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miércoles, 5 de junio de 2019

Andrés Barba


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CIERTA BONDAD

                     
               Nuestra sociedad actual se nutre, entre otras muchas cosas, de todo un ramillete de carencias y desdichas, incluida la ruindad humana o la soledad, imperfecciones que no hacen sino acentuar, aún más, que no todos somos esa isla, entera en sí misma, o que incluso vivamos en la igualdad que propaga nuestro consumismo y quienes detentan el poder. Lejos de esa quimera aún asoman ciertas miserias de las que nuestra narrativa, con cierto atrevimiento, explora en asuntos tan turbios y tan mal vistos que sólo se justificarían en la literatura y ésta como si se tratara de una lucha frente a la banalidad existente. Los temas que hace unos años proponían nuestros jóvenes autores se concretaban en la falta de comunicación, la alienación de sus personajes, la visión negativa de la vida. Estas características les llevaban, por otro lado, a una calculada preocupación por la construcción en el relato y el estilo: denodadamente sobrio y dialogal, explorando esa dicotomía entre lo individual y lo colectivo, la relación entre el arte y la vida. Quizá por esto Andrés Barba (Madrid, 1975), joven narrador, plantea en su novela La hermana de Katia (2001), finalista del prestigioso Herralde de Novela, dos planos que se suponen implícitos: uno pertenece, inevitablemente, a la realidad y otro a la fantasía; esto es, uno es el de la experiencia y otro el de la imaginación. Narrada en tercera persona, desde las primeras páginas se percibe, en esta atrevida historia, la poderosa mirada de su protagonista, una adolescente de catorce años (afirma que muy pronto cumplirá los quince) que vive en Madrid, en un pequeño piso, con su madre y su hermana mayor. Esta joven (curiosamente sin nombre) se convierte, además, en la verdadera protagonista de este sorprendente relato, en torno a cuyo mensaje gira toda la historia a contar. A través de su exposición sabremos cómo viven, qué sienten, cómo se mueven en el mundo cercano las tres mujeres y percibimos, en igual proporción, los deseos de adolescente de la narradora y también vislumbramos los de la madre y la hermana, sus sensaciones y las que ella cree percibir de su relación, sobre todo, con su admirada hermana Katia. Nos desvelará confidencialmente sus pensamientos más íntimos y, añadirá con especial lirismo, lo que estos significan para ella. Pero a medida que avanzamos en la lectura de esta novela, que en ningún momento deja de tener un aire contenido de tristeza y de cierto «tremendismo»realista, percibimos como si esta voz, realmente, no existiera, no tuviera identidad porque para reforzar esta apreciación, ni siquiera se nos dice el nombre propio de la narradora, es uno de esos personajes sin nombre que se concreta, exclusivamente, en el pronombre «ella» o el sintagma «la hermana de Katia», una afirmación que, por otra parte, vislumbra mucho más allá de lo que pueda pensarse; se trataría de la anulación más absoluta del ser o de la manera de no ser o no existir.
               Esta joven que, en apariencia, es dolorosamente feliz junto a su madre y sobre todo junto a Katia, personifica una inocencia con una excesiva abundancia de bondad, talante que, entre otras cosas, le lleva a soportar el peso de una familia y la actitud de ésta con respecto a ella: una madre prostituta de profesión, una hermana/espejo que un buen día decide hacerse bailarina de striptease. Aparece también en escena una abuela que, en un momento del relato, pierde la memoria y muere; el escritor pretende convertir a la abuela en esa voz de la conciencia, una conciencia brújula de lo desconocido que se destruye como las cosas buenas de esta vida. Nada de lo que rodea a la joven protagonista le sirve para asegurar que su vida es la de una adolescente normal que tiene el cariño de unos padres y de unos hermanos, de una familia en definitiva en el sentido tradicional del término, no se siente querida, aunque, paradójicamente, se advierte feliz por el mero hecho de tener como referente a su hermana mayor y de poder pasear con John, el chico norteamericano que ha conocido en la Plaza Mayor y con quien conversa sobre Dios y lo que la religión significa para él; también, toman zumo de tomate juntos. La ingenuidad de la joven en estos encuentros y en posteriores escenas de la novela, es lo que la hace diferente y sobre todo nos da pistas para pensar que parece retratada como una criatura de un bondad instintiva que carece de futuro en un mundo punteado por Andrés Barba con sumo cuidado, porque el mundo elegido por él es cruel, despiadado, inexplicablemente irreverente y el clima que proyecta sobre la amalgama de imágenes es tan potente que la dureza de muchas de las situaciones, la ironía de las circunstancias, la sabiduría proyectada en la expresión de sus personajes, es capaz de vislumbrar más allá de su espacio interior y hace que las numerosas contradicciones, las sorpresas que nos depara nuestro mundo, se conviertan en una visión lírica de los matices diferentes con que nos enfrentamos a nuestra lucha diaria.
               Barba escribe, por consiguiente, sobre la miseria humana, la soledad, la falta de amor, sobre el mundo del sexo y la propia sexualidad en sus más variados matices. Pero estas son actitudes que se subsanan por la inmensa bondad que proyecta esta niña que no sabemos si va perdiendo lentamente su inocencia quizá fundamentada, acertadamente, en el aparente retraso mental que se esboza en sus actuaciones, pero que la convierten, aún más, en un personaje memorable que irremediablemente hemos de sentir cerca, muy cerca, y que como suele ocurrir en nuestra vida cotidiana, repleta de absurdos que ni siquiera necesitan parecer verosímiles, nos devuelve la fe en ella. Quizá también porque en un sentido más estricto, buscarle el sentido a la vida es otorgarle significado y de eso es de lo que se trata en esta excelente novela.
             





LA HERMANA DE KATIA
Andrés Barba   
Finalista Premio Herralde de Novela
Anagrama, Barcelona, 2001, 177 pp.

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