Las grandes plazas
Hay plazas que
forman el núcleo de la ciudad y que cuando recordamos el viaje en su conjunto
se aparecen como si fuesen el punto puesto en movimiento para engendrar a su
alrededor todos esos edificios, calles y jardines.
Es algo de
nidal de la ciudad la gran plaza; se incuba en ella. En un principio las
ciudades asentadas en lugares tan definitivos no debieron tener más que una
gran plaza, así como otras se van extendiendo con una Calle real a las orillas
de un camino, y no logran sugerir idea de estabilidad, sino de tránsito, de
fonda de estación.
En cada ciudad
impresiona una plaza, a veces no la más grande ni la más concurrida, sino la
más llena de su espíritu y de su vida.
En Roma es la
grandiosa plaza de San Pedro, en cuyo solar podría alzarse un pueblo entero,
con su doble columnata, sus fuentes monumentales, y las fachadas de la Basílica
y el Vaticano. Es la plaza que nos sugiere la visión de la grandeza romana, de
sus leyendas de enmascarados esbirros deslizándose detrás de las columnatas,
de todos aquellos crímenes audaces y bárbaros cuyo secreto guardó el cercano
Tíber.
En Venecia es
la plaza de San Marcos, plaza-salón, que es como el patio de vecindad de la
ciudad toda, tan regular, tan proporcionada, tan enjoyada por su campanil y
las cúpulas bizantinas de la Iglesia y enlazada a la Piazetta, que es como un
balcón más del calado palacio de los Dux, abierto sobre las lagunas.
En París es la
plaza de la Bastilla, teatro de todas las luchas y todas las manifestaciones,
que rivaliza por su historia con la soberbia plaza de la Concordia y con la
poética y silenciosa plaza de los Vosgos —la que hiere más el sentimiento—; aunque
sabemos que la antigua
Lutecia nació en la Isla de Francia y que las torres de Notre Dame cubren su primitivo solar.
Las grandes
plazas de Bélgica que conservaban su sabor de Edad Media son inolvidables y
ahora se hacen más queridas en el recuerdo, como casas solariegas de las cuales
despojan brutalmente esos usureros, dueños de hipotecas fatales, que arrojan a
los descendientes de familias nobles de sus moradas.
Aquella plaza
de Brujas, grande como un campo, en contraste con la estrechez de sus calles
revueltas y románticas; aquella plaza de Bruselas, con sus casas a piñón, sus
fachadas doradas y el alto Hotel de Ville, desde donde sonaba el carillón como
campana de su religión cívica... Las plazas de Amberes y de Malinas... y tantas
otras.
Impresiona
siempre el recuerdo de una plaza en una ciudad, y no por grande seguramente.
En Londres, más que la maravillosa de Trafalgar o la incomparable de
Westminster, impresionan Trinity Square y Tower Hill, ante la Torre siniestra,
con su musgo negruzco, nacido de la sangre, cerca de las grises aguas del
Támesis que las envuelve en sus nieblas.
En España
ningún lugar me ha dado impresión más exacta del alma de Castilla que la plaza
de Alcalá de Henares, tan grande, tan pueblerina, tan irregular, mientras en
un día de sol esperaba ver salir de su reloj los moros que golpean la campana;
y la placita del Ochavo de Valladolid, que más que plaza parece rinconada,
entre cuyos viejos soportales se enseñan aún la cadena y la argolla por donde
pasó la cuerda de que pendió el Condestable Don Álvaro de Luna.
En Madrid hay
una de las plazas más encantadoras de Europa: la Plaza Mayor. Es
una plaza antigua que no es anticuada ni vieja. Tiene una armonía dé
proporciones que le hacen lucir con independencia del jardín central y de la estatua. Sus soportales
con faroles entre los pilares cuadrados, le dan ese sabor propio de las
ciudades italianas; y remedan la Rué de Rivoli. Hay una igualdad, una simetría
en todos los cuatro lados que gallardamente, sin exceso, rompe la altura de la
torre del reloj. Todas las bocacalles son discretas y conservan sabor de
antigüedad, preparando de antemano el ánimo para desembocar en ella. Vista de
noche parece que hay, o debe haber continuamente, luna para llenarla, porque el
tapiz del cielo tiene siempre importancia en ella. Es la plaza núcleo de la
Península toda, y a ella están unidos los recuerdos de aquellas justas famosas
de los romances moriscos, en que tomó parte el adolescente Rodrigo de Vivar;
los torneos en que luce su divisa el romántico y atrevido conde de
Villamediana; en ella se encienden las hogueras de los más tremebundos autos
de Fe. Grandeza, romanticismo, poesía, dolor, todos los sentimientos más vivos
del alma española están representados allí. Tal vez por eso hay ahora el grupo
de los Caballeros de Pombo que se llaman
a sí mismos «Amigos de la
Plaza Mayor», y en sus paseos nocturnos y solitarios por
ella afirman su españolismo y su certeza.
Busco en
Lisboa esa gran plaza representativa, y hallo que Lisboa tiene la Plaza del
Rocío (de D. Pedro IV), tan bella con ese mosaico típico de piedrecitas y esa
animación brillante que la asemeja a la Puerta del Sol, con el ir y venir de
tranvías y de gente; la «Plaza
del Comercio» (Terreiro do Paço) una
de las más suntuosas de Europa que se abre sobre el Tajo, el cual forma un gran
puerto frente a ella. En tres de sus lados están casi todos los Ministerios, el
Correo y la mayor parte de las dependencias del Estado. El otro lado parece
que cayó en el río, que se derrumbó para que luciera su belleza toda la ciudad,
y toda la plaza es como un inmenso malecón, un vasto campo que se abre frente
a Lisboa y que precede a la entrada por el gran arco central que parte el lado
de en medio. Es el arco de triunfo que abre la puerta de la ciudad nueva,
coronado por la fama y mostrando orgulloso las estatuas de Vasco de Gama, el
gran navegante; Nuño Álvarez, el Gran Condestable; Viriato y el marqués de
Pombal.
Viriato es
para la historia un héroe español, y parece pregonar allí la fraternidad de la raza. En cuanto al
Marqués, ha ganado su puesto por hacer salir de los escombros y de la ceniza
de la vieja Lisboa
destruida completamente por el fuego, el agua y los terremotos, esta ciudad
nueva, elegante, espiritual, sonriente, que crece y se engrandece como un árbol
vivo plantado en tierra fecunda, que agradece el riego y se extiende en ramas
y en flores.
La estatua
ecuestre de Don José I, a pesar de sus grandes proporciones, está como
empequeñecida y perdida en medio del arenal de la plaza. Recuerda a la Plaza Mayor en los
soportales y en la simetría de todas las construcciones que la rodean. Se ve que los
edificios se alzaron contando con la plaza, y que ésta no resultó de una
aglomeración o ensanchamiento casual. Está bien entendido no haber hecho jardines
en ella; le bastan los árboles que la rodean; debe tener esa especie de
desnudez grandiosa que se aviene con su carácter. Fué en esta plaza donde tuvo
lugar la sangrienta tragedia en que murieron el rey D. Carlos y el príncipe
heredero.
Es en el
ángulo que conduce a la cercana Plaza Largo do Municipio donde se realizó este
hecho histórico, precursor del cambio que había de operarse en Portugal.
La plaza más
grandiosa es sin duda, esta del Comercio, pero el Largo do Municipio es la que a mí me impresiona más, la que
siguiendo mi teoría veo yo como la plaza-madre;
solar de Lisboa y punto más interesante de la Lisboa moderna.
Esta plaza
está coronada a la derecha por casas, iglesias, palacios y jardines, que se
alzan sobre la colina que la domina escalonándose gallardos hasta su cima. Hay
multitud de estas perspectivas que recuerdan la vista que ofrece Génova desde
el puerto. A la izquierda está la pared desnuda del Arsenal; pared venerable,
agujereada por las balas en las recientes luchas, y que parece dar a los
sucesos cercanos una pátina de histórica antigüedad. La fachada de en medio la
forma la Cámara Municipal. Es este edificio el que me impresiona. No veo de él
su arquitectura, no veo su lujo, no me fijo en su belleza. Hay un balcón de
mármol en el centro, un balcón al que yo me asomé un día temblorosa y como
avergonzada de pisarlo sin quitarme las sandalias, como las creyentes en las
Mezquitas o en la
Escala Santa. Desde este balcón se proclamó la República.
¿Qué emoción sentiría el pueblo reunido, triunfante, libre? Sólo de pensarlo
experimento un alivio espiritual, como si me quitasen el peso de una cadena.
Para mayor contraste, en medio de esta plaza donde se proclamó la libertad está
el pelourinho (picota) característico
de todas las plazas portuguesas donde se verificaban las ejecuciones,
especialmente de los nobles, de donde le viene el remoquete de Horca de los hidalgos.
Tal vez los
mismos actores de esta obra admirable no acertaron a comprender mi emoción.
Ellos son los felices poseedores de la esposa deseada; y no recuerdan todo el
anhelo, todo el ardor secreto del enamorado sin esperanza. Para mí, la gran
plaza de Lisboa es el Largo do Municipio.
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