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lunes, 4 de septiembre de 2017

Desayuno con diamantes, 115







 ¿QUIÉN CUENTA EL CHISTE?

       La historia del México contemporáneo y cotidiano puede escribirse de muy distintas y variadas perspectivas; por ejemplo, de una forma hilarante, y considerablemente melancólica. Los temas que se suceden en su narrativa, por esa necesidad de constatar una realidad inmediata, se concretan en auténticas tragicomedias; y es verdad que, asuntos aparentemente serios: narcotráfico, secuestros, o corrupción, pueden ser vistos y analizados de una manera sarcástica, en una sociedad donde lo políticamente correcto ha establecido demasiados límites al humor, y en un contexto vivido en lo literal sin percibir la ironía, la parodia o los segundos sentidos. Pero si nos alejamos de clichés establecidos, no hay límite alguno para el humor, la propuesta del escritor la completa el lector con sus referentes culturales, y sus nociones de cuanto se considera fundamentalmente correcto.
       Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973), compañero de generación de notables nombres de la narrativa mejicana actual, Yuri Herrera, Julián Herbert, Daniela Tarazona, o Emiliano Monge, considera que tanto narcotráfico como violencia pueden ser tratados como una fábula, un cuento que se convierte en una alegoría, ocurre en su primera novela, Fiesta en la madriguera (2010), un relato visto desde la perspectiva de Tochtli, una mirada infantil, pero no menos cruel y prepotente que un adulto; el cinismo de un niño acostumbrado a que su padre, el gran capo, le conceda todo porque se desenvuelve en un mundo tan sórdido como patético, y no menos nefasto; Si viviéramos en un lugar normal (2012), su segunda novela, parte de una trilogía crítica sobre México, sostiene que el humor permite acercarnos a la realidad, lo convierte en un arma contra el poder; otra manera de entender la actualidad, y no sólo una cuestión de ese entretenimiento que nos proporciona la ficción; retrata a una familia desmembrada y empobrecida que aun puede hundirse más en la miseria; y Te vendo un perro (2014), que cierra la excéntrica mirada de Villalobos sobre alguno de los tópicos de la sociedad mejicana, cuenta las rencillas y tertulias de un grupo de ancianos en un ruinoso edificio de México D. F.; otra farsa en la que el escritor no deja títere con cabeza, aunque bajo esa expresa sordidez aflora su particular compasión por la marginalidad.
       El escritor mejicano alcanza con, No voy a pedirle a nadie que me crea, su última entrega y Premio Herralde de Novela 2016, el tono y el ritmo ensayado en su narrativa precedente, y asegura que la única manera de afrontar estos tiempos tragicómicos es con un humor cáustico, rozando lo verosímil y lo surrealista, como si se escribiera con la más absoluta sensatez del mundo por más extravagante, e hilarante que resulte; actitud acrecentada ahora en No voy a pedirle a nadie que me crea, titulo que, una vez más, nos arranca una carcajada. Se trata de contar un juego tan lúdico como perverso que, superadas las primeras páginas, se transforma en un auténtico delirio, sin que sepamos bien cómo ha transcurrido todo porque nada parece normal, pese a como se expresa en su título, los distintos personajes que conforman la historia advierten que tal vez nadie sea capaz de creerlos; paralelamente, el lector percibe que la novela ofrece otra visión, una mirada latinoamericana sobre la sociedad europea, en una ciudad como Barcelona, a donde ha llegado el personaje Villalobos con su novia para estudiar con una beca un doctorado en Literatura Comparada en la Universidad Autónoma, y así recuperar la obra olvidada de Jorge Ybargüengoitia; en realidad, lo hará todo menos eso, arrastrado a un mundo delirante por un prometedor estafador que le propone un negocio al que nadie podría resistirse. El resultado una sucesiva cadena de situaciones a cual de ellas más insospechadas, incluidos peligrosos mafiosos, y rematado por la neurosis creciente de su novia, Valentina, que le da por leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, o una niña casi de película de terror que recita versos de Alejandra Pizarnik, y una perrita bautizada como Viridiana. Y otra de las muchas preguntas, al margen de ese profundo humorismo, que planea sobre sus páginas es si consideramos que Villalobos ha intentado escribir una novela mejicana sobre Barcelona, o una novela barcelonesa sobre México, porque si en su anterior obra exploraba, de manera explícita, la realidad mejicana, este relato es una suerte de auténtica salida literaria, eso sí con un trasfondo latinoamericano, y las inmejorables perspectivas de una visión mediterránea.
       Al Villalobos-personaje de No voy a pedirle a nadie que me crea lo acecha una mafia tenebrosa, capitaneada por el Licenciado y sus secuaces, Chucky y el Chino, un primo fallecido que aun muerto no deja de provocarle problemas, un político catalán corrupto, y una madre que habla de sí misma en tercera persona, el retrato de una variada clase social, alta sociedad catalana, y una novia que estudia el género del diario íntimo, otro planteamiento interesante del narrador Villalobos, porque añade un nuevo frente que su novela incorpora: la auto-ficción, que justifica su título. Se ofrece la cara verdadera de la urbe, manifiesta en los catalanes que quieren imponer una aparente superioridad, a través de la lengua propia, a un número indeterminado de latinoamericanos expatriados perdidos en el ambiguo escenario de la cosmopolita Barcelona, a chinos que sobreviven de negocios ilícitos, a pakistaníes capaces de cualquier cosa por permanecer lejos de su tierra, y se testimonia la verdad sobre mossos d’esquadra corruptos, vagabundos okupas conectados con la mafia y políticos tan honestos como a nadie nos cabe pensar que puedan serlo.
       El giro paródico del libro resulta ingenioso, y justifica esa multiplicidad de registros genéricos: cartas, fragmentos de una supuesta novela autobiográfica, notas de diario, incluso mensajes de voz en un teléfono, y se añaden los estilísticos porque Villalobos es muy hábil imitando acentos y jergas, o convirtiendo las numerosas muletillas de las que hacen gala los personajes, como un recurso tanto rítmico como cómico.

Juan Pablo Villalobos, No voy a pedirle a nadie que me crea; Premio Herralde de Novela; Barcelona, Anagrama, 2016.


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