Castro falle el asunto en su favor.
Así es que he
conocido doctoras en Medicina, como D.ª Adelaida Cabete; abogada tan ilustre
como D.ª Regina de Quintanilha, primera que ha vestido la toga en Portugal;
periodista tan insigne como doña Virginia Cuaresma, redactora de A Capital, que yo diputaría como uno de
los primeros periodistas de Europa, por su arrojo y por su inteligencia.
Aparte el
matiz político, hay mujeres verdaderamente notables en las Letras portuguesas:
la gran poetisa Amalia Vaz de Carvalho; las prosistas Virginia de Castro
Almeida, Claudia de Campos y María Olga Moraes, ilustre autora del sabio
estudio sobre la marquesa de Aloma. Carolina Michels de Vasconcellos, que tiene
una cátedra en la Universidad de Coimbra, merecida por su sabiduría; y merecen
citarse la
novelista Benedita Mansinho de Alburquerque, Alice Pastrana
de Blanco, Ana Castillo, Alice Laurence, María O'Neill y otras muchas.
Esto sin
contar ese número de mujeres de virtud sencilla, modestas, que pasan ocultas y
llenas de tan alta virtud cívica y tan gran espíritu de sacrificio "orno
Antonia Bermúdez, Carolina de Padua Franco, Raquel Vicente y tantas más que
he visto laborando en la obra de la Cruzada o en el grupo de Carolina Angelo.
He dejado ex
profeso cerrar este capítulo con el nombre de la escritora portuguesa más
representativa de todas ellas, doña Ana de Castro Osorio, figura interesante de
esas mujeres de la Revolución que se han consagrado, quizás con más intensidad
que los hombres, a la gran obra social.
Yo no
comprendo Portugal sin Ana de Castro Osorio; es una de esas mujeres sencillas,
afables, llenas de naturalidad; dulces y buenas, que parecen querer hacerse
perdonar su superioridad con su modestia.
Ana de Castro
ha escrito novelas y libros llenos de arte, y tiene una labor enorme en
artículos de periódico y conferencias. Ella dirige A Semadora y la
Casa Editorial Para
los Niños, de que es fundadora. Además de tan gran labor intelectual, Ana
de Castro ha realizado una obra sociológica admirable. Presidenta del gremio
Carolina Angelo y de la
Liga Republicana, luchó denodadamente para la implantación
de la República, como ahora se ocupa en la Cruzada. Esta mujer
excepcional ha influido en la ley del divorcio, en la reforma de los códigos.
En la actualidad ocupa uno de los puestos que se han dado a la mujer en el
nuevo Ministerio del Trabajo.
Ana de Castro
es viuda del eminente poeta Paulino de Oliveira, que murió siendo cónsul en el
Brasil, y se ha dedicado a la tarea de educar a sus dos hijos, los cuales empiezan
ya a dar muestras de su gusto literario. Hay que ver a esta mujer en el marco
de la antigua casa señorial, que parece cobijada al amparo de la Sé, y desde
cuyos balcones se descubre el espectáculo del cielo y del río en una extensión
deliciosa; para admirar la manera que ha tenido de formar su espíritu libre de
prejuicios y llevar a cabo una labor cívica tan grande, sin alardes ni envanecimiento.
Se hace frente a ella como un resumen de todas las mujeres portuguesas, que
siendo tan hermanas nuestras son tan distintas, tan extraordinarias y tan
insospechables.
Serán para mí
inolvidables las veladas pasadas en Lisboa en el gran salón decorado de
muebles antiguos y bellas cerámicas, de la casa de D.ª Ana de Castro.
Tenemos en él
la visión de la vida hidalga y patricia de Portugal. Se reúne allí toda la
familia; la madre, una ancianita que es el tipo perfecto de la dama linajuda y
exquisita, muy cortés y muy afable; con el cuerpo inclinado por el peso de la
edad y el espíritu vivaz, reflejado en los ojos tan grandes, tan claros, de un
brillo tan sereno y tan juvenil, que borran casi todos los rasgos de la
ancianidad.
El padre, un
antiguo magistrado, correcto, cuidado, con su negra levita abrochada bajo la
barba blanca, verdadero hidalgo portugués, nos muestra los libros raros que
posee en la inmensa biblioteca, donde los guarda como joyas dentro de sus
estuches. Mientras, los hijos de doña Ana, sus hermanos y sus invitados, se entretienen
con la música y la poesía.
Uno de los hermanos de la escritora es el ilustre poeta D.
Alberto Osorio de Castro, de espíritu delicado y sensible, que no desmiente su
alcurnia literaria,
Sus libros
tienen una mezcla de misticismo panteísta y de sensualidad oriental oculta
bajo la perfección de la frase escogida y galana, siempre bella y llena de distinción.
A las doce de
la noche, María, una de esas viejas sirvientes que son ya como de la familia,
después de veinte años en la casa, aparece con la humeante tetera y la mesa
portátil cubierta de viandas, especie de cena andaluza confortadora y agradable.
En estos
inolvidables ratos nos acompaña siempre un emigrado español, un antiguo
comandante revolucionario, que fue condenado a muerte primero, y a cadena
perpetua después, por las autoridades militares españolas, y que logró escapar
valientemente arrojándose al mar desde el castillo de Santa Catalina, como el
héroe de Dumas, y vino a refugiarse en Portugal. Aun después de la amnistía, D.
Manuel García del Castillo no ha querido abandonar el suelo hospitalario.
La figura de
este noble anciano, que se sacrificó por los ideales de libertad y cuya
existencia ignoramos casi todos sus hermanos de ideales, nos hace tener con
Portugal como un deber de agradecimiento, como una esperanza de refugio; la visión
del sitio más bondadoso y más fraternal al que podremos huir algún día.
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