“Los buenos libros se escriben para que gusten a sus autores; luego a Dios o al Diablo, o quizá a ambos; y en tercer lugar, para nadie”. Juan Carlos Onetti
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lunes, 30 de septiembre de 2019
domingo, 29 de septiembre de 2019
sábado, 28 de septiembre de 2019
Cuaderno en blanco, septiembre
Cuaderno en blanco
Este mes de noches y mañanas frescas nos devuelve a ese
tiempo donde hay que volver a empezar, a organizarse y encaminarnos a un otoño
de posibilidades que nos traerán aires de renovación, nuevas lecturas y
proyectos.
Una tímida lluvia
nos deja días más frescos, algo de aire más limpio, y la esperanza que todo
vuelve a normalizarse. Debo agradecer a José Ovejero su “Insurrección” que
empiezo a leer y me gusta, en realidad, he leído gran parte de su obra, extensa
y breve, y me siento y seguidor de su buena literatura. Los suplementos vuelven
a reaparecer, Zas!Madrid, Los diablos azules y esa debilidad que siento por
Cuadernos del Sur, y algunos otros que le seguirán. Nuevas novedades, nuevos
retos, y esa calma de septiembre que nos devuelve a una realidad deseada.
Una entrevista
a la mejicana Socorro
Venegas, camino de México D.F. nos traerá esa profunda visión
que la narradora tiene sobre conceptos como la maternidad, la infancia o el
alcoholismo; se publicará en Cuadernos del Sur, que vuelve a lo largo del mes
de octubre. Y, paralelamente, a Buenos Aires, una conversación con Yanina
Rosenberg cuyos relatos entre la fantasía y la ciencia-ficción resultan
gratificantes.
Mientras se
acerca el final del mes de septiembre, el otoño se ha instalado en nuestros
días, el frescor de la mañana y el anochecer nos devuelve esa sensación de
encarar nuevos retos que, sin duda, irán surgiendo a lo largo de las semanas y
los meses próximos.
viernes, 27 de septiembre de 2019
jueves, 26 de septiembre de 2019
Los viajes de Colombine: Portugal
Carolina Coronado
Hay figuras de
grandes españoles cuyo recuerdo nos persigue en Portugal. Nuestros grandes
románticos han tenido predilección por este suelo. Es sabido el viaje de
Espronceda, emigrado político, que hizo célebre la anécdota de arrojar al Tajo
su única moneda de dos pesetas «por no querer entrar en ciudad tan grande con
tan poco dinero». Esta tierra acogedora protegió al gran poeta y fue la cuna de
aquel amor cruel y turbulento que sintió por Teresa Mancha y que tanto influyó
sobre toda su vida.
Herido de amor
nuestro gran Mariano José de Larra, visitó esta ciudad de Lisboa, preso ya de
la mortal melancolía y del amor desdichado que lo llevaron al sepulcro. Larra
escribió aquí, en Mayo de 1835, su poesía Recuerdos,
en la que hay una vibrante invocación al río:
«Río
Tajo, río Tajo;
El de
la corriente undosa;
El de
las arenas de oro,
El que
padre España nombra».
………………………………………………
«Tú que fecundante bañas
Las
regiones españolas,
Desde
el alcázar de Reyes
Que
Aranjuez rico decora,
Hasta
las playas de Luso,
Archivo
de tantas glorias,
Deja
un punto para oírme
Sus
venerandas memorias».
Después
lamenta sus desventuras y al no poder amar a las bellezas lusitanas que merecen
su admiración.
«Diles
que tan solo un voto
La
amistad para ellas forma:
¡Plegue
a Dios que no amen nunca
Las
que aun el amor ignoran!
Y acaba de
aquella manera tan sentida y suplicante a nuestro río español:
«Haz
que tus ondas me traigan
el
nombre de mi Señora».
Pero el río
guarda el secreto de ese nombre tan celosamente como lo guardó Fígaro, que
debió pronunciarlo al morir sin que nadie lo escuchara.
La gran
poetisa romántica Carolina Coronado vino a encerrarse en Portugal y vivió aquí
como una especie de embajadora de España que tenía un prestigio antiguo y
valetudinario, semejante al de la Emperatriz Eugenia. Yo
me he complacido en evocar su memoria ante estos paisajes románticos, en
estas noches maravillosas de Portugal, y poco a poco he ido delineando su
figura, como quien, distraído, bosqueja en el papel que encuentra a mano la
silueta que le es familiar.
Ninguna figura
de mujer tan interesante en la literatura española como la de Carolina Coronado.
Ella legitimó la inclinación literaria de la mujer hasta el límite que hoy
tiene; fué intrépida, decidida y se apasionó del arte con una pasión
literaria y fervorosa.
La
característica de los libros de esta mujer es la exuberancia, la ilusión, el
transporte lírico. Todo en ella fue espontáneo, lleno de frescura, un perfume
de originalidad encantadora, un perfume que en casi todas las obras de las
otras mujeres ha perdido intensidad. Era la improvisadora. Cuando la iluminaba
una idea, cuando una cosa la deslumbraba o la ensombrecía, se sentaba ante el
papel y escribía unos versos. Aun hemos oído hablar con asombro a algún viejo
superviviente de su época de aquella condición rápida y maravillosa de
Carolina Coronado, de aquellas improvisaciones hechas a la vista de todos. Se
sentaba y de una vez escribía una poesía perfecta, como un Beethoven que
repentizase en el piano una sonata original. Verdaderamente era un cerebro
privilegiado, construido definitivamente por la Naturaleza con toda la
fatalidad de su estro poético.
Toda la vida
de Carolina Coronado estuvo henchida de una pasión honesta, pero fervorosa por
la vida. Fue
como una heroína de novela, que al no poderse revelar completamente en la vida
hubiera escrito la heroicidad lírica y fastuosa de su alma; revelando de vez en
cuando en sus hechos la bravura de heroína que había en ella.
Espronceda
tuvo la revelación de su temperamento admirable y le dedicó la sabida poesía:
Dicen que tienes trece primaveras
Y eres
portento de hermosura ya,
Y que en tus
grandes ojos reverberas
La lumbre de
los astros inmortal.
Juro a tus plantas que insensato he sido
De placer en
placer corriendo en pos,
Cuando en el
mismo valle hemos nacido,
Niña gentil,
para adorarnos dos.
Torrentes brota de armonía el alma;
Huyamos a los
bosques a cantar,
Denos la
sombra tu inocente palma
Y reposo tu
virgen soledad.
Carolina
Coronado fue, sobre todo, una mujer en la más profunda acepción de la palabra,
en sus amores y en sus empresas. Por ser tan mujer se atrevió, cuando no había
influenciado todavía la gazmoñería de su época, a escribir El paralelo de Santa Teresa y Safo, esa obra a la que después
rechazó, pero de la que no pudo extirpar la memoria del título, que se conserva
en la galería de los grandes aciertos del pensamiento. Sólo una mujer podía
haber visto con tanta claridad ese paralelo tan excesivamente humano.
En sus
amistades fue terrible. Salvó a sus amigos cien veces de los peligros. Los
revolucionarios de aquella época tenían amparo en su casa y alguna vez se interpuso
en el despacho de un ministro, entre la crueldad de la justicia y la grandeza
de algún reo.
Por sus hijos
tuvo un cariño febril e inusitado. Ella consiguió salvar a sus hijos muertos y
más tarde a su marido del olvido de una fosa, manteniendo sus cadáveres bajo
su guardia. Cerró su casa de la calle de Alcalá sin tocar a un mueble,
abandonándolo todo tal como estaba cuando murió allí una de sus hijas, y fue a
esconderse en una quinta, cercana a Mafra, entre los árboles y las flores de
esta tierra portuguesa que ofrecieron morada digna a la gran artista.
Yo no puedo
recordarla sin la obsesión de esas anécdotas fuertes y fervorosas de sus
muertos. La veo llevándolos consigo, abrazada a ellos, transportándolos con un
romanticismo invencible que no se resigna con lo inevitable y sabe triunfar de
la misma muerte.
El ambiente
aristocrático en que la envolvieron todos los homenajes, el ambiente severo y
distinguido en que la retuvo el haberse casado con el secretario de una
embajada tan importante como la de los Estados Unidos, fue lo único que la
perjudicó reteniéndola lejos de la vida dura, real y verdadera. Carolina
Coronado más en medio de esa vida hubiera encontrado para su temperamento una
demostración más directa, más viva, más esencial. En vez de contener su talento
y su genio, los hubiera revelado empeñándose en el deber más serio de exaltar
la vida entrañable y violenta que vive libremente y con más carácter y más firmeza
lejos de esos medios cerrados en que vivió Carolina Coronado. Ella no pudo faltar
a una prudencia a la que esto la obligaba y sin embargo lo que había en ella de
íntimo, más fuerte que lo impuesto por la mojigatería lució bastante, lució con
una intensidad que antes que en ella no había lucido tan vivamente en ninguna
mujer.
Carolina
Coronado merece por eso un constante recuerdo. Es la figura de mujer más
brillante y más amada de su tiempo, y la precursora de la mujer que ha de manifestar
su alma con valentía en lo porvenir. Es como el tipo legendario de la heroína
de la novela meridional. Los retratos que de ella nos quedan, uno pintado por
Madrazo, y sobre todo los retratos de su juventud, revelan el encanto de esa
figura poética que no sólo cantó, sino que fué cantada por los poetas de su
tiempo, que le ofrendaron sus triunfos, y soñada por los pintores. Es el ideal
de mujer de corazón sensible, y alma fuerte, de la que se enamoran reyes sin
vencer su virtud. Su figura esbelta, de ojos negros y grandes, llenos de
ensueño, con sus largos tirabuzones, es la figura de una heroína de Lamartine.
Esa figura se
ha perpetuado en nuestro recuerdo siempre juvenil, porque Carolina Coronado se
murió para nosotros en plena juventud, a pesar de haber muerto tan anciana en
su retiro de flores. Ella se alejó, se perdió, se ocultó aquí en Portugal,
vivió ya muerta para nosotros y para el Arte. Así es que tanto por su vida como
por su obra, Carolina Coronado es la encarnación más representativa del romanticismo
de su tiempo y la evocamos al recorrer este país encantador cuya alma supo
comprender y de estos paisajes que amó hasta el punto de hacer de Portugal la
patria verdadera, porque fué la tierra elegida, libre y espontáneamente, para
vivir y para morir en ella. Así la figura de esta mujer española es para mí
como la gran figura de una mujer portuguesa.
miércoles, 25 de septiembre de 2019
Manuel Vázquez Montalbán
… me
gusta
EL FRANQUISMO COMO REALIDAD ESTÉTICA TEXTUAL
Manuel Vázquez Montalbán, autor de una
prolífica y variada obra, escribió un
conciso y perspicaz diccionario en 1977, un texto que abordaba el franquismo
como una realidad histórica, política, sociológica, e incluso estética.
Manuel
Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, 2003), considerado como esa
inequívoca identidad del franquismo, consiguió construir con su literatura un
espacio verosímil. La literatura es un rito, según había manifestado en alguna
ocasión, un rito que tiene unos pocos adeptos y donde el escritor es libre
hasta cierto punto de elegir un material muy sensible, propenso a ir cargado de
ideas. A pesar de que la literatura ha perdido la función hegemónica de transmitir
conocimientos, añadía el escritor, como ocurría en el XIX y principios del XX,
conserva todavía un territorio importante, porque cada época genera nuevas
preocupaciones y problemas, nuevas ignorancias sobre sí misma, y esa es la
única zona fértil de la
literatura. Cuarenta y dos años después, Anagrama y el
Ayuntamiento de Barcelona, recuperan, Diccionario del franquismo (2019), con
unas mordaces ilustraciones de Miguel Brieva que subrayan la inquietante
persistencia del sustrato franquista en una actualidad convulsa políticamente
hablando. Un repaso imprescindible que nos lleva del ideario del Movimiento a
las personalidades más destacadas del Régimen, del Valle de los Caídos al yate
Azor, de la Falange, o al mismo Opus Dei, entre otros conceptos y figuras del
Régimen.
El escritor barcelonés, había nacido en
1939, hijo de una modista anarquista y un militante del POUM encarcelado,
también fue un adelantado a temas tan candentes hoy en día como la memoria
histórica; notables sus novelas Galíndez,
galardonada con el Premio Nacional de Narrativa en 1991, o Autobiografía del general Franco (1992). Y con el cadáver del
dictador aún caliente, Vázquez Montalbán, destriparía la esencia del régimen en
dos pequeños ensayos, el mencionado, Diccionario del franquismo (1977) y Los
demonios familiares de Franco (1978).
Diccionario
del franquismo
Se trata de un libro que se sumerge en
las raíces del lenguaje del régimen y sus personajes principales. Algunas de
las entradas no son otra cosa que coletillas con las que se elaboraban los
noticiarios del NO-DO y los partes de Radio Nacional, los editoriales de los
periódicos o los propios discursos del dictador; así podemos leer,
"Inasequible al desaliento", "unidad entre las tierras y los
hombres de España", "el mundo entero al alcance de todos los
españoles", “atado y bien atado”, “camisa vieja”.
Montalbán
combina la descripción histórica con una marcada carga de ironía para construir
una ácida lista de definiciones que conforman el ideario del "Movimiento
Nacional" y para justificar la difícil reconstrucción del país después de
la guerra, o del franquismo se habla de "un régimen de autoridad
fundamentado en el control y uso sistemático de los aparatos represivos, en la
anulación de las libertades democráticas y en la creación de instituciones
hechas a la medida del poder personal de Franco y de las prerrogativas de las
clases dominantes".
Persistencia
del franquismo
Algunas definiciones suenan a broma como
la de "milagro de Franco", pero en absoluto lo son. El conjunto de
las entradas resumen a la perfección la nostalgia imperial del régimen
franquista para recuperar el imperio y cuanto hizo para perder el que le
quedaba: Ifni, Guinea, Sahara", como el mismo Vázquez Montalbán escribe, y
todo ese repertorio de términos (y eufemismos) con el que trató de buscar
encaje en la comunidad internacional: "democracia orgánica",
"desarrollismo", "acuerdo hispano-norteamericano"... Aunque
otras acepciones, como la de "amnistía", ponen el foco sobre la
legitimidad golpista del aparato dictatorial: "La que se concedió a sí
mismo el bando triunfador en la guerra civil para todos aquellos delitos
cometidos desde la proclamación de la República siempre que apuntaran al
objetivo final de derribarla y contribuir al éxito del Movimiento Nacional.
Quedaban así redimidos para siempre desde el “pistolerismo blanco” hasta los
“paseos de incontrolados”, abundantes en los territorios progresivamente
ocupados por el bando nacional".
La reedición del ensayo está acompañada
de una decena de viñetas del ilustrador Miguel Brieva que, según indica la
editorial, "subrayan la inquietante persistencia del sustrato franquista
en la actualidad". Josep Ramoneda en el prólogo afirma, "Contra
Franco no vivíamos mejor. El lenguaje del régimen da testimonio de su
indigencia cultural, su mentalidad totalitaria y su asfixiante tutela sobre la
sociedad”.De ese concepto, "mientras Dios me de vida", el d¡ctador
recurrió frecuentemente a esta fórmula para anunciar que sería jefe del Estado
hasta que la muerte nos separara, y ese "una, grande y libre", "¡lema
creado en los años treinta se convirtió en una poética declaración de objetivos
para la “Nueva España”
amanecida con el Alzamiento Nacional de 1936 y la victoria de 1939. Las
entradas, como definiciones, del libro de Vázquez Montalbán trazan esa línea
clara que se presupone entre pasado y presente; y las ilustraciones de Brieva
actualizan una realidad muy contemporánea, como por ejemplo, el robot de Franco
conectado a cables que le insuflan vida, y en los que se pueden leer los
nombres de partidos políticos como Vox, Ciudadanos o Partido Popular; en
realidad, herederos de los herederos del franquismo, ese segmento de la
población permanece en el mismo lugar, y que de alguna manera trata de mantener
un statu quo donde siempre
mandan los mismos. Los textos de Vázquez Montalbán parecen un producto actual, nunca
debemos olvidar que aparecieron en 1977, cuando el país despertaba con esa
intensa resaca de una larga, compleja, y sangrante dictadura.
DICCIONARIO DEL FRANQUISMO
Manuel Vázquez Montalbán
Ilustrado por Miguel
Brieva
Prólogo de Josep Ramoneda
Barcelona, Anagrama, 2019
(Contraseñas ilustradas)
lunes, 23 de septiembre de 2019
sábado, 21 de septiembre de 2019
viernes, 20 de septiembre de 2019
Los viajes de Colombine: Portugal
Setúbal
La orilla
izquierda del río nos ha tentando con su silueta graciosa, verdeante y
pintoresca, para incitarnos a visitarla.
¡Setúbal!
Empieza por seducirnos nombre clásico, que trae una evoca del mundo antiguo, como
esa ruina Cetobriga y de Troya, sumergidas hace quince siglos en la
desembocadura del Sado.
Es el Sado un
río portugués del Sur, un río de aguas azules, muy melancólico, de un curso
lento, reposado, tranquilo, que parece inmóvil como un lago suizo. Entre el
Sado, el Tajo y el Atlántico, el pedazo de tierra en donde se extiende Setúbal
y sus alrededores forma una península minúscula, de un paisaje maravilloso; una
Costa Azul, más romántica y más bella que la Costa Azul, una Sintra más
natural, por decirlo así
Todo el camino
que conduce a Setúbal es exuberante, pintoresco, frondoso, no se deja de ver el
agua por todas partes: pinares, alcornoques y viñedos. Un gran número de
mujeres y hombres del campo laborean la tierra, cogen las mieses en las parvas
o conducen racimos al lagar. Es una evocación de las novelas clásicas, de una
Arcadia moderna. El sol brilla sobre los matices verdes en sus diversas tonalidades,
arranca reflejos de plata a las aguas azules del Sado y hace valer el ocre y el
pizarra de las montañas para formar el cuadro, de cambiante magnífico, que
parece dispuesto en su conjunto por la mano de un hábil artista.
Los montones
cónicos de sal, blanca y luciente, de las salinas, diseminados entre el verdor
de los campos, con sus cristales facetados y brillantes, parecen riscos de
amatistas preciosas, luminosas, que toman irisaciones azulinas y rosadas.
Setúbal está
como tendida a la orilla del río, como un nido colocado entre la frondosidad
de las ramas de un árbol magnífico. Es una ciudad bella, alegre, amplia, limpia,
con plazas anchas en las que, como en la Plaza de Quevedo, hay palmeras viejas,
de grandes hojas abiertas y de tronco grande y achatado. Las casas son de poca
altura, con balcones y terrazas, dispuestas para la gloria de su sol y del
frescor de agua que hace florecer todo su suelo.
La fundación
de la ciudad es fenicia; hermana de Cádiz en su origen, pues sin duda este
lugar delicioso entusiasmó lo mismo que él a los asiáticos. Setúbal ha guardado
más el carácter de estos primitivos colonizadores; en su playa das Fontaichas
se ve un tipo en el que la genealogía camítica ha impreso fuertemente su
sello. Las barquitas pesqueras guardan reminiscencias de los barcos fenicios;
son altas de proa, gallardas, de una arquitectura igual a los diseños que nos
ha legado la historia de ese pueblo expansivo, creador, que iba extendiendo la
civilización y sembrando la guerra al despertar la ambición a su paso.
Tiene Setúbal
lindas iglesias románticas del siglo XV, que toman ese prestigio que sólo la
antigüedad da a las construcciones como la iglesia del Buen Jesús y la de San Julián.
Es conmovedor
el nombre de Buen Jesús. No es lo
mismo—según los teólogos— decir Jesús que Dios. Esto del Buen Jesús humaniza mucho la figura, la separa de su unión
hipostática, la acerca a nosotros; nos da idea del creador de una doctrina
filosófica pura, mártir de sus ideas, bueno e inocente. Es un amigo el Buen Jesús; un amigo muy familiar.
En cuanto a la
vida de Setúbal, es la vida de una provincia española. El mismo recogimiento y
las mismas fiestas. Esta noche había música en el paseo principal, cuyo nombre
no recuerdo. En España lo llamaríamos Alameda
o Malecón. Se tientiende a la orilla
del río, que lo limita por un lado, y al otro están los hoteles, los grandes
teatros y los edificios principales.
Toca la
música, pasean las muchachas seguidas de los jóvenes, y se sientan las mamas en
las sillas de alquiler a esperar pacientes que termine la velada y vengan los
maridos de su tertulia. Es estar en Almería o en Alicante.
Se nota en la
gente satisfacción, tranquilidad, ese aire que toman los vecinos de las
ciudades ricas, industriosas, donde se produce y se gana para la vida. Setúbal
es ciudad rica, en ella tienen una gran importancia las fábricas de sardinas en
conserva, de fama mundial, y el comercio alcanza un gran desarrollo. Su puerto,
casi a la desembocadura del Sado, es de una gran importancia mercantil.
Pero lo que
seduce en Setúbal es el aire, el cielo y el campo. Todo es sereno. Hay una
placidez enervadora, dulce, que se infiltra. Un cielo limpio donde titilean las
estrellas con una luz que no empaña ningún celaje; donde las constelaciones se
dibujan con toda perfección, y donde la vía láctea se extiende cuajada de nebulosas,
palio de luz, lechosa y espesa, como vivero de mundos. El agua tan serena lo
refleja todo, y el aire parece inmóvil para no interrumpir la contemplación.
Se extiende la
paz solemne por el campo de paisajes grandiosos. Cierran el horizonte las
montañas de la Arrabida, en las que
existen ruinas de monasterios antiguos y grutas formadas en estalactitas. A la
desembocadura del río el Castillo de Outao, que parece tallado en la roca de la
montaña que lo corona, tiene aspecto de castillo fuerte, de ciudadela, el
encanto de la construcción irregular y de la soledad que lo rodea y una
plataforma desde donde se goza un panorama espléndido. En este castillo tiene
su escena una de las novelas revolucionarias e interesantes de Antonio de
Alburquerque, O Márquez da Bacalhôa.
Este castillo, inexpugnable, fortaleza militar, tentó al rey D. Carlos para
hacer de él una residencia de invierno. Están preparadas algunas de las habitaciones
que se le destinaban y que no llegó a habitar.
Hoy el
castillo está convertido por la República en sanatorio de niños tuberculosos.
Es conmovedor el espectáculo de los cientos de criaturas que viven al aire
libre en sus terrazas y bajan hasta la orilla del agua para chapotear en ella y
jugar en la arena. Los que no pueden dejar la cama están expuestos a la
clemencia de las brisas y muchos de ellos, cubierto el cuerpo por la capa de
yeso que sostiene la debilidad de sus miembros, se asemejan a muñecos. Apena
ver su inmovilidad, verlos cómo viven dentro de esa capa blanca; parecen
cuerpos muertos, embalsamados, cuya vida toda se reconcentra en los ojos.
Algunos están envueltos así por completo en esa masa blanca, sepultura
anticipada, de la que se espera verlos resucitar. Tienen cubierta la cabeza, el
pecho, la espalda, las piernas. Cuando el médico golpea sobre esa cubierta hay
un eco de sepulcro, de estar la envoltura vacía. En los rostros infantiles se
ven, sin embargo, resignación y sonrisas; miran ávidos, curiosos, con ojos
claros; entre esa tierra que los rodea y entre esos vendajes que ocultan la
lacería del terrible mal de Pot que los corroe. Cuánto bien debe hacerles este
aire. ¡Su único bien! Se ve que el castillo tiene al fin un destino regio al
darse así a esas criaturas míseras.
Guardo un
recuerdo confuso de todos estos parajes recorridos en automóvil y cuyos nombres
no conservo. Es esta tierra la rival de Sintra; ella ha sido la Sintra del
siglo XV y está sembrada de palacios ya ennegrecidos y abandonados. Hay
castillos fundados por los Felipes de España que conservan su nombre; se ven
las ruinas del soberbio señorío de Palmella; se hallan ruinas de iglesias
góticas y de torres moriscas; en algunos puntos la playa deja ver siluetas de
agujas, como monolitos egipcios, semejantes a las piedras encantadas de la
playa de María Esquelha. Encontramos
huertas donde las flores, las hortalizas y los árboles frutales se mezclan en
un concierto admirable. Las ventanas de las quintas, tapizadas de jazmín y
madreselva; las enredaderas de flores rosa enlazándose a los perales cargados
de fruta madura; la flor roja del granado, abierta como una grana,
confundiéndose con las uvas de oro. Las hojas amplias, que parecen de planta
cuática, de los melones, cubren el suelo de los bancales de regadío, enseñando
las moles del melón y de la melancia
(sandía) como botijos naturales, rezumantes de jugo de la tierra, que invitan a
apagar la sed. Se
mezcla el olor de la savia de la higuera con el olor de las ciruelas maduras;
cuelgan racimos de capullos de fusia entre las rosas de todos colores, desde el
granate hasta el aurora; hay jazmines azules y campanillas moradas y blancas;
las varas de nardos y azucenas se alzan como un milagro de floración virginal
en los tallos escuetos y los cravos
(claveles) se abren reventones, en los ribazos, como en la tierra de
Andalucía.
Al correr del
coche vemos campos de mies madura, maizales que ocultan las panojas de granos
amarillos, como princesas que sólo dejan ver la cabellera rubia bajo el sayal
de estameña que las cubre; alcornoques, cuyo tronco sangrante envuelve piadosa
la yedra; olivares, viñedos, pinos... Toda la riqueza de los campos
portugueses.
A veces, desde
las cumbres, vemos los ríos, el mar y la silueta de Lisboa lejana, que se
ofrece como una promesa. Hay barrancos umbríos, profundidades en cuyo fondo se
ríe el agua; cimas altas con paredes cortadas a pico, y laderas que bordeamos.
Se recuerda Tenerife con su belleza tropical y africana.
miércoles, 18 de septiembre de 2019
martes, 17 de septiembre de 2019
Antonio Pereira
…me gusta
ANTONIO PEREIRA, 10 AÑOS DESPUÉS
La literatura de Antonio Pereira (Villafranca
del Bierzo,1923- León, 2009) surge del cotidiano vivir de unos personajes que
cuentan unas experiencias concretas y se convierten en una estampa costumbrista
muy al uso de la narrativa española de los últimos cincuenta años. Los cuentos
de Pereira se pueblan de miradas alrededor que transmiten las situaciones y las
descripciones de más hondura de la narrativa breve castellana, porque el humor
y la ironía que contienen muchos de estos relatos deja paso a planteamientos
mayores, y en ningún momento el lector deberá averiguar el por qué o la razón
de la existencia de estos personajes que se ven seducidos por los imperativos
de la vida, entre otras causas porque las suyas son las aspiraciones y las
sorpresas de gentes sencillas, cuyas experiencias y obsesiones desembocan en
tenues insinuaciones. La prosa precisa se transmuta, como otra de sus
características a señalar, en una propuesta de sencillez sublime, en tanto que
se consigue percibir la realidad de unas vidas a través de una tendencia
realista como la que practicaron los principales autores de la postguerra
española, aunque lejos de esas actitudes patéticas de un humorismo
convencional, porque en el caso del leonés hay que hablar más de un cariñoso
trato de vecindad con sus personajes para tratar algunos otros temas
predilectos del escritor, el mundo del comercio, caso de algunos de sus cuentos
más celebrados “La tienda de Paco Santín”, o “Tío Candela”; otro de los temas
recurrentes en su cuentística es el erotismo, pero un erotismo al que se llega
a través del ingenio y del humor, además del tratamiento de una singular
sutileza cuya máxima expresión se concretiza en variados artificios que le son
sugeridos al lector, como el tono de la voz, las emociones, el lenguaje del
cuerpo o la imaginación hasta llegar a esa sublimación que se requiere para un
tema tan explícito; buenos ejemplos, “Palabras,
palabras para una rusa”, “El caso Tiroleone” o “Las peras de Dios”, y de forma
mucho más explícita, “Visita impía del Gulbenkian”, donde se cuenta la
contemplación de una estatua que en el narrador provoca unos golpes de
imaginación que se entrecruzan con esa otra visión de una visitante y pone de
manifiesto, el poder de la fantasía capaz de cualquier cosa.
Su propuesta narrativa desde Una
ventana a la carretera (1967) parte de un realismo al uso donde la
sencillez de la prosa sólo se ve confundida por esa tendencia del escritor
leonés a los silencios y al arte de la sugerencia que pueden percibirse en muchos de sus relatos. Pero también la ironía
y humor conforman el mundo de este narrador, cuyo segundo libro de relatos, El
ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976) supuso la constatación de
un arte narrativo singular, porque en el conjunto de estas narraciones cortas,
cuatro en total, ofrecía ahora una mayor tensión entre los aspectos formales de
su narrativa anterior y donde el mundo mercantil y comercial, proponía mejores
aspectos para ampliar, además, su mundo particular hacia geografías distintas.
También, el dominio de la voz, según ha llegado a manifestar el autor, equilibraba
mejor todo lo que se cuenta en estas historias. Aparece, por primera vez, en
sus cuentos la conciencia de un narrador que ordena y desordena los recuerdos
de un pasado para contrastar los saltos obvios que nos ofrece la memoria.
Pereira, que conoce muy bien el mundo,
sabe que lo imprevisible puede encontrarse en todo lo que nos rodea, en los
grandes acontecimientos y en las pequeñas cosas cotidianas como así lo recogen
algunos de sus cuentos más significativos, “Los brazos de la i griega”
o “El ingeniero Démencour”; el primero dará título a una nueva
colección publicada en 1982. El síndrome de Estocolmo (1988), recoge una
inquietud viajera del escritor o quizá esa firme voluntad de registrar las
impresiones de muchos de los pueblos visitados. Su presencia en el panorama
narrativo en estos últimos años ha sido mucho más constante y así al año
siguiente entregaba Cuentos para lectores cómplices (1989), que viene a
confirmar que para el escritor leonés una buena historia es saber contarla con
intensidad y brevedad. Picassos en el desván (1991) y Las ciudades de
Poniente (1994), colecciones de casi un centenar de cuentos más que redondean
la obra cuentística del narrador berciano para quien el cuento quiere producir
un efecto y sobre todo se muestra como un desafío que lo mantiene inquieto,
inconformista y crítico, en definitiva. Y, después, vendrían, Relatos sin fronteras (1998), Cuentos del Medio Siglo (1999), Cuentos de la Cábila (2000), Cuentos del noroeste mágico (2006), La divisa en la torre (2007) o Todos los cuentos (2012).
Lectores cómplices
Natalia Álvarez Méndez y Ángeles Encinar
editan Antonio Pereira y 23 lectores
cómplices (2019) y seleccionan veintitrés cuentos del maestro y reúnen a
otros tantos narradores contemporáneos que comentan esta variada selección que,
diez años después, pone de manifiesto el dominio que el leonés tenía sobre el
género, y cuyos textos que se caracterizan por su brevedad e intensidad, la
elusión y su intensidad lo convierten en el más absoluto dueño de la palabra.
Álvarez y Encinar convierten este volumen en una esencial perspectiva del autor
de Villafranca del Bierzo a través de una cuidada lista de textos que oscilan
entre sus primeros libros, Una ventana a
la carretera (1967) y los últimos, la colección Todos los
cuentos (2012). Una extensa introducción pone de manifiesto las
características esenciales de la narrativa breve de Pereira, cuya obra someten
a un pormenorizado análisis de las características de buena parte de la obra,
la oralidad y su territorio, el cosmopolitismo, la sensualidad de los textos
del villafranquino, la realidad y la ficción que como señalaba el autor, “lo
primero es tener una historia que contar, sin esto nada”, historias que surgen
de su mundo familiar y conocido. Ambas editoras constatan cómo la personalidad
literaria de Pereira queda al margen de movimientos y de modas y escriben sobre
sus vertientes intertextuales y su metaficción como un recurso relevante de su
cuentística desarrollado a través de sus personajes. La bibliografía completa
del autor, una selección de estudios sobre el autor y la procedencia de los
textos seleccionados completa el estudio de ambas editoras.
Los
23 “lectores cómplices” son Berta Vías Mahou, Soledad Puértolas, Antonio
Gamoneda, José María Merino, Lara Moreno, Eloy Tizón, Pilar Adón, Marina
Mayoral, Cristina Grande, David Roas, Luis Mateo Díez, Hipólito G. Navarro,
Care Santos, Cristina Cerrada, Manuel Longares, Andrés Neuman, Julia Otxoa,
Pedro Ugarte, Pablo Andrés Escapa, Patricia Esteban Erlés, Óscar Esquivias, Ricardo Menéndez
Salmón y Nuria Barros, y cada uno de ellos ha escogido un relato
de Pereira, para comentarlo a su manera que representan, sin duda, lo más
emblemático del narrador, desde Una
ventana en la carretera, sus primeras ficciones (1967), hasta el recuento
de Todos los cuentos (2012), donde los
narradores y poetas contemporáneos perciben esa mirada abierta al mundo, o la
vertiente experimental del autor en algunos de sus cuentos, la importancia del
orden y la integración de las piezas en sus volúmenes publicados, los sobreentendidos
y la elipsis como otra característica del narrador Pereira, el juego de las
ilusiones y el simbolismo de sus mejores relatos, la elegancia del estilo, el
cosmopolitismo conjugado con el amor por el noroeste natal, la melancolía, el
humor, lo sensual y el enfoque insólito, manifiesto en su colección de cuentos,
Picassos en el desván (1991), o la necesidad,
siempre, de ese lector cómplice para desentrañar todo el sentido de sus relatos
tras la literalidad de lo expresado en torno a unos personajes humildes y a
unos hechos aparentemente anodinos; y siempre, el territorio del noroeste, cuna
del filandón. Entre otros, Andrés Neuman, pone de relieve la riqueza de la
estructura de los microrrelatos, donde Pereira trabaja con la ironía y la
sugerencia de contenidos no explícitos que afectarían a la historia, y así
meditar acerca de la inspiración, la escritura y la estética, y subraya uno de
sus grandes motivos narrativos: la nostalgia.
Las
editoras, Natalia Álvarez y Ángeles Encinar, ponen el punto y final invitando a
disfrutar del placer de la lectura de unas historias inolvidables y a
convertirnos en lectores cómplices de ese extraño fabulador que fuera Antonio
Pereira.
Antonio Pereira y 23 lectores
cómplices: Natalia Álvarez Méndez y Ángeles Encinar, eds.; León, Eolas
Ediciones, 2019.
lunes, 16 de septiembre de 2019
domingo, 15 de septiembre de 2019
sábado, 14 de septiembre de 2019
Efemérides literarias, septiembre
EFEMÉRIDES LITERARIAS/ CENTENARIOS DE 2019
12 de septiembre de 1919, muere Leonid Nikoláyevich Andréiev, dramaturgo y narrador ruso.
16 de septiembre de 1919, nace Ku Sang, poeta surcoreano.
viernes, 13 de septiembre de 2019
jueves, 12 de septiembre de 2019
Los viajes de Colombine: Portugal
10 bravos touros, 10
¡A los toros!
¡A los toros!
¿Oímos bien?
¿Estamos en España? La gente corre endomingada y en fiesta hacia la plaza; se
adornan los coches descubiertos con flores, hay una alegría ruidosa de pueblo
en feria; una corriente que nos lleva también a nosotros hacia la Praça de Touros.
Es la plaza el
edificio chabacano y suntuoso a la par que, como en nuestras ciudades, hace
pareja a la catedral.
Una población interesante de la península necesita catedral
y plaza de toros para estar completa: Los dos cabildos.
Está dispuesta
la plaza como las españolas; es igual arquitectura e igual aspecto externo. A
las tres se abren las puertas y ya están desde mucho antes esperando los
aficionados. Han traído los trenes gente con rebaja de precios y todas las localidades
rebosan. Los camarotes grandes y
pequeños (palcos) cuestan 5.000 reis; están poblados los balcaos; los Logares de Intelligencia, y los Logares no curro preferidos por los
técnicos; así como todas las barreras de sombra y de sol; en las que se agrupa
una multitud tan incómoda y paciente como la que tenemos costumbre de ver. Los
toros son fiesta de sol y el sol luce espléndido, enardeciendo la sangre.
Se empieza,
sin embargo, a notar las diferencias. No están en los tendidos las hembras de
rompe y rasga con mantillas y mantones de Manila; no están los chulos de
sombrero ancho, ni se ven preparativos de botas de vino y de meriendas.
En los palcos
las gentes van vestidas de calle; faltan los gritos de los vendedores.
Los:
—¡Bollos!
—¡Torraos!
—¡Chochos y
altramuces!
Y el:
—¡Agua,
aguardiente, azucarillos!
Es una
muchedumbre más tranquila, más de orden.
El programa es
grandioso: «¡10 bravos touros! generosamente ofrecidos por los labradores
Excelentísimos señores» (aquí los nombres y descripción de las divisas) y un
juego de cabestros».
Además hay de
propina un toro de divisa blanca y encarnada que será rifado después. Hay tres
bandas de música para amenizar la corrida y tomarán parte los mozos de Forçao.
En el despege el espectáculo es pintoresco: Dos Cavalieros tauromachicos vestidos
con un uniforme del siglo XV, con su sombrero de escarapela y su chorrera de
encaje al pecho y la casaca larga, bordada, que les da un aspecto de
académicos. Estos caballeros se distinguen de los toreros de profesión en el
traje y en que llevan el bigote, como si el mostacho fuese un signo de
autoridad y distinción.
Los capinhas van vestidos con uniforme
torero, el clásico traje de luces, su capa, su tocado habitual. Igual a los toreros
españoles, hasta en la cara afeitada y la coleta.
Los caballos
sobre que cabalgan los cavalieros
tauromachicos son preciosos; caballos de circo que saben bracear y bailar
graciosamente al compás de la música.
Los tres
primeros toros mantienen despierta mi atención por su novedad, y echo de menos
una revista del incomparable Barquero
para enterarme del mérito de las suertes.
Me parece una
parodia de las corridas españolas. Los
bravos touros son unos pobres novillos corniabiertos, embolados, con
zapatillas de cuero envolviendo las extremidades serradas de los cuernos.
En Portugal no
se han matado toros desde la segunda mitad del siglo XVIII, en el reinado de
José I, en la lidia en que fue mortalmente herido de una cornada el conde de
Arcos. Los prohibió el marqués de Pombal diciendo que «Portugal no tenía
bastante población para dar un hombre por un toro». Lo que no comprendo es por
qué se sigue haciendo el simulacro de lidia. Los toros son fiesta bárbara,
fiesta de valor y sangre; es indudable que su encanto y su emoción están en
el peligro. Desde que he visto que se trata de un juego ha tomado para mí la
corrida el valor de una fiesta de saltimbanquis.
Los cavalieros no pican desde sus caballos,
ponen banderillas; unas banderillas cortas que al clavarse se quiebran, y desde
la flecha que las sujeta a la piel del toro hasta el mango que queda en la mano
del cavaliero se extiende una cinta
de papel de colores con banderitas policromas, como una especie de serpentina.
La banderilla al abrirse adorna al animal con una sombrilla, un abanico u otra
figura análoga.
La multitud
aplaude, grita, chilla y enronquece como en nuestras arenas; se excita con la
sugestión del anfiteatro.
Los caballos
bailan al retirarse, mientras los caballeros dan la vuelta al redondel
saludando descubiertos, con el sombrero en la mano. Son caballos que
no llevan vendados los ojos, saben acercarse al toro y huirle, y el caballero
debe defenderlos con presteza.
El juego de
los capinhos que ponen banderillas, capean,
dan quiebros, simulan el salto de la garrocha y ejecutan todas esas proezas,
encanto de los aficionados, es un simulacro de lo que se hace en España. No
falta ni una espada que finja la suerte de matar y señale las estocadas.
Hay bravos,
palmas, olés y esa música de banda, entrecortada, esa música que enardece y no
marca más que escasos compases, propia de las corridas de toros.
¿Qué harán
aquí nuestros toreros? Deben sentirse avergonzados ante estos toros
indefensos nuestras eminencias taurinas. El ideal de los toreros es un pueblo
así. Lucir garbo, posturitas, gentileza, sin peligro.
Los toreros
que van a Portugal deben considerarlo agradable. Hacen el viaje con serenidad y
al despedirlos no lloran sus mujeres. No tienen necesidad de dar noticias suyas
con ese telegrama conmovedor, que esperan las familias llenas de una ansiedad
que debería hacerlo preferente y adelantarlo a todos los otros telegramas.
Es un
simulacro de corrida como las de los circos; en donde un clown señala todas
las suertes y el perrito amaestrado se deja caer muerto. Es lástima no haber
podido educar a los toros para que se tendieran. Entonces la ilusión sería completa.
Una corrida en
cinematógrafo.
Cuando se han
cansado de mortificar a los toros, que por cierto son saltarines como pocos y a
cada momento trepan la barrera, sale el juego de cabestros con sus cencerros y
el toro se une a ellos y vuelve otra vez al chiquero.
La parte peor
de la corrida es para los Mocos de farcao, que no hacen la pega en todos los
toros.
Estos mozos tienen aspecto de campesinos, están vestidos
como los aragoneses, llevan fajas anchas y gorros de colores. Todos en grupo
avanzan hacia el toro, procuran llamarle la atención, y cuando se dirige a
ellos uno se adelanta, se pone enfrente del animal con los brazos cruzados y
recibe todo el empujón del testuz en medio del pecho. Unas veces el golpe es
tan rudo, que el forçao rueda por el
suelo y no queda capaz de levantarse; otras, el toro lo voltea y lo zarandea
sobre su cabeza hasta lograr tirarlo; pero la mayor parte de las veces el
hombre resiste el embite, se agarra a los cuernos y logra dominar a la bestia. Entonces
acuden todos los demás, rodean a la fiera, que rendida, jadeante y asustada
parece un humilde borreguillo manso.
Esta es la
parte más peligrosa de todas, y sin embargo, es la que más gusta. El público
pide a los forçaos, con el mismo empeño
con que grita en nuestras plazas: «¡Caballos! ¡Caballos!» Yo creo que sienten
también la nostalgia del mondongo de los caballos y de la sangre humeante, como
tal vez la multitud de nuestras plazas echa de menos las fieras que desgarraban
esclavos, y salen algo defraudados el día que no tienen la suerte de presenciar
una cogida grave.
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