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viernes, 14 de septiembre de 2018

Novela corta de Francisco Villaespesa


LAS GARRAS DE LA PANTERA
                     

                            
I

       Almanzur era Schaij de la tribu de los Beni-Musas, las más aguerrida y numerosa de cuantas pastaban sus rebaños en las secas llanuras del Oriente del Hechiar, más allá de los altos muros y de los fértiles valles de Medinat-Nevi, la ciudad santa que guarda religiosamente las cenizas del Profeta.
       Descendía de una de las más nobles familias de Islam.
       Su abuelo, Omar-ben-Waid, el Zarahita, había sido uno de los primeros y más fieles discípulos de Mahoma, y en la famosa derrota de Ohod sostuvo entre sus brazos el cuerpo del Profeta cuando éste, herido de una certera pedrada en la frente, se desplomó ensangrentado sobre su corcel.
       Su padre, Noseir-ben-Omar, tomó parte en la rendición de Damasco y en todas las cruentas campañas contra los cristianos de Constantinopla, bajo los gloriosos califatos de Abu-Berek, Omar y Alí.
       El mismo Almanzur había hecho su algihed* en el Egipto y en el África, a las órdenes de Okba, asistiendo a la fundación de la célebre ciudad de Cairuam, y acompañando a su pariente Muza-ben-Noseir a la conquista de España.

       Regresó de estas expediciones cubierto de gloria y de cicatrices, y los ancianos de su tribu le nombraron su Schaij.
       Por todo el desierto se extendió bien pronto su fama de hombre justo, y a su tienda venían a dirimir sus cuestiones, los hombres de los más lejanos países.
        Era fuerte, alto y magnánimo.
        Jamás su boca pronunció una sentencia que no estuviese ajustada a los más sabios preceptos de la ley coránica, ni su brazo dejó de prestar apoyo a los desvalidos.
        Imposibilitado por el peso de sus noventa años de comandar a su guerreros, confió esta misión a su único hijo, Muhamed, que por sus hazañas llamaban el Assadi.
        Almanzur, como todo buen hijo del desierto, amaba la poesía sobre todas las cosas.
        Sentado a la puerta de su tienda gustaba oír, a la luz de los astros, las maravillosas relaciones de aquellas siete casidas que bordadas en oro sobre un manto de seda negra la admiración y la piedad de las gentes habían suspendido en los muros del templo de la Kaaba.
        Una noche, en que rodeado de los principales de su tribu, adormecía su alma con el encanto de una de estas narraciones, llegaron a su aduar, tendidos como arcos sobre sus corceles sudorosos y jadeantes, unos pastores, y, descabalgando junto a su tienda, le dijeron, con la voz trémula aún de emoción:
        —La gloria de Dios caiga sobre tu frente, Almanzur. ¡El Profeta nos protege! Una caravana, tan extensa que se pierde a la vista en los arenales, atravesará mañana, a la caída de la tarde, los abruptos desfiladeros de Absub.
        Nosotros la hemos desfilar mientras los rebaños sesteaban a la sombra de las palmeras de la cisterna de Amhed.
        Centenares de camellos se derrengan bajo el peso de ricos cargamentos de ébano, tapices, armas, plata, oro, joyas, perfumes y especierías de Saba, Ahsa y de las maravillosas regiones del Hadramaut.
        Trescientos jinetes armados las custodian.
        ¿Pero qué son trescientos jinetes armados para los Beni-Musas, los más duros en el combate y los más generosos en la victoria?
        Nuestros corceles no conocen la fatiga ni la sed.
        Nuestros brazos son ágiles y fuertes. Saben traspasar con un venablo a los más veloces avestruces, desjarretan a un toro salvaje y son capaces de desguijar al león más potente.
        Almanzur, Dios ha puesto al alcance de nuestras manos la felicidad... ¡Cúmplase la voluntad de Dios!


        Un sordo murmullo de aprobación acogió las palabras de los pastores. En todas las pupilas fulguró la codicia. Hasta el poeta abandonó su guzla, y se acercó, trémulo de emoción, al grupo. Almanzur irguió su patriarcal figura e imponiendo silencio con un gesto lleno de majestad y de nobleza, dijo, clara y lentamente, como habla la sabiduría y la experiencia, mientras sus dedos, largos y huesudos, acariciaban los blancos mechones de su barba venerable:
        —No conviene derramar estérilmente la sangre humana. Solo en servicio de Dios se debe prodigar. ¿Por ventura no existen aún en tierras del Islam gentes paganas a quienes debemos exterminar?
        La codicia es la más irresistible de las tentaciones. Ella nos desvía del camino de Dios.
        ¿Acaso valen esas riquezas y aun todos los tesoros de la tierra lo que una sola gota de sangre de los Beni-Musas?
        Y su voz resonaba en el silencio de la noche, bajo el polvo de la plata de los astros, con una austera solemnidad profética.
        —¡Almanzur, padre mío, en el nombre de Dios, escúchame! —exclamó respetuosamente su hijo Muhamed el Assadi, aproximándosele.
        —Todos reconocemos y reverenciamos la verdad profunda que encierran tus palabras.
        Pero fíjate en el estado lamentable de la tribu. Las últimas guerras nos han empobrecido hasta el extremo de no haber podido contribuir a la construcción de la nueva mezquita que ha de encerrar los restos venerados del Profeta.
        La sequía agota nuestros campos y la peste diezma nuestros rebaños. El hambre ha hecho su aparición entre nosotros... Y esa caravana, que la voluntad del Señor pone al alcance de nuestra bravura, puede ser la salvación de la tribu.
          —Sí, padre mío —insistió Muhamed—: la necesidad nos apremia.
        Dios nos depara esta ocasión para salvarnos de la miseria en que vivimos. Desaprovecharla sería tanto como renunciar a sus beneficios.
          Todos asintieron, con un leve movimiento de cabeza, a las palabras del Assadi.
        Almanzur quedóse perplejo un instante. Las arrugas de su frente se contrajeron en el esfuerzo de la meditación.
        Los guerreros aguardaban, inmóviles y mudos de ansiedad, la decisión del noble y sabio Schaij.

El último Abderrramán y otras noveals cortas; edición crítica de Pedro M. Domene; Córdoba, Berenice, 2018.

* Guerra contra infieles.

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