La tristeza del mar
A la admirable escritora Dª. Ana
de Castro Osório, gran espíritu, que tanto ha influido
en el engrandecimiento y la libertad
de Portugal.
Generalmente los
españoles que van a Portugal conocen solo sus playas. Se fija poco la atención
en todo lo importante y digno de estudio que tiene la nación portuguesa. Es
quizás que estar en Portugal no les parece a los españoles estar en el extranjero.
Se pasa la frontera sin darse cuenta; la lengua misma no es para nosotros una
lengua desconocida; sus semejanzas con la nuestra, como derivadas de un tronco
común, le hace conservar las mismas raíces en casi todas las palabras, hasta el
punto de que escritas, sin ese acento dulce y suave que les dan los portugueses,
se diferencian poco de nuestras palabras españolas.
Sin embargo,
en cuanto se pasa la frontera se advierte que el suelo está más cuidado que
el suelo español. El Tajo, que hemos visto en Toledo con un cauce tan pobre y
un lecho tan rocoso, se ensancha aquí, se agranda y se convierte en el hermoso
Tajo, cuyas orillas se pierden de vista. Se hace navegable y grandioso.
Toda su vega
es un vergel, y en su extensión ofrece todos los paisajes más variados y más
pintorescos de Europa. El Sur, que es tan desconocido para los españoles como
los rincones inexplorados de África, es el más abrupto, pero de una savia
fuerte, recia; con sus paisajes, en los que domina el frescor de la higuera y
la blancura rosácea de la flor de almendro; los campos de mieses maduras, y las
costas rocosas, imponentes, tal como deben ser las costas del Atlántico,
bravías, salvajes, sin partirse en estos suaves remansos de las playas
norteñas. En el Norte el paisaje cambia; a las orillas del Mondego, ese río
portugués que nace en su alta Sierra de la Estrella, última estribación de
nuestra cordillera del Guadarrama, se encuentran trozos que recuerdan la placidez
de Holanda: Busaco y entre Duero y Miño pueden competir con la Suiza; Setúbal
no tiene que envidiar a la
Costa Azul. Esta parte Oeste de la Península Ibérica
es lo más privilegiado de ella y, por lo tanto, de Europa.
Es preciso ver
Portugal para completar el paisaje total de nuestra península; para completar
el alma nacional hay que atender a esta visión tan armónica y tan
complementaria, que nos hace amar la península entera de una manera más fundamental
y amplia, en un cuadro más perfecto .
Este año he
escogido para veranear la más escondida de sus playas, la más occidental de
todas; esta pequeña playita perdida, «La Playa de las Manzanas» (Praia das Macas). Aquí no hay esa
multitud de bañistas que infestan y echan a perder estos lugares; no viene la
muchedumbre de modestas gentes extremeñas y de empleados españoles de poco
sueldo, que acuden buscando la economía en este verano. El año pasado estuve en
Figueira da Foz, a la que llaman el San
Sebastián de Portugal, y que no es más que una playa sencilla, pueblerina,
demócrata, en la que ya hay Casino, ruleta y bailarinas, y donde se mezclan
todas las buenas gentes que buscan descanso y economía con los elegantes de
pantalón blanco y monóculo, que es el supremo lujo en las playas de moda, y señoritas
con grandes sombreros y vestidos flotantes. Entre todos pululan «las Barquilleras»,
muchachas del pueblo que pasean la enorme caja de barquillos. Son unas
muchachas muy morenas, que al segundo día llaman a cada bañista por su nombre y
le comprometen a probar fortuna.
Tras ellas
aparece un ejército de pobres, una verdadera «Corte de los Milagros», que
explota su lacería; piernas secas, brazos colgando, llagas expuestas al aire y
a las moscas, para excitar mejor la caridad; toda esa turba que persigue e
implora, semejante a esos cuadros de lecciones de moral en los que al lado
del goce se coloca la imagen de la muerte. Es el espectáculo que se halla en
cualquiera de nuestras playas gallegas, que, como Figueira, ofrecen independencia
y baratura. Aquí se alquilan casitas amuebladas a reducidos precios, y las
criadas portuguesas sirven con fidelidad incomparable, dándose a los barrigudos
boticarios el tratamiento de excelencia.
Aparte de ese
mundo de los bañistas, que es un círculo aparte del mundo, dividiéndolo como
Dante dividió su infierno, Figueira tiene una belleza real, en su playa tan
tranquila, tan inmensa, siempre majestuosa e imponente, que hace necesario aun
en los días serenos, la intervención de los bañeros.
Aquí, en las
Macas, no hay bañistas de profesión ni bañeros continuamente metidos en el
agua; no hay toldos, ni comerciantes endomingados, ni barquilleras procaces,
ni mendigos; sólo el mar, sólo el cielo. Un mar más desierto que lo ha estado
nunca; un mar en cuya lejanía no he visto cruzar ni un solo buque de vapor,
manchando de humo el azul del aire. Es que ahora el mar está triste, los
puertos desolados; es algo como si las aguas protestasen de que los hombres
las domeñen, no para trazar en ellas caminos a la civilización, sino para
hacer más cruel la guerra. Es un yugo de maldad el que sufren las aguas,
surcadas por barcos mensajeros de muerte, profanadas en su misterio por
traidores submarinos y obligadas a abrir su seno para servir de sepultura cuando
el sol ríe en su tranquila superficie. La tempestad del mar es más noble, y parece
que debía agitarse en una continua borrasca que lo purifica del paso de los
hombres.
Se ha perdido
la noble confianza con que los barcos de todo el mundo se saludaban en el mar.
Ya no ocupan sus asientos en días fijos los barcos que parecían pueblos
flotantes y fantásticos. Hoy todo eso se ha perdido; no resuenan en las bocinas
ecos de simpatía y de saludo; los barcos caminan medrosos, ocultándose, con
las luces apagadas; se ha perdido la noble confianza entre los hombres y su
tristeza se comunica al mar. No hay ya en él el triunfo de la nave gallarda;
muchas están prisioneras en los puertos y sus cascos ennegrecidos tienen algo
de trágico y sombrío, como casas que se agrietan y se derrumban. Son como
aves de alas cortadas; hay un corazón que sufre una tragedia sin palabras, en
esos buques que languidecen y mueren amarrados en los puertos: prisioneros más
lamentables que los hombres prisioneros.
Sólo, desde el
restaurante La Flor de la Playa,
cuyos cimientos baten las olas, veo algunos barquillos pesqueros con su vela
latina. Esos son los barcos que no humillan a las olas con su navegación, los
que saben sortear sus peligros con nobleza y los que ingenua y buenamente les
piden un pedazo de pan.
La vela latina
es la gracia de la navegación, cuando a lo lejos dejamos de ver el casco de
los buques, su punta aguda, clavada en el cielo, le da un aspecto de gaviota
que aletea y se pierde en la inmensidad.
Hacia la
tierra, el paisaje de las Macas es incomparable. Le sirve de fondo la Sierra
de Sintra, cubierta de bosques y sembrada de castillos y de palacios. A la izquierda,
en el punto más avanzado del monte, el Castillo de la Pena deja ver su silueta,
sobre la que flota constantemente un airón de nieblas grises.
Desde allí
hasta el mar se extienden los famosos campos de Collares. Es un embruzamiento
de ramas, de frutales, de viñedos, que parece que ha habido que romperlos con
barrenos para que pase el tranvía. No hay un palmo de tierra sin vegetación;
crecen plantas y flores hasta sobre las paredes de las casas.
Hay una clase
de árboles que me dan pena; esos alcornoques despojados de su corteza, con el
tronco desollado, en carne viva, que tienen color de carne. Creo en la
sensibilidad de las plantas, y me pa-cece que es someterlos a un martirio despojándolos
así de su piel, como a esos pobres pinos, a los que se hiere para que salga
la sangre de su resina. Esta impresión es aún más viva desde que he visto la
savia de los Dragos, ese árbol tropical cuya sangre tiene color de sangre
humana.
Los pinos que
nacen en la arena cercana a las Macas, se parecen algo a los mendigos de las
otras playas. La blandura del suelo y la rudeza del viento del mar les hizo
inclinarse, y han crecido arrastrándose en forma de matorral, con el tronco
torcido, descoyuntado. Son los inválidos, los mutilados, los jorobados y los
cojos del reino vegetal; y dan la sensación de que sufren y de que pugnan para
levantar su ramaje.
Delante del
balcón del Gran Hotel en que habito,
que es una casa de madera que pasó de la categoría de barracón, se detienen todos
los tranvías que llegan de Sintra; vienen siempre repletos. De media en media
hora aparecen nuevos visitantes: mujeres, niños, hombres; una concurrencia
afable, burguesa, que merienda en el campo o en las mesillas de ventorro de
estos restaurantes, y se vuelve en el tranvía a sus hogares. Me llama la
atención la costumbre de las portuguesas de llevar las pieles y los abrigos de
invierno en estos días de sol en los que nosotras apenas podemos soportar las
blusas blancas de linón o de gasa. Hay en todo el ambiente sencillez, cordialidad;
es grato, pueblerino, acogedor.
Las vendedoras
de mariscos y legumbres tienen un tipo pintoresco. Van tocadas con un
sombrerito redondo, como el de las campesinas de Tenerife, sobre el pañuelo,
que cae suelto y flotante alrededor de la cabeza; la falda, recogida con un amarradero
que corta el cuerpo a la altura de las caderas y deja fuera él vientre, les da
un aspecto de llevar vestidos con paniers. Llevan sobre la cabeza las enormes
canastas de fruta, las nasas de pescado, los panzudos cántaros de barro en
forma de ánforas, y todo se sostiene por un milagro de equilibrio, sin valerse
de las manos.
Tal vez la
altura que pone la carga sobre su cabeza, tal vez el equilibrio que obliga a
guardar, tal vez el esfuerzo que el peso exige es lo que pone en estas pobres
mujeres esa gracia de línea, de armonía, que, a pesar de sus pies descalzos y
sucios y de sus vestidos astrosos, sugieren una asociación de ideas con las
canéfaras griegas, con la portadora de agua del Incendio del Borgo de Rafael y
con la mujer del cántaro en la puerta del batisterio de Florencia. Es que el
escorzo a que están obligadas es tan gracioso, tan gallardo, que no se puede
superar.
Los hombres,
vestidos como nuestros campesinos, cubren la cabeza con esa larga carapuca doblada que parece una manga
de colar el café.
Ahora, todos
estos pueblecitos inmediatos arden en fiestas. Es la época de las ferias, de
las romerías, a que se entrega el pueblo con ese placer de los pueblos sanos,
que goza plenamente la vida.
Me han hablado de una feria en la que se exponen en hileras,
sentadas en un pretil, todas las muchachas casaderas sin novio, y los mozos
pasan, repasan, las miran y las eligen. En el fondo, es lo mismo que sucede en
todas partes, que se practica aquí con más franqueza, con menos hipocresía.
Delante del
hotel se detiene un comediante, que lleva a cuestas su teatro y sus actores.
Arma el cucurucho triangular, dentro del cual se mete: y Periquito y Marieta
representan su comedia de celos, en la que intervienen un compadre
malintencionado y un cura socarrón. Hay palos en abundancia, y al final un
torete y un perro ofician de Providencia para castigar al traidor.
Cuando acaba
la representación, el hombre sale de su garita, pasea su plato, en el que
algunos niños echan escasas monedas de cobre, y con todos sus bártulos a cuesta
desaparece para volver al poco rato a colocarse en otro rincón y repetir la farsa,
que es siempre la misma, con idénticas situaciones e iguales palabras.
Revestida de
la ingenuidad del lugar, miro con gusto, casi con interés, la representación
ingenua, y lamento que no tengamos algún estreno de otra farsa. Suelen ser más
humanas y más cerca de la verdad estas farsas de polichinelas que las tragedias
clásicas.
Aquí no
tenemos otros espectáculos; no hay cines,
ni teatros, ni bailes. As Macas es
una playa encantadora, que no se ha contaminado aún de la vulgaridad de las
otras playas.
Se come pan
casero, se pasea por caminos solitarios, donde los aldeanos que se encuentran
dan la buena palabra de salutación, y no existe nada de común con la vida de
las estaciones de baño.
Se está tan en
la Naturaleza, que de noche asusta y da pesadilla esa voz del mar, ese
rebramar de las olas que se introducen con la marea tierra adentro.
De día es
delicioso el espectáculo de esas olas, que vienen henchiendo el seno del mar.
Avanzan, se levantan, parecen amenazar con la destrucción; se piensa que van a
seguir creciendo y atraer toda el agua del mar. De pronto se parten, enseñan
su fondo negro de abismo, y se dejan caer, rugientes y mansas, por el plano
de las arenas tostadas formando una red de encaje blanco, que se deshace en
círculos y randas caprichosas. Pero el mar las llama con su potente atracción
sinfónica, y vuelven a él, como chicuelas traviesas que han hecho una
escapatoria. Con la marea baja, con el mar en calma, las aguas ríen y se rizan
en una orla de espuma en torno de la orilla. Es de noche cuando asusta ese chocar,
deshacerse, rebramar y chapotear de las aguas. Este ruido del mar no es como
el murmullo apacible y cristalino del agua dulce corriente. Finge voces
confusas, quejas, gemidos… No es rara la concepción de los mitos y las leyendas
del mar. Impresiona ese ruido monótono, acompasado, poderoso, que aleja el
sueño o causa pesadillas.
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