SAN PEDRO DE CARDEÑA
Sobre el aire
lleno de frescura primaveral está cayendo toda la oración castellana. Por los
montes de trigos olorosos brillan las arañas, y en las lejanías brumosas el
sol pone unos rojos cristales opacos... Los árboles suenan a mar y en toda la
solitaria llanada inmensa el resol da raros tonos de esmalte. En los pueblos se
respira el ambiente de quietud honda; las eras de seda se llenan de rubio
incienso y cascabeleos pausados como oficios a la resignación del trabajo...
mientras una fuente besa siempre a la acequia que la traga... Bajo las
suaves sombras de los olmos y los nogales, los niños harapientos gritan alegres
espantando a las gallinas... las torres silenciosas, con jardines salvajes en
los tejados; las casas cerradas con toda la tristeza de su humildad... y un
canto de mozuelo que viene del trigal...
En un remanso
que parece un bloque de mármol verde, lavan unas mujeres desgreñadas como
Medusas entre risas y parloteos chismosos...
La sublime
unidad de las tierras castellanas se mostraba en su solo y solemne color. Todo
tiene la austeridad cartujana, el aburrimiento de lo igual, la inquietud de lo
interrogante, la religiosidad de lo verdadero, la solemnidad de lo angustioso,
la ternura de lo simple, lo aplanador de lo inmenso.
Las sierras
lejanas se ven como indecisas escorias violeta, algunos árboles tienen alma de
oro con el sol de la tarde, y en los últimos términos los mansos y obscuros
colores abren sus enormes abanicos cubriendo de terciopelo tornasol las dulces
y melancólicas colinas...
Los segadores
con las guadañas dan muerte a las espigas entre las cuales enseñan las amapolas
la tela antigua de su flor.
Por los fondos
de plomo comienza a sonar el arrebol; el aire se para, y bajo la mística
coloración indefinida, la tarde castellana dice su eterna y cansada canción...
Suenan las
carretas por los caminos, los insectos músicos tienden al aire las cuerdas de
sus gritos, parece que los henos y las flores sin nombre han roto las arcas de
sus aromas para acariciar a la blanda obscuridad... parece que del profundo e
incomprensible diálogo divino, brotara una explicación a la eternidad...
En las aguas
se reflejan los árboles en medio de la tristeza de un otoño ideal... y por las
hondonadas umbrosas, llenas de sombra ya, se oyen balar las ovejas a la
monotonía de una esquila pausada.
Toda la
grandeza rítmica del paisaje está en su amarillo rojizo, que impide hablar a
ningún otro color... Las yerbas secas que alfombran a los suelos se amansan y
entre los nogales y los olmos una torre severa, con las ventanas vacías, asoma
su cabezota cansada del tiempo.
El sol pone
transparencias de aguas verdes sobre el prado en que parlotearon doña Sol y
doña Elvira.
En el
sentimiento de la historia de piedra, el silencio pone su hondura religiosa
solo turbada por las palomas, con sus aleteos suaves.
Todo el
monasterio, al que ya aman las yedras y las golondrinas, enseña sus ojos
vacíos de una tristeza desconsoladora, y desmoronándose lentamente deja que
las yedras lo cubran y los saúcos en flor...
Los luminosos
acordes del sol de tarde envuelven a los olmos y nogales de flores amarillas,
mientras los fondos de verde macizo van tomando su bronceado color.
Al pasar,
enjambres untosos de moscas levantan un murmullo melodioso y los pájaros vuelan
alocados posándose en los chopos que parecen hoscos tenebrarios.
De Impresiones y paisajes, 1918
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