EL AMOR Y
LA CULPA
La primera
novela que Brenda Navarro (México D.F. 1982) publica, Casas vacías (2020), es un drama que condensa en sus páginas
diferentes realidades relacionadas con el mundo de la maternidad que la
sociedad arbitra desde ángulos muy diferentes, y con los evidentes límites que se
impone el ser humano cuando se entrega y ejerce el cuidado de los demás. La
historia de Casas vacías está narrada
desde la perspectiva del monólogo de dos mujeres, dos madres: la primera es la de Daniel, el hijo
perdido en el parque, y cuyo autismo siempre ha sido afrontado con cierta frustración
y un gran sentido de culpabilidad; la segunda es la madre impostora, la mujer
que ha robado a Daniel del parque y lo ha transformado en Leonel, el hijo
deseado que su realidad más cercana se obstina en negarle. El juego a dos voces
se lee como la única forma posible de esta narración, en un desvelamiento que
no solo requiere una intriga, sino de un desamparo profundo de los personajes. Al
hilo del argumento, surgen otras muchas madres en esta novela: la madre muerta
a manos de su marido, la del propio asesino, la de la hija asesinada, esa otra
que fue madre porque la violó su propio hermano, y el grupo de madres de hijos
desaparecidos en un México violento o aquellas que se alejan de la miseria de
camino a Estados Unidos y en el camino se reúnen para consolarse y contar sus
historias.
Brenda Navarro
sostiene que casi toda maternidad conflictiva de la narración se origina en una
vida problemática, aunque la excepción es la madre de Daniel, cuya vida es
fácil en apariencia, y no resulta paradójico que el personaje de más calado no
sea la madre que pierde el hijo sino aquella que se lo lleva porque la
narradora convierte su relato en una magnífica composición cuando retrata una
mujer de barrio humilde que es incapaz de salir de la existencia miserable que
la rodea a pesar de tener una herramienta que la hace poderosa: su independencia
económica y su voluntad de sobrevivir. Aun así no lo consigue, mantiene a un
hombre maltratador con las ventas de los pasteles que cocina, y con las paletas
pero con la esperanza de que se cumpla su sueño: darle una hija; sigue sometida
a una madre sin escrúpulos que la intentó matar cuando era niña, y poco después
de perder a su hermano, su único apoyo, en un accidente de trabajo que todos se
empeñan en negar, será cuando se dirige a un parque donde juegan los niños. Otros
personajes secundarios: las parejas, Fran y Rafael, la niña Nagore, las
suegras, abuelas, figuras nítidas que mantienen esa cierta opacidad de personas
reales; también ocurre con el niño robado, cuyo autismo puede leerse como una curiosa
y no menos cierta alegoría, fetiche de una proyección de las dos protagonistas,
aunque siga siendo exactamente un niño. En Casas
vacías cada relación se convierte en el accidentado camino de las dos
narradoras para completar su identidad, una suerte de detonante entre lo
imprevisible y lo irreversible. La narradora mexicana calcula bien los
elementos de los que puede prescindir para que el relato mantenga la desnudez:
por ejemplo, los nombres de las protagonistas. Y de entre todas estas mujeres,
emerge una hija huérfana, Nagore, reverso de la moneda de esta historia trágica,
la única mujer que tiene un nombre, la única también que no carga con culpas,
ni de ella ni de nadie, porque a diferencia del resto de personajes, se enfrenta
con optimismo a su drama personal, tras saber que su padre se ha convertido en un
asesino, verse huérfana y al cuidado de la madre de Daniel, que en ese momento
está embarazada de este; curiosamente su nueva madre se encontrará, de repente,
a cargo de dos hijos, y la responsabilidad se le hace demasiado pesada. Desde
el principio rechaza el cariño que le ofrece Nagore, y la situación se agrava cuando
descubre el autismo de Daniel, que acapara todas sus atenciones. Cuando Daniel
desaparece, a Nagore no le queda otro remedio que cuidar de ella misma, aparcar
su dolor, con respeto al dolor de los demás, y hacerse fuerte sin rencores,
tratando de pasar desapercibida siempre en esa “casa vacía”. Cuando la madre de
Daniel por fin se dé cuenta de su existencia, quizá ya será demasiado tarde.
El lector no
siente, en ningún momento, simpatía por alguna de las madres de esta novela,
aunque semejantes situaciones no imposibilitan que dejemos de sufrir esos
modelos categóricos y absolutos como testigos de las vicisitudes de cada una, o
de todas las mujeres retratadas en sus más extremas situaciones, tal vez porque
no resulta fácil mostrarnos indiferentes ante tanta desdicha, un hecho que, de
alguna manera, queda transfigurado gracias al refuerzo y uso del lenguaje con
que narra la autora, y se manifiesta como una lectura absorbente en la que la
sensibilidad de las palabras, que tienden al lirismo, amortigua las imágenes
punzantes que transmiten; por otra parte, destaca y se subraya el reflejo del
habla popular en las calles más modestas de México, que convierte cada escena
en una visión realista por muy tremenda que esta sea construida. Casas vacías habla, en igual proporción,
de la profunda inhumanidad del autodominio, del instinto de supervivencia, del
paso de víctima a victimario. No se conforma con una visión abstracta de la
violencia patriarcal, sino que realiza un agudo estudio de las luchas de poder,
de la vulnerabilidad y de la responsabilidad personal. Y, de nuevo, y una vez
más, del desamparo femenino.
CASAS
VACÍAS
Brenda
Navarro
Madrid,
Sexto Piso, 2020
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