Museo de coches
No sé por qué
he visitado el «Museo de Carrozas Reales» de Lisboa. Es una clase de museos que
me disgusta siempre. No pierden su olor a cuadra, y tienen una atmósfera de
sacristía.
Todos esos
uniformes, libreas, arreos y arneses de gala antiguos y modernos, no me parecen
jamás piezas de Museo; lo grosero de su empleo, su primera materia, su forma
poco noble, me hacen pensar en la caballeriza vulgar, a pesar del lujo de todos
estos objetos. Las badanas, las telas, todo tiene ese olor característico suyo,
que a veces parece depender de la forma.
Sin embargo,
la colección de carrozas antiguas que posee Portugal es digna de llamar la
atención, sobre todo por su riqueza.
Fue Felipe II
de España el que introdujo aquí esta moda. Está aquí su carroza armada en
hierro, cubierta de cuero y brocado, que yo miro con la misma repugnancia con
que me aparto de su regio sillón frailero de El Escorial.
Después la
moda se fue extendiendo; no sólo los reyes, sino los nobles, y hasta los
burgueses ricos, se mandaban construir carrozas de gala, de tamaño enorme y de
gran lujo, hasta el punto de que las leyes suntuarias tuvieron que poner coto
al derroche y ordenar que el color encarnado no pudiera ser usado por nadie,
excepto la Casa Real.
Paseando entre
la doble fila de carrozas, todas nos parecen iguales, a pesar de sus
variaciones de forma, de decorado y de color. Hay en todas la misma extensión
de la montura, lanza y ruedas, donde va montada la caja, son igualmente
recargadas como si se contara con el efecto que deben producir su pesadez y su
tamaño, y hay que tener en cuenta lo que eran la mayoría de las calles de
Lisboa, estrechas y en cuesta, para ver cómo pasarían estos coches, rozando
los muros y tropezando con los balcones. Como era imposible cruzarse dos
vehículos, uno de ellos estaba obligado a retroceder; pero muchos hidalgos
encontraban deprimente para su dignidad ceder el paso. En más de una ocasión
esto fue origen de desafíos y de pendencias; los criados de los combatientes
ponían mano a las armas, dándose verdaderas batallas; hasta que al fin hubo que
prohibir a cocheros y lacayos el uso de armas, y ordenar que el obligado a
dejar el paso libre era el que subía la cuesta.
Ahora que solo
vemos salir estos coches en las procesiones o en actos oficiales de marcado
carácter teatral, no nos damos bien cuenta del efecto que producirían en su uso
corriente y diario, cuando no existía el coche de alquiler, el tranvía y todos
los adelantos modernos. El lujo que representaban las carrozas era tal, que
las traían las princesas en sus dotes como una joya preciada.
Están aquí los
coches que trajeron Isabel de Saboya, Mariana Victoria de España y Sofía de
Neubourg. Son todos ellos como estufas doradas, bamboleantes, de cojines altos,
que tienen algo de litúrgico, como un palio bajo el cual sólo pudieran acogerse
las reinas.
Han
contribuido estas carrozas al papel de las reinas en la Historia. Por esos
vidrios, entre esas columnas, entre esa floración de pinturas y esmaltes; bajo
la realeza de las sedas y los terciopelos, deben entreverse perfiles de
rostros de princesa; pero de estas princesas que a la vez que figuras
históricas son figuras de leyenda, y que han influido tanto con sus amores y
sus intrigas en la vida de los pueblos. Las reinas, para pasear en estos coches
deben ir vestidas de reinas, con la corona en la cabeza, si no el coche tiene
más importancia que la
reina. Ellas deben sentirse más reinas dentro de esos coches,
hasta el punto de que fuera de ellos no parecen ya reinas.
La carroza de
D.ª María I, toda chapada en oro, es elegantísima, y el arte de la pintura
parece humillado al realizar tan notables trabajos en ella. Hay carrozas más
sencillas, carrozas de infantas; próximas unas a otras, las de María Benedita,
la infanta poeta y pintora, que tuvo fama de austera y virtuosa; María Josefa y
María Dorotea. Son más graciosas, más ligeras; no sé por qué fenómeno me parece
que todas estas cajas no están vacías, y que en cada una debería estar la soberana
como una muñeca de cera.
En cambio, no
se concibe bien en este marco a los príncipes y los reyes. Son poco
decorativas, con sus trajes severos y sus semblantes barbudos o bigotudos. La
montera de Felipe II no se aviene bien con esta decoración fastuosa. Ellos también,
para ir aquí, necesitaban vestirse de corona y manto de armiño, un poco en rey
godo, como los reyes de los naipes.
Hasta los
caballos necesitan engalanarse; tienen los tiros de estos coches algo de
cuadriga, de la majestad real de los varios pares de caballos que piafan y se
encabritan, con sus arneses de plata y sus penachos de plumas, que están aquí
guardados y expuestos, como los sprits
con que se adornan la cabeza las grandes damas linajudas.
Los cocheros y
palafreneros, con sus grotescas pelucas, han sido sustituidos por estos
guardianes perezosos, dormilones, que acompañan a todos los visitantes repitiendo
la misma cantinela, y que parecen ofenderse cuando no ponemos el gesto de
admiración que están acostumbrados a ver; es ahora de ellos la grandeza. Son los
únicos que la han heredado. Estas carrozas son ya cosa muerta, cosa que hay
que defender de la polilla.
Los coches más
espléndidos son los de D. Joáo V; tenía verdadera pasión por las carrozas;
mandó construir siete berlinas en Holanda y otras muchas en España, Francia y
Portugal.
—Mi disipación
enriquece a mi país— solía decir.
Desdichadamente,
una buena parte de las riquezas por él acumuladas fueron pérdidas para
Portugal; pues D. Juan VI llevó al Brasil hasta cuarenta de estas carrozas.
El gran alarde
de soberbia y riqueza está aquí representado por las tres carrozas en que fué a
Roma el embajador portugués, D. Andrés Mello de Castro, enviado por D. Juan
para anunciar al Papa Clemente XI el nacimiento de su hijo.
Además del
lujo, del tamaño y la factura propia de estos coches, llevan detrás varias
figuras humanas, de bulto y tamaño natural, laminadas de oro, representando
unas, las cinco partes del mundo, y otras, las virtudes: la Prudencia y la Justicia. La caja va
resguardada por cortinas de brocado, y sobre su remate varios amorcillos
renacimiento sostienen la corona real.
Habría que ver
estos coches preciosos recorriendo los caminos, jornadas tras jornada, para
atravesar los montes extremeños, los campos de Castilla, cruzar los Pirineos,
pasar por tierras de Francia y recorrer media Italia hasta hacer la entrada
triunfal en Roma entre las aclamaciones de la multitud, asombrada del alarde
del monarca portugués. Tiene este viaje algo de marcha triunfal y de empresa
épica, como la marcha de Aníbal. Lo asombroso es que no sólo fueron, sino que
volvieron. Parece que debieran quedarse allí; pero el embajador volvió en
ellas, con su comitiva y su séquito, haciendo salir a contemplar estas
montañas de oro, heridas por el sol, a los moradores de los pueblos que
hallaban en su ruta.
Volvieron,
empero, vacías cuando fueron llenas. Llenas de presentes al Pontífice hechos
por el Rey con una ostentación de brasilero rico, en aquel tiempo de poderío y
de conquistas.
Aquí hay otro coche
de D. Juan II, no menos rico, que los guías nos muestran con orgullo, porque en
sus almohadones, no respetados por la polilla, se sentaron el emperador del
Brasil, el rey Oscar de Suecia, Alfonso XII de España, Eduardo VII de
Inglaterra, Guillermo II de Alemania y Emilio Loubet, Presidente de la
República francesa. Al oír tantos nombres me parece que todos están allí, donde
no caben, y que se empujan y se apretujan queriendo asomarse por las
ventanillas, de ese modo con que las gentes habituales de los banquetes se
atrepellan queriendo salir todos en la fotografía.
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