Panteón de Reyes
La tarde de
oro de Lisboa ha envuelto hoy en su luz incomparable a toda la ciudad;
entonándolo, armonizándolo todo en una exaltación gloriosa, algo oriental, que
vestía los jardines y los edificios de ese dorado a fuego de las cúpulas
bizantinas.
Conociendo ya toda Lisboa hemos elegido para nuestro
paseo la Lisboa antigua, la Lisboa oriental, la Lisboa anterior a Pombal, la
que aun conserva el desorden, la confusión y las resquebrajaduras del terremoto.
Nada más lindo
que esta parte de Lisboa; con razón Humboldt decía que las tres ciudades más
hermosas de Europa, eran Napóles, Constantinopla y Lisboa. Aquí persigue el
recuerdo de Napóles con el que tiene una gran semejanza. La desigualdad del
terreno sobre que está construida es lo que hace más pintoresca a Lisboa y le
da belleza mayor. La parte moderna, la villa baja, nueva, con sus maravillosas
calles Rua Augusta y Rua do Ouro, que desembocan en la Plaza
del Comercio, forma el centro aristocrático y elegante. Al otro lado se
extiende la ciudad novísima, una ciudad improvisada, magnífica, con su Avenida
de la Libertad, sus monumentos grandiosos, los jardines y los campos de
recreo. Todo está como situado en un valle; es lo fértil que crece en la umbría
del barranco como esas adelfas de flores rosas que se abren en las hondonadas
con el frescor del agua. Luego, por las laderas y las cimas de las siete
colinas, y todas las ondulaciones, se alza un bosque de edificios; plazas,
jardines; todo entrecortado y desigual. La vista es maravillosa desde todos los
puntos. Desde abajo se ve el escalonado pintoresco, y desde cualquier altura:
Nuestra Señora da Graça o Nuestra
Señora do Monte, por un lado; San
Pedro de Alcántara, por otro; se ve la ciudad tendida a los pies, risueña,
variada, graciosa, con gracia de jardín tropical, no de recortado parque
inglés. Sus casas tienen balcones bolados, como en España, y se mezclan
gallardamente las plazas, los jardines, los templos, los palacios y los demás
edificios en una extensión que sólo limitan el verdor de la vega, como un mar
de verdura y la cinta de brillante del Tajo, como un mar de acero líquido.
Una de las
cosas más bellas son las ruinas del Carmen, en el sitio más céntrico de la población. Sus
arcos derruidos parecen apoyarse sobre el ala de la Plaza del Rocío, donde
está la Brasileira, ese café tan
popular que sirvió de albergue a los revolucionarios portugueses donde se
incubó la victoria de la República; vis a vis del teatro, con su frontón lujoso
coronado por la estatua del popular actor-poeta Gil Vicente; y en el camino
que conduce al Chiado, nuestra
Carrera de San Jerónimo, a las horas de paseo de una multitud pseudo-elegante
como la nuestra.
Ha sido un
buen acuerdo no reconstruir esta iglesia del Carmen, esos muros rotos,
resquebrajados, desiguales, informes, desnudos que son de un encanto
insuperable. ¿De qué se podrían llenar aquellas ojivas mejor que de ese azul de
cielo, todo luz, de Lisboa?
Están hechas
esas ojivas para recortarse en tapiz azul de su cielo. Es el templo hecho para
llenarlo de cielo; para que sus arcos sostengan la bóveda azul. Su silueta
romántica entre todo el esplendor moderno que la rodea es tan única, tan original,
que debiera formar parte del escudo de Lisboa como la Torre de Belem.
A veces he
subido en el ascensor que desde la Rua de Santa Justa monta al Largo do Carmo
para pasar bajo el arbotante que abraza toda la calle y ver la portada medio
enterrada en el suelo. Me interesa más la ruina que el museo que encierra la
parte restaurada y que guarda la estatua de Nuño Álvarez, el cual fundó hace
siete siglos esta iglesia, perfeccionada en su destrucción.
Pero nuestro
paseo en esta tarde de oro ha sido por el otro extremo. Este adjetivo de oro hay que repetirlo para dar la
sensación de lo que es esta luz de Lisboa. Hay luz azul, luz gris, luz fría,
luz roja; un matiz que sirve de nota central y que subordina toda el alma del
paisaje; la luz esta es dorada, cae cernida, tamizada y como espesa sobre la
ciudad; da una alegría seria, dulce, melancólica; una satisfacción de reposo y
de bienaventuranza.
También debe
dar fuerza. Yo no me hubiera creído nunca capaz de subir y bajar tantas
cuestas y escaleras y de deambular tanto por las calles al acaso.
Forman dos
barrios de gente maleante y de gente pobre; de vicio sórdido y de miseria. Dos
barrios de amor y de vino, muy peligrosos para recorrerlos de noche.
De día son
admirables. Me he creído transportada a muchos centenares de leguas de Lisboa.
Eran los vicos de Génova, con sus
paredones altos, su pasadizo tan angosto que hay que caminar de medio lado, y
los toldos de ropa tendidas a guisa de guirnalda de colores, en una verbena de
harapos que destilan su agua mugrienta sobre el transeúnte. Todo en cuestas y
escaleras, en arcos obscuros que entran en calles sombrías. Una de estas,
larga y estrecha, presenta la anomalía de que las casas se han apoyado las de
una acera en las de otra y han unido sus tejados dejando el paso entre los
muros y conservándose así de pie, apuntalándose, a pesar de los años y de su
vetustez.
Y de pronto,
en esas calles miserables se ve la portada de un palacio antiguo; en una
esquina luce un escudo nobiliario, como el de la sabia marquesa de Alorna; sobre
una puertecilla está grabado un blasón...; y todas estas cosas que en su medio
natural miramos con indiferencia o con desdén, aquí nos impresionan quizás porque
nos asusta que estas cosas, de materia más resistente, pasen también y nos amedrenta
el que no exista nada que pueda perpetuar una memoria.
Las gentes
estaban todas en las calles, en las ventanas y en las puertas. Gentes de la
Margelina de Nápoles o de Santa Lucía; morenas, vivaces, lánguidas, algo desgalichadas,
indolentes; poco cuidadosas del peinado y la ropa; de cabellos negros, de ojos
negros, de alegría árabe, a estallidos; y de melancolías contemplativas ante el
espectáculo de su naturaleza.
Hemos admirado
al pasar la magnífica portada de la Concepción vieja en estilo manuelino,
recargada y ostentosa; y esa Casa de los
Bicos (Picos) que presenta la originalidad de estar talladas en facetas
todas las piedras de la portada, como si estuviera formada la pared por enormes
clavos pétreos y que nos ha recordado, patentizando más la fraternidad ibera, la «Casa de los Picos», de
Segovia, tan característica como esta, tan original, de tan ruda y tan noble
fachada.
Una multitud
de casas antiguas, interesantes, con reminiscencias de arquitectura flamenca
y normanda. Unas casas primitivas llenas de encanto. ¡Cuántas bellezas que los
turistas que no saben ver en lo pequeño, no podrán encontrar! He hallado una
fuente de riqueza para amar más a Lisboa; ha sido como una revelación, como si
me hubieran abierto un libro por la página escrita en español.
Y hemos ido a
parar al campo de Santa Clara, por cuyos alrededores se extiende la feria de ladra (feria de la ladrona) que
es lo mismo que nuestro Rastro. Estos mercados son como una especie de vertedero
adonde desaguan las alcantarillas de todas las miserias y donde, por un
fenómeno de flujo y reflujo, todas las miserias se alimentan.
Vienen aquí
todos los detritus de todas las casas que se deshacen, de todos los miserables
que se arruinan, de todo lo que las gentes ricas y acomodadas desechan y todo
lo que se roba y todo lo que se pierde. Están mezclados objetos preciosos y
objetos miserables; a veces una cosa original o una antigüedad preciosa
tientan la codicia. Así
se ve acudir la turba de anticuarios, de amadores, de aficionados, que
revuelven la basura, lo mismo que las mujeres codiciosas que buscan gangas y
que los burgueses que desean hallar objetos restaurados, cuya procedencia
cuidaran de ocultar.
Conocido el
Rastro, esto no puede sorprendernos. Es su hermano; pero es un hermano más
limpio y alegre; se extiende al lado de una plaza con jardín, bajo una hermosa
calle, cerca de una iglesia siempre en obra, que ahora es oficina militar, y
que ya no se acabará; haciendo así buena la expresión popular «Obras de Santa
Engracia» para dar idea de lo que no se acaba jamás.
A todo
alrededor hay tiendas de todos estos objetos diversos que se revuelven y se
mezclan; en medio de la calle están tendidos en el suelo ropas, calzados,
platos y muebles. Hay mesillas con cerámica y puertas de clavos llenos de orín,
cerraduras mohosas y hierros oxidados. En el centro, un gran barracón de madera
cobija las cosas más delicadas; las sedas, los muebles suntuosos. Está allí el
estrado que hubo en el palacio del duque de Saldaña la noche de su último
baile. El también ha de tomar parte en esta especie de danza de la muerte que
danzan todos los objetos.
Al fondo, el
río surcado por multitud de barcas, pone nota alegre contra la tristeza que
hace a estos objetos tan lamentables y tan enternecedores.
Al salir de
aquí hemos sentido la tentación de entrar a ver el cercano claustro del
antiguo convento de San Vicente de Fuera, que recuerda la dominación de la Casa
de Austria, y la antigua iglesia donde están enterrados los patriarcas de
Lisboa.
El claustro no
tiene más novedad que la extraordinaria profusión de azulejos antiguos, que
tanto abundan en Lisboa y que son de extraordinario mérito. El azulejo tiene
grato hasta el nombre; el azul es el color más ardiente, el primero, el más
puro, el de más luz y de más poesía. Si la bondad y el amor tuviesen colores,
serían azules. Por eso se concibe el azul como el signo de la felicidad
suprema.
Con esta
sensación azul y oro se ha abierto para nosotros la puerta del panteón de Reyes,
que está en este mismo claustro. Es el panteón de la Casa de Braganza; están en
él desde Juan IV hasta D. Carlos.
Hemos pasado
por una puerta que rechina sobre los goznes a una estancia grande, desnuda,
con olor a humedad y muerte.
En las paredes
había dos lápidas marcando las sepulturas de dos nobles, que dan como la
guardia de honor en aquella antesala del panteón de Reyes.
Yo esperaba
encontrar mármoles, tumbas, túmulos y mausoleos como en Weiminster, El
Escorial y San Denis. Me he quedado sorprendida en presencia de ataúdes y
catafalcos. En el centro de la estancia, un túmulo negro, grande, enorme, cubierto
de terciopelo, en el que reposa el rey D. Carlos; colgadas a su lado están las
coronas, una de las cuales lleva en las cintas negras expresiones de dolor: «A
nuestro primo. Alfonso, Victoria», y la firma de los reyes de España.
Y todo
alrededor, las cajas negras, galoneadas, asustadoras, repugnantes; no es un
cementerio como estamos acostumbrados a ver; es un almacén de muertos, de cajas
en continua profanación. El guardián lleva una pequeña escalera y nos hace subir,
a pesar de nuestra resistencia, a ver a los muertos, que no están descompuestos
y satisfacen la curiosidad del público, que los ve como muchos devotos van a
ver los santos incorruptos que se exhiben en las iglesias algunos días del año.
Dentro de una
caja de madera clara yace doña Luisa de Guzmán, la española que «prefirió ser
reina un día a duquesa toda la vida», e incitó a la rebelión y a la independencia
a este país.
Don Pedro, el
buen Emperador del Brasil, que dejó la corona para salvar la cabeza, está
descubierto hasta medio cuerpo y su rostro y su barba tienen como un musgo
verdoso que lo cubre... El príncipe heredero está tal como debía estar cuando
dormía descuidado en su lecho. Tiene un aspecto bondadoso, muy infantil.
A D. Carlos no
puede vérsele, por el estado de putrefacción; yo tengo de él una imagen
exacta, más que por su historia por las pinturas de Sintra, la prueba más viva
que he visto de él; aquellas pinturas de mujeres pomposas, mostrando los
es-corzos groseros e innobles, pinturas más propias de un cabaret reservado que de un palacio real. Estos cadáveres
insepultos dan sensación de horror y asco. Las coronas que rodean toda la
habitación producen el efecto de estar en una prendería de viejo. Esas sedas y
esos terciopelos de las cintas, nuevos, que no han servido de nada parece que
están sucios, manoseados por el muerto; los miramos con miedo y un contagio de
muerte. Esto, más que panteón es hospital, sala de disección. ¡Qué sé 3^0!
Tengo prisa de irme, y me siento muy contenta de observar que no hay moscas...
Esta exhibición repugnante no constituye una falta de la República. Estaba
así determinado desde antiguo por la Monarquía; era ya tradicional; y un
sensato republicano a quien le hago observar lo raro del espectáculo, me dice:
—¡Oh! ¿qué
dirían de nosotros si nos atreviésemos a enterrar bajo tierra estos cadáveres? Dirían que ni muertos los dejábamos en
paz.
Tiene razón:
para algunos sería como un regicidio, como una nueva muerte el enterrarlos:
los reyes muertos parecen más inatacables que los reyes vivos.
Vamos hasta
Santa María do Monte. Necesito subir hasta esa altura de más de cien metros,
esa plaza de aldea, donde se abre la pequeña ermita; con sus árboles achaparrados
y copudos, y asomarme a la baranda que se abre como un balcón a una terraza
sobre la población.
Veo a Lisboa,
tan bella, tan apacible, tan llena de vida y de alegría que me hace olvidar el
espectáculo macabro que acabo de contemplar. Mis pulmones, oprimidos por la
humedad pegajosa de la Casa de Braganza,
respiran con plenitud; respiran el aire y la luz; la luz de esta tarde que
tiene tonos de manzana madura.
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