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viernes, 26 de julio de 2019

Los viajes de Colombine: Portugal





Eça de Queiroz




       Uno de los prestigios que me hicieron amar a Portugal fue el de Eça de Queiroz, el escritor moderno, galano, comparable sólo con Anatole France, el grande y puro ironista, descendiente directo de los gran­des escritores castellanos del siglo de oro.
       Es raro que de escritor tan cercano a nosotros se hayan suscitado dudas tan continuadas acerca del lugar de su nacimiento. El ha dicho, en una de sus obras: «No soy más que un pobre hombre, naci­do en Povoa de Varzim». Parecía que debe­ría bastar su testimonio, y sin duda por eso los habitantes de ese pintoresco pueblecito de pescadores, orgullosos de contar entre sus conterráneos uno de esos hom­bres que son gloria del país en que nacie­ron, trataron en 1906 de colocar una lápida en la casa donde vio la luz el gran es­critor.
       Todo preparado para los festejos, otro cercano pueblecito portugués se alza re­clamando la gloria de ser la cuna de Eça de Queiroz. Alega que el insigne novelis­ta está bautizado en su Matriz Collegiada, y según la ley los niños se han de bautizar en el lugar donde nacen. La partida de bau­tismo sólo hace constar que nació el 25 de Noviembre de 1845, y los habitantes de Villa de Conde quieren, a su vez, ser los que se honren dedicándole sus homenajes.
       Una lucha de investigación tiene lugar entre los dos pueblecitos, y todos los testi­monios vienen a favorecer a Povoa de Varzim. Ramalgo Ortiga, el autor de Holanda, el que fue durante más de treinta años amigo, colaborador y compañero de Eça, atestigua que ha nacido en Povoa, en la Plaza de Almada; del mismo modo abo­nan el nacimiento del escritor en Povoa, su padre D. José María d'Almeida Texeira de Queiroz y la madre doña Carolina Pereira de Eça. Existe, además, la matrícula de la Universidad de Coimbra, que reza que D. José María d'Eca de Queiroz es na­tural de Povoa.
       Esta disputa ha dado luz sobre la in­fancia de Eça de Queiroz, para poder se­guir paso a paso su vida. A los pocos días de su nacimiento fue llevado a Villa de Conde, donde lo amamantó una pobre mu­jer, casada con un marinero, y costurera de oficio. Así, pues, en cierto modo el pe­queño pueblecillo puede vanagloriarse de haber sido la patria de Eca, porque en él se grabaron las impresiones primeras en el alma infantil.


       Eça de Queiroz lleva, como vemos, el nombre de la madre en primer término, siguiendo la costumbre portuguesa de que los hijos lleven primero el nombre de la madre que el del padre, por más que en la adopción de los apellidos de familia reine una anarquía, que permite escoger a cada uno aquel de sus patronímicos que más le agrade, hasta el punto de que varios her­manos tienen cada cual un apellido dife­rente; pero lo que más domina es el nombre de la madre, costumbre enternecedora, que parece conservar el significado de la pa­labra Matrimonio (oficio de madre) y ren­dir así un homenaje a los desvelos mater­nos y al respeto que en este país gozan las mujeres, guardadoras del hogar y educa­doras de los hijos, mientras los hombres de genio aventurero se lanzan a las conquistas.
       El padre de Eça de Queiroz era juez y escritor discreto, que inculcó en el alma del hijo los primeros gérmenes de su afi­ción a la literatura. Su hijo vivió a su lado en Oporto hasta los doce años, que se ma­triculó en Coimbra.
       Era aquel tiempo de la adolescencia de Eça el tiempo de las célebres revoluciones de Coimbra, de las que había de salir una luz nueva para los espíritus y una nueva orientación para las inteligencias.
       Eça pasó desconocido, perdido, en su primera época, en medio de la pléyade bri­llante de aquella generación de estudiantes, la más gloriosa de Portugal rebelde, la más revolucionaria; la que protesta con­tra la tiranía de su rector, el prelado Bazilio Alberto, y forma la sociedad El Rayo, logrando vencer la tiranía.
       Viene luego la famosa Rolinada, del nombre del ministro que se negó a conce­der las gracias que solicitaban los estu­diantes con motivo del nacimiento de Don Carlos, y por último, la cuestión literaria que dio origen a la Escuela de Coimbra e hizo brotar una literatura nueva.
       Eça pasaba entre todos tímido, atóni­to, siempre solo, con la capa muy enrolla­da al cuello y la cabellera revuelta y des­melenada; asistía a aquellas reuniones de Arriaga, Antero de Quental, Teófilo Braga, siempre silencioso y observador, encogido, aunque luego en la intimidad era amable y dicharachero.
       El alma de esa generación, el que más influencia ejerció en ella era Antero. Eça ha retratado la emoción que le causó la vez primera que lo escuchó, predicando su doctrina de rebeldía en las gradas de la vieja Catedral a la luz de la luna. Era el Pontí­fice de una religión nueva; dotado de una gran simpatía, de extraordinaria fuerza de sugestión; una figura de leyenda, audaz e irreverente. El llevaba siempre la repre­sentación de sus camaradas; y cuando en nombre de ellos tuvo que saludar al rey de Italia, a su paso por Coimbra, le dijo: «Se­ñor; yo no saludo en vos a un monarca, sa­ludo al compañero de Garibaldi».
       Antero, discípulo de Hegel, escribió sus Odas modernas rompiendo los viejos mol­des y lleno de un panteísmo religioso.
       La cuestión literaria los apasionó tanto, que llegaron a tener un duelo Quental y Ramalho Ortigao, el cual fue herido en una mano.
       En este tiempo, Eça se deja llevar de sus sentimientos y entra en ese período lite­rario que marca su primera manera román­tica, sentimental y mística. Lee mucho, es­tudia, profesa una admiración grande a Polonia, cuyas desdichas hallan eco sim­pático en su corazón juvenil. Se enamora idealmente de una pobre titiritera, la divi­na Gabriela, que no sabe la pasión que inspira y que va acompañada de su aman­te, un buen mozo moreno y celoso que la domina. A esta mujer le dedica Eça bellos e ingenuos sonetos.
       Mal estudiante dejó la carrera y se retiró a Evora, donde su vida se deslizaba cla­ra y serena. Dedicaba sus horas a tocar la guitarra, pues decía que «era una gran cosa saber desahogar el alma de las cosas con­fusas y sin nombre que la agitan, por me­dio de las cuerdas de una guitarra», pero lo dominaba una melancolía que acabó por hacerle insoportable aquella existencia.
       Entonces fue a establecerse en Lisboa; escribiendo en la Gaceta de Portugal los fo­lletines «Prosas bárbaras», en los que em­pieza ya su segunda manera, demoledora crítica, severa y mordaz contra los prejui­cios de la familia y la sociedad portuguesa.
       Abrió su bufete de abogado en la Plaza del Rocío, núm. 26, piso cuarto; pero aquel bufete modesto, de un novel abogado al que nadie conocía, no tuvo apenas clientes.
       Al fin cayó en sus manos una causa sen­sacional: el crimen de un marinero que mató a su mujer. Eça dejó volar su imaginación de novelista; una tragedia de celos, un estado de espíritu que él pintaría ante el Tribunal para sacar libre a su defendido. La declaración de este hizo imposible que luciera la elocuencia del joven abogado, que al ver deshechos todos sus argumentos no pudo contenerse y exclamó:
       —¡Bruto; ha estropeado mi defensa!
       Esto dio por resultado que dejase en de­finitiva la carrera.
       Desdichadamente en este tiempo, en el que Eça fundó el Cenáculo de amigos, en­tre los que se cuentan hombres eminentes, intima con varios jóvenes desocupados, aristócratas, fadistas; los cuales cometen todo género de calaveradas y desafueros. Se renuevan las cacerías de mujeres en las calles de Lisboa, como una reminiscencia de los tiempos de Alfonso VI.
       La crónica escandalosa registra hechos vergonzosos y tristes. Habla de jóvenes robadas de los brazos de sus madres en plena calle; y de la tragedia a que dio lugar el amor de una dama, esposa de un escritor notable, que se cree asesinada por su ma­rido, al descubrir el adulterio y la traición de uno de sus amigos.
       Indudablemente Eça de Queiroz no tomó parte en estos hechos, pero no estuvo lo bastante alejado de ellos. Su viaje a Orien­te, en compañía de su íntimo amigo el con­de de Rezende fue salvador. Juntos reco­rrieron España, estuvieron en Malta, en Egipto y en las legendarias tierras de Jerusalén.
       Este viaje influye sobre toda la obra del gran escritor, que empieza a delinear su ter­cera manera, algo influido por la literatu­ra francesa, especialmente por Zola, Flaubert y Balzac; hasta que llega a formar completamente su espíritu y aparece en el cuarto período de su evolución literaria, amplio, fuerte, definitivo y magnífico.
       La visión de su viaje a Oriente está mez­clada a todos sus libros. Su genio satíri­co, su gran humorismo ve la parte cómica de todos los países y la ridiculiza de esa ma­nera excepcional que él sabe emplear tan serena y amablemente; pero al mismo tiem­po su espíritu de artista se apodera de to­da la belleza de las ciudades, de los paisa­jes, del mar y del ambiente; escribe las so­berbias descripciones de La Reliquia y del Epistolario de Don Fradique Méndez.
       Después de este viaje viene a encerrarse en una de esas ciudades provincianas, se­renas, tranquilas, cuyo reposo alabamos siempre pero en las cuales se hace inso­portable la vida de quietud, que no rima con las tempestades, los anhelos y los de­seos del espíritu del escritor. Eça se aburre en Leira donde desempeñaba el cargo de administrador del Concejo, y trata de ame­nizar su vida con algunas aventuras de amor.
       Una noche, en un baile de máscaras, es sorprendido por el dueño de la casa en amoroso coloquio con su esposa; es esta una aventura que tiene el sabor de una pá­gina del Novellino italiano, de un cuento de Firensuola o del Aretino.
       Eça se vio en medio de la calle con su traje de tirolés hecho jirones, molido a pa­los, hasta tal punto que tuvo que guardar cama, y se vio precisado a dejar la ciudad. Su humor sacaba partido de su propia des­ventura.
       —«Soy un Cupido al que le han cortado las alas—le decía a uno de sus amigos.»
       Vuelve a Lisboa y figura entre la pléya­de de intelectuales que dirigía la vida li­teraria, dando las célebres conferencias en el Casino lisbonense, que no tardó en ser clausurado.
       Entonces Eça va a América, pero así como Oriente había despertado su fanta­sía, estos países nuevos y utilitarios lo lle­nan de aversión y repugnancia, hasta el punto de que confiesa que lo inutilizaban para escribir y pensar.
       Regresó a Europa y después de un via­je por Inglaterra halla en Oporto la mujer que ha de ser la compañera de su vida. En uno de esos castillos señoriales de las cer­canías de la gran ciudad, contrae matri­monio con doña Emilia de Castro, de la fa­milia de los condes de Rezende; y el mis­mo día de su casamiento sale con ella para Madrid.
       Eça de Queiroz era alto, delgado, un poco encorvado, de aspecto algo enfermi­zo. Su frente era amplia, bella, despejada; la nariz curva; la barba aguda y el mirar dulce, que disimulaba su nobleza y su bon­dad con la impertinencia y la fachenda de un monóculo.
       Tal vez Eça usaba el monóculo como un uniforme de ironista, para ver la vida con esa altura que lo separa de los otros. Hay en él siempre una gran distinción, un es­píritu señorial. Muy dandy, gustaba de to­dos los refinamientos de la toilette; usaba ropa blanca de un lujo inusitado, y el nú­mero de sus corbatas era tan extraordina­rio, que cuando estuvo en Nueva York lle­vaba un baúl lleno, y los aduaneros quisie­ron hacerle pagar derechos, «pues no com­prendían que un hombre llevase tantas cintas de colores sólo para su uso».
       Hay en Eça algo de Larra. Es el mismo espíritu satírico, demoledor, apasionado enamorado de todos los adelantos y de to­dos los refinamientos. Eca es más dichoso por el ambiente en que vive y por los afec­tos que hallan correspondencia. Sin em­bargo, él sufre el dolor de la vulgaridad que lo rodea, y en pleno triunfo crea el «Club de los Vencidos de la Vida», en el que se agrupan todos los artistas portu­gueses que se encuentran un poco solita­rios y aislados. Uno de estos vencidos, qui­zás el único que los sobrevive, ya, es Gue­rra Junqueiro.
       En esta Sociedad, que por su nombre pa­rece sombría y triste, reina la mayor ale­gría; se reúnen constantemente en comidas y fiestas; allí lucen su ingenio, se leen las primicias de sus trabajos; es algo que los alienta en la lucha y que los desquita de las ingratitudes; que les proporciona una exaltación de su espíritu. Uno de es­tos cenáculos de artistas en los cuales las ironías son formidables y poderosas. Algo así como esa reunión de los Fantasistas que se agrupan al lado del gran dibujante Leal da Cámara, y que han exaltado las botas de charol frente a las botas de elástico, para dividir a los hombres por sus botas. Estos cenáculos que son comunes en todas las ciudades y que en España no pasaron de camarillas o vulgares reuniones, hasta que Gómez de la Serna, el original e ínte­gro Iniciador, ha reunido a los artistas más libres y notables en el antiguo café y botillería de Pombo.
       Pero Eça, con su matrimonio pierde ya su carácter bohemio; se hace hombre de orden, político; es nombrado para un pues­to diplomático y deja Portugal para vivir en Bristol, cuyas nieblas y clima desapa­cible lo mortifican, hasta que al fin es nombrado representante de su país en Francia.
       Ir a vivir a París constituyó el colmo de las aspiraciones de Eça, enamorado de la literatura y del espíritu francés. Alquiló una poética casita en Neuilly, y la convir­tió en museo de obras artísticas.
       La tuberculosis había hecho presa de ese organismo privilegiado, con la voluptuo­sidad con que esa enfermedad sabe elegir sus víctimas.
       Fueron inútiles todos los cuidados y to­dos los viajes. Ortigao, que fue su enfer­mero y su compañero inseparable, estuvo con él en Suiza y pasaron el invierno en Berna e Interlaken; pero como se sentía peor quiso volver a París.
       Pocos fueron los días que pasó en su ciudad querida. A pesar de la enfermedad que lo obligaba a guardar cama, se sen­tía animoso, fuerte de espíritu; con esa fuerza con que parece que la tisis reviste el espíritu mientras aniquila el cuerpo. El día 16 de Agosto de 1900 quiso que lo le­vantasen; se vistió cuidadosamente y se puso en el pecho la insignia de la Legión de Honor, empeñándose en ir a dar un paseo; pero de repente su enfermedad se agravó, y a las cuatro y media de la tarde exhaló el último suspiro este hombre que es gloria de la Península Ibérica.
       Su cuerpo, embarcado en el Havre, fue conducido a Portugal en el vapor África, que fue recibido con grandes honores por todos los buques surtos en el Tajo.
       Nada más dramático que esa conduc­ción, por el mar, del cadáver de un hom­bre admirable. La proporción del gran hombre llevado en andas sobre el mar debe exagerarse y exaltarse de un modo refulgente. Todos los que fueron con él en el barco, debieran sentir lo que de cata­falco solemne tuvo el vapor convertido en coche fúnebre. Ni los entierros en las góndolas negras de Venecia nos pueden hacer suponer la magnificencia de estos entierros que cruzan el desierto libre del mar. El gran hombre, más decidor que nunca, parece que debió ir sobre cubierta, soñando en sus grandes ansiedades de in­finito, como los marinos que entienden tanto de eso, que han sentido tan gran­des anhelos en las noches del mar y que se han llenado a su contacto de una gran dignidad y de una gran fortaleza. El muerto conducido por el ferrocarril, como en el furgón de los baúles, va de mala ma­nera, sin la gran solemnidad con que es conducido por el mar. Es incomparable una cosa con otra. El espíritu de Eça de Queiroz habrá agradecido, indudablemen­te, a su patria ese último viaje durante el que pudo meditar tan a sus anchas, so­litario, sin el ruido de las multitudes que acuden a los entierros, y en el que vio por última vez la noche y sus estrellas que lucen sobre el mar y que son más grandes, más magníficas, más numerosas que cuan­do lucen sobre la tierra. ¡Capitán elevado, magnífico, capitán por una sola vez en los océanos!
       Eça de Queiroz está enterrado en Por­tugal. Tal vez despierta más admiración en las otras naciones de Europa que en su propia patria. Sin dejar de reconocer su mérito, los portugueses, patriotas ante todo, no hallan bastante portugués a Eca, su lenguaje rompe con el clasicismo y su espíritu fraterniza con los ideales comu­nes de todos los pueblos. Hay un elemen­to pudibundo que no le perdona sus cru­dezas: los mazazos contra la familia ruti­naria, contra los prejuicios religiosos, y sus caricaturas secas y escuetas en las que se reconocían los modelos.
       El espíritu de artista de Manoel de Sousa Pinto—un joven escritor de integérrimo y altivo que tiende a realizar su labor de arte puro aislándose de toda ca­marilla literaria—ha sabido comprender como pocos al gran Eça de Queiroz. Él, se queja de que Eça, que se libró en vida de la Academia, «cayese a su muerte entre todos esos hombres del elemento oficial bu­rocrático del que siempre se rió con el más alto de los desdenes.» Los que en vida se escondían medrosos acudieron después con alardes de adoración. «Siempre Tartarín volviéndose valiente ante el peligro de la caza de un león ya muerto».
       La estatua de Eça de Queiroz se alza en el Largo de Quintella; se presenta al gran escritor sosteniendo en sus brazos a una mujer desnuda; recuerda mucho el mo­numento levantado en el Parque Manceu a Maupassant. Sousa Pinto critica acerba­mente este monumento. Le parece que la figura de Eça ha sustituido a la de un sá­tiro que se goza en la contemplación de una mujer desnuda, y «Eça que es la gra­cia, el espíritu y la ironía—dice—ha que­dado así dislocadamente integrado en esa pieza decorativa que no hiere la mirada por su desnudez, porque el desnudo no es inmoral, sino que ofende la conciencia de los admiradores sinceros del Maestro». La figura le parece una mujer vulgar y licen­ciosa que sale del baño; no justifica las palabras de la Reliquia que sirven de lema al monumento:
       «Sobre la desnudez fuerte de la Verdad el manto diáfano de la Fantasía.»
       Y abomina de esta frase que no sinte­tiza ni revela el espíritu total y jugoso de la obra de Eça y de un monumento que no simboliza su alma. Pero es que Sousa Pinto tal vez olvida que todos los que ha­cen estos monumentos son, en cierto modo, algo Coullaut Valera.
       Sin embargo, el monumento tiene un valor decorativo con que no ha contado el escultor. Su pedestal, tan bajo, lo deja cobijarse al amparo de un grupo de palmeras que abre sobre la frente del gran artista sus palmas protectoras.
       Una observación de Sousa Pinto, llena de delicadeza, nos incita a buscar: ¿Qué mujer de las creadas por Eça es la que ha representado el escultor?
       ¿Será Miss Mary «con su rostro regordete de una blancura de leche donde se hubiese disuelto carmín, toda tierna y suculenta», ha­ciendo su presente de la camisa perfumada «de violeta y de amor?» ¿Será la modesta Amelia o Jonaninnha la tan dulce y risueña madre de Jacinthinho? ¿Será la condesa de Treves, majestuosa con sus sedas color de azafrán, con encajes cruzados en el pecho a lo María Antonieta, o la generala Camilloff con quien Theodoro tenía horas de seda y oro? ¿Es acaso la española de opere­ta Carmen Puebla o la ordinaria y hermo­sa Ana Lucena, o la sapiente Libuska?
       Un escultor no debe hacer una mujer para sus monumentos, sino la mujer por la que sintió el novelista mayor pasión. Las mujeres de Eça son sutiles, delicadas, espirituales, aun dentro de la más escueta realidad. Frente a todas yo pienso en aque­lla mujer desconocida que Fradique admi­ró una noche a través de la puerta entor­nada, sentada al lado de su Madrina y que suponía llegada de algún viejo castillo de Anjou. Aquella mujer, rubia, de cabeza alta y clara, que a pesar de estar tan indolentemente enterrada en un diván le dio la im­presión de andar con la gracia altiva y li­gera de una diosa o de un ave.
       La mujer de hombros caídos, dolientes, angélicos, imitados de una madona de Mantegna y enteramente desusados en Francia desde el reinado de Carlos X, del «Lirio en el valle» y de los corazones incomprendidos; con los cabellos fabulosamente rubios co­mo el sol de Londres en Diciembre.
       Sería esta mujer de brazos perfectos y pestañas de las que parecía pender, cuando las bajaba, una novela triste, la que yo tomaría por tipo de las mujeres de Eça.
       Su carácter se deduce de toda la des­cripción y sobre todo de los ojos finos y lánguidos (dos adjetivos que Eça gusta de aplicar a los ojos que lo impresionan más). Es la mujer de mayor encanto, pues tiene hasta el de que no sabremos jamás su nombre.
       Después de la muerte de Eça se han publicado algunos de sus libros más be­llos. Da pena un libro que no puede leer el autor, una crítica con la que no puede identificarse. Sus colecciones de artícu­los y cartas son interesantísimos, él, des­preocupado y genial, no se cuidó de reunirlas, es a la posteridad a la que le queda encomendado ese trabajo. Sousa Pinto, que es el más autorizado para hacerlo, la­menta no poder publicar todas las cartas inéditas que tienen algunos de sus amigos, los cuales, por escrúpulos nimios, se obs­tinan en conservarlas inéditas. Algunas de ellas han sido publicadas en periódi­cos, y casi todas, al decir de los que las han leído, son verdaderamente admirables, llenas del alto espíritu de Eca, que gozaba escribiendo cartas. Una de estas cartas inéditas de una admirable impre­sión de Salamanca; y en uno de los volú­menes póstumos, Notas contemporáneas (publicadas en 1909) hay una crónica im­presionante, En el mismo hotel, sobre el asesinato de Cánovas del Castillo.
       El genio de Eça estaba capacitado para conocer bien el alma española, el alma de la Península, el alma latina en general. El conocía nuestra literatura y puede decir­se que había recibido en Lisboa las aguas bautismales del Tajo, que lleva y arrastra hacia la hermosa tierra lusitana el oro de sus arenas y la savia recia, potente, del alma de Castilla, al pasar por esa tierra re­cia y representativa de Toledo.



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