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domingo, 30 de septiembre de 2018

Hoy tomo café con…


Carmen Canet

       Carmen Canet (Almería, 1955) ejerce la crí­tica literaria en periódicos y revistas desde 1980, y actualmente colabora en Los Diablos Azules de InfoLibre, en Cuadernos del Sur del Diario de Cór­doba, Zurgai, Clarín, Turia, entre otras publicaciones. Ha sido incluida en varias antologías poéticas, y en el ámbito de la escritura breve, ha publicado Malabarismos (2016), y edi­tado El mide las palabras y me tiende la mano. Aforismos en la obra de Luis Gar­cía Montero (2017). También ha sido in­cluida en Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy (2017) y Concisos. Aforistas españoles contemporáneos (2017). Luciérnagas (2018) es su último libro publicado.

Foto Joaquín Puga

Cómo se da el paso de la docencia al mundo de la escritura, ¿es una evolución natural?
       En el mundo de la escritura he estado desde muy joven, además de ser una lectora incansable desde niña. Ahora es el centro de mi trabajo. Ha sido de forma natural pasar de ésta, cuya vocación y responsabilidad es un privilegio, pues enseñar Lengua y Literatura, introducir en la lectura y escritura a seres humanos es algo mágico.

Se lo pregunto porque, inquieta, su producción literaria se incrementa ahora año tras año ¿es así?
       El hecho de tener más tiempo me está permitiendo ordenar bastante material que tenía guardado y que voy sacando. Hasta hace unos años no había publicado  escritura creativa, en este caso el aforismo del cual llevo recogiendo frases e ideas en cuadernos parte de mi vida, centro ahora de mi quehacer literario junto con el ensayo y la crítica literaria. He publicado dos libros de aforismos, una edición sobre los aforismos en la obra literaria completa de Luis García Montero, la inclusión en dos antologías de aforistas (con aforismos éditos e inéditos), y en cuatro poéticas.

Escribe poesía, ¿de alguna manera el ritmo lírico le ha llevado al mundo minimalista del aforismo?
       Escribo poesía, pero no me considero poeta. El haiku es una forma breve que me gusta. Mis aforismos tienen cierta dosis de lirismo. En mi vida es necesaria la poesía. Juego mucho con ella en mis aforismos. (“Los médicos recetan pastillas. Los poetas recetan palabras. Todas curan.”, “La poesía corrige la timidez. Tendrían que prescribirla los psicólogos“, La poesía es la lucidez de un ejercicio medido y desmedido.”)

Hasta el momento ha publicado dos libros de aforismos, ¿es algo casual por el momento que vive el género?
       El aforismo está viviendo una época feliz en este momento, responde al aire ligero, fragmentario de nuestro tiempo. Es muy alentador el auge que tiene actualmente. Con una tradición literaria que se remonta a la época clásica, no ha parado de tener cultivadores en toda la historia de la literatura universal. España ha tenido en todas las épocas escritores memorables de este género breve. En el siglo XX hemos tenido grandes cultivadores de estas formas concisas, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Eugenio d´ Ors, José Bergamín, Ramón Gómez de la Serna, entre otros, y hasta nuestros días ha seguido cultivándose pero no con el momento de esplendor que está viviendo en el siglo XXI.
Su primer libro se titula, Malabarismos (2016), ¿usted explora y reflexiona sobre los límites de nuestra existencia con aire malabarista?
       Ya el título Malabarismos es significativo de que en esta vida tenemos que hacer equilibrios y juegos malabares en nuestro camino por la vida (“Lanzada al aire la idea, el aforista tropieza y recoge vidas sucesivas, incluida la propia”). Se incluyen varios aforismos que dan cuenta de esta destreza que tenemos que tener en las distintas facetas de nuestra existencia. Son frases que conviven con las cosas cercanas y elementales que nos ocurren. Nos hacen que dialoguemos y que reflexionemos. Ese es el objetivo de estas formas breves, que se establezca entre autor y lector una conversación. (“Aforista: malabarista de palabras.”, “La destreza del aforista es jugar a cuatro bolas: El arte del matiz, el arte de envolver, el arte del acabado, el arte de descifrar el silencio.”).

Su reciente entrega, Luciérnagas (2018), ¿confirma su intención de ese permanente diálogo con la literatura?
       La colección A la mínima, que dirige Manuel Neila, en Renacimiento, cobija esta vez mi nuevo libro Luciérnagas. Son frases breves y ágiles que, como las luciérnagas, emiten luz propia cuando el día se va oscureciendo, titilan, van de un lado a otro, se saben libres y vuelan. Los libros de aforismos son los mejores amigos para la mesa de camilla o para la mesita de noche, ya que conversan con nosotros, nos dan la oportunidad de elegir, de sortear, de dosificar, de abrir y cerrar por donde nos plazca.

Los cuatro “Entornos” de su libro: vida, amor, paso corto, y paisaje con arte, ¿conforman nuestra sustancia interior, equivalen a una temática ensayada?
       En este volumen todas las partes, o entornos como los llamo, son pasajes de la vida, paseos por el amor y la amistad, son pasos cortos con paisajes de palabras que se recrean en el arte. Las personas recorremos el tiempo, unas veces en compañía y otras en soledad, pero guiadas por los mejores asideros: la literatura, la música, el cine…Somos seres que recurrimos a las pequeñas cosas, y debemos procurar que sean ligeras y no pesen, por eso pretendo que mis aforismos nos ayuden en esta gramática de la vida, cuya sintaxis unas veces tendrá una rima consonante y otras, asonante. 



¿De qué manera sus aforismos se convierten en una inestimable compañía?
       Mis aforismos eso es lo que pretenden, hacer compañía,  son frases abiertas para que se participe, manifestaciones escritas de una soledad compartida, de porciones de vida que prestan atención a lo cotidiano, palabras que, agrupadas sobre el papel, se hablan sutilmente, a veces arañan con suavidad y otras acarician fuerte. (“El aforismo tiene la levedad de la brisa y el fuego de la lava.”

Como las luciérnagas, ¿sus aforismos ofrecen esa luminosidad ética y humana tan necesaria en la actualidad?
       Pues sí, tomé la luciérnaga este pequeño insecto, libre, que vuela que emite luz en la oscuridad, como una imagen que podía ir bien con mi concepto de aforismo, aparte de que el sonido de la palabra me gusta, y encima descubro que sólo las hembras de este pequeño lampírido están dotadas de ese órgano en el abdomen que da luz fosforescente. En este libro he querido hacer homenajes y mostrar mi reconocimiento, en especial, a las mujeres, tantas con luz velada. (“La voz dormida: Dulce Chacón la despierta.”, “Es la hora de encender el silencio quitándose el sombrero

Tal vez, para vivir, y mejor para sobrevivir, ¿hay que ser un poco quijote y un poco de sancho panza?
       Decía el maestro, Castilla del Pino, que los libros de aforismos son los mejores libros de autoayuda, él mismo tiene un libro póstumo, Aflorismos, muy recomendable. Ese efecto terapeútico del que hablaba anteriormente, junto con lo cercano y las cosas cotidianas con las que nos tropezamos hace que estos nos den esa luz y esa compañía que las palabras nos dan, creando espacios de complicidad e intimidad, tan importantes para respirar. (“Vivir es exponerse. Sobrevivir es sobreexponerse.”, “Para vivir es necesario ser un poco quijote y un poco sancho. (Ingredientes manchegos”).

Ya para terminar, ¿una definición de andar por casa de aforismo para un curioso   lector?
       Un aforismo es una frase que ofrece pensamientos y sentimientos. Entre las definiciones que hago: (“El aforismo es un pasillo estrecho que nuestra mente ensancha.”, “Llamamos máxima a una frase mínima.”, “Los aforismos pese a ser breves y ligeros ayudan a hacer grande y menos pesado el mundo.”).

sábado, 29 de septiembre de 2018

Sabías que...




     “Hay personas que nos hablan y ni las escuchamos…hay personas que nos hieren y no dejan cicatriz… pero hay personas que simplemente aparecen en nuestra vida y nos marcan para siempre”.
                                            Cecilia Meireles

viernes, 28 de septiembre de 2018

CUADERNOS DEL SUR: 25 AÑOS DESPUÉS


        LA NARRATIVA EN CUADERNOS DEL SUR: 25 AÑOS DESPUÉS


      Una cita semanal con los libros, durante 25 años, ofrece la suficiente perspectiva para que establezcamos un cierto canon de la narrativa española y/o andaluza, con una visión plural de un género con corrientes y propuestas culturales dilatadas a lo largo de este tiempo. Si fijamos una década después de la instauración de la democracia, hacia 1986, cuando nace «Cuadernos del Sur», el suplemento se convierte en un escaparate que ofrece debates, celebra conmemoraciones, publica monográficos y apunta abundantes noticias bibliográficas que, desde el ámbito regional, han ido calando en el panorama nacional. Varias décadas después algunos estudiosos se han atrevido con alguna que otra monografía acerca del panorama narrativo del período expuesto, aunque escasean ensayos de cierta envergadura en torno a corrientes y propuestas narrativas; igualmente, se echan en falta estudios de fondo sobre los nombres que han destacado y brillado con luz propia: José María Merino, Juan José Millás, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Javier Marías, Enrique Vila Matas, Antonio Muñoz Molina, Ignacio Martínez de Pisón, Lorenzo Silva, o el más mediático de todos, Arturo Pérez Reverte. En la segunda mitad de los años ochenta, los españoles tuvimos conciencia de que, definitivamente, en España habíamos pasado de un acentuado franquismo a una postmodernidad que llevaría a nuestros autores a trabajar en obras de carácter más individual, a escribir una literatura menos clasificable. Conviene apuntar cómo definir los rasgos de la novela en la democracia, y recordar algunas de sus denominaciones, «nueva novela», «última narrativa», «última novela», «narrativa joven», «narrativa postmoderna» o «nueva narrativa» cuando a partir de 1985 se pretendió agrupar la obra de jóvenes narradores que por entonces consiguieron la atención de editores, medios de comunicación, crítica y, por añadidura, de los lectores. Se hablaba de novelas de modelo poemático, imaginativo o lúdico debido a esa apertura a ámbitos culturales mayores, pero sobre todo a contactos frecuentes con literatura extranjera, y el abandono de una ideología partidista. Se estableció una relación más comercial entre el escritor y el lector, y una nómina de jóvenes irrumpieron en el panorama narrativo, y sentaron las bases de esa diferencia en la situación democrática que actuaría como motor mismo del cambio social que se venía experimentando. Hacia la mitad de la década, se publicaron novelas de autores, de variada factura, La media distancia (1984), de Alejandro Gándara, El rapto del Santo Grial (1984), de Paloma Díaz Mas, La ternura del dragón (1984), de Ignacio Martínez de Pisón, El año de Gracia (1985), de Cristina Fernández Cubas, El Sur (1985), de Adelaida García Morales, Luna de lobos (1985), de Julio Llamazares, La dama de viento Sur (1985), de Javier García Sánchez, Historia abreviada de la literatura portátil (1985), de Enrique Vila Matas, El pasaje de la luna (1985), de Miguel Sánchez Ostiz, La sonrisa etrusca (1985), de José Luis Sampedro, La orilla oscura (1985), de José María Merino y al año siguiente, otras notables como Beatus Ille (1986), de Antonio Muñoz Molina, La noche del tramoyista (1986), de Pedro Zarraluki, Las sombras rojas (1986), de Francisco J. Satué, Opium (1986) de Jesús Ferrero, El hombre sentimental (1986), de Javier Marías, La claque (1986), de Juan Miñana, Los delitos insignificantes (1986), de Álvaro Pombo y Burdeos (1986), de Soledad Puértolas, La fuente de la edad (1986), de Luis Mateo Díez, Las edades de Lulú (1989), Almudena Grandes. Esta especie de boom de algunos considerados «jóvenes», con una incipiente e interesante obra, motivó que mimados por editoriales, prensa y lectores, se iniciaran en nuevos caminos. Los jóvenes escritores ahora son libres y tienen libertad, dominan las técnicas, escriben con calidad y su conciencia les lleva a una heterogeneidad de tendencias que oscilan entre novelas de asunto histórico, relatos testimoniales, un concepto de metaliteratura, o el intimismo, porque muchas de estas novelas tienen en común la soledad, la falta de comunicación, la alineación, la situación existencial, y aunque el experimentalismo suena a caduco, no dejan de recurrir a este fenómeno cuando para sus fines resulta útil, como nunca abandonarán la innovación aunque subrayen los aspectos temáticos frente a los formales de décadas anteriores, y aparezcan nuevos temas: el humor y lo desenfadado para conectar con un siempre curioso lector.
      La narrativa publicada en la democracia suele ser una novela breve, ubicada en la ciudad, retrata particularidades, y protagonizada por personajes solos o aislados, aunque nunca bajo ese manto que se le supone a la introspección psicológica, más bien, se interroga sobre cuestiones fundamentales: el amor, el odio, la soledad, el dolor, o el destino. Iniciada en los noventa, a lo largo de la década, surge la renovación de toda una época, planteada tras la instauración de la democracia. Una nueva nómina de escritores irrumpe con fuerza y tratará de convertir la novela y sus relatos, en general, en un acto de responsabilidad e indagación en ese territorio; casos de Belén Gopegui La escala de los mapas (1993), Juan Manuel González Cuaderno de combate azul (1993), José Ángel González, Un mundo exasperado (1995), Menchu Gutiérrez Viaje de estudios (1995), Andrés Ibáñez La música del mundo (1995), Juana Salabert Arde lo que será (1996), Fernando Aramburu, Fuegos con limón (1996), Antonio Orejudo Fabulosas narraciones por historias (1996), Rafael Chirbes La larga marcha (1996), o fenómenos literarios como el de Antonio Gala, dramaturgo de éxito, en los 70 y 80, que obtenía el Premio Planeta, en 1990, por su primera novela El manuscrito carmesí, a la que han seguido, La pasión turca (1993) o Más allá del jardín (1995), Las afueras de Dios (1999), El pedestal de las estatuas (2007) o Los papeles de agua (2008).

Tendencias de la novela actual
      Cuando el modelo narrativo tendió a disolverse y el experimentalismo quedó caduco, surgieron nuevas tendencias que en estas dos últimas décadas han llevado a clasificar la novela actual en una vertiente autobiográfica, una mítico-fantástica e, incluso, una erótica. Poco después se hablaba de una visión introspectiva, una lírica, una costumbrista, una tildada de novela-reportaje, la novela generacional y la metanovela, con representantes tan ilustres hoy como Enrique Vila-Matas, y también, la denominada novela policíaca, apoyada por medios de comunicación y calificada como la adaptación de un género foráneo considerado literatura menor, de fácil lectura, y que lo único que aporta es argumento, intriga, temas morbosos o desenlaces efectistas, cultivada por autores de renombrado prestigio hoy como Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Jorge Martínez Reverte y los clásicos, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Andreu Martín, Juan Madrid, Carlos Pérez Merinero, o recientemente Lorenzo Silva, entre otros. Reflexiones que nos llevan a pensar en una fecunda conexión del narrador español, con el público lector amparado por ese interés que ha pulsado la novela actual como la percepción que se le supone a la intimidad, el despliegue hacia un espacio más imaginario, y como una metáfora de la inconsistencia de lo real y la identidad propia, la vuelta a un pasado que se desvela a través de una historia, incluso vislumbra una solución literaria para los conflictos humanos.

Algunos autores los denominados best-sellers
     El fenómeno que más ha sorprendido en estas últimas décadas ha sido el de Arturo Pérez Reverte (Cartagena, Murcia, 1951) que, cuando publicó El húsar (1986), apenas si tuvo atención alguna, ni por parte de la crítica, ni siquiera de los lectores, hasta su desembarco en Alfaguara con La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) o La piel del tambor (1996), toda una cadena de éxitos de ventas no solo en España sino en buena parte del resto de Europa, y el mundo, junto a la serie iniciada con El capitán Alatriste (1996) que después ha continuado en Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda (1998), El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo (2003), hasta un total de siete entregas, la última, El puente de los asesinos (2011). Su obra combina ingredientes sentimentales que se disfrazan con compromisos éticos, el uso de estructuras clásicas de la novela decimonónica y otros recursos que caracterizan a sus personajes como del cine negro o de aventuras. Después vendría, La carta esférica (2000), La reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), El pintor de batallas (2006) o El asedio (2010). A este fenómeno se sumaría, Carlos Ruiz Zafón con La sombra del viento (2001), libro que se exportaría a Francia, Alemania, Estados Unidos y muchos más países, un fenómeno que se ha prolongado en los nombres de Javier Sierra, La cena secreta (2004) Matilde Asensi, El último Catón (2001), Julia Navarro, La Hermandad de la Sábana Santa (2004) o Ildefonso Falcones, La catedral del mar (2006).

Algunos nombres 
         Los héroes de las novelas de Juan José Millás (Valencia, 1946) coinciden con la época descrita, en sus historias se refiere a hechos cotidianos de su generación porque el problema fundamental para él y sus personajes sigue siendo el curso de las distintas etapas de la vida, la evolución general de la misma o de la sociedad que varía por las circunstancias externas, y por las posibilidades de solución que uno mismo tiene. Millás sugiere la imagen del «doble», ese otro yo que cobra significado en la dualidad del personaje para desarrollar su historia con un mínimo asunto. Sus argumentos se concretan en una cualidad: la extrañeza. José Carlos Mainer ha mostrado la densidad metafórica del escritor que esconde una literatura de frontera entre transparencia y opacidad, entre esa realidad clínicamente minuciosa, y un sentido turbador de la misma. Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995), es una muestra de esa asfixiante exhibición de los recursos empleados por el escritor, y El orden alfabético (1998), o No mires debajo de la cama (1999), el hallazgo de una nueva vía de expresión que profundiza en la sutileza de sus obsesiones habituales. Laura y Julio (2006), El mundo (2007) y Lo que sé de los hombrecillos (2010), son sus últimas entregas narrativas. Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), es el caso más representativo de escritor oculto durante largos años hasta que, de una manera veraz, captó la atención de un lector inteligente porque ofrecía fábulas repletas de literatura, y casos atípicos de personajes envueltos en sucesos extraños: Historia abreviada de la literatura portátil (1985), le abrió el camino de la renovada línea de una prosa bien escrita, y después llegarían Hijos sin hijos (1991), Lejos de Veracruz (1995), Extraña forma de vida (1997), una desdramatizada historia de escritores desnortados, o El viaje vertical (1999), uno de sus mayores éxitos, el viaje ficticio, como esa realidad moral, a partir de una estabilidad abruptamente interrumpida. Entregas no menos sorprendentes, Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002), Doctor Pasavento (2005) y Dublinesca (2010), son ingeniosas novelas empapadas de buena literatura, repletas de humor, en las que Vila-Matas consigue saltar de un género a otro con el fin de demostrar que el proyecto de identidad se funde con el propio yo.
          La tentadora versatilidad del género autobiográfico nos lleva a las últimas obras de Javier Marías (Madrid, 1951), Negra espalda del tiempo (1997), un relato entre la crónica, el testimonio y la reflexión ensayística y divagatoria, sobre buena parte de su obra anterior, como Todas las almas (1989) o en parte de sus relatos Mientras ellas duermen (1994) y Cuando fui mortal (1996), aunque la crítica recibió con cierta expectación sus novelas Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994), muestras de esa temática que exhibe Marías, el secreto y la progresión de la verdad, la exploración indecisa de episodios ocultos, como esa forma para alejarlo de la legitimidad, de la digresión reflexiva. Con Tu rostro mañana1. Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004), Veneno y sombra y adiós (2007), iniciaba la construcción de un nuevo mundo narrativo, más sutil e inquietante, reflejo de esa estrecha relación que lleva a sus textos, en semejanza y variedad. Los enamoramientos (2011), es su última obra.

Narrativa en el Sur
       Mucho más comprometido, conmovido por su propia historia personal y colectiva, nada escéptico en cuestiones humanas o relaciones con sus semejantes se muestra Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956), desde su primera novela Beatus Ille (1986) y las siguientes El invierno en Lisboa (1987) y Beltenebros (1989), calificadas como «la esencia del paradigma moderno». Algo indiscutible caracteriza a Muñoz Molina, esa innegable aptitud para captar un presente ético e ideológico que ofrece manifestaciones tan oblicuas y dispares como la realidad misma; su mundo narrativo no resulta pasivo, ni neutral como mostraba en El jinete polaco (1991), o en esa espléndida novela Plenilunio (1997), donde se cuestionan algunas de esas ideas que circularon en la sociedad española: la aceptación de la violencia, como natural e inevitable, el desprecio por los demás, la celebración de la crueldad o el miedo del desvalido ante los más poderosos. Un mensaje que, bastantes años después, sigue siendo válido, y llama a la responsabilidad de cada cual, pero sobre todo insiste en algunas de las formas con que el mal se encara en la sociedad actual aunque, como es habitual en el escritor, los sentimientos de soledad, solidaridad y amor, también se recogen porque parecen fundamentales en la existencia de cualquier individuo. Sefarad (2001), se convirtió en una novela de novelas, y sus últimas entregas,  El viento de la luna (2006) y La noche de los tiempos (2009), muestran una creciente voluntad creadora. Antonio Soler publicaba La noche (1986), Eduardo Mendicutti, autor de una amplia obra narrativa breve y extensa, Siete contra Georgia (1987), Justo Navarro El doble del doble (1988), Juan Campos Reina con Santepar (1988), Gregorio Morales, La cuarta locura (1989) y José María Riera de Leyva Lejos de Marrakech (1989). A esta nómina se uniría el descubrimiento de Juan Eslava Galán, Premio Planeta en 1987, con En busca del unicornio, la poetisa Ana Rossetti que, con Plumas de España (1988), inicia una extraordinaria producción narrativa, y, en la década de los 90, Manuel Talens con La parábola de Carmen la Reina (1992), además de una interesante promoción de jóvenes desde ámbitos de la lírica, el cuento e incluso, el ensayo, entre ellos, Isaac Rosa, La malamemoria (1999), El vano ayer (2004), El país del miedo (2008) y La mano invisible (2011). 
            La década de los ochenta fue importante porque se vuelve a la concepción de un género: el cuento, como ese adecuado campo para la experimentación y la fantasía, por el uso del lenguaje, el tono y la estructura narrativa de jóvenes valores que, décadas después, vuelven a ese concepto en que lo narrativo constituye el elemento esencial con una amplia variedad de tendencias como la ensayada por Muñoz Molina en Las otras vidas (1988), relatos de atmósfera policíaca, con una actitud distanciada e irónica, parodiando relatos de misterio; en esa misma línea Juan Madrid ofrecía Un trabajo fácil (1984) o Cuentos de asfalto (1987). No quisiéramos dejar pasar la ocasión de reivindicar el cuento escrito en Andalucía porque, las características señaladas, determina lo significativo, aquello que se cuenta sobre una base estricta, en la medida de lo necesario o lo imprescindible, como una condensación en favor de la intensidad. Quizá por eso la década de los 90 ofrece una nueva generación de narradores que irrumpirá con fuerza en el panorama narrativo: Hipólito G. Navarro, Juan Bonilla, Andrés Neuman, Félix J. Palma, Felipe Benítez Reyes, José Manuel Benítez Ariza, Guillermo Busutil, Ángel Olgoso, Joaquín Pérez Azaústre o Vicente Luis Mora, todos, al mismo tiempo con una característica común, su dedicación a la narrativa extensa; muchos han probado suerte con la novela y su resonancia en el panorama narrativo español es hoy importantísima. No olvidemos que la novela es un género híbrido y todos los procedimientos narrativos y técnicos de la literatura mundial están presentes en este nutrido grupo de autores andaluces. Es frecuente encontrar cuentos que forman parte de novelas o cuya técnica consiste en una composición de unidades narrativas menores que funcionan como relatos independientes. Por citar algunas claves de estos narradores: la narrativa de Hipólito G. Navarro se caracteriza por su imprevisibilidad que lleva a sus cuentos a terrenos donde el humor campea junto al absurdo, su última publicación Los últimos percances (Seix-Barral, 2005), es diferente tanto en su estructura como en su contenido; el jerezano Juan Bonilla reflexiona en sus cuentos sobre los mecanismos de la violencia o el enfrentamiento entre realidad/ ficción; en ocasiones, el núcleo argumental revive el oficio de escritor o la creación literaria; hasta el momento ha publicado alternativamente novela y cuento, premio Biblioteca Breve por Los príncipes nubios (2003), o sus últimos relatos recogidos en El estadio de mármol (2005); Andrés Neuman logra siempre establecer cierta distancia a través de la ironía en sus relatos, ofrece una perspectiva de fondo parecida al resultado que una imagen proyecta entre dos espejos, su novela Una vez Argentina, fue finalista del Premio Herralde (2003), publicó su colección Alumbramiento (2006), relatos con diferentes estrategias sobre el rol masculino: marido, padre, héroe, luchador, aventurero, y otra serie de microcuentos donde vértigo, concentración, intensidad y sugerencia adoptan otro modo de alumbramiento, acaba de aparecer, Hacerse el muerto (2011). Félix J. Palma dibuja en sus relatos una realidad que nos devuelve a otra cara repleta de espejos cóncavos donde la soledad acentúa el dramatismo de nuestra existencia; ha publicado las novelas, La corrientes oceánicas, Premio Internacional Luis Berenguer (2006), El mapa del tiempo (2008) Premio Ateneo, y Las interioridades (2002) y El menor espectáculo del mundo (2010), singulares colecciones de relatos que muestra un mundo inquietante, de escritura deslumbrante repleta de imágenes y realidades trastocadas por un orden nuevo; Guillermo Busutil ensaya una técnica realista, propia del lenguaje periodístico, con un ritmo ágil y fresco, historias cuyo final es tan sorprendente como inesperado; Drugstore (2003) o Nada sabe tan bien como la boca del verano (2005), con Vidas prometidas (Tropo, 2011), ha llegado a la cota más alta que pueda llegarse en narrativa breve, esta colección ofrece un brillante ejercicio reflexivo sobre la realidad contemporánea. Desde Almería a Huelva, pasando Málaga, Granada, Córdoba, Sevilla, Cádiz o Jaén, se unen a esa nómina incompleta, una firme apuesta literaria para el siglo XXI, que ofrece lo mejor de la narrativa breve contemporánea desde un comunidad tan rica y variopinta como es Andalucía, así recordamos los nombres de Fanny Rubio, Pedro Tébar, Salvador Gutiérrez Solís, Juan Cobos Wilkins, Javier Mijé, Andrés Pérez Domínguez, María Ángeles Martín, Miguel Ángel Muñoz o Javier Puche, y un grupo heterogéneo, valiente, que en Córdoba está haciendo una estupenda labor con respecto al relato, con arriesgadas incursiones en el microcuento o minificción, entre los que habría que destacar a Francisco A. Carrasco, con tres títulos hasta el momento, El silencio insoportable del viajero y otros silencios (1999), La maldición de Madame Bovary (2007) y Taxidermia (2011), Ricardo Reques, Fuera de lugar (2011) y El enmendador de corazones (2011), Fernando Molero Campos, En la playa (2006) y El heladero de Brooklyn (2011), Antonio Rodríguez Jiménez, El inseminador de la margarita (2009) y Antonio Luis Ginés, El fantástico hombre bala (2010).

Cuadernos del Sur

jueves, 27 de septiembre de 2018

Poéticas de campo, 2



Fermín Herrero



POÉTICA AGRARIA

       La poesía y el campo son para mí sinónimos. Cuántas veces me habrán venido, desde lo impenetrable y por tanto ilimitado, los versos así, al natural, mientras contemplaba la sierra y la veguilla desde mi despacho al aire libre, recostado al abrigo o a la sombra de las risqueras de Las Peñas, encima del regacho que recoge el agua purísima y escasa de los barrancos de Fuentegalindo y Fuentelapeña, en medio de una soledad absoluta y un silencio sobrecogedor.
       En realidad, en cualquier paraje del término de mi pueblo o de la comarca a la que pertenece, abandonada por el hombre casi por completo, con una densidad media de población inferior al Sahara, el misterio de la creación, la poesía, está, anda suelta, sin mancillar por el mundanal ruïdo. Sólo se necesita un poco de atención y mucho cuidado para darle acogida. Tal vez convenga, para no perturbarla mucho, haber conocido el campo por dentro y desde fuera, una mirada doble difícil de lograr, toda vez que el agricultor o ganadero, acuciado por su afán utilitario y las secuelas del “pueblo chico, infierno grande”, no suele detenerse a intentar siquiera ver el paisaje, mientras que el que llega ajeno, aunque sea cargado de emoción bucólica y bagaje lírico, si no penetra humildemente en la labor del tiempo sobre las cosas y en su sentido, apenas conseguirá postales epidérmicas. Pero no lo sé. En todo caso, en lo que a mí respecta he tenido suerte, la inmensa suerte de haber disfrutado de una niñez libre y pueblerina y haber tenido luego la posibilidad de formarme en las ciudades, de leer cuanto la poesía universal nos ha legado. La que no tuvo la generación de mis padres, a los que he dado voz para remediar un poco que la guerra, posguerra y fatigas que han pasado les hayan impedido tener un relato, que se dice modernamente ahora.
       En este tiempo he sido testigo de los estertores de una civilización, la campesina, aún casi sin malear en mi infancia, hecha de sosiego y lentitud, de contemplación del cielo y sus veleidades, de tiempo cíclico unido al eterno retorno de las estaciones, en fin, de todo aquello que está a mi juicio en el centro del fenómeno poético. Y, con ella, la desaparición de un lenguaje secular decantado a través de generaciones, de una pureza y austeridad semejante a la desnudez sin defensa, a la tierra pelada del alto llano numantino. Un lenguaje cuyo acendramiento y depuración, sin “ens fictum” ni artificios literarios o de los mass media, representa, a mi escaso entender, la reducción a lo esencial que debe perseguir cualquier poética que se precie de serlo. Y, sobre todo, una depuración ejemplar del conocimiento, siempre en pos de una sencillez honda, que no se puede alcanzar mediante la sobrecarga semántica, sino gracias a una sintaxis abrupta, entrecortada, sostenida en la elipsis, que se encarga de eliminar por sí misma todo lo superfluo.
       Por otro lado, de joven trabajé la tierra y bien sé que la agricultura y la poesía son oficios parecidos, en los que el manejo de la palabra o del apero es lo decisivo, lo es todo para enderezar por derechura el surco o el verso, que no conviene olvidar que etimológicamente tienen el mismo origen y así cuando el tractorista voltea el arado en el desorillo remeda, o viceversa, al versificador que encabalga dos líneas. No insistiré más, creo que me basta con acudir a mi admirada Hannah Arendt, mujer urbana y cosmopolita: “La agricultura no es sólo la actividad más antigua sino también la más sagrada, porque muestra exactamente el punto en el que el mero trabajo como metabolismo con la naturaleza pasa a la obra”. Como en un buen poema campestre. Y en otro lugar de su Diario filosófico añade: “Heidegger siente preferencia por el trabajo agrícola, le parece que hay una conexión entre pensar y ese trabajo que no produce, por la razón de que ambos son actividad pura, mientras que la producción es siempre teleológica”
       Por lo demás, en cuanto a la expresión, como en la vida, procuro ceñirme a aquello del Arcipreste de Hita: “En todos los tus fechos, en fablar et en ál/escoge la mesura et lo que es comunal”. Aunque me temo que en ambos menesteres lo traicione a menudo, para qué ocultarlo si a continuación vienen los poemas, que es lo único que cuenta.

(De Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

me gusta…


Margaret Atwood publica una divertidísima novela gráfica.



       Angel Catbird publicado originariamente en 2016, acaba de ser editado por Sexto Piso España (2018).

       Margaret Atwood crea Angel Catbird (2018) un audaz e inolvidable personaje que rinde homenaje a los héroes clásicos del cómic, y comenta como, “He tenido que inventar a un superhéroe que es mitad gato, mitad ave, y debido a un accidente ocurrido con el super ensamblador genético, nuestro héroe se ve mezclado con un gato y un búho; de ahí su piel afelpada, alas y problemas de identidad”. Y añade, “Quizá resulte extraño que a alguien conocido por sus novelas y su poesía le dé por escribir cómics, y más aún un cómic titulado Angel Catbird (…) Pero para mí no lo es tanto. Nací en 1939, por lo que ya podía leer cuando, con el fin de la guerra, se produjo el glorioso regreso de los cómics en color. No sólo leía ingentes cantidades de historietas en forma de revista, sino que también encontraba muchos de los mismos personajes en la prensa del fin de semana, que dedicaba páginas enteras a los cómics en color. No sólo leía todos esos cómics, sino que también dibujaba mis propias historietas…”; en realidad, se trata de su primera incursión en el mundo del cómic, y una vez más vuelve a demostrar su talento para imaginar escenarios distópicos, cercanos a la ciencia-ficción.



La historia
       Un joven ingeniero de genética llamado Strig Felidus se ve envuelto en un accidente, a raíz del cual su ADN se mezcla con el de un gato y un búho. Provisto repentinamente de habilidades sobrehumanas, asumirá la identidad de Angel Catbird y se verá inmerso en una guerra entre híbridos de humanos y animales, deberá enfrentarse a los ejércitos de ratas del profesor Muroid.
          Otros personajes, fuertes y comprometidos, se sumarán a la lucha de derrotar al villano, Cat Leone, la valiente gata que por las noches canta en un exclusivo club; o Buhatenea, la mujer búho tan sabia como irascible, y un curioso Conde Gátula, un gato vampiro de lo más peculiar; y Ray, un hombre capaz de convertirse en cuervo.
Los dibujos y colores
          Johnnie Christmas es el artista cuyos dibujos en la tradición del cómic book norteamericano ofrecen el contraste perfecto para el carácter delirante de la historia, porque Atwood ha creado una divertidísima novela gráfica en la que la guerra a muerte entre los ejércitos de hombres-gato y de hombres-rata y los problemas de identidad del protagonista ofrecen una fascinante reflexión sobre la naturaleza del género. Es autor de Fireburg, una diosa del volcán llamada Keegan cuyas profecías no están claras si su venida al mundo traerá la destrucción de la humanidad o su salvación.
          Tamra Bonvillain ha trabajado como colorista de cómics para las principales editoriales del sector, entre ellas Dark House, Dynamite, Boom, Image y Marvel.



La autora
       Margaret Atwood (Ottawa, 1939) es una de las escritoras más conocidas de la actualidad, autora de una vasta obra poética, una decena de libros de relatos y libros de no ficción, y quince novelas, entre ellas El cuento de la criada (1985) o Alias Grace (1996), recientemente adaptadas a series de televisión. Traducida a más de cuarenta lenguas, en 2008 fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, y año tras año se la considera candidata al Premio Nobel. Angel Catbird es su primera incursión en la novela gráfica.






Angel Catbird. Margaret Atwood y Johnnie Christmas. Traducción de Magdalena Palmer; Madrid, Sexto Piso, 2018. 318 págs.




martes, 25 de septiembre de 2018

Adiós a Julio Alfredo Egea


In Memoriam (1926-2018)



© Rodrigo Valero


        
        Cuando era un joven universitario, recién licenciado, allá por el año 1980, mis conocimientos de la poesía y de los poetas almerienses se concretaban en unos pocos nombres y algunas obras que intuía formaban parte de esa extraordinaria voluntad por escribir y plasmar poemas y pensamientos a quienes sentían el verso como el arte de la palabra, algo que pertenece al mundo de lo simbólico, a ese espacio de la ficción donde no importa tanto lo que se dice sino lo que significa, en realidad —como yo mismo escribiría, años después en alguna ocasión.
        Si por entonces Julio Alfredo Egea era un vigoroso hombre de letras, cordial y amable, trabajador y poeta excelente, hoy es un sabio que ha visto prolongada su vida y su obra hasta situarla en lo mejor que ha dado el siglo XX en la Almería lírica. Su magisterio se extiende a los jóvenes que miran en la palabra el arte de concertar emociones porque, indiscutiblemente, los temas recurrentes en la poesía de los últimos mil años se circunscriben a cuestiones universales como el amor, ese conflicto entre la reflexión y los reflejos, traducidos en sensación y desengaño; la naturaleza, esfera infinita, cuyo centro se encuentra en todas partes, y su circunferencia en ninguna; el progreso, verdadero instrumento de ese factor moral de las cosas; la vida, escuela de probabilidades, o conjunto de pequeños dramas que conducen hacia la tragedia; y la muerte, remembranza manriqueña, partimos cuando nacemos,/ andamos mientras vivimos/ y llegamos/ a tiempo que fenecemos;/ así que cuando morimos/ descansamos», inequívoca constatación del paso del tiempo, o inseparable propiedad en revelar la verdad, conceptos espirituales para subrayar la revelación última de nuestro mundo.
        La obra poética de Julio Alfredo Egea es la aportación más sólida y consistente de la poesía almeriense, una afianzada muestra de lírica andaluza, cuya influencia ha crecido en el amplio marco del panorama nacional en las últimas décadas del siglo XX. Sobre su obra se ha llegado a decir que «es una continua transmutación de factores reales a factores digamos sublimados por su fina, delicada y bella sensibilidad. Ahonda en el significado de las cosas, tanto en las vivas y elementales como en las tópicas, y como siempre, pone su carga de amor en los hombres heridos y en las tierras secas. Es una andaluza interpretación de España pero sólo en el acento, pues el espíritu y el contenido son enraizada, apasionadamente hispánicos».
        Julio Alfredo entiende el concepto amor, como un tema preferente en su poesía desde sus inicios, y tan es así que el sentimiento amoroso irradia su eco al desolado hombre/huérfano que busca y espera se cumpla esa vocación y, al tiempo, vislumbra en sus versos el amor al prójimo, desventurado/ desarraigado, y confluye hasta la sublimación de este sentimiento, en la amada-esposa, fuerza telúrica que representa un continuo vértigo irrepetible que se consuma y cumple en el choque de su cuerpo con el de la amada. En el hombre, ofrece una solidaria visión y su lucha cotidiana, trascendente en su visión equivocada de una redención que nunca llega; a la espera y en la esperanza de un Dios que no termina por señalar su puerta. Y la naturaleza que se muestra como esa dimensión física o espiritual que pueblan los paisajes de su tierra natal, pero en la poesía de Julio Alfredo Egea este paisaje no es un fin en sí mismo, sino ese elemento que provoca tanto sentimientos como ideas para nuevos poemas, para nuevos libros. Y, finalmente, la muerte, aunque el poeta no rinde culto a este tránsito de vida. Nos morimos sencillamente, es la suya una muerte ajena sin un tono moralizante, un obligado suceder tras una continua existencia dichosa y fecunda. Su poesía —escribió su gran amigo Arturo Medina— da fe de su verdad humana, su verso brota de un hervor barroco, hay plasticidad en su lenguaje, se inscribe en esa inmensa mayoría que otorgara otro gran poeta.
        Su producción poética se inicia con Ancla enamorada (1956) y, transcurridos, casi cincuenta años, más de una treintena de libros, jalonan el conjunto de su obra. Significativos, La calle (1960), Piel de toro (1965), Repítenos la aurora sin cansarte (1971), Bloque quinto (1976) o, Los asombros (1996). Su inquietud vital y literaria puede comprobarse en algunos significativos últimos títulos Desde Alborán navego (Accésit del Premio Rafael Morales), 2003, El vuelo y las estancias, (Cabildo Insular), 2003 y Fábulas de un tiempo nuevo (Premio de Poesía José Hierro, 2003), Tríptico del humano transitar (2004) y Legados esenciales (2005),  o la curiosa publicación Asombros traducidos (CD+Libro, Revista Ficciones, Colección, «El poeta en su voz», 2003), una selección personal del autor que incluye, un total de veintiséis poemas leídos por el poeta, en una voz firme para dejar constancia del valor oral de su lírica, además de un cuadernillo con la trascripción de los poemas seleccionados, la bibliografía completa del autor y una decena de fotos del poeta y su medio.
        Uno oye la voz sosegada, viva, fuerte de Julio Alfredo, parafrasea sus propios versos, y recuerda que «el arte de la belleza —para el poeta— es la consecución de la poesía, en su más amplio sentido, como fondo válido de cualquier actividad creativa del hombre». Y solo así hemos de entender la poesía de Julio Alfredo Egea en su expresión más certera, su mejor y más amplia visión de las cosas que pueblan su propio mundo y el nuestro, un inventario de las verdades que el poeta ha vivido a lo largo de todos estos muchos y fructíferos años.
        Descansa poeta, descansa amigo, que las musas te acompañen en este último viaje, porque a nosotros nos queda el eco de tu voz, la melodía de tus versos.



(Último texto escrito sobre el poeta titulado “Julio y yo” para la edición, Poeta Julio Alfredo Egea. Fotografías de Rodrigo Valero; Almería, I.E.A. 2016)


lunes, 24 de septiembre de 2018

Poéticas de campo, 1


Alejandro López Andrada




POÉTICA

             Escribir poesía para mí es reconectar con un universo perdido, devastado, (el mundo rural) que aún sigue existiendo y flotando en mi interior: árboles, nidos, corrales, huertos, norias, piedras, pájaros, lagartos, que, a través de los ojos del recuerdo, puedo reconocer y reconstruir con delicada y extraña precisión. De este modo, la escritura poética sirve para reencontrarme espiritualmente con los rostros, los objetos y las voces que desaparecieron del plano familiar, aunque siguen aún transitando por mi espíritu. Explicar mi mundo -ese universo interior que es sólo mío- a través de símbolos y emociones es lo que siempre me ha movido a escribir: la poesía me proporciona algunas claves para entender mejor la arquitectura que conforman los edificios del silencio, las buhardillas del tiempo. Cuando escribo poesía hago de médium y, a través de mi voz, fluyen nombres  de otra época, palabras y espacios rurales que  existieron y viven en un plano distinto a esta realidad. De tal modo que no suelo ser yo quien escribe, sino  otros (la tierra, los montes, los pájaros, las fuentes, los caminos del bosque, los muertos familiares) los que lo hacen por mí devolviéndome su halo, reconstruyendo el tiempo en que viví con una pulcra y pausada nitidez. 

 (De Neorrurales. Antología de poetas de campo; selección e introducción de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018; 156 pp.)

domingo, 23 de septiembre de 2018

Hoy tomo café con…


Diego Prado

       Diego Prado nace en Mahón, Isla de Menorca, 1970, y durante años ha ejercido el columnismo y la crítica literaria en distintos medios, y en el terreno de la ficción ha publicado los libros de relatos Las espigas de la imprudencia (2003), muestra, según David Torres, de su quehacer como autor de cuentos, nueve historias ligadas entre sí por la sensación de la imprudencia del vivir cotidiano que, en el reverso de un aparente orden, nos lleva a situaciones tan absurdas como inesperadas, y Domingos buscando el mar, Premio Café Món de Narrativa, 2007, trece cuentos que a Ricardo Reques le recuerdan La autopista del Sur, de Julio Cortázar, con un punto de partida similar y cuando surge una historia de amor entre un caos de coches atascados; en ambos casos de trata de una metáfora de la vida rutinaria, aunque Prado habla del deseo insatisfecho, de metas inalcanzables y la renuncia conformista que la asume el personaje narrador. Dos novelas En algún lugar te espero, accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000, y Hospital Cínico (2013). Ha publicado recientemente la colección, Sopa de fauno (2017).



¿Nuestra vida hoy está por encima de lo ordinario?
       Es recomendable que lo esté, de lo contrario me temo que nos enfrentamos a una existencia más bien plana y sin grandes alicientes.

Quizá por eso, ¿un relato, si está bien estructurado, nos permite intuir más allá de lo que leemos?
       En cualquier buen texto que se precie siempre hay varios niveles de lectura, así que, por supuesto, siempre hay puertas entreabiertas esperando para ser indagadas a oscuras.

¿Lo fantástico como complemento de la realidad que nos envuelve, o tal vez la realidad como una absoluta fantasía?
       Me inclino más por lo primero. Pessoa decía aquello de que “la vida no basta” y, de algún modo, tenía razón, puesto que el ser humano necesitó pronto inventar, fabular, creer en lo mágico como explicación del mundo. Lo fantástico está insertado en la realidad, una realidad, no obstante, llena de inesperados agujeros negros.

¿La verdad que no se quiere descubrir puede provocarnos cierto desasosiego?
       Hay verdades que vale más no conocer, ciertamente. En el fondo, todos preferimos que nos mientan. Esto explicaría, a otro nivel, que nuestro país esté como está.

Dos colecciones anteriores, Las espigas de la imprudencia (2003) y Domingos buscando el mar (2007) ya perfilaban su visión de una realidad paralela, ¿estamos obligados a vivir así?
       No sé si la palabra sería obligados, pero Borges ya hablaba “del otro lado de las cosas”. A mí, en la vida y en la literatura, me interesa ese otro lado, el oculto, el menos evidente.

¿Dónde se siente más cómodo, en la distancia corta de un relato, o en la maratón de la novela?
       Me siento cómodo escribiendo en general, aunque es cierto que siento cierta querencia por el género del cuento.



¿Por qué sus personajes se nos antojan unos seres grises y sin perspectiva alguna en la vida?
             Quizá porque los triunfadores no me interesan. Desde el punto de vista psicológico y literario, los presuntos perdedores son mucho más interesantes y contienen muchas más dobleces. Pero también podría ser porque uno mismo no escapa de esa grisura del día a día.

Una vez leída esta  nueva colección, Sopa de fauno (2017), ¿parece que acentúa aún más su visión irónica de una realidad, o trata usted de ser jocoso en estos tiempos de cólera?
       No concibo la literatura sin humor, un humor agridulce, a veces negro. La ironía es el arma de los que temen la realidad, la cancioncilla tonta que cualquiera canturrea de noche andando solo por un bosque para espantar el miedo.

¿Detrás del humor y de la ironía de sus cuentos, en general, debemos intuir como lectores su devoción a grandes maestros del género? ¿Por ejemplo?
       Siempre he sido un lector anárquico y he pasado por etapas muy diversas. Conozco bien casi toda la cuentística social realista española de los 50-60,  de donde surgió una generación de grandes -y muchos olvidados- autores de cuento. El realismo como género no me interesa, lo dejo para el XIX, pero sí aprendí de todos ellos el ritmo interno del cuento. Para mí el gran referente español de la literatura de fantasía sigue siendo Cunqueiro, un autor más citado que leído, me temo. También hay elementos fantásticos muy evidentes en no pocas obras de Mercé Rodoreda. Y por supuesto, el gran Pere Calders, un maestro del humor blanco y del absurdo. Curiosamente, en el país del Quijote, el gran libro de fantasía de nuestra literatura, lo fantástico arraigó poco hasta los años 80 del pasado siglo, y antes se dio más en autores “periféricos”.
Calvino, Buzzati, Chéjov, Quiroga, Rulfo... Todos ellos están entre mis referentes.

¿Es posible que como uno de sus personajes nos encontremos con una lamia? ¿Qué debe intuir el lector detrás de esta propuesta?
       Ya lo decía Torrente Ballester: yo no creo en brujas; ahora bien, haberlas haylas.

¿La realidad es obsesiva y nosotros somos quienes construimos nuestro mundo? ¿Vivimos de conformar momentos inesperados?
       La realidad por sí sola no es nada si no es interpretada, y cada uno la ve a su modo. Basta leer los periódicos: de uno a otro parece que una misma noticia es distinta. Don Quijote veía gigantes donde el resto sólo observaba molinos. En cambio, su mundo interior, su realidad, era mucho más rica que la de la gente que lo rodeaba y le trataba de loco.



¿Los humanos seguimos estando en la más absoluta soledad?
       Sí, incluso acompañados.

Una vez leídas las historias de Sopa de fauno, ¿qué lección debemos extraer sus propuestas?
       No hay lección alguna. Yo no escribo para predicar nada. Si logro la sorpresa, la sonrisa y la reflexión ya me doy por pagado.

¿La vida para usted se concreta en una sucesión de anécdotas y, tal vez, por eso las pone en un papel y las escribe?
       La vida es lo que nos va pasando y es tan corta que no da más que para sucesiones de anécdotas más o menos extensas.
¿La vida real no les basta a sus personajes en Sopa de fauno y se desenvuelven en situaciones extremadamente irreales o fantásticas?
       Ya he citado lo que decía Pessoa al respecto. Desde el primer cazador neandertal que llegó a la cueva exagerando la caza de ese día, el ser humano ha necesitado siempre adornar la vida, hacerla más brillante, darle una pátina de excelencia. Vivimos intentando huir de la mediocridad, esa sombra que a todos nos acecha y de la que pocos escapan. Fíjese que la realidad siempre va acompañada de adjetivos negativos; la cruda realidad, la triste realidad... La realidad es un espejo que no gusta a nadie. Preferimos el sueño, lo irreal, lo maravilloso. Por eso nacieron las leyendas, los mitos, los cuentos, la literatura en definitiva.

¿Recomendaría usted su literatura para liberarnos de las pesadillas cotidianas?
       En absoluto. Mi literatura parte de esas pesadillas u obsesiones y no creo que pueda liberar a nadie. Ahora bien, siempre le alegra a uno saber que no está solo en el mundo imaginando cosas raras, jajaja. 

Y una pregunta final, alterna usted relato y novela, después de Sopa de fauno, ¿en qué anda metido o con qué nos sorprenderá?
       Llevo casi dos años trabajando en una nueva novela. Se trata de una vieja idea a la que ha costado darle un armazón narrativo y que, imprevisiblemente, se ha ido desbordando y creciendo. Veremos cómo acaba.