El ruralismo mágico de Alejandro López Andrada
Los libros
tienen su propia historia y el motivo de su origen cae en lo paradójico, con
ellos disfrutamos de un curioso e indagador concepto que nos lleva,
sorprendentemente, a descubrir el impulso que guía a un autor a elegir un tema
y, una vez transcurrido el tiempo, quizá por un sugerente y no menos interesante
concepto, a averiguar que eso mismo ha determinado el resto de su obra: un
apunte autobiográfico, el pesimismo vital y la crítica social de una
determinada época, la naturaleza y el medio ambiente, el recurso de la memoria,
o incluso ese concepto universal, tan enigmático y escabroso, como el amor y la
muerte por esgrimir algunos de los ejemplos de los primeros tanteos narrativos
de Alejandro López
Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) recién iniciada la década de los
noventa con una primera novela que, treinta años más tarde, recupera la editorial Berenice
en su colección “Contemporáneos”, La
dehesa iluminada (2020) que, inauguraba entonces un acertado concepto que
con el tiempo ha justificado ese toque de atención que nos hacía el narrador
cordobés, la visión de la
“España vaciada” que, ahora, en esta nueva edición se sustenta
sobradamente por una justificación temporal, cuando advertimos, además, que la
literatura española ha relativizado el paso de tiempo desde siempre, y el complejo
mundo de la memoria y de los recuerdos cuyo devenir han subrayado en sus páginas
autores de diversas generaciones, o le han dedicado al mundo rural y la
naturaleza su atención en particular, novelas clásicas como El camino (1950), de Miguel Delibes, La lluvia amarilla (1988), de Julio
Llamazares, o la reciente, Intemperie
(2013), de Jesús Carrasco.
Si cerramos
los ojos durante unos instantes, cuando decidamos abrirlos seguro que todo habrá cambiado
porque la naturaleza inspira un relato inagotable, será entonces cuando observamos
cómo las aves migran, el viento arranca las hojas de los árboles, las bayas han
enrojecido y las zarzamoras o los arándanos, maduros, cubren el suelo donde
pisamos, y si añadimos aún algo más de fantasía una suave brisa envolverá el
espacio natural donde nos fundimos con el medio. La gente del campo, que vive
el día a día por el reloj de las estaciones, guarda este y otros muchos prodigios
en su memoria año tras año, porque para ellos sobrevivir en el campo es una dura
tarea y la memoria es frágil, y si no se cultiva como la tierra también se
vuelve yerma. Por eso hay que aferrarse a ella antes de que todo desaparezca. Una
vida frenética nos tiene abocados a la crueldad de un sistema social que nos
obliga a volver la vista a la sencilla existencia cotidiana que ocupó los días
de nuestros antepasados en un medio rural, cuya vida, por áspera y hermosa,
requería para sus moradores un mejor bienestar, fue la suya una existencia
ligada a la tierra, donde sucedían todas las cosas mínimas e importantes que
después el tiempo ha ido convirtiendo en un lejano pasado olvidado.
Luis, un
periodista afincado en Madrid, vuelve al pueblo donde nació para asistir al
entierro de su padre. Tras un infortunado accidente, Celia, su esposa,
hospitalizada y en coma, se debate entre la vida y la muerte, y mientras que
sucede lo inevitable, ese mágico espacio rural irá reteniendo al protagonista al
mismo tiempo que recuerda y evoca episodios y momentos de su niñez y de su juventud,
un espacio rural que López Andrada ha sabido convertir en mágico, un ámbito que
el narrador siente que se ha vaciado y que, inexplicablemente, lo irá atando
poco a poco a ese mundo que una vez abandonó, y ahora de vuelta e instalado en
la dehesa le devuelve sus inquietudes más elementales. La vuelta a la infancia,
el dolor por la muerte del padre, la pérdida de amigos y de conocidos, sus
relaciones con las buenas gentes del lugar, la incertidumbre y el miedo a
perder, por un capricho del destino, a la mujer que ama irán transformando al
personaje en un hombre taciturno, a veces reflexivo y sensible, que observa con
detalle cuanto acontece a su alrededor y convierte en suyas las imágenes del
campo en otro tiempo vivo y ahora abandonado; será entonces cuando, instalado definitivamente
en la dehesa, una vez más reviva los olores perdidos y la magia de un paisaje
que finalmente sintetiza en un añorado pasado que se convierte en realidad en
el presente.
La dehesa iluminada es ese libro que
muestra las obsesiones y el universo literario del cordobés López Andrada, y a
través de sus páginas encontramos las claves en que mueve y reduce su pequeño
mundo propio creado a su medida, un espacio concreto que describe con el tono
nostálgico y obsesivo de un pasado que nos recuerda a las imágenes en blanco y
negro de nuestros últimos años de la adolescencia. Para López
Andrada buena parte de la magia del paisaje contiene sus buenas dosis de
misterio, las sombras que desde siempre han acompañado la imaginación del
adolescente que curiosea e investiga en su entorno, y no es ajeno a las
profecías o a las supersticiones de los mayores criado en un mundo rural
profundo, y que a los habitantes del lugar les dejaba el alma en vilo cuando
observaban un campo de noches oscuras azotado por el viento, y ante semejante
zozobra encontraban algo de consuelo en una cierta espiritualidad, y al final
el paisaje era capaz de fundirse con el alma del narrador en ese desasosiego
que convertía sus vivencias en una continua búsqueda de esa identidad que nos describe
el narrador cuando se suceden en su vida esos continuos vaivenes que conforman buena
parte de toda una existencia.
Los personajes
que nos va presentando el autor resultan tan humanos como entrañables, otros
tan cicateros como mezquinos y por eso, tal vez, viven casi olvidados en esa absoluta
soledad que conlleva el medio, porque su mundo se concreta en un espacio rural casi
abandonado del hombre, donde el paso del tiempo agudiza ese involuntario
aislamiento y una progresiva vejez los hará cada vez más frágiles frente al
aislamiento y la enfermedad entre esos otros muchos males que acechan a los
habitantes de la dehesa, y es así como descubrimos a los entrañables Abundio y a
su madre, ella de carácter huraño y huidizo, él un pastor solitario que conoce
el lenguaje de los campos, el canto de la perdiz, el triste silbo del arrendajo
y el verdadero llanto del centeno en primavera; y frente a la sobriedad y
humildad de estos personajes, más cercanos el hermano, Gerardo y Elena, la
cuñada del narrador, siempre cargados de razón, y de quienes se alejará para
instalarse en el caserón familiar; consigue una esperanzadora conexión fuera de
la dehesa que establece con Eugenio Rodríguez, editor de una nueva revista,
“Arcadia”, que en cierto modo justifica su vuelta al periodismo ecológico y
cultural; no faltan esos curiosos personajes como Juanillón, el tonto de
Veredas Blancas, que dedica su tiempo a poner trampas furtivas o el dueño de la
taberna, Triburcio; en realidad, toda una galería de personajes que conforman
el cotidiano vivir de ese espacio físico que Joaquín Pérez Azaústre ha
calificado de “ruralismo mágico”, o esa otra manera de mirar e interpretar el
mundo del cordobés López Andrada, cuya escritura, si cabe como fuerza mineral,
nos imanta a la tierra. El
protagonista queda envuelto, a lo largo de todo el relato, en una especie de
sombría suerte que lo acompañará en una telúrica y continuada visión que
empieza con el entierro del padre, seguirá con el de Celia, y culmina con el de
su cuñada, tiempo después; solo el azar le devolverá esa vertiginosa paz de
otro tiempo, respirará otra vez la luz de la dehesa, volverá a sentir en su
sangre las cosas pequeñas, frágiles y sencillas, la brisa y el canto de los
pájaros cuando sienta la cálida mano de Leonor, y una vez junto a ella se
acerque en sus sueños a la dehesa iluminada.
Alejandro López Andrada
daba sus primeros pasos narrativos escribiendo con absoluta honradez, plasmando
la realidad de un espacio geográfico elegido, y ya entonces era dueño de una
particular habilidad para entregarnos lo mejor de sus conocimientos sobre el
medio, y con La dehesa iluminada ha
conseguido que el lector vea en sus páginas el mundo y la verdad de un pasado
que va más allá de la mera anécdota personal, y se convierta en un relato
donde, con un acentuado tono épico y lírico, el narrador ofrece una prosa
cuidada que transpira vida, y en ese tránsito temporal el autor subraya que el tiempo es como una lámina neblinosa
posada sobre nuestras almas o nuestros ojos, una lámina gris donde se depositan
los recuerdos y los mejores momentos de nuestras vidas, instantes que durante
algún tiempo son triturados con cierta misericordia y regurgitados, después por
la curiosa evocación de la
memoria. Hay, por consiguiente, abundantes y curiosos
aciertos en esta novela que por su precisión logra esa justa y medida
interpretación de la vida y de las circunstancias de estos personajes que
realizaron, con el autor, un capítulo significativo de esa inmisericorde
existencia de un pasado cercano, y son esa muestra de la mejor descripción de un
mundo laberíntico para sobrevivir a las circunstancias de una España
excesivamente dura.
Hace treinta años inspirado por ese campo desierto y su
latido, haciéndose eco de la memoria que se derrumba en esos amplios espacios
como las ruinas, López Andrada buscó un lenguaje acertado para la desolación y
atravesó con su mirada la belleza de esa dehesa iluminada, y hoy nos parece que
fue ayer cuando nos perdimos aquella hermosa estampa.
La dehesa
iluminada
Alejandro López Andrada
Córdoba,
Berenice, 2020
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