Carolina Coronado
Hay figuras de
grandes españoles cuyo recuerdo nos persigue en Portugal. Nuestros grandes
románticos han tenido predilección por este suelo. Es sabido el viaje de
Espronceda, emigrado político, que hizo célebre la anécdota de arrojar al Tajo
su única moneda de dos pesetas «por no querer entrar en ciudad tan grande con
tan poco dinero». Esta tierra acogedora protegió al gran poeta y fue la cuna de
aquel amor cruel y turbulento que sintió por Teresa Mancha y que tanto influyó
sobre toda su vida.
Herido de amor
nuestro gran Mariano José de Larra, visitó esta ciudad de Lisboa, preso ya de
la mortal melancolía y del amor desdichado que lo llevaron al sepulcro. Larra
escribió aquí, en Mayo de 1835, su poesía Recuerdos,
en la que hay una vibrante invocación al río:
«Río
Tajo, río Tajo;
El de
la corriente undosa;
El de
las arenas de oro,
El que
padre España nombra».
………………………………………………
«Tú que fecundante bañas
Las
regiones españolas,
Desde
el alcázar de Reyes
Que
Aranjuez rico decora,
Hasta
las playas de Luso,
Archivo
de tantas glorias,
Deja
un punto para oírme
Sus
venerandas memorias».
Después
lamenta sus desventuras y al no poder amar a las bellezas lusitanas que merecen
su admiración.
«Diles
que tan solo un voto
La
amistad para ellas forma:
¡Plegue
a Dios que no amen nunca
Las
que aun el amor ignoran!
Y acaba de
aquella manera tan sentida y suplicante a nuestro río español:
«Haz
que tus ondas me traigan
el
nombre de mi Señora».
Pero el río
guarda el secreto de ese nombre tan celosamente como lo guardó Fígaro, que
debió pronunciarlo al morir sin que nadie lo escuchara.
La gran
poetisa romántica Carolina Coronado vino a encerrarse en Portugal y vivió aquí
como una especie de embajadora de España que tenía un prestigio antiguo y
valetudinario, semejante al de la Emperatriz Eugenia. Yo
me he complacido en evocar su memoria ante estos paisajes románticos, en
estas noches maravillosas de Portugal, y poco a poco he ido delineando su
figura, como quien, distraído, bosqueja en el papel que encuentra a mano la
silueta que le es familiar.
Ninguna figura
de mujer tan interesante en la literatura española como la de Carolina Coronado.
Ella legitimó la inclinación literaria de la mujer hasta el límite que hoy
tiene; fué intrépida, decidida y se apasionó del arte con una pasión
literaria y fervorosa.
La
característica de los libros de esta mujer es la exuberancia, la ilusión, el
transporte lírico. Todo en ella fue espontáneo, lleno de frescura, un perfume
de originalidad encantadora, un perfume que en casi todas las obras de las
otras mujeres ha perdido intensidad. Era la improvisadora. Cuando la iluminaba
una idea, cuando una cosa la deslumbraba o la ensombrecía, se sentaba ante el
papel y escribía unos versos. Aun hemos oído hablar con asombro a algún viejo
superviviente de su época de aquella condición rápida y maravillosa de
Carolina Coronado, de aquellas improvisaciones hechas a la vista de todos. Se
sentaba y de una vez escribía una poesía perfecta, como un Beethoven que
repentizase en el piano una sonata original. Verdaderamente era un cerebro
privilegiado, construido definitivamente por la Naturaleza con toda la
fatalidad de su estro poético.
Toda la vida
de Carolina Coronado estuvo henchida de una pasión honesta, pero fervorosa por
la vida. Fue
como una heroína de novela, que al no poderse revelar completamente en la vida
hubiera escrito la heroicidad lírica y fastuosa de su alma; revelando de vez en
cuando en sus hechos la bravura de heroína que había en ella.
Espronceda
tuvo la revelación de su temperamento admirable y le dedicó la sabida poesía:
Dicen que tienes trece primaveras
Y eres
portento de hermosura ya,
Y que en tus
grandes ojos reverberas
La lumbre de
los astros inmortal.
Juro a tus plantas que insensato he sido
De placer en
placer corriendo en pos,
Cuando en el
mismo valle hemos nacido,
Niña gentil,
para adorarnos dos.
Torrentes brota de armonía el alma;
Huyamos a los
bosques a cantar,
Denos la
sombra tu inocente palma
Y reposo tu
virgen soledad.
Carolina
Coronado fue, sobre todo, una mujer en la más profunda acepción de la palabra,
en sus amores y en sus empresas. Por ser tan mujer se atrevió, cuando no había
influenciado todavía la gazmoñería de su época, a escribir El paralelo de Santa Teresa y Safo, esa obra a la que después
rechazó, pero de la que no pudo extirpar la memoria del título, que se conserva
en la galería de los grandes aciertos del pensamiento. Sólo una mujer podía
haber visto con tanta claridad ese paralelo tan excesivamente humano.
En sus
amistades fue terrible. Salvó a sus amigos cien veces de los peligros. Los
revolucionarios de aquella época tenían amparo en su casa y alguna vez se interpuso
en el despacho de un ministro, entre la crueldad de la justicia y la grandeza
de algún reo.
Por sus hijos
tuvo un cariño febril e inusitado. Ella consiguió salvar a sus hijos muertos y
más tarde a su marido del olvido de una fosa, manteniendo sus cadáveres bajo
su guardia. Cerró su casa de la calle de Alcalá sin tocar a un mueble,
abandonándolo todo tal como estaba cuando murió allí una de sus hijas, y fue a
esconderse en una quinta, cercana a Mafra, entre los árboles y las flores de
esta tierra portuguesa que ofrecieron morada digna a la gran artista.
Yo no puedo
recordarla sin la obsesión de esas anécdotas fuertes y fervorosas de sus
muertos. La veo llevándolos consigo, abrazada a ellos, transportándolos con un
romanticismo invencible que no se resigna con lo inevitable y sabe triunfar de
la misma muerte.
El ambiente
aristocrático en que la envolvieron todos los homenajes, el ambiente severo y
distinguido en que la retuvo el haberse casado con el secretario de una
embajada tan importante como la de los Estados Unidos, fue lo único que la
perjudicó reteniéndola lejos de la vida dura, real y verdadera. Carolina
Coronado más en medio de esa vida hubiera encontrado para su temperamento una
demostración más directa, más viva, más esencial. En vez de contener su talento
y su genio, los hubiera revelado empeñándose en el deber más serio de exaltar
la vida entrañable y violenta que vive libremente y con más carácter y más firmeza
lejos de esos medios cerrados en que vivió Carolina Coronado. Ella no pudo faltar
a una prudencia a la que esto la obligaba y sin embargo lo que había en ella de
íntimo, más fuerte que lo impuesto por la mojigatería lució bastante, lució con
una intensidad que antes que en ella no había lucido tan vivamente en ninguna
mujer.
Carolina
Coronado merece por eso un constante recuerdo. Es la figura de mujer más
brillante y más amada de su tiempo, y la precursora de la mujer que ha de manifestar
su alma con valentía en lo porvenir. Es como el tipo legendario de la heroína
de la novela meridional. Los retratos que de ella nos quedan, uno pintado por
Madrazo, y sobre todo los retratos de su juventud, revelan el encanto de esa
figura poética que no sólo cantó, sino que fué cantada por los poetas de su
tiempo, que le ofrendaron sus triunfos, y soñada por los pintores. Es el ideal
de mujer de corazón sensible, y alma fuerte, de la que se enamoran reyes sin
vencer su virtud. Su figura esbelta, de ojos negros y grandes, llenos de
ensueño, con sus largos tirabuzones, es la figura de una heroína de Lamartine.
Esa figura se
ha perpetuado en nuestro recuerdo siempre juvenil, porque Carolina Coronado se
murió para nosotros en plena juventud, a pesar de haber muerto tan anciana en
su retiro de flores. Ella se alejó, se perdió, se ocultó aquí en Portugal,
vivió ya muerta para nosotros y para el Arte. Así es que tanto por su vida como
por su obra, Carolina Coronado es la encarnación más representativa del romanticismo
de su tiempo y la evocamos al recorrer este país encantador cuya alma supo
comprender y de estos paisajes que amó hasta el punto de hacer de Portugal la
patria verdadera, porque fué la tierra elegida, libre y espontáneamente, para
vivir y para morir en ella. Así la figura de esta mujer española es para mí
como la gran figura de una mujer portuguesa.
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