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miércoles, 31 de julio de 2019

Curiosa lectura de verano


                      SAN PEDRO DE CARDEÑA




       Sobre el aire lleno de frescura primaveral está cayendo toda la ora­ción castellana. Por los montes de trigos olorosos brillan las ara­ñas, y en las lejanías brumosas el sol pone unos rojos cristales opacos... Los árboles suenan a mar y en toda la solitaria llanada inmensa el resol da raros tonos de esmalte. En los pueblos se respi­ra el ambiente de quietud honda; las eras de seda se llenan de ru­bio incienso y cascabeleos pausados como oficios a la resignación del trabajo... mientras una fuente besa siempre a la acequia que la traga... Bajo las suaves sombras de los olmos y los nogales, los ni­ños harapientos gritan alegres espantando a las gallinas... las torres silenciosas, con jardines salvajes en los tejados; las casas cerradas con toda la tristeza de su humildad... y un canto de mozuelo que viene del trigal...
       En un remanso que parece un bloque de mármol verde, lavan unas mujeres desgreñadas como Medusas entre risas y parloteos chismosos...
       La sublime unidad de las tierras castellanas se mostraba en su solo y solemne color. Todo tiene la austeridad cartujana, el aburri­miento de lo igual, la inquietud de lo interrogante, la religiosidad de lo verdadero, la solemnidad de lo angustioso, la ternura de lo simple, lo aplanador de lo inmenso.
       Las sierras lejanas se ven como indecisas escorias violeta, algunos árboles tienen alma de oro con el sol de la tarde, y en los últimos tér­minos los mansos y obscuros colores abren sus enormes abanicos cubriendo de terciopelo tornasol las dulces y melancólicas colinas...
       Los segadores con las guadañas dan muerte a las espigas entre las cuales enseñan las amapolas la tela antigua de su flor.
       Por los fondos de plomo comienza a sonar el arrebol; el aire se para, y bajo la mística coloración indefinida, la tarde castellana dice su eterna y cansada canción...
       Suenan las carretas por los caminos, los insectos músicos tien­den al aire las cuerdas de sus gritos, parece que los henos y las flo­res sin nombre han roto las arcas de sus aromas para acariciar a la blanda obscuridad... parece que del profundo e incomprensible diálogo divino, brotara una explicación a la eternidad...


       En las aguas se reflejan los árboles en medio de la tristeza de un otoño ideal... y por las hondonadas umbrosas, llenas de sombra ya, se oyen balar las ovejas a la monotonía de una esquila pausada.
       Toda la grandeza rítmica del paisaje está en su amarillo rojizo, que impide hablar a ningún otro color... Las yerbas secas que al­fombran a los suelos se amansan y entre los nogales y los olmos una torre severa, con las ventanas vacías, asoma su cabezota cansa­da del tiempo.



       El sol pone transparencias de aguas verdes sobre el prado en que parlotearon doña Sol y doña Elvira.
       En el sentimiento de la historia de piedra, el silencio pone su hondura religiosa solo turbada por las palomas, con sus aleteos suaves.
       Todo el monasterio, al que ya aman las yedras y las golondri­nas, enseña sus ojos vacíos de una tristeza desconsoladora, y des­moronándose lentamente deja que las yedras lo cubran y los saúcos en flor...
       Los luminosos acordes del sol de tarde envuelven a los olmos y nogales de flores amarillas, mientras los fondos de verde macizo van tomando su bronceado color.
       Al pasar, enjambres untosos de moscas levantan un murmullo melodioso y los pájaros vuelan alocados posándose en los chopos que parecen hoscos tenebrarios.

De Impresiones y paisajes, 1918

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