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viernes, 20 de septiembre de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


Setúbal




       La orilla izquierda del río nos ha tentando con su silueta graciosa, verdeante y pintoresca, para incitarnos a visitarla.
       ¡Setúbal! Empieza por seducirnos nombre clásico, que trae una evoca del mundo antiguo, como esa ruina Cetobriga y de Troya, sumergidas hace quince siglos en la desembocadura del Sado.
       Es el Sado un río portugués del Sur, un río de aguas azules, muy melancólico, de un curso lento, reposado, tranquilo, que parece inmóvil como un lago suizo. Entre el Sado, el Tajo y el Atlántico, el pedazo de tierra en donde se extiende Setúbal y sus alrededores forma una península minúscula, de un paisaje maravilloso; una Costa Azul, más romántica y más bella que la Costa Azul, una Sintra más natural, por decirlo así
       Todo el camino que conduce a Setúbal es exuberante, pintoresco, frondoso, no se deja de ver el agua por todas partes: pinares, alcornoques y viñedos. Un gran número de mujeres y hombres del campo laborean la tierra, cogen las mieses en las parvas o conducen racimos al lagar. Es una evocación de las novelas clásicas, de una Arcadia moderna. El sol brilla sobre los matices verdes en sus diversas tonali­dades, arranca reflejos de plata a las aguas azules del Sado y hace valer el ocre y el pizarra de las montañas para formar el cuadro, de cambiante magnífico, que parece dispuesto en su conjunto por la mano de un hábil artista.
       Los montones cónicos de sal, blanca y luciente, de las salinas, diseminados en­tre el verdor de los campos, con sus cris­tales facetados y brillantes, parecen ris­cos de amatistas preciosas, luminosas, que toman irisaciones azulinas y rosadas.
       Setúbal está como tendida a la orilla del río, como un nido colocado entre la fron­dosidad de las ramas de un árbol magnífico. Es una ciudad bella, alegre, amplia, limpia, con plazas anchas en las que, como en la Plaza de Quevedo, hay palmeras vie­jas, de grandes hojas abiertas y de tronco grande y achatado. Las casas son de poca altura, con balcones y terrazas, dis­puestas para la gloria de su sol y del frescor de agua que hace florecer todo su suelo.
       La fundación de la ciudad es fenicia; hermana de Cádiz en su origen, pues sin duda este lugar delicioso entusiasmó lo mismo que él a los asiáticos. Setúbal ha guardado más el carácter de estos primi­tivos colonizadores; en su playa das Fontaichas se ve un tipo en el que la genealo­gía camítica ha impreso fuertemente su sello. Las barquitas pesqueras guardan reminiscencias de los barcos fenicios; son altas de proa, gallardas, de una arquitec­tura igual a los diseños que nos ha legado la historia de ese pueblo expansivo, crea­dor, que iba extendiendo la civilización y sembrando la guerra al despertar la am­bición a su paso.
       Tiene Setúbal lindas iglesias románticas del siglo XV, que toman ese prestigio que sólo la antigüedad da a las construcciones como la iglesia del Buen Jesús y la de San Julián.
       Es conmovedor el nombre de Buen Je­sús. No es lo mismo—según los teólogos— decir Jesús que Dios. Esto del Buen Je­sús humaniza mucho la figura, la separa de su unión hipostática, la acerca a nos­otros; nos da idea del creador de una doc­trina filosófica pura, mártir de sus ideas, bueno e inocente. Es un amigo el Buen Jesús; un amigo muy familiar.
       En cuanto a la vida de Setúbal, es la vida de una provincia española. El mismo recogimiento y las mismas fiestas. Esta noche había música en el paseo principal, cuyo nombre no recuerdo. En España lo llamaríamos Alameda o Malecón. Se tientiende a la orilla del río, que lo limita por un lado, y al otro están los hoteles, los grandes teatros y los edificios principales.


       Toca la música, pasean las muchachas seguidas de los jóvenes, y se sientan las mamas en las sillas de alquiler a esperar pacientes que termine la velada y ven­gan los maridos de su tertulia. Es estar en Almería o en Alicante.
       Se nota en la gente satisfacción, tran­quilidad, ese aire que toman los vecinos de las ciudades ricas, industriosas, donde se produce y se gana para la vida. Setú­bal es ciudad rica, en ella tienen una gran importancia las fábricas de sardinas en conserva, de fama mundial, y el comercio alcanza un gran desarrollo. Su puerto, casi a la desembocadura del Sado, es de una gran importancia mercantil.
       Pero lo que seduce en Setúbal es el aire, el cielo y el campo. Todo es sereno. Hay una placidez enervadora, dulce, que se infiltra. Un cielo limpio donde titilean las estrellas con una luz que no empaña ningún celaje; donde las constelaciones se dibujan con toda perfección, y donde la vía láctea se extiende cuajada de nebu­losas, palio de luz, lechosa y espesa, como vivero de mundos. El agua tan serena lo refleja todo, y el aire parece inmóvil para no interrumpir la contemplación.
       Se extiende la paz solemne por el campo de paisajes grandiosos. Cierran el hori­zonte las montañas de la Arrabida, en las que existen ruinas de monasterios anti­guos y grutas formadas en estalactitas. A la desembocadura del río el Castillo de Outao, que parece tallado en la roca de la montaña que lo corona, tiene aspecto de castillo fuerte, de ciudadela, el encanto de la construcción irregular y de la sole­dad que lo rodea y una plataforma desde donde se goza un panorama espléndido. En este castillo tiene su escena una de las novelas revolucionarias e interesantes de Antonio de Alburquerque, O Márquez da Bacalhôa. Este castillo, inexpugnable, fortaleza militar, tentó al rey D. Carlos para hacer de él una residencia de invier­no. Están preparadas algunas de las ha­bitaciones que se le destinaban y que no llegó a habitar.
       Hoy el castillo está convertido por la República en sanatorio de niños tubercu­losos. Es conmovedor el espectáculo de los cientos de criaturas que viven al aire libre en sus terrazas y bajan hasta la orilla del agua para chapotear en ella y jugar en la arena. Los que no pueden dejar la cama están expuestos a la clemencia de las brisas y muchos de ellos, cubierto el cuerpo por la capa de yeso que sostiene la debilidad de sus miembros, se asemejan a muñecos. Apena ver su inmovilidad, verlos cómo viven dentro de esa capa blanca; parecen cuerpos muertos, embal­samados, cuya vida toda se reconcentra en los ojos. Algunos están envueltos así por completo en esa masa blanca, sepul­tura anticipada, de la que se espera verlos resucitar. Tienen cubierta la cabeza, el pecho, la espalda, las piernas. Cuando el médico golpea sobre esa cubierta hay un eco de sepulcro, de estar la envoltura va­cía. En los rostros infantiles se ven, sin embargo, resignación y sonrisas; miran ávidos, curiosos, con ojos claros; entre esa tierra que los rodea y entre esos ven­dajes que ocultan la lacería del terrible mal de Pot que los corroe. Cuánto bien debe hacerles este aire. ¡Su único bien! Se ve que el castillo tiene al fin un destino regio al darse así a esas criaturas míseras.
       Guardo un recuerdo confuso de todos estos parajes recorridos en automóvil y cuyos nombres no conservo. Es esta tie­rra la rival de Sintra; ella ha sido la Sintra del siglo XV y está sembrada de palacios ya ennegrecidos y abandonados. Hay castillos fundados por los Felipes de Es­paña que conservan su nombre; se ven las ruinas del soberbio señorío de Palmella; se hallan ruinas de iglesias góticas y de to­rres moriscas; en algunos puntos la pla­ya deja ver siluetas de agujas, como monolitos egipcios, semejantes a las pie­dras encantadas de la playa de María Esquelha. Encontramos huertas donde las flores, las hortalizas y los árboles fru­tales se mezclan en un concierto admira­ble. Las ventanas de las quintas, tapiza­das de jazmín y madreselva; las enreda­deras de flores rosa enlazándose a los pe­rales cargados de fruta madura; la flor roja del granado, abierta como una grana, confundiéndose con las uvas de oro. Las hojas amplias, que parecen de planta cuática, de los melones, cubren el suelo de los bancales de regadío, enseñando las moles del melón y de la melancia (sandía) como botijos naturales, rezumantes de jugo de la tierra, que invitan a apagar la sed. Se mezcla el olor de la savia de la hi­guera con el olor de las ciruelas maduras; cuelgan racimos de capullos de fusia entre las rosas de todos colores, desde el granate hasta el aurora; hay jazmines azules y campanillas moradas y blancas; las varas de nardos y azucenas se alzan como un milagro de floración virginal en los tallos escuetos y los cravos (claveles) se abren reventones, en los ribazos, como en la tie­rra de Andalucía.
       Al correr del coche vemos campos de mies madura, maizales que ocultan las panojas de granos amarillos, como prin­cesas que sólo dejan ver la cabellera ru­bia bajo el sayal de estameña que las cu­bre; alcornoques, cuyo tronco sangrante envuelve piadosa la yedra; olivares, vi­ñedos, pinos... Toda la riqueza de los cam­pos portugueses.
       A veces, desde las cumbres, vemos los ríos, el mar y la silueta de Lisboa lejana, que se ofrece como una promesa. Hay barrancos umbríos, profundidades en cuyo fondo se ríe el agua; cimas altas con pare­des cortadas a pico, y laderas que bordeamos. Se recuerda Tenerife con su belleza tropical y africana.


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