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miércoles, 10 de julio de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal


La tristeza del mar

                                           

                                                         A la admirable escritora Dª. Ana de                                                  Castro Osório, gran espíritu, que tanto ha influido en                                             el engrande­cimiento y la libertad de Portugal.



       Generalmente los españoles que van a Portugal conocen solo sus playas. Se fija poco la atención en todo lo importante y digno de estudio que tiene la nación portuguesa. Es quizás que estar en Portugal no les parece a los españoles estar en el extranjero. Se pasa la frontera sin darse cuenta; la lengua misma no es para nos­otros una lengua desconocida; sus seme­janzas con la nuestra, como derivadas de un tronco común, le hace conservar las mismas raíces en casi todas las palabras, hasta el punto de que escritas, sin ese acento dulce y suave que les dan los portugueses, se diferencian poco de nuestras palabras españolas.


       Sin embargo, en cuanto se pasa la fron­tera se advierte que el suelo está más cui­dado que el suelo español. El Tajo, que hemos visto en Toledo con un cauce tan pobre y un lecho tan rocoso, se ensancha aquí, se agranda y se convierte en el her­moso Tajo, cuyas orillas se pierden de vis­ta. Se hace navegable y grandioso.
       Toda su vega es un vergel, y en su ex­tensión ofrece todos los paisajes más va­riados y más pintorescos de Europa. El Sur, que es tan desconocido para los espa­ñoles como los rincones inexplorados de África, es el más abrupto, pero de una sa­via fuerte, recia; con sus paisajes, en los que domina el frescor de la higuera y la blancura rosácea de la flor de almendro; los campos de mieses maduras, y las cos­tas rocosas, imponentes, tal como deben ser las costas del Atlántico, bravías, sal­vajes, sin partirse en estos suaves reman­sos de las playas norteñas. En el Norte el paisaje cambia; a las orillas del Mondego, ese río portugués que nace en su alta Sie­rra de la Estrella, última estribación de nuestra cordillera del Guadarrama, se en­cuentran trozos que recuerdan la placi­dez de Holanda: Busaco y entre Duero y Miño pueden competir con la Suiza; Setúbal no tiene que envidiar a la Costa Azul. Esta parte Oeste de la Península Ibérica es lo más privilegiado de ella y, por lo tanto, de Europa.
       Es preciso ver Portugal para completar el paisaje total de nuestra península; para completar el alma nacional hay que atender a esta visión tan armónica y tan complementaria, que nos hace amar la pen­ínsula entera de una manera más funda­mental y amplia, en un cuadro más per­fecto .
       Este año he escogido para veranear la más escondida de sus playas, la más oc­cidental de todas; esta pequeña playita perdida, «La Playa de las Manzanas» (Praia das Macas). Aquí no hay esa multitud de bañistas que infestan y echan a perder estos lugares; no viene la muchedumbre de modestas gentes extremeñas y de emplea­dos españoles de poco sueldo, que acuden buscando la economía en este verano. El año pasado estuve en Figueira da Foz, a la que llaman el San Sebastián de Portu­gal, y que no es más que una playa sencilla, pueblerina, demócrata, en la que ya hay Casino, ruleta y bailarinas, y donde se mezclan todas las buenas gentes que bus­can descanso y economía con los elegantes de pantalón blanco y monóculo, que es el supremo lujo en las playas de moda, y se­ñoritas con grandes sombreros y vestidos flotantes. Entre todos pululan «las Barquilleras», muchachas del pueblo que pa­sean la enorme caja de barquillos. Son unas muchachas muy morenas, que al segundo día llaman a cada bañista por su nombre y le comprometen a probar fortuna.
       Tras ellas aparece un ejército de pobres, una verdadera «Corte de los Milagros», que explota su lacería; piernas secas, brazos colgando, llagas expuestas al aire y a las moscas, para excitar mejor la caridad; toda esa turba que persigue e implora, se­mejante a esos cuadros de lecciones de mo­ral en los que al lado del goce se coloca la imagen de la muerte. Es el espectáculo que se halla en cualquiera de nuestras playas gallegas, que, como Figueira, ofrecen in­dependencia y baratura. Aquí se alquilan casitas amuebladas a reducidos precios, y las criadas portuguesas sirven con fideli­dad incomparable, dándose a los barri­gudos boticarios el tratamiento de exce­lencia.
       Aparte de ese mundo de los bañistas, que es un círculo aparte del mundo, dividiéndolo como Dante dividió su infierno, Figueira tiene una belleza real, en su playa tan tranquila, tan inmensa, siempre ma­jestuosa e imponente, que hace necesario aun en los días serenos, la intervención de los bañeros.
       Aquí, en las Macas, no hay bañistas de profesión ni bañeros continuamente me­tidos en el agua; no hay toldos, ni comer­ciantes endomingados, ni barquilleras pro­caces, ni mendigos; sólo el mar, sólo el cielo. Un mar más desierto que lo ha es­tado nunca; un mar en cuya lejanía no he visto cruzar ni un solo buque de vapor, manchando de humo el azul del aire. Es que ahora el mar está triste, los puertos desolados; es algo como si las aguas pro­testasen de que los hombres las domeñen, no para trazar en ellas caminos a la civi­lización, sino para hacer más cruel la gue­rra. Es un yugo de maldad el que sufren las aguas, surcadas por barcos mensaje­ros de muerte, profanadas en su misterio por traidores submarinos y obligadas a abrir su seno para servir de sepultura cuan­do el sol ríe en su tranquila superficie. La tempestad del mar es más noble, y pa­rece que debía agitarse en una continua borrasca que lo purifica del paso de los hombres.
       Se ha perdido la noble confianza con que los barcos de todo el mundo se saludaban en el mar. Ya no ocupan sus asien­tos en días fijos los barcos que parecían pueblos flotantes y fantásticos. Hoy todo eso se ha perdido; no resuenan en las bo­cinas ecos de simpatía y de saludo; los bar­cos caminan medrosos, ocultándose, con las luces apagadas; se ha perdido la noble confianza entre los hombres y su tristeza se comunica al mar. No hay ya en él el triunfo de la nave gallarda; muchas están prisioneras en los puertos y sus cascos en­negrecidos tienen algo de trágico y som­brío, como casas que se agrietan y se de­rrumban. Son como aves de alas cortadas; hay un corazón que sufre una tragedia sin palabras, en esos buques que languidecen y mueren amarrados en los puertos: pri­sioneros más lamentables que los hombres prisioneros.
       Sólo, desde el restaurante La Flor de la Playa, cuyos cimientos baten las olas, veo algunos barquillos pesqueros con su vela latina. Esos son los barcos que no humi­llan a las olas con su navegación, los que saben sortear sus peligros con nobleza y los que ingenua y buenamente les piden un pedazo de pan.
       La vela latina es la gracia de la navega­ción, cuando a lo lejos dejamos de ver el casco de los buques, su punta aguda, cla­vada en el cielo, le da un aspecto de gavio­ta que aletea y se pierde en la inmensidad.
       Hacia la tierra, el paisaje de las Macas es incomparable. Le sirve de fondo la Sie­rra de Sintra, cubierta de bosques y sem­brada de castillos y de palacios. A la iz­quierda, en el punto más avanzado del monte, el Castillo de la Pena deja ver su silueta, sobre la que flota constantemente un airón de nieblas grises.
       Desde allí hasta el mar se extienden los famosos campos de Collares. Es un embruzamiento de ramas, de frutales, de vi­ñedos, que parece que ha habido que rom­perlos con barrenos para que pase el tran­vía. No hay un palmo de tierra sin vege­tación; crecen plantas y flores hasta sobre las paredes de las casas.


       Hay una clase de árboles que me dan pena; esos alcornoques despojados de su corteza, con el tronco desollado, en car­ne viva, que tienen color de carne. Creo en la sensibilidad de las plantas, y me pa-cece que es someterlos a un martirio des­pojándolos así de su piel, como a esos po­bres pinos, a los que se hiere para que sal­ga la sangre de su resina. Esta impresión es aún más viva desde que he visto la savia de los Dragos, ese árbol tropical cuya san­gre tiene color de sangre humana.
       Los pinos que nacen en la arena cerca­na a las Macas, se parecen algo a los men­digos de las otras playas. La blandura del suelo y la rudeza del viento del mar les hizo inclinarse, y han crecido arrastrándo­se en forma de matorral, con el tronco tor­cido, descoyuntado. Son los inválidos, los mutilados, los jorobados y los cojos del reino vegetal; y dan la sensación de que sufren y de que pugnan para levantar su ramaje.
       Delante del balcón del Gran Hotel en que habito, que es una casa de madera que pasó de la categoría de barracón, se detienen to­dos los tranvías que llegan de Sintra; vie­nen siempre repletos. De media en media hora aparecen nuevos visitantes: mujeres, niños, hombres; una concurrencia afable, burguesa, que merienda en el campo o en las mesillas de ventorro de estos restauran­tes, y se vuelve en el tranvía a sus hoga­res. Me llama la atención la costumbre de las portuguesas de llevar las pieles y los abrigos de invierno en estos días de sol en los que nosotras apenas podemos so­portar las blusas blancas de linón o de gasa. Hay en todo el ambiente sencillez, cordia­lidad; es grato, pueblerino, acogedor.
       Las vendedoras de mariscos y legum­bres tienen un tipo pintoresco. Van toca­das con un sombrerito redondo, como el de las campesinas de Tenerife, sobre el pa­ñuelo, que cae suelto y flotante alrededor de la cabeza; la falda, recogida con un ama­rradero que corta el cuerpo a la altura de las caderas y deja fuera él vientre, les da un aspecto de llevar vestidos con paniers. Llevan sobre la cabeza las enormes canas­tas de fruta, las nasas de pescado, los panzudos cántaros de barro en forma de ánfo­ras, y todo se sostiene por un milagro de equilibrio, sin valerse de las manos.
       Tal vez la altura que pone la carga so­bre su cabeza, tal vez el equilibrio que obli­ga a guardar, tal vez el esfuerzo que el peso exige es lo que pone en estas pobres mujeres esa gracia de línea, de armonía, que, a pesar de sus pies descalzos y sucios y de sus vestidos astrosos, sugieren una asociación de ideas con las canéfaras grie­gas, con la portadora de agua del Incendio del Borgo de Rafael y con la mujer del cán­taro en la puerta del batisterio de Floren­cia. Es que el escorzo a que están obliga­das es tan gracioso, tan gallardo, que no se puede superar.
       Los hombres, vestidos como nuestros campesinos, cubren la cabeza con esa lar­ga carapuca doblada que parece una man­ga de colar el café.
       Ahora, todos estos pueblecitos inmedia­tos arden en fiestas. Es la época de las fe­rias, de las romerías, a que se entrega el pueblo con ese placer de los pueblos sa­nos, que goza plenamente la vida. Me han hablado de una feria en la que se exponen en hileras, sentadas en un pretil, todas las muchachas casaderas sin novio, y los mozos pasan, repasan, las miran y las eligen. En el fondo, es lo mismo que sucede en todas partes, que se practica aquí con más franqueza, con menos hipocresía.
       Delante del hotel se detiene un come­diante, que lleva a cuestas su teatro y sus actores. Arma el cucurucho triangular, den­tro del cual se mete: y Periquito y Marieta representan su comedia de celos, en la que intervienen un compadre malintenciona­do y un cura socarrón. Hay palos en abun­dancia, y al final un torete y un perro ofi­cian de Providencia para castigar al trai­dor.
       Cuando acaba la representación, el hom­bre sale de su garita, pasea su plato, en el que algunos niños echan escasas monedas de cobre, y con todos sus bártulos a cuesta desaparece para volver al poco rato a colocarse en otro rincón y repetir la farsa, que es siempre la misma, con idénticas situaciones e iguales palabras.
       Revestida de la ingenuidad del lugar, miro con gusto, casi con interés, la repre­sentación ingenua, y lamento que no tengamos algún estreno de otra farsa. Suelen ser más humanas y más cerca de la verdad estas farsas de polichinelas que las trage­dias clásicas.
       Aquí no tenemos otros espectáculos; no hay cines, ni teatros, ni bailes. As Macas es una playa encantadora, que no se ha contaminado aún de la vulgaridad de las otras playas.
       Se come pan casero, se pasea por cami­nos solitarios, donde los aldeanos que se encuentran dan la buena palabra de salutación, y no existe nada de común con la vida de las estaciones de baño.
       Se está tan en la Naturaleza, que de no­che asusta y da pesadilla esa voz del mar, ese rebramar de las olas que se introducen con la marea tierra adentro.
       De día es delicioso el espectáculo de esas olas, que vienen henchiendo el seno del mar. Avanzan, se levantan, parecen amenazar con la destrucción; se piensa que van a seguir creciendo y atraer toda el agua del mar. De pronto se parten, en­señan su fondo negro de abismo, y se de­jan caer, rugientes y mansas, por el pla­no de las arenas tostadas formando una red de encaje blanco, que se deshace en círculos y randas caprichosas. Pero el mar las llama con su potente atracción sinfó­nica, y vuelven a él, como chicuelas tra­viesas que han hecho una escapatoria. Con la marea baja, con el mar en calma, las aguas ríen y se rizan en una orla de espu­ma en torno de la orilla. Es de noche cuan­do asusta ese chocar, deshacerse, rebra­mar y chapotear de las aguas. Este ruido del mar no es como el murmullo apacible y cristalino del agua dulce corriente. Finge voces confusas, quejas, gemidos… No es rara la concepción de los mitos y las le­yendas del mar. Impresiona ese ruido mo­nótono, acompasado, poderoso, que aleja el sueño o causa pesadillas.


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