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sábado, 10 de octubre de 2020

Hoy tomo café con...


… José Morella


José Morella: “Estamos en un momento en el que los prejuicios se ven con más claridad. Están aún ahí y son los mismos. Ahora los podemos ver mejor, esa es la gran diferencia”.

José Morella: "La escritura es un privilegio de clase, yo me he colado de chiripa"

En West End, el escritor aborda la enfermedad mental del abuelo materno, un episodio silenciado de la historia familiar donde se trenza la migración y la vida bajo la dictadura

"De alguna manera, usar ese material básico mío se convirtió a la vez en una especie de tributo y obligación moral. Un modo de darle voz a mi gente", reivindica



West End abre una puerta a esa afanosa búsqueda de respuestas que el narrador José Morella nos plantea con su novela, habla del control físico y psíquico que se ejerce sobre las personas, pero sobre todo de la liberación del mismo. Huir de la miseria y del silencio obligatorio nos cuesta a veces la vida entera, aunque trae consigo una alegría inmensa, la preciosa experiencia de alcanzar un espacio para el movimiento genuino, para el discurso limpio, para la verdadera cercanía con los demás. West End (Premio Novela Café Gijón, 2019) se convierte así en la descripción casi elegiaca de un dolor familiar.

José Morella (Ibiza, 1972) es licenciado en Teoría Literaria y Literatura Comparada, y ha publicado La fatiga del vampiro (2004), fue semifinalista del premio Herralde con Asuntos propios (2008), ha novelado la vida de Otto Gross, discípulo anarquista de Sigmund Freud, Como caminos en la niebla (2016). Vive y trabaja en Barcelona, donde imparte cursos de narrativa y escritura creativa.





Pregunta. ¿Su literatura nace de la misma inquietud que todo humano sufre, o de un estricto proceso creativo?

Respuesta. Creo que de ambas cosas. De todas formas, me cansa un poco hablar del creador y su proceso creativo. Me suena elitista. No hay nada bien hecho en la vida que no sea creativo. Nuestra propia relación con el espacio, como por ejemplo limpiar tu casa, relacionarte con tus animales o plantas, con tu ropa o los objetos que tienes, es creativo. Relacionarte con amigos, colegas y parientes también lo es. Los personajes que aparecen en West End son muchos de ellos analfabetos funcionales, pero sus vidas vibran de creatividad anónima. A mí, por ejemplo, me encanta escribir y luego ordenar y juntar los fragmentos que han ido quedando por ahí: es como hacer puzles con palabras. Luego alguien lo lee, le parece publicable y hasta le dan premios, pero eso no me convierte en alguien especial. Me cansa la idea de que los artistas y escritores seamos especiales. Mi abuelo, con su enfermedad, tuvo que hacer una suerte de ejercicio creativo constante parecido al mío: poner en orden los fragmentos de su vida para ir dándole sentido. Todo el mundo lo hace. La idea de que, por ser escritor, tengo que decir cosas sagaces y especiales me parece cansina y, sinceramente, un poco clasista. De hecho, la escritura es un privilegio de clase. Yo me he colado de chiripa.


P. ¿Detrás de una buena obra existe ese tabú que, de alguna manera, nos censura la sociedad?

R. No lo sé. Es una pregunta difícil. Yo siento desde siempre un ansia por desvelar lo que no se ve a simple vista, las ataduras que son muy fuertes precisamente porque no sabemos que nos atan. Eso tiene que ver, a veces, con el control político, y a menudo con un sistema de creencias anquilosado. El patriarcado no es una palabra que esté de moda por casualidad. Desvelarlo es una actividad necesaria, y tenemos que convertirla en una actividad cotidiana como comer o descansar. Cada vez resulta más difícil que los abusos machistas o racistas queden impunes, sin que nadie los señale, sin que nadie le afee la conducta al abusador. Eso no tiene marcha atrás.


P. Se lo pregunto porque parece que su narrativa nace siempre de esa inquietud que le impone su propia existencia, ¿es así?

R. Sí, mi narrativa tiene que ver con desvelarle al lector cosas que, de algún modo, conoce aunque no las enuncie. Es importante expresar lo inadvertido. Eso inadvertido se expresa a través de verdaderos conflictos vitales de los personajes, pero vive latente en todos nosotros como ciudadanos de nuestro mundo. Todos, en cierta forma, somos como Nicomedes en West End: un golpe de celos o de inseguridad pueden llevarte a tomar una decisión u otra, a ser una persona u otra.


P. ¿Resulta mejor un argumento que arrancamos de una realidad para contar una historia de ficción?

R. No lo creo. Me cuesta ver, por otro lado, la diferencia entre realidad y ficción. Mejor dicho: no le veo ninguna utilidad, a la hora de escribir novelas, a la distinción entre ficción y realidad. Lo que queremos los lectores es seguir historias, verlas desarrollarse. Helene Hanff se hizo famosa por su correspondencia -real- con un librero inglés. Es una maravilla. Una historia estupenda. Como lector, me importa poco si eso ocurrió o no. Roma, una de las películas que más me ha impactado en los últimos años, narra la vida de infinidad de mujeres en América Latina y en el mundo. Se basa en las vivencias reales del director con la mujer que trabajaba como sirvienta en la casa de su infancia, pero a nadie le importa si ha inventado parte de la trama, o si la ha mezclado con algo que no pasó tal y como aparece ahí. Tal vez sea medio ficción y medio realidad, pero es 100% verdad.


P. ¿Seguimos viviendo en una sociedad repleta de prejuicios como parece se desprende de algunos de los argumentos de sus novelas?

R. Estamos en un momento en el que los prejuicios se ven con más claridad. Están aún ahí y son los mismos. Ahora los podemos ver mejor, esa es la gran diferencia. Ahora puedo ver la transfobia. La aporofobia. La discriminación por edad. La gordofobia. La racialización. El culto casi fascista al cuerpo. Estamos plagaditos de prejuicios, pero como comunidad los identificamos antes.


P. La inadaptación y el desarraigo, la melancolía y los silencios ¿fuentes inequívocas de inspiración para su narrativa?

R. Bueno, esas palabras parecen ser perfectas para describir West End, mi última novela, pero no sé si son fuentes de inspiración para todo lo que hago. En mis novelas hay siempre un detonante social, pero luego me gusta disfrutar de la escritura misma, darle al conjunto una estructura y una prosa que no estén sólo al servicio de la denuncia.


P. De repente, el Premio de Novela Café Gijón, ¿es esa la garantía de ir por buen camino?

R. No es garantía de nada. Es un honor que algunos escritores mayores que yo, con mayor trayectoria, se junten en un jurado independiente y decidan darle a mi texto un premio. Yo no tengo ni he tenido nunca padrinos. Mi literatura no ha vendido nunca demasiado. No puedo vivir de ella. Los premios independientes, de momento, son lo que me da empujones de ánimo, lo que me mantiene a flote, lo que me compensa. Sin los premios lo habría dejado, o escribiría de otra manera, tal vez con menos ímpetu, pero también con menos prisa. No sé en qué se traduciría eso para mi práctica diaria de escritura.


P. El jurado del premio destacaba que usted propone en West End (2019) una trama bien construida, y entrevera la historia del narrador y el abuelo loco con naturalidad, ¿era ese su propósito inicial al escribir su historia?

R. En algún momento, hace ya unos años, me di cuenta de que no importa demasiado de dónde saque uno el material básico de sus escritos. Tan bueno es el pasado de un hombre de clase alta que se fue a París a vivir su juventud de letraherido mantenido por su familia, como mi pasado. En mi estirpe no hay ningún tipo de colchón. De alguna manera, usar ese material básico mío se convirtió a la vez en una especie de tributo y obligación moral. Un modo de darle voz a mi gente. Mi gente es la gente pobre. La gente que sale adelante empujando con la fuerza de su cuerpo (no hay aquí ninguna metáfora), gente que no disfruta herencias. Nosotros heredamos eso: empujar con el cuerpo. Apretar. Y eso es tan buen material para la ficción como cualquier otra cosa. Pero además he querido usar ese material de un modo exigente, con rigor. Sin maniqueísmos y con deseo de llegar a la fibra de cualquier lector, del pelaje que sea.


P. La emigración de Nicomedes Miranda será el comienzo de la inseguridad a que se ve sometido el resto de su vida, ¿fue ese el comienzo del relato que después se convirtió en literatura?

R. Nicomedes fue inseguro toda su vida. Ya antes de su viaje. Su viaje le coloca en una situación muy vulnerable, donde los antiguos brotes vuelven a aparecer. La emigración fue una tabla de salvación contra la miseria. Fue buena. Pero cuando uno se agarra a una tabla de salvación no puede conservarlo todo. Hay que sacrificar algunas cosas, dejar que la corriente se las lleve. Una de ellas fue la cordura de mi abuelo. La llegada a la isla coincidió con la aparición masiva de cierta medicación que cambió la vida de los que se brotaban. Pero eso daría para una respuesta muy larga, y creo que es mejor leer la novela. Tampoco soy un experto en ello.



P. West End diversifica la historia en varios caminos, la Ibiza del primer turismo, la salida de la miseria de la familia, y ese silencio a que se ven sometidos por la enfermedad del abuelo durante tantos años, la psiquiatría y el franquismo ¿cuál de todos cobra mayor peso, según usted?

R. Me cuesta mucho responder. No sé cuál tiene más peso. Tampoco sé de qué sirve sopesarlos. En la vida todo nos viene entrelazado siempre: uno trabaja en una empresa, por ejemplo, y a la vez lidia con una depresión, y a la vez, por decir algo, lee un libro sobre entomología. Esas cosas son inseparables. Es difícil leer el libro dejando de estar deprimido, o estar deprimido sin acudir a la oficina. La vida es este entramado de hilos, inseparables como la ginebra y la tónica en un gin-tonic. Mi abuelo sufría brotes psicóticos en la España nacionalcatólica, un sitio culturalmente construido a base de supercherías religiosas, sentimiento de culpa y discriminación hacia lo no normativo, es decir, hacia lo no fascista. Sufrir brotes psicóticos y el ambiente en el que se sufren, ¿cómo pueden ser dos cosas distintas?


P. ¿Ha planteado usted una denuncia expresa por los enfermos mentales y los tabúes en torno a la enfermedad?

R. Sí. Pero también por cualquier otro tipo de discriminación. En la novela aparecen instancias de discriminación a ciertos personajes por su sexo, por su género, por su clase y por su ideología.


P. ¿Algunos personajes siniestros de la psiquiatría durante el franquismo, como el ominoso Vallejo-Nájera, suponen, de alguna manera, la justificación última de su relato?

R. No sé muy bien si entiendo lo que quieres decir por "justificación última". ¿Quieres decir que sin Vallejo Nájera no habría novela? Si es así, me parece que no. La psiquiatría habría sido entregada a otro psiquiatra, franquista también, y seguramente habría seguido las tendencias típicas de la época, traídas básicamente de la Alemania nazi y basadas en la eugenesia. Pseudociencia, en resumen. Las pseudociencia es siempre un peligro.


P. El lector sabrá, una vez leída su novela, ¿qué parte de ella es ficción y qué realidad o tal vez es mejor confundir ambas?

R. No lo sé. No creo que sea importante. Los lectores son, para mí, parte activa del acto de la creación. Ellos interpretan, y buscan lo que necesitan buscar. Estudian, leen otras cosas, relacionan los textos leídos. Cuesta mucho desterrar ciertas ideas sobre la literatura, viejos paradigmas que asumen que el lector es un ente pasivo que recibe el enigma cifrado que el autor quiso encerrar en sus palabras. Todavía me encuentro lectores que creen que han leído mal si entienden algo distinto a ese supuesto acertijo. No confían en su propia lectura. Qué cansado me parece eso. Es una rémora de la literatura entendida, otra vez, como algo elitista. La culpa, por supuesto, no es de los lectores, sino de una idea de lo literario que está anclada en el pasado. Cuando Roland Barthes habló de la muerte del autor acertó en muchas cosas. Creo que se le leyó mal, como a tantos postestructuralistas. Se les leyó con miedo, como si fueran una amenaza. Habría que volver a leerlos.


P. ¿Cree haber roto, definitivamente, el silencio de su familia con esta novela y los ha rescatado de ese infierno donde vivían?

R. Yo no rescato a nadie de nada. Ellos respondieron a mis preguntas en la investigación previa. Ellos fueron los que tuvieron o no la valentía de hablar de cosas enterradas en su pasado. Y ellos, de nuevo, son quienes tendrán que decir, si es que les apetece hacerlo, si se sienten liberados o rescatados de lo que sea. Tampoco creo que vivieran en un infierno. Vivían, y viven, una buena vida, con muchos privilegios en comparación con otras vidas. Con sueldos, con techo digno, con hijos que estudian en la universidad, con progreso, con sanidad pública, con escuela pública. Nunca he querido decir que mi familia viviera en un infierno. Otra cosa es que han pasado muchas dificultades, y yo quería darles la oportunidad de tener una voz al respecto, una voz válida y escuchada.


P. Y, para usted, ¿West End, sería el final de esa afanosa búsqueda de respuestas?

R. No hay finales para las respuestas ni para las preguntas. La vida sigue, y seguimos leyendo, viviendo, charlando, y de todo eso salen vínculos nuevos, nuevas relaciones de ideas, nuevas preguntas. La historia de la salud mental de las personas sigue siendo escrita, y se escribirá aún por mucho tiempo. West End se podrá leer de otro modo después de eventos que ahora no podemos predecir. El futuro de nuestro ecosistema y la salud mental de nuestra especie están, evidentemente, entrelazados. Mi gente es mucha gente, también la que habrá en el futuro.

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