Última parada
Rufo Batalla, el curioso protagonista de El rey recibe (2018), nos reconciliaba con la literatura del sarcasmo y del humor. El periodista novato cubría, en la Barcelona de 1968, algunos de los grandes acontecimientos del siglo XX, y por un guiño del destino conocería a un estrafalario aristócrata que lo implicaría en una curiosa trama cuando intentaba recuperar el trono de un país báltico cercano a la Estonia actual, ficticiamente bautizado como Livonia. Rufo, conocerá al príncipe en Formentor, enviado por su periódico para cubrir la boda entre Tukuulo y la joven Isabella, y aunque el episodio resultaba gracioso, mirado desde una perspectiva jocosa, funcionaba como una historia de novela paródica, una cruda pantomima, casi caricaturesca; en El negociado del yin y el yang (2019) se convertía en un funcionario de la Cámara de Comercio en Nueva York, esa ciudad soñada donde vive en un barrio elegante, con un aceptable sueldo, y poco trabajo; a finales de 1975 la muere Franco y la del padre, obligan a Rufo a un viaje fugaz, entonces sopesa la idea de regresar de forma definitiva porque no quiere perderse el devenir político de una España en tan interesante momento histórico tras los años de dictadura.
Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), que escribe con una cierta alegría y una notable libertad, remata su mirada a la segunda mitad del siglo XX y, con Transbordo en Moscú (2021), entrega el final de su trilogía; una curiosa obra contemporánea que busca un lector cómplice para esa primera persona que, se aleja a menudo de la voz protagonista, y reproduce un efecto secundario de notables decisiones ajenas. Ahora, Batalla se ha casado de penalti con Carol, una rica heredera barcelonesa. Tiene hijos, se deja enredar otra vez por el fantasma del príncipe, viaja aquí y allá, lee en el periódico la caída del Muro, y asume su contingencia; el argumento sostenido en estos tres libros sigue siendo la historia de Tukuulo, el heredero exiliado de aquel país del este que se convirtió en el juguete para los verdaderos hacedores de la Guerra Fría. En Transbordo en Moscú, su presencia se convierte en una ausencia presente, y Mendoza exhibe, como quien no quiere la cosa, la cultura de un hombre de mundo, y sus personajes lanzan sus impresiones sobre Shakespeare, el comunismo, la antropología o las Olimpíadas del 92. Cada divagación vale la pena, incluso la excéntrica consideración sobre los recientes acontecimientos en Cataluña, más allá de algunos artificios oníricos y legítimos, y ocurrentes, la clave en esta novela es el estilo que calificamos de felicísimo, porque asesinar a un espía, viajar con pretextos narrativamente arbitrarios a la Polonia pre-solidaridad o cenar con un banquero, le merecen al narrador el mismo tipo de distanciamiento irónico, o un escepticismo cariñoso que no cae en el cinismo, un tono que se presupone en la naturaleza del propio Rufo Batalla, un hombre sin atributos, o no ha querido explotarlos en exceso, y el lector intuye indiferencia patricia que es fácil atribuible al propio autor.
La trama es solo un débil esbozo que aporta divagaciones meditadas sobre su pasado en el Nueva York salvaje de la juventud de Mendoza, sobre la insolvencia de las clases, o el desengaño revolucionario de finales de los setenta, mientras crecía un país nuevo al hilo de un capitalismo de nuevos ricos, y se preparaba la ratificación eufórica de 1992. Las procelosas aguas de la familia, el matrimonio, sin que llegue a comedia de enredo, aunque se le parezca, y la crianza de los hijos se llevan su parte de verdad, como ese otro pedazo de melancolía sin patetismo que baña las evocaciones de la pobreza de los países de la órbita soviética y el hundimiento de la URSS, cuando el lado bueno del mundo se quedaba sin contrincante a la altura porque desaparecían las ideologías totalizadoras.
La prosa tan limpia como concisa y certera, de una apariencia accesible y natural que caracteriza a Mendoza, es compatible con una abundante obra de calaje universal.
Transbordo en Moscú
Eduardo Mendoza
Barcelona, Seix-Barral, 2021
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