Setúbal
La orilla
izquierda del río nos ha tentando con su silueta graciosa, verdeante y
pintoresca, para incitarnos a visitarla.
¡Setúbal!
Empieza por seducirnos nombre clásico, que trae una evoca del mundo antiguo, como
esa ruina Cetobriga y de Troya, sumergidas hace quince siglos en la
desembocadura del Sado.
Es el Sado un
río portugués del Sur, un río de aguas azules, muy melancólico, de un curso
lento, reposado, tranquilo, que parece inmóvil como un lago suizo. Entre el
Sado, el Tajo y el Atlántico, el pedazo de tierra en donde se extiende Setúbal
y sus alrededores forma una península minúscula, de un paisaje maravilloso; una
Costa Azul, más romántica y más bella que la Costa Azul, una Sintra más
natural, por decirlo así
Todo el camino
que conduce a Setúbal es exuberante, pintoresco, frondoso, no se deja de ver el
agua por todas partes: pinares, alcornoques y viñedos. Un gran número de
mujeres y hombres del campo laborean la tierra, cogen las mieses en las parvas
o conducen racimos al lagar. Es una evocación de las novelas clásicas, de una
Arcadia moderna. El sol brilla sobre los matices verdes en sus diversas tonalidades,
arranca reflejos de plata a las aguas azules del Sado y hace valer el ocre y el
pizarra de las montañas para formar el cuadro, de cambiante magnífico, que
parece dispuesto en su conjunto por la mano de un hábil artista.
Los montones
cónicos de sal, blanca y luciente, de las salinas, diseminados entre el verdor
de los campos, con sus cristales facetados y brillantes, parecen riscos de
amatistas preciosas, luminosas, que toman irisaciones azulinas y rosadas.
Setúbal está
como tendida a la orilla del río, como un nido colocado entre la frondosidad
de las ramas de un árbol magnífico. Es una ciudad bella, alegre, amplia, limpia,
con plazas anchas en las que, como en la Plaza de Quevedo, hay palmeras viejas,
de grandes hojas abiertas y de tronco grande y achatado. Las casas son de poca
altura, con balcones y terrazas, dispuestas para la gloria de su sol y del
frescor de agua que hace florecer todo su suelo.
La fundación
de la ciudad es fenicia; hermana de Cádiz en su origen, pues sin duda este
lugar delicioso entusiasmó lo mismo que él a los asiáticos. Setúbal ha guardado
más el carácter de estos primitivos colonizadores; en su playa das Fontaichas
se ve un tipo en el que la genealogía camítica ha impreso fuertemente su
sello. Las barquitas pesqueras guardan reminiscencias de los barcos fenicios;
son altas de proa, gallardas, de una arquitectura igual a los diseños que nos
ha legado la historia de ese pueblo expansivo, creador, que iba extendiendo la
civilización y sembrando la guerra al despertar la ambición a su paso.
Tiene Setúbal
lindas iglesias románticas del siglo XV, que toman ese prestigio que sólo la
antigüedad da a las construcciones como la iglesia del Buen Jesús y la de San Julián.
Es conmovedor
el nombre de Buen Jesús. No es lo
mismo—según los teólogos— decir Jesús que Dios. Esto del Buen Jesús humaniza mucho la figura, la separa de su unión
hipostática, la acerca a nosotros; nos da idea del creador de una doctrina
filosófica pura, mártir de sus ideas, bueno e inocente. Es un amigo el Buen Jesús; un amigo muy familiar.
En cuanto a la
vida de Setúbal, es la vida de una provincia española. El mismo recogimiento y
las mismas fiestas. Esta noche había música en el paseo principal, cuyo nombre
no recuerdo. En España lo llamaríamos Alameda
o Malecón. Se tientiende a la orilla
del río, que lo limita por un lado, y al otro están los hoteles, los grandes
teatros y los edificios principales.
Toca la
música, pasean las muchachas seguidas de los jóvenes, y se sientan las mamas en
las sillas de alquiler a esperar pacientes que termine la velada y vengan los
maridos de su tertulia. Es estar en Almería o en Alicante.
Se nota en la
gente satisfacción, tranquilidad, ese aire que toman los vecinos de las
ciudades ricas, industriosas, donde se produce y se gana para la vida. Setúbal
es ciudad rica, en ella tienen una gran importancia las fábricas de sardinas en
conserva, de fama mundial, y el comercio alcanza un gran desarrollo. Su puerto,
casi a la desembocadura del Sado, es de una gran importancia mercantil.
Pero lo que
seduce en Setúbal es el aire, el cielo y el campo. Todo es sereno. Hay una
placidez enervadora, dulce, que se infiltra. Un cielo limpio donde titilean las
estrellas con una luz que no empaña ningún celaje; donde las constelaciones se
dibujan con toda perfección, y donde la vía láctea se extiende cuajada de nebulosas,
palio de luz, lechosa y espesa, como vivero de mundos. El agua tan serena lo
refleja todo, y el aire parece inmóvil para no interrumpir la contemplación.
Se extiende la
paz solemne por el campo de paisajes grandiosos. Cierran el horizonte las
montañas de la Arrabida, en las que
existen ruinas de monasterios antiguos y grutas formadas en estalactitas. A la
desembocadura del río el Castillo de Outao, que parece tallado en la roca de la
montaña que lo corona, tiene aspecto de castillo fuerte, de ciudadela, el
encanto de la construcción irregular y de la soledad que lo rodea y una
plataforma desde donde se goza un panorama espléndido. En este castillo tiene
su escena una de las novelas revolucionarias e interesantes de Antonio de
Alburquerque, O Márquez da Bacalhôa.
Este castillo, inexpugnable, fortaleza militar, tentó al rey D. Carlos para
hacer de él una residencia de invierno. Están preparadas algunas de las habitaciones
que se le destinaban y que no llegó a habitar.
Hoy el
castillo está convertido por la República en sanatorio de niños tuberculosos.
Es conmovedor el espectáculo de los cientos de criaturas que viven al aire
libre en sus terrazas y bajan hasta la orilla del agua para chapotear en ella y
jugar en la arena. Los que no pueden dejar la cama están expuestos a la
clemencia de las brisas y muchos de ellos, cubierto el cuerpo por la capa de
yeso que sostiene la debilidad de sus miembros, se asemejan a muñecos. Apena
ver su inmovilidad, verlos cómo viven dentro de esa capa blanca; parecen
cuerpos muertos, embalsamados, cuya vida toda se reconcentra en los ojos.
Algunos están envueltos así por completo en esa masa blanca, sepultura
anticipada, de la que se espera verlos resucitar. Tienen cubierta la cabeza, el
pecho, la espalda, las piernas. Cuando el médico golpea sobre esa cubierta hay
un eco de sepulcro, de estar la envoltura vacía. En los rostros infantiles se
ven, sin embargo, resignación y sonrisas; miran ávidos, curiosos, con ojos
claros; entre esa tierra que los rodea y entre esos vendajes que ocultan la
lacería del terrible mal de Pot que los corroe. Cuánto bien debe hacerles este
aire. ¡Su único bien! Se ve que el castillo tiene al fin un destino regio al
darse así a esas criaturas míseras.
Guardo un
recuerdo confuso de todos estos parajes recorridos en automóvil y cuyos nombres
no conservo. Es esta tierra la rival de Sintra; ella ha sido la Sintra del
siglo XV y está sembrada de palacios ya ennegrecidos y abandonados. Hay
castillos fundados por los Felipes de España que conservan su nombre; se ven
las ruinas del soberbio señorío de Palmella; se hallan ruinas de iglesias
góticas y de torres moriscas; en algunos puntos la playa deja ver siluetas de
agujas, como monolitos egipcios, semejantes a las piedras encantadas de la
playa de María Esquelha. Encontramos
huertas donde las flores, las hortalizas y los árboles frutales se mezclan en
un concierto admirable. Las ventanas de las quintas, tapizadas de jazmín y
madreselva; las enredaderas de flores rosa enlazándose a los perales cargados
de fruta madura; la flor roja del granado, abierta como una grana,
confundiéndose con las uvas de oro. Las hojas amplias, que parecen de planta
cuática, de los melones, cubren el suelo de los bancales de regadío, enseñando
las moles del melón y de la melancia
(sandía) como botijos naturales, rezumantes de jugo de la tierra, que invitan a
apagar la sed. Se
mezcla el olor de la savia de la higuera con el olor de las ciruelas maduras;
cuelgan racimos de capullos de fusia entre las rosas de todos colores, desde el
granate hasta el aurora; hay jazmines azules y campanillas moradas y blancas;
las varas de nardos y azucenas se alzan como un milagro de floración virginal
en los tallos escuetos y los cravos
(claveles) se abren reventones, en los ribazos, como en la tierra de
Andalucía.
Al correr del
coche vemos campos de mies madura, maizales que ocultan las panojas de granos
amarillos, como princesas que sólo dejan ver la cabellera rubia bajo el sayal
de estameña que las cubre; alcornoques, cuyo tronco sangrante envuelve piadosa
la yedra; olivares, viñedos, pinos... Toda la riqueza de los campos
portugueses.
A veces, desde
las cumbres, vemos los ríos, el mar y la silueta de Lisboa lejana, que se
ofrece como una promesa. Hay barrancos umbríos, profundidades en cuyo fondo se
ríe el agua; cimas altas con paredes cortadas a pico, y laderas que bordeamos.
Se recuerda Tenerife con su belleza tropical y africana.
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