Durante el proceso de escritura de mi
última novela, El secreto de las beguinas
(Trifaldi, 2016), manejé una abundante documentación sobre el “fenómeno
beguinas” y la importancia de su labor y modo de vida, sobre todo porque
siempre se consideraron mujeres independientes dedicadas al culto y al cuidado
de enfermos y desvalidos. El secreto de las beguinas no pretende ser un retrato
de estas comunidades que se establecieron en los Países Bajos, y sobre todo en
ciudades belgas como Lieja, Gante y Brujas, donde está ambientada la novela y
cuenta el proceso de investigación de dos jóvenes españoles y la relación de
las beguinas y los Tercios españoles durante el asedio de Ostende. Cuando ya
estaba redactada la novela, y en ese proceso de revisión que se lleva a cabo,
me sorprendió la noticia de la “última beguina” y la prensa se ocupó del
personaje y del fenómeno como se reproduce en este amplio artículo de El País.
Muere la última beguina
El País, 23/04/2013
Murió
mientras dormía sin saber que cerraba la última puerta de la existencia de las
beguinas. La hermana Marcella Pattyn, fallecida el 14 de abril a los 92 años,
era la última representante de la una de las experiencias de vida femeninas más
libres de la historia, según los expertos. En la Edad Media, entre la
rigidez de los estamentos religiosos, empezaron a aparecer comunas de estas
mujeres que iban por libre, eran democráticas y trabajaban para obtener su propio
alimento y hacer labores caritativas. Eran comunidades de mujeres espirituales
y laicas, entregadas a Dios, pero independientes de la jerarquía eclesiástica y
de los hombres.
Surgieron
en un momento de sobrepoblación femenina, cuando dos siglos de guerras habían
acabado con una gran proporción de los hombres y los conventos estaban colmados
como la alternativa al matrimonio o a la clausura. Corría el siglo XII y las
comunidades de beguinas, mujeres de todas las clases sociales, empezaron a
extenderse en Flandes, Brabante y Renania. Gracias a las labores que hacían
para la comunidad, eran enfermeras para los enfermos y desvalidos y maestras
para niñas sin recursos, e incluso fueron responsables de numerosas ceremonias
litúrgicas, muchas familias adineradas les dejaban herencia y mujeres ricas se
instalaban en beguinajes.
La
mayoría de hermanas practicaban algún arte, especialmente la música –Pattyn
tocaba el banjo, el órgano y el acordeón-, pero también la pintura y la
literatura. Los expertos consideran a poetas como Beatriz de Nazaret, Matilde
de Madgeburgo y Margarita Porete precursoras de la poesía mística del siglo XVI,
además de las primeras en utilizar las lenguas vulgares para sus versos en
lugar del latín.
Vivían
en celdas, casas o grupos de viviendas, declaradas patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1998, y podían
abandonarlas en cualquier momento para casarse y formar una familia, pero a
nivel espiritual no se casaban con nadie más que con Dios y los más
desfavorecidos. También formaban partes de estos grupos mujeres casadas que se
identificaban con el deseo de llevar una vida de espiritualidad intensa en los
beguinajes de sus ciudades.
Beguinato de Brujas
Elena
Botinas y Julia Cabaleiro definen el movimiento en Las beguinas: libertad en
relación como lugar espiritual y pragmático a la vez, que rompe con la
diferenciación que la Iglesia
imponía entre la oración y la acción: “Un espacio que no es doméstico, ni
claustral, ni heterosexual. Es una espacio que las mujeres comparten al margen
del sistema de parentesco patriarcal, en el que se ha superado la fragmentación
espacial y comunicativa y que se mantiene abierto a la realidad social que las
rodea, en la cual y sobre la cual actúan, diluyendo la división secular y
jerarquizada entre público y privado y que, por tanto, se convierte en abierto
y cerrado a la vez”, explican.
Según
la versión más extendida, un grupo de mujeres construyeron el primer beguinaje
en 1180 en Lieja (Bélgica), cerca de la parroquia de San Cristóbal y adoptaron
el nombre del padre Lambert Le Bège. Otras versiones apuntan a que “beguina”
significa, simplemente, rezadora o pedidora (de beggen, en alemán antiguo,
rezar o pedir) e incluso, en la versión menos compartida entre los
historiadores, a que su existencia se remonta al año 692, cuando santa Begge
habría fundado la comunidad.
Tuvieron
dos siglos de expansión rápida pero las denuncias de herejía las frenaron
cuando la Iglesia
empezó a ver que atraían donaciones “que les pertenecían”. Se instalaron en
todas las grandes ciudades francesas y alemanas, pero la persecución las hizo
volver a recogerse en Bélgica, de donde venían. Pagaron por las libertades que
habían adquirido, económica, social y religiosa incluso con la muerte.
Marguerite Porete fue quemada viva en 1310. Las acusaban de aturdir a los
monjes y de encandilarlos cuando acudían a confesarse a los monasterios vecinos
y las trataron como a las únicas mujeres libres de la época: las brujas. “El
movimiento de las beguinas seduce porque propone a las mujeres existir sin ser
ni esposa, ni monja, libre de toda dominación masculina”, explica Régine
Pernoud en el libro La
Virgen y sus santos en la Edad Media. Y así como sedujo a las mujeres, inquietó a los
hombres.
Exterior beguinato de Brujas
Con
sus conquistas volvieron a casa. Regresaron a los Países Bajos y Bélgica, aunque
resistieron algunos beguinajes alrededor de Europa. La mayor comunidad se
recluyó en un gran beguinaje en Cortrique la población del sur belga donde
murió Marcella Pattyn la semana pasada. Después de que su modo de vida sin
reglas y sin amos hubiera enfurecido a los garantes del orden, renunciaron a
cierto radicalismo y optaron por convivir con la Iglesia para asegurarse la
subsistencia, durante siglos, hasta morir hoy en silencio.
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