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lunes, 22 de abril de 2019

Alejandro López Andrada


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 Silencio en mitad de la niebla

                            
       La autobiografía, las memorias y los diarios, cercanos al documento o al periodismo de investigación, son textos testimoniales, que según Michel Tournier conviene distinguir entre ficción y realidad. Si las primeras son intencionadamente creadoras, las segundas remiten a esa realidad externa vivida. La literatura se ha apropiado de la realidad sin necesidad de alterarla, o de rodearla de un mundo de ficción, y el concepto non-fiction sustenta a un libro que leemos como copia de la realidad, reportaje de la vida, como una historia novelada. Los elementos que contenga ese tipo de libro estarán fielmente tomados de la realidad, el autor no inventa nada. Intentemos, entonces, considerar que las biografías, los diarios y las autobiografías, principalmente de literatos, se convierten en géneros de ficción, en libros de literatura en los que sus autores, basándose en la realidad, han transformando parte de su vida en obras de arte, y como las obras de ficción ofrecen otras muchas posibilidades. En este sentido, la auto-ficción tiene como fundamento la identidad reconocible del autor, narrador y personaje del relato, y así se propone un pacto ambiguo, puesto que se combinan en esas prácticas narrativas las marcas de una auténtica ficción con la autobiografía, y lo que caracteriza a estas auto-ficciones es la mezcla y el juego por el cual la voz del yo recuerda y narra hechos reales y otros que, por extensión, convierte en ficción.
       Alejandro López Andrada recurre a un narrador confiable y sincero que expone su posición de verdad en el ejercicio de recuperación de su memoria, y en un libro como Los árboles que huyeron (2019) este concepto individual alcanza una amplia exposición de ese pasado español reciente, rememora un período histórico tópico instalado en la conciencia española contemporánea por cuanto supuso de alienante y contradictorio. Los textos de López Andrada se alejan de esa manera de narrar tan obvia como calculada, se arraigan en un borde extremo que restituye el pasado desde una perspectiva incómoda, aquella donde un niño o el adolescente se inscriben y ofrecen su particular visión de la historia cotidiana. Surgen así situaciones de firme compromiso frente a una textualidad dominante y se muestra ese claro lugar de exclusión para el niño, el joven o el incipiente poeta y escritor López Andrada, quien no deja de sentirse, otro y un extraño, en medio de una caracterizada violencia social, cultural o católica vivida durante ese prologado franquismo.
       El lector no encontrará en Los árboles que huyeron un texto autocomplaciente que tienda a evadir o soslayar ciertos episodios de una biografía herida por un prolongado tiempo de honda pesadumbre, tampoco deja de mostrar en sus páginas algunos de esos momentos de rara belleza en el devenir cotidiano del niño Alejandro o el fulgor adolescente del mismo cuando es capaz de hilvanar sus primeros versos ante el cariño y el oído atento de su madre, Victoria, una de las dos mujeres que conforman su vida; la otra Paqui, la madre de sus dos hijas. Será en una temprana juventud cuando sienta la llamada de la lírica en versos aprendidos en la escuela, el clásico Garcilaso, y también Chamizo y Gabriel y Galán, pero sobre todo, Vallejo, Machado, García Lorca, Hierro e Hidalgo. La suya será, en igual medida, ese despertar a una adolescencia repleta de guateques y los acordes de los grupos de moda de la época, Íberos o Bravos, Brincos y Mustang que inspiraban en el joven las primeras letras de canciones que ensayaban en La Ponderosa y no condujeron a nada porque entonces eran eso: unos auténticos críos  que exploraban nuevas sensaciones. Y luego el despertar sexual, y los primeros fracasos amorosos, y las decisiones importantes de la vida: los estudios y una carrera que alejara al joven López Andrada de la tienda que el padre regentaba en Villanueva porque los tiempos cambiarían y tendría que afianzar su situación en una vida más cómoda y placentera. Pero López Andrada amplia su perspectiva y su cómoda posición autobiográfica para rescatar su relación, profesional y personal, con algunos de los autores contemporáneos más renombrados, y otros que quedan en el olvido literario, no duda en descalificar a Castilla del Pino, o destacar su admiración por José Hierro, y amistad con Julio Llamazares, o su inspirada e idolatra estima por José Manuel Caballero Bonald y, sobre todo, Antonio Colinas, el autor de Un año en el Sur, enamorado de una Córdoba ancestral que un día conoció siendo un joven estudiante.
       El poeta y escritor cordobés se permite en Los árboles que huyeron responder de forma valiente a esas múltiples preguntas sin respuesta que nos hicimos cuando éramos niños o adolescentes, y que como personajes víctimas de un franquismo aún hoy, muchos años después, nos seguimos haciendo.









LOS ÁRBOLES QUE HUYERON
Alejandro López Andrada
Córdoba, Berenice, 2019; 222pp.






1 comentario:

  1. Alejandro López Andrada conjuga la memoria y la ternura. De la espiral del recuerdo y de la mano de la melancolía conduce, a veces, al lector hacia un mundo de emociones que parecían dormidas en su interior. Es un orfebre de las palabras, "las pesa y las mide", como fray Luis de León, las agita para comprobar su sonoridad y construye con ellas un discurso de sensibilidad afinada y armoniosa que suena como los propios ángeles y facilita el acceso a los rincones ocultos del alma enamorada.

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