Eça de Queiroz
Uno de los
prestigios que me hicieron amar a Portugal fue el de Eça de Queiroz, el
escritor moderno, galano, comparable sólo con Anatole France, el grande y puro
ironista, descendiente directo de los grandes escritores castellanos del siglo
de oro.
Es raro que de
escritor tan cercano a nosotros se hayan suscitado dudas tan continuadas acerca
del lugar de su nacimiento. El ha dicho, en una de sus obras: «No soy más que
un pobre hombre, nacido en Povoa de Varzim». Parecía que debería bastar su
testimonio, y sin duda por eso los habitantes de ese pintoresco pueblecito de
pescadores, orgullosos de contar entre sus conterráneos uno de esos hombres
que son gloria del país en que nacieron, trataron en 1906 de colocar una
lápida en la casa donde vio la luz el gran escritor.
Todo preparado
para los festejos, otro cercano pueblecito portugués se alza reclamando la
gloria de ser la cuna de Eça de Queiroz. Alega que el insigne novelista está
bautizado en su Matriz Collegiada, y
según la ley los niños se han de bautizar en el lugar donde nacen. La partida
de bautismo sólo hace constar que nació el 25 de Noviembre de 1845, y los
habitantes de Villa de Conde quieren, a su vez, ser los que se honren
dedicándole sus homenajes.
Una lucha de
investigación tiene lugar entre los dos pueblecitos, y todos los testimonios
vienen a favorecer a Povoa de Varzim. Ramalgo Ortiga, el autor de Holanda, el que fue durante más de
treinta años amigo, colaborador y compañero de Eça, atestigua que ha nacido en
Povoa, en la Plaza de Almada; del mismo modo abonan el nacimiento del escritor
en Povoa, su padre D. José María d'Almeida Texeira de Queiroz y la madre doña
Carolina Pereira de Eça. Existe, además, la matrícula de la Universidad de
Coimbra, que reza que D. José María d'Eca de Queiroz es natural de Povoa.
Esta disputa
ha dado luz sobre la infancia de Eça de Queiroz, para poder seguir paso a
paso su vida. A los pocos días de su nacimiento fue llevado a Villa de Conde,
donde lo amamantó una pobre mujer, casada con un marinero, y costurera de
oficio. Así, pues, en cierto modo el pequeño pueblecillo puede vanagloriarse
de haber sido la patria de Eca, porque en él se grabaron las impresiones
primeras en el alma infantil.
Eça de Queiroz
lleva, como vemos, el nombre de la madre en primer término, siguiendo la
costumbre portuguesa de que los hijos lleven primero el nombre de la madre que
el del padre, por más que en la adopción de los apellidos de familia reine una
anarquía, que permite escoger a cada uno aquel de sus patronímicos que más le
agrade, hasta el punto de que varios hermanos tienen cada cual un apellido
diferente; pero lo que más domina es el nombre de la madre, costumbre
enternecedora, que parece conservar el significado de la palabra Matrimonio
(oficio de madre) y rendir así un homenaje a los desvelos maternos y al
respeto que en este país gozan las mujeres, guardadoras del hogar y educadoras
de los hijos, mientras los hombres de genio aventurero se lanzan a las
conquistas.
El padre de
Eça de Queiroz era juez y escritor discreto, que inculcó en el alma del hijo
los primeros gérmenes de su afición a la literatura. Su hijo
vivió a su lado en Oporto hasta los doce años, que se matriculó en Coimbra.
Era aquel
tiempo de la adolescencia de Eça el tiempo de las célebres revoluciones de
Coimbra, de las que había de salir una luz nueva para los espíritus y una nueva
orientación para las inteligencias.
Eça pasó
desconocido, perdido, en su primera época, en medio de la pléyade brillante de
aquella generación de estudiantes, la más gloriosa de Portugal rebelde, la más
revolucionaria; la que protesta contra la tiranía de su rector, el prelado
Bazilio Alberto, y forma la
sociedad El Rayo,
logrando vencer la tiranía.
Viene luego la famosa Rolinada,
del nombre del ministro que se negó a conceder las gracias que solicitaban los
estudiantes con motivo del nacimiento de Don Carlos, y por último, la cuestión
literaria que dio origen a la Escuela de Coimbra e hizo brotar una literatura
nueva.
Eça pasaba
entre todos tímido, atónito, siempre solo, con la capa muy enrollada al
cuello y la cabellera revuelta y desmelenada; asistía a aquellas reuniones de
Arriaga, Antero de Quental, Teófilo Braga, siempre silencioso y observador,
encogido, aunque luego en la intimidad era amable y dicharachero.
El alma de esa
generación, el que más influencia ejerció en ella era Antero. Eça ha retratado
la emoción que le causó la vez primera que lo escuchó, predicando su doctrina
de rebeldía en las gradas de la vieja Catedral a la luz de la luna. Era el Pontífice
de una religión nueva; dotado de una gran simpatía, de extraordinaria fuerza de
sugestión; una figura de leyenda, audaz e irreverente. El llevaba siempre la
representación de sus camaradas; y cuando en nombre de ellos tuvo que saludar
al rey de Italia, a su paso por Coimbra, le dijo: «Señor; yo no saludo en vos
a un monarca, saludo al compañero de Garibaldi».
Antero,
discípulo de Hegel, escribió sus Odas
modernas rompiendo los viejos moldes y lleno de un panteísmo religioso.
La cuestión
literaria los apasionó tanto, que llegaron a tener un duelo Quental y Ramalho
Ortigao, el cual fue herido en una mano.
En este
tiempo, Eça se deja llevar de sus sentimientos y entra en ese período literario
que marca su primera manera romántica, sentimental y mística. Lee mucho, estudia,
profesa una admiración grande a Polonia, cuyas desdichas hallan eco simpático
en su corazón juvenil. Se enamora idealmente de una pobre titiritera, la divina
Gabriela, que no sabe la pasión que inspira y que va acompañada de su amante,
un buen mozo moreno y celoso que la domina. A esta mujer le dedica Eça bellos e
ingenuos sonetos.
Mal estudiante
dejó la carrera y se retiró a Evora, donde su vida se deslizaba clara y
serena. Dedicaba sus horas a tocar la guitarra, pues decía que «era una gran
cosa saber desahogar el alma de las cosas confusas y sin nombre que la agitan,
por medio de las cuerdas de una guitarra», pero lo dominaba una melancolía que
acabó por hacerle insoportable aquella existencia.
Entonces fue a
establecerse en Lisboa; escribiendo en la Gaceta
de Portugal los folletines «Prosas bárbaras», en los que empieza ya su
segunda manera, demoledora crítica, severa y mordaz contra los prejuicios de
la familia y la sociedad portuguesa.
Abrió su
bufete de abogado en la Plaza del Rocío, núm. 26, piso cuarto; pero aquel
bufete modesto, de un novel abogado al que nadie conocía, no tuvo apenas
clientes.
Al fin cayó en
sus manos una causa sensacional: el crimen de un marinero que mató a su mujer.
Eça dejó volar su imaginación de novelista; una tragedia de celos, un estado de
espíritu que él pintaría ante el Tribunal para sacar libre a su defendido. La
declaración de este hizo imposible que luciera la elocuencia del joven abogado,
que al ver deshechos todos sus argumentos no pudo contenerse y exclamó:
—¡Bruto; ha
estropeado mi defensa!
Esto dio por
resultado que dejase en definitiva la carrera.
Desdichadamente
en este tiempo, en el que Eça fundó el Cenáculo
de amigos, entre los que se cuentan hombres eminentes, intima con varios
jóvenes desocupados, aristócratas, fadistas;
los cuales cometen todo género de calaveradas y desafueros. Se renuevan las
cacerías de mujeres en las calles de Lisboa, como una reminiscencia de los
tiempos de Alfonso VI.
La crónica
escandalosa registra hechos vergonzosos y tristes. Habla de jóvenes robadas de
los brazos de sus madres en plena calle; y de la tragedia a que dio lugar el
amor de una dama, esposa de un escritor notable, que se cree asesinada por su
marido, al descubrir el adulterio y la traición de uno de sus amigos.
Indudablemente
Eça de Queiroz no tomó parte en estos hechos, pero no estuvo lo bastante
alejado de ellos. Su viaje a Oriente, en compañía de su íntimo amigo el conde
de Rezende fue salvador. Juntos recorrieron España, estuvieron en Malta, en
Egipto y en las legendarias tierras de Jerusalén.
Este viaje
influye sobre toda la obra del gran escritor, que empieza a delinear su tercera
manera, algo influido por la literatura francesa, especialmente por Zola,
Flaubert y Balzac; hasta que llega a formar completamente su espíritu y aparece
en el cuarto período de su evolución literaria, amplio, fuerte, definitivo y
magnífico.
La visión de
su viaje a Oriente está mezclada a todos sus libros. Su genio satírico, su
gran humorismo ve la parte cómica de todos los países y la ridiculiza de esa manera
excepcional que él sabe emplear tan serena y amablemente; pero al mismo tiempo
su espíritu de artista se apodera de toda la belleza de las ciudades, de los
paisajes, del mar y del ambiente; escribe las soberbias descripciones de La Reliquia y del Epistolario de Don Fradique Méndez.
Después de
este viaje viene a encerrarse en una de esas ciudades provincianas, serenas,
tranquilas, cuyo reposo alabamos siempre pero en las cuales se hace insoportable
la vida de quietud, que no rima con las tempestades, los anhelos y los deseos
del espíritu del escritor. Eça se aburre en Leira donde desempeñaba el cargo de
administrador del Concejo, y trata de amenizar su vida con algunas aventuras
de amor.
Una noche, en
un baile de máscaras, es sorprendido por el dueño de la casa en amoroso
coloquio con su esposa; es esta una aventura que tiene el sabor de una página
del Novellino italiano, de un cuento de Firensuola o del Aretino.
Eça se vio en
medio de la calle con su traje de tirolés hecho jirones, molido a palos, hasta
tal punto que tuvo que guardar cama, y se vio precisado a dejar la ciudad. Su humor sacaba
partido de su propia desventura.
—«Soy un
Cupido al que le han cortado las alas—le decía a uno de sus amigos.»
Vuelve a
Lisboa y figura entre la pléyade de intelectuales que dirigía la vida literaria,
dando las célebres conferencias en el Casino lisbonense, que no tardó en ser
clausurado.
Entonces Eça
va a América, pero así como Oriente había despertado su fantasía, estos países
nuevos y utilitarios lo llenan de aversión y repugnancia, hasta el punto de
que confiesa que lo inutilizaban para escribir y pensar.
Regresó a
Europa y después de un viaje por Inglaterra halla en Oporto la mujer que ha de
ser la compañera de su vida. En uno de esos castillos señoriales de las cercanías
de la gran ciudad, contrae matrimonio con doña Emilia de Castro, de la familia
de los condes de Rezende; y el mismo día de su casamiento sale con ella para
Madrid.
Eça de Queiroz
era alto, delgado, un poco encorvado, de aspecto algo enfermizo. Su frente era
amplia, bella, despejada; la nariz curva; la barba aguda y el mirar dulce, que
disimulaba su nobleza y su bondad con la impertinencia y la fachenda de un
monóculo.
Tal vez Eça
usaba el monóculo como un uniforme de ironista, para ver la vida con esa altura
que lo separa de los otros. Hay en él siempre una gran distinción, un espíritu
señorial. Muy dandy, gustaba de todos los refinamientos de la toilette; usaba ropa blanca de un lujo
inusitado, y el número de sus corbatas era tan extraordinario, que cuando
estuvo en Nueva York llevaba un baúl lleno, y los aduaneros quisieron hacerle
pagar derechos, «pues no comprendían que un hombre llevase tantas cintas de
colores sólo para su uso».
Hay en Eça
algo de Larra. Es el mismo espíritu satírico, demoledor, apasionado enamorado
de todos los adelantos y de todos los refinamientos. Eca es más dichoso por el
ambiente en que vive y por los afectos que hallan correspondencia. Sin embargo,
él sufre el dolor de la vulgaridad que lo rodea, y en pleno triunfo crea el
«Club de los Vencidos de la Vida», en el que se agrupan todos los artistas
portugueses que se encuentran un poco solitarios y aislados. Uno de estos vencidos, quizás el único que los
sobrevive, ya, es Guerra Junqueiro.
En esta
Sociedad, que por su nombre parece sombría y triste, reina la mayor alegría;
se reúnen constantemente en comidas y fiestas; allí lucen su ingenio, se leen
las primicias de sus trabajos; es algo que los alienta en la lucha y que los
desquita de las ingratitudes; que les proporciona una exaltación de su
espíritu. Uno de estos cenáculos de artistas en los cuales las ironías son
formidables y poderosas. Algo así como esa reunión de los Fantasistas que se agrupan al lado del gran dibujante Leal da
Cámara, y que han exaltado las botas de charol frente a las botas de elástico,
para dividir a los hombres por sus botas. Estos cenáculos que son comunes en
todas las ciudades y que en España no pasaron de camarillas o vulgares
reuniones, hasta que Gómez de la Serna, el original e íntegro Iniciador, ha reunido a los artistas más
libres y notables en el antiguo café y botillería de Pombo.
Pero Eça, con
su matrimonio pierde ya su carácter bohemio; se hace hombre de orden, político;
es nombrado para un puesto diplomático y deja Portugal para vivir en Bristol,
cuyas nieblas y clima desapacible lo mortifican, hasta que al fin es nombrado
representante de su país en Francia.
Ir a vivir a
París constituyó el colmo de las aspiraciones de Eça, enamorado de la
literatura y del espíritu francés. Alquiló una poética casita en Neuilly, y la
convirtió en museo de obras artísticas.
La
tuberculosis había hecho presa de ese organismo privilegiado, con la voluptuosidad
con que esa enfermedad sabe elegir sus víctimas.
Fueron
inútiles todos los cuidados y todos los viajes. Ortigao, que fue su enfermero
y su compañero inseparable, estuvo con él en Suiza y pasaron el invierno en
Berna e Interlaken; pero como se sentía peor quiso volver a París.
Pocos fueron
los días que pasó en su ciudad querida. A pesar de la enfermedad que lo
obligaba a guardar cama, se sentía animoso, fuerte de espíritu; con esa fuerza
con que parece que la tisis reviste el espíritu mientras aniquila el cuerpo. El
día 16 de Agosto de 1900 quiso que lo levantasen; se vistió cuidadosamente y
se puso en el pecho la insignia de la Legión de Honor, empeñándose en ir a dar
un paseo; pero de repente su enfermedad se agravó, y a las cuatro y media de la
tarde exhaló el último suspiro este hombre que es gloria de la Península Ibérica.
Su cuerpo,
embarcado en el Havre, fue conducido a Portugal en el vapor África, que fue recibido con grandes
honores por todos los buques surtos en el Tajo.
Nada más
dramático que esa conducción, por el mar, del cadáver de un hombre admirable.
La proporción del gran hombre llevado en andas sobre el mar debe exagerarse y
exaltarse de un modo refulgente. Todos los que fueron con él en el barco,
debieran sentir lo que de catafalco solemne tuvo el vapor convertido en coche
fúnebre. Ni los entierros en las góndolas negras de Venecia nos pueden hacer
suponer la magnificencia de estos entierros que cruzan el desierto libre del
mar. El gran hombre, más decidor que nunca, parece que debió ir sobre cubierta,
soñando en sus grandes ansiedades de infinito, como los marinos que entienden
tanto de eso, que han sentido tan grandes anhelos en las noches del mar y que
se han llenado a su contacto de una gran dignidad y de una gran fortaleza. El
muerto conducido por el ferrocarril, como en el furgón de los baúles, va de
mala manera, sin la gran solemnidad con que es conducido por el mar. Es
incomparable una cosa con otra. El espíritu de Eça de Queiroz habrá agradecido,
indudablemente, a su patria ese último viaje durante el que pudo meditar tan a
sus anchas, solitario, sin el ruido de las multitudes que acuden a los
entierros, y en el que vio por última vez la noche y sus estrellas que lucen
sobre el mar y que son más grandes, más magníficas, más numerosas que cuando
lucen sobre la tierra. ¡Capitán elevado, magnífico, capitán por una sola vez en
los océanos!
Eça de Queiroz
está enterrado en Portugal. Tal vez despierta más admiración en las otras
naciones de Europa que en su propia patria. Sin dejar de reconocer su mérito,
los portugueses, patriotas ante todo, no hallan bastante portugués a Eca, su
lenguaje rompe con el clasicismo y su espíritu fraterniza con los ideales comunes
de todos los pueblos. Hay un elemento pudibundo que no le perdona sus crudezas:
los mazazos contra la familia rutinaria, contra los prejuicios religiosos, y
sus caricaturas secas y escuetas en las que se reconocían los modelos.
El espíritu de
artista de Manoel de Sousa Pinto—un joven escritor de integérrimo y altivo que
tiende a realizar su labor de arte puro aislándose de toda camarilla
literaria—ha sabido comprender como pocos al gran Eça de Queiroz. Él, se queja
de que Eça, que se libró en vida de la Academia, «cayese a su muerte entre
todos esos hombres del elemento oficial burocrático del que siempre se rió con
el más alto de los desdenes.» Los que en vida se escondían medrosos acudieron
después con alardes de adoración. «Siempre Tartarín volviéndose valiente ante
el peligro de la caza de un león ya muerto».
La estatua de
Eça de Queiroz se alza en el Largo de Quintella; se presenta al gran escritor
sosteniendo en sus brazos a una mujer desnuda; recuerda mucho el monumento
levantado en el Parque Manceu a Maupassant. Sousa Pinto critica acerbamente
este monumento. Le parece que la figura de Eça ha sustituido a la de un sátiro
que se goza en la contemplación de una mujer desnuda, y «Eça que es la gracia,
el espíritu y la ironía—dice—ha quedado así dislocadamente integrado en esa
pieza decorativa que no hiere la mirada por su desnudez, porque el desnudo no
es inmoral, sino que ofende la conciencia de los admiradores sinceros del Maestro».
La figura le parece una mujer vulgar y licenciosa que sale del baño; no
justifica las palabras de la Reliquia
que sirven de lema al monumento:
«Sobre la
desnudez fuerte de la Verdad el manto diáfano de la Fantasía.»
Y abomina de
esta frase que no sintetiza ni revela el espíritu total y jugoso de la obra de
Eça y de un monumento que no simboliza su alma. Pero es que Sousa Pinto tal vez
olvida que todos los que hacen estos monumentos son, en cierto modo, algo
Coullaut Valera.
Sin embargo,
el monumento tiene un valor decorativo con que no ha contado el escultor. Su
pedestal, tan bajo, lo deja cobijarse al amparo de un grupo de palmeras que
abre sobre la frente del gran artista sus palmas protectoras.
Una
observación de Sousa Pinto, llena de delicadeza, nos incita a buscar: ¿Qué
mujer de las creadas por Eça es la que ha representado el escultor?
¿Será Miss
Mary «con su rostro regordete de una
blancura de leche donde se hubiese disuelto carmín, toda tierna y suculenta»,
haciendo su presente de la camisa perfumada «de violeta y de amor?» ¿Será la modesta Amelia o
Jonaninnha la tan dulce y risueña madre
de Jacinthinho? ¿Será la condesa de Treves, majestuosa con sus sedas color de azafrán, con encajes cruzados en el
pecho a lo María Antonieta, o la generala Camilloff
con quien Theodoro tenía horas de seda y
oro? ¿Es acaso la española de opereta Carmen Puebla o la ordinaria y hermosa Ana Lucena, o la sapiente Libuska?
Un escultor no
debe hacer una mujer para sus monumentos, sino la mujer por la que sintió el
novelista mayor pasión. Las mujeres de Eça son sutiles, delicadas,
espirituales, aun dentro de la más escueta realidad. Frente a todas yo pienso
en aquella mujer desconocida que Fradique admiró una noche a través de la
puerta entornada, sentada al lado de su Madrina
y que suponía llegada de algún viejo castillo de Anjou. Aquella mujer, rubia, de cabeza alta y clara, que a
pesar de estar tan indolentemente enterrada en un diván le dio la impresión de
andar con la gracia altiva y ligera de
una diosa o de un ave.
La mujer de hombros caídos, dolientes, angélicos,
imitados de una madona de Mantegna y enteramente desusados en Francia desde
el reinado de Carlos X, del «Lirio en el valle» y de los corazones
incomprendidos; con los cabellos fabulosamente rubios como el sol de Londres
en Diciembre.
Sería esta
mujer de brazos perfectos y pestañas de
las que parecía pender, cuando las bajaba, una novela triste, la que yo
tomaría por tipo de las mujeres de Eça.
Su carácter se
deduce de toda la descripción y sobre todo de los ojos finos y lánguidos (dos adjetivos que Eça gusta de aplicar a los
ojos que lo impresionan más). Es la mujer de mayor encanto, pues tiene hasta el
de que no sabremos jamás su nombre.
Después de la
muerte de Eça se han publicado algunos de sus libros más bellos. Da pena un
libro que no puede leer el autor, una crítica con la que no puede
identificarse. Sus colecciones de artículos y cartas son interesantísimos, él,
despreocupado y genial, no se cuidó de reunirlas, es a la posteridad a la que
le queda encomendado ese trabajo. Sousa Pinto, que es el más autorizado para
hacerlo, lamenta no poder publicar todas las cartas inéditas que tienen
algunos de sus amigos, los cuales, por escrúpulos nimios, se obstinan en
conservarlas inéditas. Algunas de ellas han sido publicadas en periódicos, y
casi todas, al decir de los que las han leído, son verdaderamente admirables,
llenas del alto espíritu de Eca, que gozaba escribiendo cartas. Una de estas
cartas inéditas de una admirable impresión de Salamanca; y en uno de los volúmenes
póstumos, Notas contemporáneas
(publicadas en 1909) hay una crónica impresionante, En el mismo hotel, sobre el asesinato de Cánovas del Castillo.
El genio de
Eça estaba capacitado para conocer bien el alma española, el alma de la
Península, el alma latina en general. El conocía nuestra literatura y puede
decirse que había recibido en Lisboa las aguas bautismales del Tajo, que lleva
y arrastra hacia la hermosa tierra lusitana el oro de sus arenas y la savia
recia, potente, del alma de Castilla, al pasar por esa tierra recia y
representativa de Toledo.
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