Para mi amigo Félix
Los primeros
días de este mes, con que finalizamos el año, nos anuncian el invierno, con
mañanas y tardes frías, algún chubasco y el proyecto de algunas últimas
entregas que se perfilan, de alguna manera, interesantes, como por ejemplo, la
única y exclusiva novela de E. E. Cummings, La habitación enorme, una meditada
propuesta sobre la I Guerra Mundial
en la que un joven poeta sirvió en el servicio de ambulancias. Los días previos
a la navidad nos acercan a un pasado familiar de otros tiempos, y otras
inquietudes; experimentamos cómo estos días se han ido convirtiendo en muestras
inexcusables de consumismo.
Estos días de
grises colores me traen la extraña noticia de una pérdida: acaba de morir mi
amigo Félix, con quien viví mis años de infancia y de juventud, allá por los
lejanos 1966, 1967, 1968 y los siguientes, en la Alemania de la emigración, hasta
principios de la década de los 70, en nuestra ciudad de acogida, Langenfeld,
donde se quedó, fundó una familia y siguió sus días hasta hace unas semanas.
Félix fue la prolongación de una amistad de juventud en tierra extranjera que
vivimos con solidaria hermandad, algo que nos ha seguido uniendo a lo largo de
estos cuarenta y cinco años después. Te recordaré, amigo. Nos vemos allá, en ese
otro mundo.
Acabaré el año
con otros proyectos de lecturas, un clásico más, Trampa 22, de Joseph Heller,
que en esta ocasión centra su acción en la II Guerra Mundial,
y debo añadir las recientes, El manuscrito de aire, de Luis García Jambrina, la
nueva aventura de un Fernando de Rojas detective, y la historia de amor de
Marian Izaguirre, Después de muchos inviernos, que, de alguna manera, cerrarán
este espacio lector por este 2019.
Luego vendrán
los días familiares, los villancicos, el árbol de navidad y el pequeño belén. Y
ese salto, siempre, vertiginoso a un 2020, repleto, por qué no, de retos y
posibilidades.
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