En Los diablos azules nos pidieron, recientemente, un
libro para soportar el confinamiento, y se me ocurrió que…
El paisaje inconfundible de El camino
El camino, la tercera novela de Miguel
Delibes, se publicó en diciembre de 1950, y el reconocimiento de esta nueva
entrega fue un fenómeno gradual que cruzaría las fronteras gracias a las
traducciones en diversas lenguas. La
sombra del ciprés es alargada (Premio Nadal, 1947) y Aún es de día (1949), según el autor, habían sido dos novelas de
aprendizaje que, para este nuevo proyecto, El
camino, le obligaban a ensayar una estructura más concreta y un texto de mayor
envergadura literaria, aunque su trama concebida como pequeña y sencilla,
incluso se podría calificar de insignificante, daría pie a no pocos equívocos
dada la magia de la literatura, porque la historia cala, trasciende, ahonda en
nuestro espíritu y alcanza la universalidad, pese al tiempo transcurrido desde
sus publicación, setenta años.
La acción se
desarrolla en un microcosmos rural: un pueblo, y el protagonista de esta
historia es Daniel, hijo de los queseros, un niño inteligente y sensible, apodado,
el Mochuelo, porque sus ojos son verdes, grandes y redondos, de mirada atenta, observa
todo con cierto miedo; Daniel es un poco tímido y callado, se siente protegido
rodeado de sus inseparables amigos: Roque, el Moñigo y Germán, el Tiñoso, que
son esos otros indudables protagonistas de la historia. Roque al
contrario que Daniel es valiente y tiene un carácter fuerte, más alto y
corpulento; Germán, en cambio, es el más debilucho de los tres, cojea, tiene
calvas, de ahí el mote de el Tiñoso, puesto que como le encanta jugar con los
pájaros todos dicen que estos le pegaron las calvas; por lo demás es un
muchacho inteligente y perseverante. Con ellos descubriremos que Delibes es un auténtico
creador de personajes, y nunca podremos olvidar al resto que acompañan a Daniel
en su camino, que Delibes dibuja con absoluta perfección ahondando en sus
caracteres, entre otros, don Moisés, el maestro; las hermanas Irene y Lola,
conocidas como las Guindillas, las tenderas del pueblo; Paco, el Herrero; o
Quino, el Manco, el tabernero. Y conoceremos la iglesia de don José; la escuela
de don Moisés; la taberna del Manco; el huerto de Lucas, el Mutilado, donde
roban las manzanas los niños en sus correrías, la poza del Inglés, donde los
niños acostumbraban a bañarse y matar culebras; al final del libro, Germán, el
Tiñoso, pondrá la nota amarga al resbalar en este juego y desnucarse,
falleciendo poco antes de la partida de Daniel y provocando con ello que la
marcha de Daniel se haga aún más difícil. Y desde el fondo de sus once años,
lamentará el curso de los acontecimientos, aunque lo asume como una realidad
inevitable; la filosofía vital de don Moisés, el maestro, pondrá de manifiesto
que los personajes adultos quedan al margen, ellos son los otros, los miembros
de otro clan o grupo. Así, pues, el Mochuelo, es quien mejor entiende, pese a
su corta edad y a los extravíos de su lógica, las cualidades y ventajas de
vivir en su pueblo: la integridad y defensa de la naturaleza.
Delibes
consiguió un estilo natural y adecuado a su relato, otorgándole a la oralidad
un gran valor, sin emplear una sintaxis compleja, como el propio autor
justificaría años después con su elección tan acertada: “Hace más de medio
siglo, cuando pergeñaba mi novela El
camino, hice un gran descubrimiento: se podía hacer literatura escribiendo
sencillamente, de la misma manera que se hablaba. No eran precisas las frases o
construcciones complicadas. No se trataba de hacer literatura en el sentido que
los jóvenes de mi tiempo entendíamos en el lenguaje rebuscado y grandilocuente,
sino de escribir de forma que el texto sonara en los oídos del lector como si
lo estuviéramos contando de viva voz”. El
camino fue un acierto estilístico y una lectura de incuestionables valores
éticos, y pronto se convirtió en una novela castellana, si entendemos que esta
vinculación geográfica facilita el análisis de la narrativa de Delibes porque,
el vallisoletano, siempre consiguió captar la realidad española, y en
particular la castellana, testigo del mundo, del espacio y de las gentes de su Castilla.
Daniel, el
Mochuelo, supo que buena parte de su vida quedaba atrás cuando emprendió su
viaje a la ciudad, y se enfrentaba a un futuro desconocido e inquietante; los
lectores, si nos acercamos a nuestra biblioteca y, entre los libros acumulados,
empezamos a leer, una vez más, El camino,
sabremos entonces que como el Mochuelo, ya hemos dejado una etapa de nuestra
vida y nos enfrentamos, tras esta pandemia universal, a un futuro comparable al
del propio Daniel cuando afrontemos ese nuevo camino.
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