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sábado, 21 de marzo de 2015

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S
Sentimientos
         “No hablar nunca de una cosa no quiere decir que no se sienta”.
                                                       Alejandro Casona
Julio Llamazares            
Distintas formas de mirar el agua

   Como se ha venido sosteniendo el concepto de ver se transcribe como una exclusiva función cerebral, y cuando pretendemos mirar este sentido se convierte en una función ocular; es decir, dirigimos nuestros ojos sobre el objeto y, solo entonces, organizamos ambas percepciones porque esa capacidad de ver, en realidad, consiste en usar la visión y, de otra manera, mirar lo conceptuamos exclusivamente como emplear la vista.
   Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) nos tiene acostumbrados a distintas formas de mirar y a mostrarnos ese sentimiento de desarraigo que recorre buena parte de su literatura hasta el presente, y ahora, ahonda mucho más, en su última propuesta, Distintas formas de mirar el agua (2015), porque en esta ocasión, Llamazares propone dieciséis miradas distintas, para contar su historia y, una vez más, ofrece un texto intimista y lírico, aunque sostiene ese sentimiento de desarraigo o de exilio permanente que planea sobre su narrativa y en particular en esta novela. Y los dieciséis monólogos se convierten en el homenaje a un protagonista anónimo, un campesino sobrio, austero, obligado a abandonar la tierra que lo vio nacer y donde ha fraguado buena parte de su vida. Comienza el testimonio con su viuda ya, y acaba por la de su hijo pequeño; entre medias, otros hijos, nueras, yernos, nietos, novios o novias de los nietos irán sumando su voz, a veces desde la extrañeza, hasta llegar al ritual familiar de lanzar las cenizas del finado sobre la superficie del pantano que desalojó hace más de medio siglo a la familia de un idílico valle leonés. De manera que esos monólogos se hacen en homenaje del hombre ya convertido en cenizas, y muestran ese repaso a toda una vida y una actitud de sobrevivir pese a todo tipo de adversidades.
   Y a medida que vamos leyendo, sabemos que Domingo, el padre de familia, una vez desalojado de Ferreras, en el valle de Porma, se negó a volver nunca a su pueblo o, mejor, al pantano bajo el cual se hallaban las ruinas de su casa y las de sus vecinos que, como él, tuvieron que emigrar a las provincias vecinas. Tan solo volvería, y así lo había manifestado, cuando muriese para que sus cenizas se reencontraran con el hijo, Valentín, muerto de muy corta edad, y que había quedado sepultado en el cementerio local bajo las aguas. La novela transcurre en un breve lapso de tiempo, justo el que tardará la mayor parte de la familia, que se ha desplazado hasta allí, para arrojar sus cenizas a las aguas del embalse, y quieren hacerlo en el punto de la orilla más cercano al pueblo sumergido. Se trata de una breve y sencilla ceremonia, encabezada por su viuda, sus hijos, sus yernos y nueras, sus nietos y nietas, que reflexionan sobre su relación con Domingo, y sus visitas esporádicas en aquel paraje perdido, pero también se pone de manifiesto, ese desarraigo de los más jóvenes, que apenas sienten nada o se muestran poco vinculados al lugar que, como esbozábamos al comienzo, se convierte en el tema principal de la novela, al tiempo que relativiza los puntos de vista de cada uno de ellos a medida que expresan, frente a la laguna, sus pensamientos y, a medida, que los testimonios reproducen las palabras de los más jóvenes, se diluye esa visión sentimental con que los moradores del lugar vivieran su pasado.
  El paisaje, según acostumbra Llamazares, se perfila en Distintas formas de mirar el agua, como otro personaje más que circunda y manifiesta la actitud vital del resto, y en ocasiones se muestra como ese espejo en que, inexorablemente, nos reflejamos, nos proyectamos y aun más, nos miramos, y tan es así que se convierte en nuestra sombra y configura nuestra personalidad.





 





DISTINTAS FORMAS DE MIRAR EL AGUA
Julio Llamazares
Madrid, Alfaguara, 2015; 193 págs.


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