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martes, 4 de diciembre de 2018

Francisco Villaespesa novelas cortas



LAS PUPILAS DE AL-MOTADID

I

       La luna se elevó majestuosamente, semejante a un escudo de plata enrojecida sobre las lejanas colinas cubiertas de cipreses, y en la cúpula del firmamento fueron adqui­riendo relieves precisos y nítidos contor­nos metálicos, algunos cirrus, esparcidos y dispersos como frágiles vellones de humo blanco en la indolencia serena y suave del azul profundo y cristalino de los diáfanos cielos de Oriente.
       La marmórea terraza, perfumada por el aliento tibio y húmedo, casi humano, de los últimos rosales, resplandeció de súbito, en una fúlgida alborada de plata y nieve, bajo la fantasmagoría de aquella pálida luz del plenilunio, que al filtrarse entre los encajes y los alicatados de los arcos, parecía descender, trémula de emoción, con ana sua­vidad religiosa, a través de mórbidos vela­rlos de misterio.
       Las rosas fueron adquiriendo vivas to­nalidades de rojos terciopelos, y semeja­ban, bajo el encanto melancólico del lugar, extrañas copas desbordantes de sangre.
       Las pálidas campanillas, cayos cálices hechos de fragilidad y de ¿asueno, llama­ron los poetas: “álitos de Luna en flor”, se abrieron estremecidas, a la mística evocación de la luz, como maravillosas y encan­tadas florescencias de nacaradas madreperlas.
       La noche entera tenía, en el recogimien­to de las frondas y en el silencio marmó­reo de los patios del Alcázar, ana poesía grave y profunda, de fascinaciones inaudi­tas,
       El Califa Al-Motadid, exploró ansiosa­mente desde la florida terraza la vasta y cóncava serenidad de los cielos estrellados.
       Una insólita tristeza milenaria se agudi­zaba en sus grandes ojos taciturnos, dán­dole a la voracidad de su mirada inescru­table, como un abismo sin fondo, y devorador como el incendio de un volcán, to­dos los múltiples y acerados reflejos de esas bellas y finas armas que los espaderos de Damasco cincelan, bruñen y esmal­tan como las joyas más dignas de fulgurar en el esquelético seno de la Muerte.
       Se decía que en la impenetrabilidad de aquellas miradas, Dios había encerrado uno de sus más grandes e irrevelables misterios.
       Los campesinos afirmaban, temblando de pavura, que bajo su influjo las tierras más fértiles se tornaban estériles, y los árboles más frondosos se secaban, hasta en sus más ocultas raíces, como bajo la fulmina­ción sulfúrica y tempestuosa del rayo.



       Algunos astrólogos aseguraban que ante el brillo sobrehumano de aquellos ojos, la madre Noche había engendrado en sus en­trañas de sombra dos nuevas y lejanas es­trellas.
       Era punto de fe en todos sus dominios que el Califa Al-Motadid veía aun con las pupilas cerradas, y que sus párpados, por el largo ejercicio de aquella mirada, ha­bían adquirido una transparencia de gasa.
       El Califa conocía el mágico poder de sus ojos, el dominio que tenían sobre todas las cosas y la sugestión y hasta la servidum­bre a que obligaban a todos aquellos que se atrevían a contemplarlos.
       Y para que en toda hora y en todo tiempo resaltase imperiosamente su deslum­brante fulgor, había abolido por completo de sus regias vestiduras, los colores viva­ces, los ornamentos de seda, las franjas de plata y los flecos de oro.
       Un amplio albornoz de un negro fosco y duro, envolvía majestuosamente su grácil y esbelta figura, como un manto de eterni­dad y de sombra.
       Su cuerpo, así envuelto, asumía un no sé qué de inmaterial, de casi impalpable...
       Parecía una sombra emigrada de un fa­buloso reino de ilusiones y de ensueños, para subyugar a los hombres con la luz ex­traña y sugestiva, dominadora y fascinan­te de sus grandes ojos crueles.
       El sabio Yusef ben Moawia, aquel que por su gran elocuencia era llamado por los doctos del Yrak, el perenne manantial de oro, llegó desde la obscuridad de su retiro lejano a la Corte del Califa, con objeto de visitarle.
       Conocedor de la obsesionadora influen­cia de los ojos de Al-Motadid, quiso pre­sentarse a su vista en una mañana en que la suavidad del alba diluía en el cielo su plata más clara y su azul más puro.
       El sabio, después de largas horas de me­ditación, había pensado al partir:
       Los prodigiosos ojos dominadores no podrán lucir con toda su intensidad bajo la deslumbrante claridad del cielo.
       Mas apenas llegó a la presencia del Ca­lifa, no tuvo más remedio que inclinar ago­biado la frente y comprimir los párpados con sus manos, con aquellas manos rugo­sas y amarillas como los viejos pergaminos sobre los que tantas veces había visto azu­lear la luz de la aurora, en sus largas vigi­lias de estudios y meditaciones.
       Mas los amplios y claros cielos del alba no tenían poder ninguno sobre los ojos del Califa, porque éste, para recibir con todo honor al sabio, había querido darle audien­cia en el maravilloso salón llamado “El mi­lagro de los ojos”, una vasta sala recama­da de sedas negras, con el trono de mórbi­dos terciopelos del mismo color.
       Al-Motadid, envuelto majestuosamente en el amplio albornoz de velos obscuros, que adensaba en sus pliegues toda la fosca tristeza de la sombra, dilatando sus bárba­ros ojos, en una expresión de dominio, dijo a Yusef ben Moawia:
       —Aquí me tienes ya, en mi propia luz, ¡oh, docto entre los doctos!.., ¡Habla!...
       —¡Deja que me sustraiga antes del po­der de tus ojos, y hablaré!...—repuso con voz grave y sentenciosa, en la cual se insinuaba ya un estremecimiento de terror, el sabio del Yrak.
       Y el Califa repuso lentamente, dando a sus palabras agudezas de estilete, y agran­dando más el dominio negro y centelleante de sus pupilas:
       —Tú debes sentir ya, hasta en lo más profundo de tu alma, el fuego devorador de mis ojos. Mi mirada quema toda tu sabiduría. Tu pobre y mísera ciencia no puede ni sabe penetrar en el misterio de mis papi­las...
       —¡Oh, Al-Motadid, Emir de todas las lu­ces, hoy mi sabiduría se ha consumido an­te tus ojos, y solo de ella quedan pavesas!... Tu fuego la ha abrasado, y tu aliento la dispersa, como el viento del desierto barre las últimas cenizas de las fogatas de las caravanas.

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