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viernes, 27 de julio de 2018

Hoy invito a...


Mariángeles Pérez

Las dos princesas



       A mi amiga del alma,  Antonia



       Las dos princesas llegaron a su torre particular. Por un momento se miraron, sonrieron y pensaron que representaban al dramático Segismundo en su más pura versión calderoniana.
       Abrieron su pequeño equipaje sobre el colchón colgante hacia el suelo, en aquella vieja casa que, según contaban, había pertenecido al cura del pueblo. Volvieron a sonreír entre dulce y amargamente porque para ellas se iniciaba una aventura abarrotada de preguntas, de dudas y totalmente desconocida.
       Algunos días antes, la princesa primera había propuesto a la segunda compartir con ella su destino, compuesto por un maletín básico de médico pero, y eso era lo más importante, un maletín que rebosaba de ilusiones sueños y muchas, muchas esperanzas. La princesa segunda no lo dudó ni un momento, aceptó el reto y juntas iniciaron ese viaje desembarcando en un diminuto y encalado pueblecito situado a los pies de La Alpujarra almeriense.
       Con extrema curiosidad empezaron a indagar por todos los rincones, intentado familiarizarse hasta con las zonas más extrañas y fantasmales de aquella destartalada casa, no sintieron en ningún momento miedo ni temor y no tardaron nada en sufrir un proceso de simbiosis con  aquel entorno desconocido para ellas y que se estaba convirtiendo, por momentos, en parte de sus vidas, formándose un lazo tan fuerte que nada ni nadie podría atravesar jamás y que desembocaría, con el tiempo, en el inmenso océano de la Amistad.
       Llegó el momento de compartir, de salir, de entrar, de observar, de conocer. Las vecinas se prestaron a ayudar y colaborar portando los mejores manjares hechos con sus fuertes manos de campesinas, como muestra de agradecimiento a esas dos princesas que, de forma inesperada, habían ocupado su pueblo, pero que ellas acogieron expectantes, con alegría y, sobre todo, con mucha, muchísima gracia.
       Llegaron las noches en vela, las salidas arriesgadas por oscuros y desconocidos caminos,  la asistencia a familias rotas, el trabajo duro y agotador, pero también llegaron los paseos junto al río, el aroma de azahar de los naranjos alineados y perdidos a la vista donde allí el cielo y la tierra parecen juntarse, las puestas y salidas de sol que ellas observaban, cada vez que podían, comparando sus similitudes y sus diferencias.
       Compartían el guiso de lentejas puesto en la misma lumbre que les servía para calentar su fríos pies durante las largas noches de invierno, así como la ducha, algo rudimentaria e improvisada, que consistía en un cubo de latón rebosante de agua, extraída con una jarra, cayendo por sus suaves y jóvenes cuerpos.
       Las dos princesas pasaban horas y horas de la noche charlando hasta el amanecer, a veces discutían por cosas nimias entendiendo que no en todo coincidían, que la vida les había dado una oportunidad única de convivencia, lo que no significaba compatibilidad e identidad de caracteres. Con personalidad más o menos definida ya apuntaban a distintas y variadas formas de pensar, algo que no impedía, en absoluto, que dentro de sus corazones se estuviera creando una semilla de amistad que iría creciendo desmesuradamente, invadiendo su cuerpo, su alma y hasta lo más profundo de sus corazones.
        Pero, pasó un año y llegó el momento de la separación, cada una de ellas debía volver a sus respectivos reinos, así estaba establecido, rendir cuentas ante su padres, los reyes, demostrar que estaban preparadas para afrontar y salvar el gran muro reforzadamente atrincherado que les ofrecía la vida.
       Sí, nuestras princesas se tuvieron que separar, pero sus entrañables noches filosóficas junto al fuego, sus madrugadoras salidas hacia lo desconocido, su vinculación a través de la palabra y de los sentimientos desembocó en el mayor de los regalos para las dos: LA AMISTAD.
               Las dos princesas quizá se enamoraron, tal vez tuvieron hijos, posiblemente arriesgaron y apostaron por la vida, o no. Visualicemos  el final más idóneo, pensemos que pueden ser infinitos los acaboses  de los cuentos, optemos por la opción que consideremos más hermosa, más romántica, más triste o más trágica. Para eso está la imaginación y la palabra para poder poner punto y seguido o punto y final a nuestros cuentos, a nuestros sueños, a nuestras ilusiones.

 Y…la torre de Segismundo quedó detrás, en un pequeño y entrañable pueblo a los pies de La Alpujarra almeriense.

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