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CIERTA
BONDAD
Nuestra sociedad actual se nutre,
entre otras muchas cosas, de todo un ramillete de carencias y desdichas,
incluida la ruindad humana o la soledad, imperfecciones que no hacen sino
acentuar, aún más, que no todos somos esa isla, entera en sí misma, o que
incluso vivamos en la igualdad que propaga nuestro consumismo y quienes
detentan el poder. Lejos de esa quimera aún asoman ciertas miserias de las que
nuestra narrativa, con cierto atrevimiento, explora en asuntos tan turbios y
tan mal vistos que sólo se justificarían en la literatura y ésta como si se
tratara de una lucha frente a la banalidad existente. Los temas que hace unos
años proponían nuestros jóvenes autores se concretaban en la falta de
comunicación, la alienación de sus personajes, la visión negativa de la vida. Estas
características les llevaban, por otro lado, a una calculada preocupación por
la construcción en el relato y el estilo: denodadamente sobrio y dialogal,
explorando esa dicotomía entre lo individual y lo colectivo, la relación entre
el arte y la vida. Quizá
por esto Andrés Barba (Madrid, 1975), joven narrador, plantea en su novela La
hermana de Katia (2001), finalista del prestigioso Herralde de Novela, dos
planos que se suponen implícitos: uno pertenece, inevitablemente, a la realidad
y otro a la fantasía; esto es, uno es el de la experiencia y otro el de la imaginación. Narrada
en tercera persona, desde las primeras páginas se percibe, en esta atrevida
historia, la poderosa mirada de su protagonista, una adolescente de catorce
años (afirma que muy pronto cumplirá los quince) que vive en Madrid, en un
pequeño piso, con su madre y su hermana mayor. Esta joven (curiosamente sin
nombre) se convierte, además, en la verdadera protagonista de este sorprendente
relato, en torno a cuyo mensaje gira toda la historia a contar. A través de su
exposición sabremos cómo viven, qué sienten, cómo se mueven en el mundo cercano
las tres mujeres y percibimos, en igual proporción, los deseos de adolescente
de la narradora y también vislumbramos los de la madre y la hermana, sus
sensaciones y las que ella cree percibir de su relación, sobre todo, con su
admirada hermana Katia. Nos desvelará confidencialmente sus pensamientos más
íntimos y, añadirá con especial lirismo, lo que estos significan para ella.
Pero a medida que avanzamos en la lectura de esta novela, que en ningún momento
deja de tener un aire contenido de tristeza y de cierto «tremendismo»realista,
percibimos como si esta voz, realmente, no existiera, no tuviera identidad
porque para reforzar esta apreciación, ni siquiera se nos dice el nombre propio
de la narradora, es uno de esos personajes sin nombre que se concreta,
exclusivamente, en el pronombre «ella» o el sintagma «la hermana de Katia», una
afirmación que, por otra parte, vislumbra mucho más allá de lo que pueda
pensarse; se trataría de la anulación más absoluta del ser o de la manera de no
ser o no existir.
Esta joven que, en apariencia, es
dolorosamente feliz junto a su madre y sobre todo junto a Katia, personifica
una inocencia con una excesiva abundancia de bondad, talante que, entre otras
cosas, le lleva a soportar el peso de una familia y la actitud de ésta con
respecto a ella: una madre prostituta de profesión, una hermana/espejo que un
buen día decide hacerse bailarina de striptease. Aparece también en
escena una abuela que, en un momento del relato, pierde la memoria y muere; el
escritor pretende convertir a la abuela en esa voz de la conciencia, una
conciencia brújula de lo desconocido que se destruye como las cosas buenas de
esta vida. Nada de lo que rodea a la joven protagonista le sirve para asegurar
que su vida es la de una adolescente normal que tiene el cariño de unos padres
y de unos hermanos, de una familia en definitiva en el sentido tradicional del
término, no se siente querida, aunque, paradójicamente, se advierte feliz por
el mero hecho de tener como referente a su hermana mayor y de poder pasear con
John, el chico norteamericano que ha conocido en la Plaza Mayor y con
quien conversa sobre Dios y lo que la religión significa para él; también,
toman zumo de tomate juntos. La ingenuidad de la joven en estos encuentros y en
posteriores escenas de la novela, es lo que la hace diferente y sobre todo nos
da pistas para pensar que parece retratada como una criatura de un bondad
instintiva que carece de futuro en un mundo punteado por Andrés Barba con sumo
cuidado, porque el mundo elegido por él es cruel, despiadado, inexplicablemente
irreverente y el clima que proyecta sobre la amalgama de imágenes es tan
potente que la dureza de muchas de las situaciones, la ironía de las
circunstancias, la sabiduría proyectada en la expresión de sus personajes, es
capaz de vislumbrar más allá de su espacio interior y hace que las numerosas
contradicciones, las sorpresas que nos depara nuestro mundo, se conviertan en
una visión lírica de los matices diferentes con que nos enfrentamos a nuestra
lucha diaria.
Barba escribe, por consiguiente,
sobre la miseria humana, la soledad, la falta de amor, sobre el mundo del sexo
y la propia sexualidad en sus más variados matices. Pero estas son actitudes
que se subsanan por la inmensa bondad que proyecta esta niña que no sabemos si
va perdiendo lentamente su inocencia quizá fundamentada, acertadamente, en el
aparente retraso mental que se esboza en sus actuaciones, pero que la
convierten, aún más, en un personaje memorable que irremediablemente hemos de
sentir cerca, muy cerca, y que como suele ocurrir en nuestra vida cotidiana,
repleta de absurdos que ni siquiera necesitan parecer verosímiles, nos devuelve
la fe en ella. Quizá también porque en un sentido más estricto, buscarle el
sentido a la vida es otorgarle significado y de eso es de lo que se trata en
esta excelente novela.
LA HERMANA DE KATIA
Andrés
Barba
Finalista
Premio Herralde de Novela
Anagrama,
Barcelona, 2001, 177 pp.
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