En el Tajo
La Prensa de
Portugal responde gallardamente a este revivir de actividad, de resurrección,
por el que la nación atraviesa. Aquí ya saben prácticamente, no en teoría sólo,
que la Prensa es un poder del Estado. Los periodistas han visto el fruto de su
esfuerzo, y esto hace que su ardor cívico sea cada vez más entusiasta. Yo he
tenido ocasión de visitar A Capital,
uno de los más importantes diarios de la tarde, y O Mundo, que es uno de los más notables diarios de la mañana.
El Director
del primero, D. Manuel Guimaraes, es un periodista trabajador, inteligente,
probo, sólo comparable con nuestro coloso Augusto de Figueroa. El segundo fue
fundado por França Borjes, el inolvidable; una figura que me hace recordar a nuestro
llorado Alfredo Vicenti, el periodista incorrupto y ecuánime, tan gran amigo
de Portugal, sin hacer valer su cariño, tan poeta de la vida y tan defensor
abnegado y lleno de desinterés de todas las causas justas y nobles. En su
redacción he conocido escritores de tanto prestigio como D. Luis Derouet, D.
Santos Tavares y don Carlos Trilho. Sería interminable la lista de los
periodistas de valer que militan en la Prensa de Portugal. Están en sus filas
todos los grandes ingenios y todos los grandes políticos. La dirección
espiritual de la multitud que les está encomendada no puede tener mejores
apóstoles.
Yo hubiera
querido visitar el «Journal do Comercio», tengo con ese periódico una deuda
romántica. Quizás le debo a él mi afición al periodismo, a la literatura y a
los viajes. No aprendí a leer espontáneamente en la plana de anuncios de ese Journal que iba a perderse en las
soledades de mi cortijo de Rodalquilar. La impresión que hacían en mi ánimo las
negritas rotundas redondas y gruesas
de sus letreros no se ha borrado aún. Bajo ella había siempre grabados unos
barcos formando columnas unos debajo de otros. Unos barcos muy negros, con una
silueta muy gallarda y muy clásica, algunos con su penacho de humo como si ya
estuviesen caminando otros con un aspecto de arranque, como si tuviesen la
máquina encendida esperando la orden de marcha. Algunas veces había un barco
muy grande, y parecía como una galera capitana a la que las naves chiquitas le
iban a dar escolta. La plana aquella tenía para mí un valor semejante al de
las hojas de aleluyas en que me leían aventuras maravillosas. Yo la
relacionaba con los mágicos cuentos de Simbad
el marino. Sentía deseos de escaparme, de irme en aquellos barcos, y para
enterarme de sus destinos aprendí a juntar en castellano aquellas"
negritas portuguesas tan sugeridoras y tan inolvidables. «Pernambuco, Río
Janeiro, Santos, Oporto, Lisboa». Yo leía y releía sus nombres, los adivinaba
por vocación, eran para mí lo que aún continúan siendo Bagdad, Mousul... y las
ciudades de Oriente que no he podido ver aún. Yo quisiera poder estampar sus
nombres con aquellas mismas negritas, rudas y fuertes.
Necesito como
un tónico el perfume del aguarrás y del plomo y la tinta de la imprenta. Así
he aprovechado la galantería de la Prensa lisbonense para visitar sus redacciones, y no podré jamás corresponder a la
manera tan sincera, tan amable, tan cortés, como han recibido a la compañera
lejana, que ha llegado hasta aquí sin más tarjeta de presentación que el eco
perdido de millares de artículos, ligeros y efímeros, y unas docenas de libros,
cosas todas que sorprende que fuera de la Patria hayan podido hacer ambiente.
A Capital, con el concurso del ministro
Sr. Monteiro, dignamente representado por su secretario señor Palma, me ha dedicado
una fiesta tan amable y tan simpática que será inolvidable.
Un precioso
vaporcito, nos esperaba al pie de la escalinata de mármol de la Plaza del
Comercio. Sus tripulantes eran todos artistas: literatos, pintores o
escultores; las damas todas escritoras, periodistas o actrices como Lucinda
Simoes y Palmyra Torres.
El barco se ha
deslizado entre los ópalos y los dorados del crepúsculo sobre las aguas rizadas
y blancas del Tajo. Se ha deslizado con un andar blanco, de dama que pisa sobre
alfombras, y parecía que iba tendiendo para nosotros la vista incomparable de
Lisboa como una cinta mágica maravillosa. La gran ciudad se aparece toda en la
perspectiva como en esas fotografías de las plazas de toros en las que se ven
las caras de todos los espectadores colocados en las gradas. Así muestra ella
su belleza toda, completa y magnífica, sin ocultarnos nada.
La cúpula de
la Estrella, el cuadrilátero del Palacio de Ajuda, la alta torre de la Sé; el
viejo promontorio de Castello, y la extensión magnífica de sus plazas y de sus
jardines.
A la orilla el
hermoso puerto, no deja sospechar que se trata de un río, con los buques de
alto bordo surtos cerca de los Docas
y todo el movimiento de la ciudad comercial, que a esta hora se va amortiguando
blandamente como si se quedase dormida. La luz blanca de la luna, que es como
una flor blanca en el cielo, borra los oros vesperales. La ciudad no se borra
por completo, nos queda de ella la impresión de la forma y de la línea sin la
luz ni el color. Son todo siluetas vagas, inciertas, misteriosas, que parecen
moverse y seguirnos en nuestro paseo como si las arrastrase el surco del agua
que deja la quilla, y parece entre la otra agua inmóvil un arroyuelo de agua
que corre entre la otra agua.
Desde los
barcos cercanos salen voces en idiomas de pueblos distantes, que son como una
música que va a unirse a la música de a bordo. El barco está transformado en
salón. Una larga mesa enflorada ocupa toda la cubierta; el comercio de Lisboa
ha enviado presentes de los mejores productos nacionales; reina un ambiente
agradable, cordial, todo risas y alegrías. Los más afamados tocadores de
guitarra y de viola nos dan un concierto incomparable. Los fados lloran su melancolía sobre las aguas. No hay nada tan
impresionante como un fado cantado en la guitarra, así, lejos de la tierra,
bajo ese cielo de un azul tan limpio y tan claro, donde la luna es tan luciente
que aleja toda la corte de estrellas, para que luzcan como en un cerco lejano,
hacia los límites del horizonte.
De todos los
fados que he oido, mi favorito es el fado antiguo, el fado clásico. No se
pueden mejorar ni perfeccionar los cantos populares. Va en ellos un alma
completa, tan completa que no se puede cambiar nada. El fado tiene el encanto
de la Folia de Canarias, a la que más
se parece; la languidez de la guajira
y la melancolía triste de las saetas andaluzas. Todo el espíritu de un pueblo
se traduce en sus cantares. Estos son los cantares nostálgicos del alma árabe,
que lloraba su destierro de las orillas del Tigris y el Eufrates; cantos que
quedaron en la Península, entre un pueblo oprimido y esclavo; cantos de
nostalgia vaga, de ideal sin nombre, que es a la vez grito de pasión y suspiros
amargos. Este canto legendario que no se halla ya en los himnos de los pueblos
libres, esos que cantan gozosos y plácidos como suizos y noruegos o
arrogantes y altivos como el pueblo francés. Pero este canto de queja y lloro,
que pronto no entenderán aquí, es propicio para venir a anidar en el alma española,
con la doble tristeza fatalista del árabe y la resignada inconsciencia supersticiosa
y perezosa del andaluz.
Corre el barco
sin oscilaciones, en su suave deslizarse, a favor de la corriente. Vamos
hacia el mar. Un ingeniero enfoca los reflectores a la costa y van apareciendo
como flores que brotasen al sol, la Torre de Belem con su silueta de piedras
blancas; la iglesia de los Jerónimos, que evoca la visión de su arte con el
recuerdo de aquellas columnas que rompieron el módulo clásico para elevarse
audazmente y terminar en ese anillo que forma su extraño capitel; y
desdoblándose en las duras aristas de la bóveda, para formar como un túnel de
palmeras de piedra, de un encanto irresistible y lleno de grandiosidad. Surge
en la evocación la estatua del Gran Alburquerque y continúa el desfile
maravilloso en el que se revelan y se pierden todas las siluetas de los
edificios notables y todas las visiones grandiosas de la ciudad, que ilumina o
ensombrece el foco del reflector, como un sol de rayos de acero.
Sobre todo
esto el palio en que luce esa luna insolente de puro brillante, esas aguas
rumorosas y dormidas, sin oleaje ni color que son aguas que han venido de
España; y sobre todo, este lazo de afecto tan cordial, este eco de fiesta
triste que resuena en el eco de la guitarra y la viola, alejándose a merced
del viento como si hubiera de caminar sin extinguirse nunca.
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