10 bravos touros, 10
¡A los toros!
¡A los toros!
¿Oímos bien?
¿Estamos en España? La gente corre endomingada y en fiesta hacia la plaza; se
adornan los coches descubiertos con flores, hay una alegría ruidosa de pueblo
en feria; una corriente que nos lleva también a nosotros hacia la Praça de Touros.
Es la plaza el
edificio chabacano y suntuoso a la par que, como en nuestras ciudades, hace
pareja a la catedral.
Una población interesante de la península necesita catedral
y plaza de toros para estar completa: Los dos cabildos.
Está dispuesta
la plaza como las españolas; es igual arquitectura e igual aspecto externo. A
las tres se abren las puertas y ya están desde mucho antes esperando los
aficionados. Han traído los trenes gente con rebaja de precios y todas las localidades
rebosan. Los camarotes grandes y
pequeños (palcos) cuestan 5.000 reis; están poblados los balcaos; los Logares de Intelligencia, y los Logares no curro preferidos por los
técnicos; así como todas las barreras de sombra y de sol; en las que se agrupa
una multitud tan incómoda y paciente como la que tenemos costumbre de ver. Los
toros son fiesta de sol y el sol luce espléndido, enardeciendo la sangre.
Se empieza,
sin embargo, a notar las diferencias. No están en los tendidos las hembras de
rompe y rasga con mantillas y mantones de Manila; no están los chulos de
sombrero ancho, ni se ven preparativos de botas de vino y de meriendas.
En los palcos
las gentes van vestidas de calle; faltan los gritos de los vendedores.
Los:
—¡Bollos!
—¡Torraos!
—¡Chochos y
altramuces!
Y el:
—¡Agua,
aguardiente, azucarillos!
Es una
muchedumbre más tranquila, más de orden.
El programa es
grandioso: «¡10 bravos touros! generosamente ofrecidos por los labradores
Excelentísimos señores» (aquí los nombres y descripción de las divisas) y un
juego de cabestros».
Además hay de
propina un toro de divisa blanca y encarnada que será rifado después. Hay tres
bandas de música para amenizar la corrida y tomarán parte los mozos de Forçao.
En el despege el espectáculo es pintoresco: Dos Cavalieros tauromachicos vestidos
con un uniforme del siglo XV, con su sombrero de escarapela y su chorrera de
encaje al pecho y la casaca larga, bordada, que les da un aspecto de
académicos. Estos caballeros se distinguen de los toreros de profesión en el
traje y en que llevan el bigote, como si el mostacho fuese un signo de
autoridad y distinción.
Los capinhas van vestidos con uniforme
torero, el clásico traje de luces, su capa, su tocado habitual. Igual a los toreros
españoles, hasta en la cara afeitada y la coleta.
Los caballos
sobre que cabalgan los cavalieros
tauromachicos son preciosos; caballos de circo que saben bracear y bailar
graciosamente al compás de la música.
Los tres
primeros toros mantienen despierta mi atención por su novedad, y echo de menos
una revista del incomparable Barquero
para enterarme del mérito de las suertes.
Me parece una
parodia de las corridas españolas. Los
bravos touros son unos pobres novillos corniabiertos, embolados, con
zapatillas de cuero envolviendo las extremidades serradas de los cuernos.
En Portugal no
se han matado toros desde la segunda mitad del siglo XVIII, en el reinado de
José I, en la lidia en que fue mortalmente herido de una cornada el conde de
Arcos. Los prohibió el marqués de Pombal diciendo que «Portugal no tenía
bastante población para dar un hombre por un toro». Lo que no comprendo es por
qué se sigue haciendo el simulacro de lidia. Los toros son fiesta bárbara,
fiesta de valor y sangre; es indudable que su encanto y su emoción están en
el peligro. Desde que he visto que se trata de un juego ha tomado para mí la
corrida el valor de una fiesta de saltimbanquis.
Los cavalieros no pican desde sus caballos,
ponen banderillas; unas banderillas cortas que al clavarse se quiebran, y desde
la flecha que las sujeta a la piel del toro hasta el mango que queda en la mano
del cavaliero se extiende una cinta
de papel de colores con banderitas policromas, como una especie de serpentina.
La banderilla al abrirse adorna al animal con una sombrilla, un abanico u otra
figura análoga.
La multitud
aplaude, grita, chilla y enronquece como en nuestras arenas; se excita con la
sugestión del anfiteatro.
Los caballos
bailan al retirarse, mientras los caballeros dan la vuelta al redondel
saludando descubiertos, con el sombrero en la mano. Son caballos que
no llevan vendados los ojos, saben acercarse al toro y huirle, y el caballero
debe defenderlos con presteza.
El juego de
los capinhos que ponen banderillas, capean,
dan quiebros, simulan el salto de la garrocha y ejecutan todas esas proezas,
encanto de los aficionados, es un simulacro de lo que se hace en España. No
falta ni una espada que finja la suerte de matar y señale las estocadas.
Hay bravos,
palmas, olés y esa música de banda, entrecortada, esa música que enardece y no
marca más que escasos compases, propia de las corridas de toros.
¿Qué harán
aquí nuestros toreros? Deben sentirse avergonzados ante estos toros
indefensos nuestras eminencias taurinas. El ideal de los toreros es un pueblo
así. Lucir garbo, posturitas, gentileza, sin peligro.
Los toreros
que van a Portugal deben considerarlo agradable. Hacen el viaje con serenidad y
al despedirlos no lloran sus mujeres. No tienen necesidad de dar noticias suyas
con ese telegrama conmovedor, que esperan las familias llenas de una ansiedad
que debería hacerlo preferente y adelantarlo a todos los otros telegramas.
Es un
simulacro de corrida como las de los circos; en donde un clown señala todas
las suertes y el perrito amaestrado se deja caer muerto. Es lástima no haber
podido educar a los toros para que se tendieran. Entonces la ilusión sería completa.
Una corrida en
cinematógrafo.
Cuando se han
cansado de mortificar a los toros, que por cierto son saltarines como pocos y a
cada momento trepan la barrera, sale el juego de cabestros con sus cencerros y
el toro se une a ellos y vuelve otra vez al chiquero.
La parte peor
de la corrida es para los Mocos de farcao, que no hacen la pega en todos los
toros.
Estos mozos tienen aspecto de campesinos, están vestidos
como los aragoneses, llevan fajas anchas y gorros de colores. Todos en grupo
avanzan hacia el toro, procuran llamarle la atención, y cuando se dirige a
ellos uno se adelanta, se pone enfrente del animal con los brazos cruzados y
recibe todo el empujón del testuz en medio del pecho. Unas veces el golpe es
tan rudo, que el forçao rueda por el
suelo y no queda capaz de levantarse; otras, el toro lo voltea y lo zarandea
sobre su cabeza hasta lograr tirarlo; pero la mayor parte de las veces el
hombre resiste el embite, se agarra a los cuernos y logra dominar a la bestia. Entonces
acuden todos los demás, rodean a la fiera, que rendida, jadeante y asustada
parece un humilde borreguillo manso.
Esta es la
parte más peligrosa de todas, y sin embargo, es la que más gusta. El público
pide a los forçaos, con el mismo empeño
con que grita en nuestras plazas: «¡Caballos! ¡Caballos!» Yo creo que sienten
también la nostalgia del mondongo de los caballos y de la sangre humeante, como
tal vez la multitud de nuestras plazas echa de menos las fieras que desgarraban
esclavos, y salen algo defraudados el día que no tienen la suerte de presenciar
una cogida grave.
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