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viernes, 18 de mayo de 2018

Juan Manuel Gil


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Mapa para inventariar una isla
                                                        
       ¿Qué lleva a una persona, que se convierte en un personaje de novela, a esconderse en una isla, y a convivir con extranjeros, una añadida y exclusiva extrañeza que corrobora una no menos turbadora existencia?  ¿Responderse a sí mismo acerca de la desconcertante moral que arrastra en buena parte de su vida? ¿Olvidar la constante cobardía de un atormentado pasado? O en definitiva, y pese a todo, ¿resulta el vano intento de preservar el mayor de sus secretos?
        Las islas vertebradas (2017) es una novela repleta de preguntas, y quizá sin las respuestas que más convienen, pero Juan Manuel Gil (Almería, 1979) ha construido, sin duda alguna, y con mucho acierto, una inteligente narración en torno a la fragilidad y las muchas contradicciones humanas que, temáticamente, y sin un atisbo de buen quehacer, hubiera desembocado en un realismo sociológico al uso por cuanto le ocurre a Martín de Juan, un personaje que en su huida se esconde entre las sombras y las luces que proyectan las imágenes de la isla que con algo de suerte pueda convertirse para él en su única salvación. El almeriense es autor de Inopia (2009), o lo que es lo mismo, indigencia, pobreza, escasez, una primera novela que proponía una experimentación transparente tras algunas incursiones en la lírica, un arriesgado texto de perspectivas narrativas muy variadas y cuyo análisis debe realizarse con una mirada múltiple; un ejemplo de narrativa contemporánea que ensaya un tipo de relato fragmentario, con esa híbrida imbricación que propone una experimentación técnica en el terreno arquitectónico textual de la mejor lírica, de la narración o de aquellos otros géneros literarios cuya frontera aún estamos lejos de delimitar, y se construyen con una variedad formal, con una técnica, una estilística y una temática que desde el punto de vista narrativo se mueven entre el relato, más o menos extenso, y la novela, e incluyen temas característicos como las relaciones humanas y la sumisión que delimitan el conflicto de identidad, o rozan esa locura que lleva a los personajes a la soledad, la incomunicación y el miedo, un terror físico que condiciona al ser humano.
       Las islas vertebradas, como propuesta, ofrece toda una serie de disyuntivas entre lo real y lo onírico, lo mezquino y la bondad más absoluta, y a  lo largo de sus páginas observamos que la víctima se confirma como su propio verdugo. Disyuntivas que el autor enfrenta constantemente, y que de alguna manera conducen a los personajes de la isla a una nueva dimensión de su existencia mucho más primaria, y esas continuas interrogantes que guardan, sus secretos, que se irán desvelando y entrelazándose. Pero la historia, en su estructura básica, es sencilla aunque no por ello menos inquietante: Martín tras una serie de infortunios decide huir a una isla para recuperarse de una enfermedad y dar respuesta a sus permanentes dudas, un lugar remoto que se impregna de un hedor de algas putrefactas insoportable, envuelto en un halo de misterio que viene determinado por acontecimientos recientes: tras su breve estancia, comienzan a producirse extraños robos y la infranqueable comunidad de vecinos, básicamente extranjeros, empieza a tambalearse en ese idílico espacio que se conoce como el Parque holandés, y a la escasa acción se une la inquietante desaparición de uno de sus moradores. Lo curioso es que todo ocurre en ese espacio cerrado, a veces asfixiante, la isla, y al hilo de todo el lector descubre el pasado de Martín, narrado a través tres focos significativos: el valor de la amistad, de la familia y, en última instancia, del amor. Juan Manuel Gil se sirve de dichas aristas para dibujar las profundas heridas emocionales de un personaje que en muchas de sus actuaciones se nos antoja miserable, pero que al final queda redimido por sus encuentros con dos mujeres la joven Marina, que sobrevive al amor imposible de Larry, y una no menos enigmática y sugerente, contrapunto de cuanto sucede y se sugiere en la isla, Fatiha.
       Los personajes, con sus diálogos, contribuyen a esa atmósfera perturbadora que sobrevuela la historia, y el propio narrador desaparece por completo cuando los personajes interactuan, llevando ellos el peso de la narración, como ocurre en la escena de “Clipperton” y de “Thule” con una estructura teatral que no añade tensión a lo contado, aunque sí algo de incertidumbre  entre la realidad palpable que envuelve a los diálogos y el lirismo que se desprende, o entre esa vigilia y el sueño que envuelve la precariedad de todas y cada una de las vidas que intenta retratar el narrador Juan Manuel Gil; y en estos diálogos se concentra, sin duda, bastante del artificio de Las islas vertebradas que pone en tela de juicio lo mejor de la buena literatura.






LAS ISLAS VERTEBRADAS
Juan Manuel Gil
Madrid, Playa de Ákaba, 2017

  

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