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domingo, 22 de marzo de 2015

Hoy tomo café con…



Javier Morales Ortiz

     Javier Morales Ortiz vuelve a la narrativa breve con Ocho cuentos y medio (Baile del Sol, 2014), un homenaje explícito a sus maestros, sobre todo Chéjov.


                                                                                                 © Sole González

Javier Morales Ortiz (Plasencia, 1968), escritor y periodista. Imparte talleres de escritura y colabora en diversos medios y revistas. Escribe una columna dominical en El Asombrario, portal de cultura de eldiario.es. Ha publicado hasta el momento los libros de cuentos, La despedida (2008), Lisboa (2011) y Ocho cuentos y medio (2014) y la novela Pequeñas biografías por encargo (Huerga & Fierro, 2013). Sobre su literatura se ha dicho que es “austera, concisa, pero sobre todo auténtica, y en la brevedad de sus textos puede meterse toda una vida”.

Dígame, en primer lugar, ¿cómo se llega al cuento?
No creo que haya una única forma de llegar al cuento, sino que cada lector, cada escritor, encuentra el camino a su manera, si es que lo encuentra. Al principio como lector y luego como narrador siempre me interesaron la brevedad y la concisión, cualidades inherentes al género breve. El predominio editorial de la novela no ha facilitado el acercamiento del gran público al cuento, que sigue siendo minoritario, pero la situación ha mejorado mucho respecto a lo que sucedía hace algunos años.

¿Es quizá, como se desprende de sus relatos, una manera de mostrar mejor la fragilidad humana?
La necesidad de mostrar la fragilidad humana, lo que somos, viene de cualquier impulso literario, no solo del cuento. Pensemos en Shakespeare. Creo que un error en el que han caído algunos cuentistas es pensar que el género es superior a otros, como la novela. Algo parecido a lo que ocurre con algunos poetas respecto a la narrativa. Creo en la buena literatura, al margen de la cara que tenga: novela, cuento, poema, no ficción, teatro, cine.

Y si es así, ¿hasta qué punto se implica usted en sus relatos?
Mi implicación es total cuando escribo, pero no solo relatos. Cuando se cuenta una historia, al margen del género que hayamos elegido, estamos dejando en el papel un pedazo de nuestra alma. Y hay que dar lo mejor de nosotros mismos. Otra cosa es el resultado, que no siempre es de nuestro agrado.

Se lo pregunto porque sus personajes, al hilo de un posible realismo sucio pretenden no seguir siendo los mismos, ¿es esa su intención al conformar sus historias?
Al hablar de mi último libro, “Ocho cuentos y medio”, el escritor Juan Ramón Santos se preguntaba si en mi caso, más que de realismo sucio, no habría que hablar de realismo limpio. Me parece una observación muy aguda y atinada porque una cosa es el lugar en el que pueden transcurrir algunas historias y otra el tratamiento de la historia y el tratamiento de los personajes. Siempre los trato con ternura y, sobre todo, suelo dejar una puerta para que puedan encontrar una salida.

¿Ha necesitado usted un espacio para concretar sus historias, o es un mero recurso literario?
En mis dos primeros libros de relatos, La despedida y Lisboa, podríamos decir que el espacio donde se desarrollan las historias se convierte en un personaje más. Era algo meditado. En el primer caso, el mundo rural. En Lisboa una urbanización de las afueras de Madrid. Ambos libros están conectados. Quería demostrar que la fragilidad del ser humano de la que hablabas antes es la misma, que nuestros conflictos son parecidos y universales, al margen de donde vivamos. Algo que también puede visualizarse en mi novela, Pequeñas biografías por encargo.

En su primer libro, La despedida (2008), ¿sus personajes conviven en temas comunes: superar su derrota, y aquello que media entre realidad/ deseo?
Decía Bolaño que la literatura es una batalla perdida de antemano, como la vida misma. Creo que cualquier historia que se precie nace de esa derrota, de la necesidad de adaptar nuestras aspiraciones a la vida real, a lo que realmente tenemos.
  

                                                                                                       © Sole González

La ambientación de sus cinco relatos en un medio rural ¿ayuda a los personajes a vivir en un último paraíso?
Quise rendir un homenaje a una cultura que se pierde, que agoniza. Y en este sentido, como señaló en su día Gonzalo Hidalgo Bayal, los personajes de La despedida viven en una especie de arcadia, un mundo en extinción donde los humanos veían a la naturaleza como parte de sí mismos y no como un mero paisaje.

En su siguiente libro, Lisboa (2011), de nuevo sobresalen los personajes, ¿quizá porque ellos son capaces de resumir sus intenciones a la hora de contar un cuento?
Me gustan las historias en las que los personajes juegan un papel importante. Como bien dices, a través de ellos podemos tratar de una inocular una especie de verdad literaria, un espejo en el que mirarnos.

Crisis y falta de comunicación vuelven a ser motivos dominantes en estos relatos, ¿crónica de una época?
Mi intención no era hacer una crónica de nuestra época, un fresco que reflejase cómo somos al día de hoy. Pero los personajes y las historias, en su mayoría, transcurren en un momento y en un lugar muy concreto y eso, sin duda, está presente en todos los relatos.

A través de las abundantes elipsis y recuerdos literarios empleados, consigue usted un estilo muy característico, como si quisiera agrandar la realidad de los mismos, ¿es este su propósito fundamental?
La elipsis es uno de los recursos literarios que más me interesan, por su capacidad de agrandar la realidad, como señalas, y de que el lector adquiera un papel más activo en la historia. Incluso en la vida real a veces es más importante lo que callamos que lo que decimos. Lo que calla el narrador debe escribirlo cada lector por su cuenta.

Su tercer libro, Ocho cuentos y medio (2014), más ambicioso, ¿trata de homenajear a sus maestros en el género?
Cada vez que escribimos homenajeamos de alguna forma a los autores que hemos leído y que nos han influido. En este sentido, escribir es destilar esas influencias.  Eso es así siempre. En el caso de Ocho cuentos y medio, además de esa destilación, hay un homenaje explícito a varios narradores que han sido importantes para mí, sobre todo Chéjov, de quien aún sigo aprendiendo.

En esta ocasión la variedad temática es mucho más amplia y ambiciosa, ¿qué ha cambiado en sus presupuestos literarios?
Me alegro de que se haya percibido esa evolución. Digamos que los presupuestos literarios siguen siendo los mismos. Pero creo que un escritor deber seguir buscando nuevos paradigmas, abrir nuevas posibilidades, aunque sea dentro de la tradición de la que se siente deudor, que en mi caso claramente entronca con la chejoviana.

Hay un relato, “Regreso a Sajalín” de una tremenda actualidad, ¿se deja usted llevar por la crónica periodística?
No especialmente. Antes hablábamos de homenajes y quizás este relato es el del libro “Ocho cuentos y medio” en el que la alusión a Chéjov es más evidente. Uno de los libros más conocidos aunque menos literario de Chéjov es La isla de Sajalín. Chéjov, que también era médico, viajó a este archipiélago, donde recluían a los presos en unas condiciones infrahumanas, para relatar su miseria y dar cuenta de ella. Como en sus relatos, se impone la mirada del humanista, pero en este caso bajo la óptica del científico. De ahí que la narración se haga tediosa en algunos pasajes porque el estilo nada tiene que ver con el de sus cuentos. Al pensar en La isla de Sajalín enseguida me vino a la mente Guantánamo, como a la protagonista de mi relato, una joven escritora canadiense que en cierta forma desearía emular al maestro.

Es autor de una novela, Pequeñas biografías por encargo (2013); establezca usted, por favor, su distancia entre novela y cuento. 
El impulso que nos lleva a contar una historia es el mismo tanto si se trata de una novela como de un cuento o incluso de un reportaje periodístico. En este sentido me siento sobre todo un narrador, alguien a quien le encanta contar historias. Ahora bien, el aliento que lo impulsa es distinto. Intensidad, brevedad y tensión son cualidades inherentes al relato corto, aunque también algunas novelas las tienen. Digamos que el cuento es un fogonazo de vida, aspira a verdades fragmentarias, mientras que la novela tiene una ambición mayor de totalidad, pero las fronteras no siempre son muy nítidas.

Y una última curiosidad, ¿qué le debe usted a Gonzalo Calcedo, si es que le debe algo? Con Gonzalo Calcedo, como con tantos escritores, me siento en deuda porque me enseñaron a ver el mundo de otra manera a través de sus historias. Gonzalo Calcedo es además uno de nuestros grandes cuentistas, alguien que desbrozó el camino del relato corto cuando era aún más minoritario que ahora. Supo incorporar con éxito la forma narrar de la gran tradición cuentística de Estados Unidos al ámbito español, sin perder la identidad. Y creo que su aportación no ha sido reconocida como merece. Quizás porque durante los últimos años, atraídos por una aparente simplicidad, han surgido demasiados imitadores de Carver y los críticos no han sabido distinguir el grano de la paja, el mimetismo de la creación.




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