Eduardo Halfon, “La novela Canción (2021) es una crónica familiar, también una crónica personal y una crónica nacional y crónica regional”.
Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) es uno de los más reconocidos autores centroamericanos, cuya narrativa se ciñe a un constante anhelo por conciliar el desfase de identidades que fluye en sus venas, la problemática que subyace entre realidad, o ese mundo de ficción que se alimenta de lo fáctico, lo biográfico, o lo veraz. Traducido a varios idiomas, algunas de sus novelas forman ya un corpus interesante, Esto no es una pipa, Saturno (2003), De cabo roto (2003), El ángel literario (2004), Siete minutos de desasosiego (2007), El boxeador polaco (2008), Clases de dibujo (2009), La pirueta (2010), Mañana nunca lo hablamos (2011), Elocuencias de un tartamudo (2012), Monasterio (2014), Duelo (2017), Biblioteca bizarra (2018) y, recientemente, Canción (2021) una novela que reproduce esa desquiciada historia política y social de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX: golpes de estado, dictaduras y tutelas militares, guerrillas insurgentes, paramilitares, intromisión y control político y económico de los Estados Unidos, secuestros y asesinatos individualizados, pobreza, guerras civiles, y en ese tramo relevante histórico y trágico, se producirá el rapto del abuelo, un secuestro incentivado por la denuncia de un miembro de la comunidad judía, y realizado para que, con el rescate, se financien actividades de las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes), fundadas hacia 1962, y disueltas en torno a 1996. El relato del secuestro, su desarrollo y consecuencias en la familia forman una parte sustantiva de la novela, ofrece la creación del personaje del guerrillero “Canción”, la evocación de Rogelia Cruz, esbozo del guerrillero “bueno” que custodiaba al abuelo, y de Sara, la mujer del gabán rojo, otra de las secuestradoras, con la que el narrador, pasado el tiempo, tendrá una cita. Aunque se trate de una ficción, los personajes y las escenas conservan su intimidad, su personalidad intrínseca, conectada en ese doble viaje al pasado y a un Tokio del presente donde palpita afectivamente la figura, con evidentes planos diferentes, del abuelo.
¿La literatura es un oficio inexplicable, y un evidente recuento de memoria?
Un oficio inexplicable, sí. Pero no un recuento, y mucho menos un recuento evidente. La literatura no es estonografía. Yo más bien diría que es un ejercicio de memoria o un juego de memoria en el cual una memoria se estira y encoje y manipula hasta que deja de serlo, y se convierte en otra cosa, en algo efímero y ligero.
Desde una perspectiva propia, ¿ciñe usted, de alguna manera, su narrativa a un constante anhelo por conciliar el desfase de identidades que fluye en sus venas?
No por conciliar, pues eso implicaría que mis tantas identidades están en pugna o en desorden, sino simplemente en mostrarlas o describirlas. Se me ocurre que quizás yo soy la sumatoria de mis tantas identitades. Aunque también es enteramente posible que yo sea el promedio de ellas.
¿Y quizá su mundo de ficción se alimenta vorazmente de lo fáctico, lo biográfico, o lo veraz?
Sí, pero versiones muy diluidas de los tres. Es decir, sólo me interesa lo biográfico o lo fáctico o lo veraz como punto de partida. Empiezo a escribir un relato desde ese punto, pero luego ese punto se diluye o se disminuye o a veces hasta desaparece del todo.
La herida de represión y violencia de la guerra interna en Guatemala no cicatrizó durante el período democrático, ¿existe en usted esa necesidad de dejar constancia por escrito?
En absoluto. Aunque es cierto que la gran herida de Guatemala no ha cicatrizado, la literatura, para mí, no debe tener una intencionalidad política o social o histórica de dejar constancia. Lo literario sucede en otro plano. Un plano sin necesidades ni caprichos nacionales ni agendas personales.
Se dice de usted que es un autor con paciencia, y que de una manera obsesiva, viene construyendo una obra literaria sólida y original, ¿es esa su voluntad?
Creo que mis amigos y conocidos discreparían con llamarme paciente, aunque sí obsesivo. Pero ambas cosas —mi paciencia y mi obsesión— coinciden en la revisión de todo manuscrito. Escribo breve y rápido un primer borrador, pero luego puedo pasar años revisándolo. Es una obsesión principalmente con el lenguaje: revisar y volver a revisar cada palabra, cada coma, cada línea, cada párrafo, cada página. Pero también es un oficio de ingeniería, y no sólo en esa historia, sino en cómo esa historia encaja con todas las demás, con todas las anteriores. Hay en mí una obsesión o una voluntad por crear una sola obra completa, un libro total, aunque esté compuesto de pequeñas historias independientes.
¿Existe un Eduardo Halfon autor, y otro narrador y protagonista de historias y crónicas de viajes que se nos va descubriendo en cada libro?
Así es, al igual que ese otro Eduardo Halfon se me ha ido descubriendo a mí, poco a poco, en cada libro. Tiene él ya una historia muy propia. Un temperamento muy suyo. Viaja bien y dice lo que piensa y fuma mucho. Yo no fumo.
Su última novela, Canción (2021), ¿debía ser una necesaria crónica familiar?
Una crónica familiar, sí, pero también una crónica personal y una crónica nacional y crónica regional. Estoy seguro de que cualquier lector latinoamericano, ya sea argentino o chileno o salvadoreño, entenderá perfectamente la historia de opresión y colonialismo y dictadores y desaparecidos. Me parece que una crónica se vuelve literatura cuando deja de ser únicamente una crónica familiar.
¿Ese disfraz de árabe es la excusa necesaria para contar una historia como Canción?
Es curioso que yo escribí esa escena en Tokio, disfrazado de árabe, casi cinco años antes de toparme con la historia del secuestro de mi abuelo y de uno de sus secuestradores, apodado Canción. Es decir, de alguna manera, el verme en el espejo disfrazado de árabe hizo que volviera la mirada hacia mi abuelo libanés, y luego hacia su historia de migración, y luego hacia la historia de su secuestro, y luego, en fin, hacia la historia reciente de mi país. Entonces, sí, fue una excusa perfecta y necesaria, aunque yo no lo supiera entonces.
Esta novela, Canción, ¿es en realidad el relato de una tragedia que se salva por un fino fondo humorístico?
Es que lo trágico y lo cómico son inseparables. Yo no sabría escribir sobre algo tan trágico como el conflicto armado interno guatemalteco sin recurrir también al humor. Para mí, el humor siempre ha sido una válvula de escape, necesaria en los momentos más solemnes.
Ese paralelo protagonista, el abuelo libanés y el guerrillero “Canción”, ¿son el auténtico rompecabezas que debe construir el lector?
Hay un protagonismo compartido entre los dos personajes, sí. Pero también hay un antagonismo entre ellos, en sus orígenes y sus posiciones sociales y económicas y políticas. Además, durante y después del cautiverio, ellos dos crean una extraña amistad. Sería un rompecabezas muy complejo, entonces.
Esta historia es el resultado de ¿esa desquiciada historia política y social de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX?
Más que el resultado, esta no es más que una historia desquiciada de ese pequeño y violento país que mi abuelo, no sin cierta razón, llamaba surrealista.
La cita con la mujer del gabán rojo resulta casi un auténtico argumento narrativo, ¿es así como lo imaginó?
Es la vértebra del relato. El hilo conductor. Pero un hilo conductor que el lector debe seguir sin saber hacia dónde conducirá, hasta que llega al final. Todo la información que el narrador posee desde el inicio del relato deriva de ese encuentro, y el lector está recibiendo esa información antes de saber esto. Escribir la escena así fue pedirle a los lectores y lectoras que confiaran en mí, o más bien que confiaran en el relato. Leer es siempre un acto de fe.
Al final, Canción ¿propone una síntesis emocional y argumental, una preciosa, o una incipiente y esbozada historia de amor en ese congreso literario que, lamentablemente, se rompe?
Es que sólo me interesan las historias de amor incipientes y esbozadas, las historias de amor que apenas se ven, las historias de amor antes de que algo suceda. El coqueteo es tanto más importante que el sexo.
Llegó tarde a la literatura, pero ¿en este momento ya se encuentra lo suficientemente cómodo?
No, no me siento cómodo en el mundo literario. Aún percibo en mí una impostura o una pose al tener que hablar sobre el acto de escribir o sobre qué significa ser un escritor o qué significa alguno de mis libros. Pero cada vez me siento más cómodo escribiendo. No del todo, pero cada vez más. Como si hasta ahora, después de veinte años y quince libros, apenas empezara a sentirme próximo a las palabras.
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