Muere el escritor Juan Marsé a los 87 años: aquel muchacho
que inventó Barcelona.
Una ciudad,
Barcelona, ha perdido a Juan Marsé, el portentoso narrador que, pese a ostentar
en el pecho desde 2008 la medalla del Premio Cervantes, no dejó nunca de ser
aquel muchacho de barrio que se colaba en las eternas matinées de cine de
domingo para luego soltarles a la pandilla reunida en cualquier baldío sus
descomunales y divertidísimas trolas que siempre llevarán su sello. Aquel muchacho,
que hasta bien entrada la vida adulta (1965) trabajaría en un taller de
joyería, que había nacido en realidad un 8 de enero de 1933 como Faneca Roca, y
los apellidos de Marsé Carbó los recibió de su familia de adopción al quedar
huérfano. Comienza a publicar sus primeros relatos en 1958 en las revistas
Ínsula y El Ciervo, y para el año siguiente obtiene su primer premio por el
cuento “Nada para morir”. Para 1960 aquel muchacho queda finalista del
prestigioso Premio Biblioteca Breve de Seix Barral con su ópera prima Encerrados con un solo juguete.
A partir de
allí, la vida de aquel muchacho se acelera rumbo a la profesionalización
literaria. Primero en París, donde trabaja de como profesor de español,
traductor, guionista e incluso como ayudante de laboratorio del Instituto
Pasteur y se afilia al PCE. Luego de regreso en Barcelona, publica Esta cara de
la luna (1962) y Últimas tardes con Teresa (1966), ambas en la editorial de
Barral y con la última le llega la consagración con el Premio Biblioteca Breve.
Para 1970,
cuando publica La oscura historia de la prima Montse,
aquel humilde muchacho está completamente integrado en el mundillo intelectual
de la progre clase alta barcelonesa, que pasaría a la historia con el mote de
gauche divine, como redactor jefe de la revista Bocaccio y de Art-Cinema.
Bajo la órbita
de aquel glamouroso mundo, Marsé siguió su propio y auténtico camino, porque
aquel muchacho por entonces ya era un adusto escritor con pocas pulgas y muy
poco dispuesto a hacer concesiones de ningún tipo. Si acaso las que le exigían
la página en blanco y el laborioso trabajo de orfebrería narrativa. Y en cuanto
al riesgo que corrió en aquellos años de convertirse en una suerte de mascota
ideológica de la gauche divine el mismo autor lo dejó bien claro sin eufemismos
y con la contundencia de la que siempre hizo gala en un pasaje de su discurso
de recepción del Premio Cervantes: "Yo podía quizás haber sido, lo digo
sin un ápice de sarcasmo, el escritor obrero que al parecer faltaba en el prestigioso
catálogo de la
editorial. Halagadora posibilidad que a su debido tiempo, la
fábula de un joven charnego del Monte Carmelo, desarraigado y sin trabajo,
soñador y sin medios de fortuna, pero también sin conciencia de clase, se
encargaría de desbaratar".
Tres décadas
de golpes de afortunados literarios La
muchacha de las bragas de oro (1978), Ronda
del Guinardó (1984), El amante
bilingüe (1992), Rabos de lagartija
(2000), hasta el más reciente Caligrafía
de los sueños (2011), entre otros. Y poco más se puede añadir de un genuino
narrador urbano que nunca estuvo ni para mercadillos ni cotillones. Sólo
resaltar su honestidad sin fisuras hasta el final. En suma, aquel honesto y
genuino muchacho del Carmelo, que jamás pagó peaje de ningún tipo, tuvo una única
premisa hasta el fin de sus días: "Procura tener una buena historia que
contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje". Y
lo que consiguió con ella es imperecedero.
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