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Silencio en mitad de la niebla
La
autobiografía, las memorias y los diarios, cercanos al documento o al periodismo
de investigación, son textos testimoniales, que según Michel Tournier conviene
distinguir entre ficción y realidad. Si las primeras son intencionadamente
creadoras, las segundas remiten a esa realidad externa vivida. La literatura se
ha apropiado de la realidad sin necesidad de alterarla, o de rodearla de un mundo
de ficción, y el concepto non-fiction
sustenta a un libro que leemos como copia de la realidad, reportaje de la vida,
como una historia novelada. Los elementos que contenga ese tipo de libro estarán
fielmente tomados de la realidad, el autor no inventa nada. Intentemos,
entonces, considerar que las biografías, los diarios y las autobiografías, principalmente
de literatos, se convierten en géneros de ficción, en libros de literatura en
los que sus autores, basándose en la realidad, han transformando parte de su
vida en obras de arte, y como las obras de ficción ofrecen otras muchas posibilidades.
En este sentido, la auto-ficción tiene como fundamento la identidad reconocible
del autor, narrador y personaje del relato, y así se propone un pacto ambiguo,
puesto que se combinan en esas prácticas narrativas las marcas de una auténtica
ficción con la autobiografía, y lo que caracteriza a estas auto-ficciones es la
mezcla y el juego por el cual la voz del yo recuerda y narra hechos reales y
otros que, por extensión, convierte en ficción.
Alejandro López Andrada
recurre a un narrador confiable y sincero que expone su posición de verdad en
el ejercicio de recuperación de su memoria, y en un libro como Los árboles que huyeron (2019) este
concepto individual alcanza una amplia exposición de ese pasado español reciente,
rememora un período histórico tópico instalado en la conciencia española contemporánea
por cuanto supuso de alienante y contradictorio. Los textos de López Andrada se
alejan de esa manera de narrar tan obvia como calculada, se arraigan en un borde
extremo que restituye el pasado desde una perspectiva incómoda, aquella donde
un niño o el adolescente se inscriben y ofrecen su particular visión de la
historia cotidiana. Surgen así situaciones de firme compromiso frente a una
textualidad dominante y se muestra ese claro lugar de exclusión para el niño,
el joven o el incipiente poeta y escritor López Andrada, quien no deja de
sentirse, otro y un extraño, en medio de una caracterizada violencia social,
cultural o católica vivida durante ese prologado franquismo.
El lector no
encontrará en Los árboles que huyeron
un texto autocomplaciente que tienda a evadir o soslayar ciertos episodios de
una biografía herida por un prolongado tiempo de honda pesadumbre, tampoco deja
de mostrar en sus páginas algunos de esos momentos de rara belleza en el
devenir cotidiano del niño Alejandro o el fulgor adolescente del mismo cuando
es capaz de hilvanar sus primeros versos ante el cariño y el oído atento de su
madre, Victoria, una de las dos mujeres que conforman su vida; la otra Paqui, la madre de
sus dos hijas. Será en una temprana juventud cuando sienta la llamada de la
lírica en versos aprendidos en la escuela, el clásico Garcilaso, y también
Chamizo y Gabriel y Galán, pero sobre todo, Vallejo, Machado, García Lorca,
Hierro e Hidalgo. La suya será, en igual medida, ese despertar a una
adolescencia repleta de guateques y los acordes de los grupos de moda de la
época, Íberos o Bravos, Brincos y Mustang que inspiraban en el joven las
primeras letras de canciones que ensayaban en La Ponderosa y no condujeron a
nada porque entonces eran eso: unos auténticos críos que exploraban nuevas sensaciones. Y luego el
despertar sexual, y los primeros fracasos amorosos, y las decisiones
importantes de la vida: los estudios y una carrera que alejara al joven López
Andrada de la tienda que el padre regentaba en Villanueva porque los tiempos
cambiarían y tendría que afianzar su situación en una vida más cómoda y
placentera. Pero López Andrada amplia su perspectiva y su cómoda posición
autobiográfica para rescatar su relación, profesional y personal, con algunos
de los autores contemporáneos más renombrados, y otros que quedan en el olvido
literario, no duda en descalificar a Castilla del Pino, o destacar su
admiración por José Hierro, y amistad con Julio Llamazares, o su inspirada e
idolatra estima por José Manuel Caballero Bonald y, sobre todo, Antonio
Colinas, el autor de Un año en el Sur,
enamorado de una Córdoba ancestral que un día conoció siendo un joven
estudiante.
El poeta y
escritor cordobés se permite en Los
árboles que huyeron responder de forma valiente a esas múltiples preguntas sin
respuesta que nos hicimos cuando éramos niños o adolescentes, y que como
personajes víctimas de un franquismo aún hoy, muchos años después, nos seguimos
haciendo.
LOS
ÁRBOLES QUE HUYERON
Alejandro López Andrada
Córdoba, Berenice, 2019; 222pp.
Alejandro López Andrada conjuga la memoria y la ternura. De la espiral del recuerdo y de la mano de la melancolía conduce, a veces, al lector hacia un mundo de emociones que parecían dormidas en su interior. Es un orfebre de las palabras, "las pesa y las mide", como fray Luis de León, las agita para comprobar su sonoridad y construye con ellas un discurso de sensibilidad afinada y armoniosa que suena como los propios ángeles y facilita el acceso a los rincones ocultos del alma enamorada.
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