La opera prima de un joven escribidor
Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) confesaba, años después, que “había comenzado a escribir La ciudad y los perros en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez Pelayo llamada El Jute, mientras disfrutaba de una beca para escribir su tesis doctoral sobre Rubén Darío. La taberna miraba al parque del Retiro, aunque terminó su novela en el invierno de 1961, instalado ya en París. Julia Urquidi, tía y primera esposa del narrador, describe este importante momento en su libro Lo que Varguitas no dijo: “Durante una temporada vivimos tranquilos, y hasta podría decirse que felices. Nuestra vida se iba formalizando en todos los aspectos; ya había algo de comunicación entre nosotros. Empezamos a compartir muchas cosas que habíamos dejado de hacer. Llegaron las pruebas de galeras de su libro, las que corregíamos juntos en un café junto al Sena, con la emoción y alegría que esto significaba para los dos (…) Viajamos a Barcelona. Mario debía recibir el Premio “Biblioteca Breve” por La ciudad y los perros. Conocimos gente estupenda que fueron muy buenos amigos, como Luis Goytisolo y varios más cuyo nombre no recuerdo (…)”. Autor de Ka casa verde (1966), Conversación en La Catedral (1959), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), Lituma en los Andes (1993), La fiesta del Chivo (2000), El paraíso en la otra esquina (2003), o los ensayos, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (1975), La verdad de las mentiras (1990), o La realidad de un escritor (2020).
Un joven desconocido
Las vicisitudes que corre un libro hasta que llega a los escaparates de una librería, son dignas de otra crónica, sobre todo si el texto en cuestión debe sortear la censura como ocurría en la España de 1962, cuando la novela, La ciudad y los perros, obtuvo, en Barcelona, el Premio Biblioteca Breve por unanimidad. José Miguel Oviedo ya había propuesto el original de un desconocido Mario Vargas Llosa a un editor argentino, quien no le concedió importancia alguna. El texto circuló por la editorial barcelonesa, que dirigía entonces Carlos Barral, durante meses quizá olvidado por un informe negativo que había redactado un afamado novelista de época, Luis Goytisolo. El propio Barral salvó el original tras verse en París con el joven autor de una novela que originariamente se llamaba La morada del héroe, y convencido por el editor, tras una prolongada deliberación, envío con ciertas reticencias al Premio Biblioteca con el título de Los impostores que el jurado premió por unanimidad; poco después, optaría al Prix Formentor, premio de un gran y verdadero prestigio literario que no consiguió, derrotado por Le grand voyage de Jorge Semprún. Sin embargo, La ciudad y los perros, muy aplaudida, recibió el Premio de la Crítica Española un año después. El nombre de Mario Vargas Llosa, y la lectura de La ciudad y los perros, se convirtió en un hecho literario digno de atención y estudio; primero por la juventud del escritor que salía de la nada y, segundo, porque la crítica especializada se atrevió con interpretaciones que convirtieron la novela en obligada lectura, no solo en el ámbito español sino en otras lenguas traducida a lo largo de los años y, además, bien recibida siempre por el público.
Historia de una novela
La novela circuló con tres nombres diferentes que ninguno gustaba a Vargas Llosa, aunque había sido remitida a Barcelona con La morada del héroe, alusión a Leoncio Prado, jefe militar fusilado por las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico de 1879, colegio que designa donde se desarrolla buena parte del relato; en otro momento, se llamó Los impostores, que provenía del epígrafe sartriano que encabeza la novela, y por la atmósfera de la misma, el autor consideraba que, en realidad, debería llamarse Los jefes pero no podía usarlo porque hubiera repetido el título de su primer libro. José Miguel Oviedo apunta que, en realidad, el título definitivo se justifica por una pequeña historia personal: cuando volvieron a verse en la redacción de El Comercio, Oviedo llevaba anotados tres títulos de los que hoy solo recuerda dos: La ciudad y la niebla, que aludía al cielo casi permanentemente encapotado de Lima; y La ciudad y los perros, bautizado así porque cuando Vargas Llosa lo escuchó, afirmó: ¡Ese es!
El argumento de la novela es nítido y ha sido resumido en numerosas ocasiones por la crítica; para Villanueva, “se trata de una indagación crítica sobre las estructuras del poder, y de la tergiversación que de ellas se puede hacer de la justicia y la verdad. El colegio militar las representa de modo objetivo, y el grupo de cadetes conocido como “El Círculo” lo hace también de forma espontánea en el seno de la comunidad colegial”. En realidad, se apoya en un esquema que sigue el modelo de novela policíaca: hay un grave acto delictivo que viola las normas del colegio, el robo de las preguntas de un examen; un castigo impuesto, se suprimen las salidas de fines de semana; una delación, la del Esclavo; la muerte violenta del soplón; una acusación, Alberto, que niega el accidente y sostiene que el Jaguar mató al Esclavo por pura venganza, y un desenlace poco ortodoxo: las autoridades militares desechan la acusación para evitar el escándalo, para que todo vuelva a la normalidad dentro y fuera de la institución, como afirma Oviedo; y señala que “la historia va más allá de los lineamientos de ese esquema porque hace un vasto examen crítico de la concreta realidad peruana, que incluye el colegio, la jerarquía militar, la desigualdad de las clases sociales y económicas, las divisiones raciales o los prejuicios sexuales”. Sobresale esa ambigüedad moral que caracteriza a los actos humanos porque la propia historia se teje en un continuo circular que lleva la acción del relato del Colegio a la Ciudad, de adelante hacia atrás que, al mismo tiempo, envuelve a los personajes en una persistente desorientación vital que pasa por continuas frustraciones, una violencia gratuita o la soledad y la angustia existencial como propuesta de Vargas Llosa para escribir sobre la dualidad y el contraste que tan buenos resultados le procuró, y que en su primera experiencia novelesca utilizó, máxima que años más tarde esgrimiría cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos en 1968, “la razón de ser escritor es la protesta, la contradicción y la crítica”, precisamente sobre la sociedad peruana de la que el Colegio es un auténtico microcosmos o macrocosmos, como señala Oviedo, porque en ese espacio se perfilan ya los temas que dominarán en la narrativa posterior de Mario Vargas Llosa, la hipocresía, la violencia, la corrupción moral, el falso ideal del machismo o el determinismo social. El detalle del robo es un aspecto nimio aunque desencadena el resto de los episodios, tampoco son importantes las clases de química o cualquier otra asignatura, lo importante en la institución es convertirse de “perros” en “hombres”, en trocar su aprendizaje en la auténtica represión sistemática de algunos valores fundamentales, la compasión, la consideración hacia los demás, o el sacrificio propio, para de esa forma cultivar valores opuestos. El Leoncio Prado funciona como un universo donde todo se concentra, un mundo de límites establecidos, un lugar donde un grupo de adolescentes cursan su último año de secundaria, sometidos a una educación militarizada que aspira a convertirlos en “hombres” a través, sin duda, de una declarada imitación de las virtudes castrenses.
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