Los castillos de Sintra
Sintra deja en
el alma de los que una vez la visitan una impresión inolvidable, cuya saudade debe acompañarlos siempre, porque
Sintra es de esos lugares idealmente fantásticos con los que hemos soñado alguna
vez ante un paisaje de Van-der-Neer o ante una descripción virgiliana. Es algo
que supera a toda realidad; un esfuerzo de la Naturaleza que quisiera sobrepasarse
y superarse a sí misma. Aun después de conocer los paisajes más bellos de la
tierra, Sintra sorprende con su grandiosidad. Richard Strauss confesaba que,
aun habiendo viajado por Italia, Sicilia, Grecia y Egipto, no había visto nada
comparable a Sintra, y creía reconocer en su parque el verdadero jardín de
Klingsor, coronado por el castillo del Santo Grial, en la cima de la montaña de
la Luna, nombre primitivo de Cintra,
Cynthia (Sintra ahora en la
ortografía reformada), donde la
diosa Diana tuvo templo en la antigüedad.
La luna
preside en Sintra; es el suyo un paisaje lunar por su placidez, por su calma,
por su melancolía, por su dulzura. Tiene, a pesar de su exuberancia, sosiego y
suavidad de luna; en ese bosque magnífico que se anuncia desde que se sale de
Lisboa, el sol penetra con dulzura, con delicadeza, y parece en su silencio
estar poblado de esa armonía que en las noches llenas de misterio se confunde
con el silencio mismo. Sintra es lugar de paz y de reposo.
Se ve bien la
predilección que todos los que la conocieron han sentido por Sintra. Aquí hay
ruinas de ciudades primitivas y de templos romanos. El edificio más antiguo
que se conserva, el Castillo de los Moros, sobre uno de los picos del monte,
puede formar una decoración de leyenda oriental, destacándose con sus viejos torreones
ruinosos y sus almenas de piedra del fondo azul del cielo en aquella inmensa
llanura, que se extiende hasta la orilla del Atlántico, velada por tenues
celajes de gasa, los cuales le dan mayor idealidad y contribuyen a esa nota
pacífica, tenue, mística, que se respira en todo el paisaje.
Todos los
alrededores y el encantado pueblecillo de Sintra están como cobijados en el
regazo del monte. Villas, hoteles, quintas y palacios se vislumbran entre las
frondas. En una de ellas habitó Lord Byrón, ese amador de los bellos paisajes
que cantó los mármoles de Venecia, el encanto de Pisa y la grandeza de Sintra,
«el glorioso Edén», como la ha llamado en su Child´Harolds. Los jardines de
Sintra son realmente asombrosos; es bosque y jardín toda ella. No hay vegetación
más espléndida en toda Europa, ni más exótica, ni más tropical. La araucaria
del Brasil, los eucaliptus y los leucodendros forman bosquecillos féricos entre
los altos pinos, que se pierden en el aire de un modo que recuerda el bosque de
nuestra Alhambra. Las fusias, las hortensias y los heliotropos mezclan sus flores
con los jazmineros y los rosales; por todas partes hay lagos, estanques y corrientes
de agua que cantan su canción cristalina y mimosa. Estos bosques necesitan los
castillos como un coronamiento.
El más alto es
el castillo de la Pena. Su
nombre parece profético cuando, recorriendo los salones, vemos las estancias
de los fugitivos reyes D. Manuel y doña Amelia, tal como las dejaron cuando el
5 de Octubre de 1910 se proclamó la República en Portugal. Están allí las
camas deshechas, la mesa de lectura con el periódico abierto, todo mudo y
abandonado en la huida.
Solo el
castillo parece inmutable en su grandeza sobre su solio de rocas. Da la impresión
de una ciudadela compuesta de numerosos edificios agrupados, de distintos
estilos, en un conjunto armónico y pintoresco.
Este soberbio
castillo está construido sobre los cimientos de un convento de Jerónimos, que
eligieron ese apartado lugar de retiro para enviar al cielo sus plegarias.
Desde ese pobre monasterio de madera divisó el rey Manuel I los galeones que
volvían de las Indias después de abrir al mundo las puertas del Oriente, y en
su memoria construyó el edificio en piedra, donde más tarde, extinguida la
Orden monacal, Fernando II hizo el nido de sus amores con la condesa Eldda, su
esposa morganática.
En la fachada
principal lucen hermosas muestras de la influencia que el descubrimiento de la
India ejerció sobre la arquitectura portuguesa. Bajo este influjo nació el
estilo Manuelino, que es un gótico
portugués, un gótico del último período, que se modifica con las tendencias
del Renacimiento y transforma la curva ojival en el arco de vuelta entera. Pero
lo que lo caracteriza en Portugal es la decoración, en la que entran
manifestaciones de la fauna y de la flora marítima y de algunos ídolos y
plantas índicos, a los que los descubrimientos portugueses pusieron en
evidencia: La cuerda, la esfera armilar y la Cruz de Cristo son símbolos que se
repiten continuamente.
Este estilo
manuelino puede decirse que es el último adiós del arte de la tradición ojival.
No es un estilo que deba confundirse con el plateresco, al que se asemeja por
la prodigalidad de la
ornamentación. Así como el manuelino es la última fase del
gótico, el plateresco hay quien lo considera como la primera fase del Renacimiento.
Pero el
castillo más histórico de Sintra es el Palacio
Real (hoy palacio Nacional) que sirvió últimamente de morada a la reina
doña María Pía, cuya memoria es grata a los republicanos portugueses.
Este palacio
ofrece una irregularidad elegante en su arquitectura, con sus altas chimeneas
cónicas, como enormes panes de azúcar, y sus ventanas árabes. Ejerce, además,
la sugestión de su historia, que hace pasar ante nuestros ojos la vida
patriarcal y galante de los antiguos soberanos de Portugal. Tal vez allí antes
de que Juan I fijase en él su residencia, tuvieron los moros una Alhambra;
parece revelarlo la disposición irregular del interior y el número de
terrazas, parques y jardines. Una de las estancias, el baño árabe, recuerda los
refinamientos musulmanes y las estancias del Generalife. Este palacio ha sido
morada veraniega de todos los reyes portugueses, entre los que se incluyen los
tres Felipes de la Casa de Austria, que fueron a la vez reyes de España. El
último de ellos debió llorar, al perder Sintra, como los árabes lloraron a Granada;
tal vez por eso D. Manuel tiene en mi sentimiento una semejanza con Boabdil.
Debe haber en el alma de los monarcas destronados algo del dolor del pueblo
judío cuando perdió su Jerusalén.
Hay en este
palacio dos estancias que conmueven: la sala de Audiencia, pequeño patio medio
descubierto, y la sala que sirvió de prisión a Alfonso VI. En la primera
celebró su último Consejo el célebre D. Sebastián, y en él se decidió la
expedición a África, que costó la vida al monarca y la independencia a la nación. En la segunda,
desnuda y desmantelada, guardan señales las baldosas de los pasos del rey, que
durante diez y seis años no salió de esta estancia y trataba de divisar la
finca de su antiguo favorito. ¡Diez y seis años de martirio frente a ese panorama
que invita a la vida, debían librar de la execración de la historia a ese rey
cuyo virtuoso hermano le usurpó el reino, la esposa y la libertad!
La decoración
de los salones del palacio es verdaderamente notable. La sala de los Cisnes,
cuyo techo está todo decorado de cisnes que llevan la corona como collar; la
de los Ciervos, en la que lucen los escudos de todas las antiguas casas nobles,
y la de las Maricas, recubierta toda ella, techo y paredes, de esos pájaros. Todos
tienen su tradición. Los cisnes están pintados sirviendo de modelo una pareja
que amaba mucho la princesa, porque le fueron regalados por su prometido. Las
Maricas, cada una de las cuales lleva en el pico una rosa y la divisa
portuguesa «Por bien», tienen una leyenda parecida a la Orden de la Jarretierra. Fue
mandada poner por Juan I para justificar la pura intención con que dio un beso
y una rosa a una dama de la corte, en el momento en que, avisada su augusta
esposa D.ª Felipa de Lancaster por una dama parlera como una marica, acudía a
sorprenderlo. ¡Oh, la pureza de la intención!
Las grandes
cocinas, todas chimenea, porque los enormes conos se elevan desde los
cimientos, recubiertas de azulejos, son únicas en el mundo.
La parte
habitada por D.ª María Pía tiene aún vida; no está inmovilizada como quedan
todas las moradas desiertas.
Se conservan
las habitaciones de doña María Pía. En todos los palacios reales que he
visitado en diversos países, el lujo no corre parejas con la elegancia. Hay cosas
magníficas, pero sin espíritu; como si los reyes no tuviesen intimidad. Es todo
vulgar en su riqueza y su ostentación. Tal vez me ha sido siempre tan simpática
la figura de María Antonieta, porque supo hacerse unas habitaciones tan
pequeñas entre los salones suntuosos de Versailles, como si quisiera huir y
escaparse a su destino de reina para gozar su vida de mujer. Para los pueblos
es crimen en las reinas ser mujeres.
María Pía es
mujer, muy mujer; pero es ante todo reina. Fialho de Almeida la ha retratado
magistralmente en su descripción del entierro del rey D. Luis, cruzando con la
triste comitiva de noche, a la luz de los hachones, los desiertos campos de
Portugal y los pueblecillos cuyos moradores salen curiosos de sus casas para
ver el cadáver de un monarca y el dolor de una soberana.
María Pía no
deja ver su dolor; va escondida en el fondo de su carroza. Ella, que ha
sostenido más de una vez el bamboleante trono y ha dado a los hombres ejemplo
de energía, halla aún fuerzas para hacer su entrada en los Jerónimos de Lisboa
con la dignidad teatral y el gesto altivo que la ocasión requiere. Está esculpida
en mármol la figura de D.ª María Pía con la fuerza de una figura histórica, en
la obra de Fialho; impresionante y sugeridora como una heroína de Shakespeare.
El pueblo amó
a D.ª Pía por su realeza intrínseca, por su abolengo. Era una hija de Víctor
Manuel, y nunca predominó el clero cerca de ella. Muy soberana ante el público,
era muy mujer en su intimidad.
Aunque los
palacios rara vez revelan un carácter, hay algo aquí de la esposa de D. Luis I.
Los grandes arcones de ropa, el tocador cargado de frasquitos, los aparadores
llenos de cerámica de la más escogida y de cristalería de Bohemia y de
Venecia. Su gusto por los encajes y la gran profusión de espejos, espejos por
todas partes, espejos colocados en el suelo, como no los hay en los otros
palacios.
Está allí su
rueca. Una rueca de madera, preciosa, una rueca de teatro, una rueca que se
despega de todo el fondo del palacio; porque la rueca es el signo por excelencia
de la modestia, de la laboriosidad, de la mujer que trabaja y se oculta. La
rueca aquí es como algo decorativo, fuera de la realidad, pero que atrae la
simpatía y parece convertir a la reina en una de esas mujeres sencillas y
buenas que no tienen más cuidado que el cuidado del hogar. En realidad, aquí
la rueca es como un blasón más de la Casa de Saboya, cuyas princesas, según
reza la leyenda, saben todas hilar la lana, y cada una lleva consigo su rueca,
como una ejecutoria más de lo humano y lo recio de su estirpe.
Pero lo más
interesante ahora son las obras de reconstrucción que el Gobierno de la
República está llevando a cabo para aislar el palacio de las construcciones vulgares
que lo rodean.
Últimamente se
ha procedido a indagaciones para restaurar algunas partes del palacio, y
merced a la dirección de D. Rosendo Carvaliera, continuador de las glorias de
los grandes arquitectos portugueses, entusiasta y artista, se ha descubierto
dos interesantes ventanas del gótico florido, pertenecientes a la escuela de
Batalha, que estaban ocultas detrás del vulgar altar de la capilla. Del mismo
modo se ha descubierto un precioso fresco de palomas del siglo XV, que rima
con el estilo general del edificio.
Toda la montaña
continúa sembrada de palacios y castillos. Monsarrat, sobre el solar de una
antigua ermita, es un palacio construido por un hugonote francés, tiene algo
de bizantino y presta mayor encanto al conjunto de los otros palacios y quintas
como Los Pizoes, que fue del duque de
Aveiro, donde se tramaron los atentados a la vida de José I; la Quinta del «Reloj», émula de los
esplendores de Monte Cristo; Penha-Verde, morada de los virreyes de
la India; Ramalhao, donde perduran
los recuerdos de la corte escandalosa de Carlota Joaquina; la Quinta de Saldaña, con sus estatuas de
la Fe, solaz de leyendas, y tantos otros monumentos magníficos, palacios,
iglesias y monasterios, como el Convento
de Capuchinos, donde D. Sebastián oyó recitar a Camoens. El mayor encanto
está en las almenas y murallas derruidas y románticas de la Alcazaba morisca,
que domina el paisaje maravilloso.
No se puede
dejar Sintra sin consagrar un recuerdo a Latino Coelho, uno de los mayores
estilistas portugueses, su Caste-lar, enamorado del ideal republicano y
patriarca que hoy sirve de ejemplo de hombres inteligentes y honrados.
Para mí,
Latino Coelho es un amigo; se aparece en mi recuerdo de un modo querido y
familiar. El artista insigne fué el íntimo amigo de mi padre. En mi hogar de Almería,
que por ser Consulado de Portugal acariciaba con su sombra la bandera blanca y
azul, yo oía a mi padre, Cónsul de Portugal, evocar la figura de este hombre,
abuelo aristocrático de la República, siempre vestido de negro, correcto siempre,
esquivando la admiración de las gentes, que se descubrían a su paso con cariño
y respeto.
Yo conocía su
figura menuda y delicada, con un mechón de cabellos cayendo sobre la oreja, y
conocía el espíritu del admirable autor de La
introducción al Discurso de la Corona, creador de las bellezas del idioma
portugués.
Latino Coelho
era algo perezoso, pero muy trasnochador; gustaba de pasear de noche y escribía
sentado en la cama sus admirables trabajos. Gran admirador de la actriz Emilia das
Neves, escribió para ella la
tragedia El gladiador de Rávena.
En política,
Latino Coelho era partidario de la unión Ibérica bajo el régimen de una federación
republicana. Este hombre insigne era a la vez sencillo e impulsivo como una
criatura; se asustaba, hasta llegar al pánico, de ver un gato negro o una
cucaracha, porque creía que le llevaban la mala suerte.
Sintra rinde
estos días un homenaje a Latino Coelho, y esto me hace, por un fenómeno que no
analizo, hallarme menos extranjera aun, como si la sombra protectora de este
amigo de mi padre hiciese este lugar para mí algo así como esas viejas moradas
señoriales que se abren para recibir a los huéspedes, los cuales se sienten
como en su propia casa.
En el recuerdo
es aún más bella, más profunda, más con movedora la emoción de Sintra.
Después de
conocer Sintra pensamos en decir: «Alma, hagamos aquí nuestra morada», y resta
como un anhelo de pasar dentro de su perpetua primavera todos los veranos y
todos los inviernos de nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario