UN CUENTO PARA ANDERSEN
Cuando abrió el libro, cincuenta años más tarde, recordó
aquella sentencia que asegura como los adultos siempre deben llamar las cosas
por su nombre, pero si uno no se atreve, debe poder hacerlo inventándose
cuento. Unos instantes después se sumergió en la lectura, entonces descubrió
cómo un desdichado sastre, caído en desgracia, en el conocido cuento titulado, El
traje nuevo del emperador, había conseguido que la desnudez del emperador
sirviera para que este cayera en la cuenta de la actitud egoísta y no menos incomprensible
llevada a cabo durante años hacia sus súbditos.
Y para quien quiera saber, esto fue lo que ocurrió: durante
todos esos años había estado despilfarrando los impuestos y viviendo lujosamente
a costa de ellos, y quizá por eso cuando el soberano deslumbrado por el
maravilloso traje que le había confeccionado el sastre desfiló desnudo delante
de la muchedumbre, todos rieron salvo un espabilado jovenzuelo que consiguió
entender cómo su emperador había adoptado un estilo de vida distinto desde ese
mismo momento, y una vez que éste expuso su oportuna deducción al resto de
conciudadanos, todos imitaron la actitud
del soberano despojándose de sus vestiduras y así, tal vez, inauguraron ese concepto
alternativo nudista de disfrutar en medio de la naturaleza. El
sastre, evidentemente, se deshizo de sus agujas y de sus hilos porque nunca más volvió a coser.
Le gustó la aventura de leer que continuó con la historia
de La sirenita y supo cómo esta joven, después de desearlo tanto,
descubría para su sorpresa que existía un mundo exterior ruidoso, estridente,
alborotado y menos maravilloso de lo imaginado, cuando en su decimoquinto
aniversario emergió de las profundidades para ver dónde vivían los humanos.
Quiso la casualidad que, al mismo tiempo, tuvo la ocasión de salvar a un joven
que había sido derribado por un enorme barco mientras amparado por su
organización, Greenpeace, demostraba una firme actitud de protesta ante
la pesca indiscriminada en aguas internacionales. Un humano que, en los brazos
de la sirenita, profesó, desde ese mismo momento, su amor a aquel extraño y
maravilloso ser, aunque muy pronto la joven advirtió que, con su actitud
amorosa, el joven sólo intentaba aprovecharse de su condición de ninfa marina y
de los beneficios en pro de su causa que pudiera obtener de ésta. La sirena no
tardó en reaccionar y lo devolvió a la tierra a donde pertenecía. Poco después
la joven desapareció entre las aguas y volvió a su hogar donde relató, con todo
lujo de detalle, a sus hermanas y al resto de la familia su aventura en el
exterior. Decepcionada muy pronto se olvidó de aquel joven interesado, pero el
destino le depararía aún alguna otra sorpresa porque poco tiempo después un
ser, mitad humano y mitad pez, solicitó audiencia ante el rey del mar para
poder hablar con su amada ninfa y demostrarle así su amor. La sirenita sucumbió
a los encantos del joven y, desde entonces, ambos hicieron un magnífico papel
en el ecosistema marino.
Entusiasmado se enfrascó entonces en la lectura del cuento
titulado, La moneda de plata, aquel pequeño objeto que, un buen día,
había pasado de mano en mano aguantando todas las penurias y vicisitudes por el
ancho mundo, mezclándose con sus hermanas francesas, alemanas, italianas,
españolas, pero cuando después de mucho tiempo volvió a casa se sintió aún más
desmotivada porque nadie la identificaba ya, y la tacharon de falsa. Observó
para su sorpresa que ahora sus hermanas no se parecían en nada a ella porque el
humano las había cambiado por otras que todo el mundo denominaba euros y
así percibió, como es habitual en esta vida, que nada se resiste al tiempo, pese
a lo que ella siempre había creído.
Las sorpresas fueron en aumento porque en el siguiente cuento
que leyó, El firme soldadito de plomo, descubrió cómo lo peor no había
sido ser diferente y experimentar que podría acabar derretido en una estufa sin
mediar explicación alguna para, finalmente, quedar convertido en un hermoso
corazón de plomo, sino que la voluntad de su firmeza le habían llevado a
sobrevivir en otra caprichosa forma y, así, se vanagloriaba de su gran suerte porque
de su presumida amiga la bailarina apenas si quedaba el recuerdo de una lentejuela
negra, quemada por el intenso fuego capaz de destruir algunas de las más firmes
voluntades. Y si debemos seguir enumerando, no menor fue el asombro de El
patito feo que, con el paso del tiempo, no se había vuelto aún más horrible
de lo que era, sino que para sorpresa de cualquier lector todo a su
alrededor había cambiado y él, solo y exclusivamente él, era un ejemplar único
de cisne, frente a unos envidiosos hermanos que se disputaban por pasear en el
estanque junto a aquel ser único que solo entonces comprendió las molestias que
le ocasionarían ser distinto. Incluso algo tan insignificante como La aguja
de zurzir aún presumía, bastantes años después, de su delgadez, y como
suele ocurrir en los cuentos, muy lejos en el frío invierno de un país lejano El
muñeco de nieve se derretía inexcusablemente con el paso del tiempo, una
vez más, no alcanzaba sus sueños de parecerse a una estufa. Los juguetes de
aquel cuarto de los niños convertían su vida en un puro teatro y cuando
quebradiza, La alcancía, se sumó al juego, se desplomó desde lo alto del
armario, y sus monedas, liberadas, danzaban, giraban y saltaban, sobre todo las
más pequeñas giraban aún más y, de pronto descubrieron allí mismo, cómo los
pedazos del cerdito esparcidos por el suelo eran recogidos para posteriormente
ser tirados a la basura y al día siguiente sería sustituido por otro sin que
nada ni nadie mediara en este hecho, y siguiendo con nuestra aventura sabemos
que Pulgarcita, aún estaba allí, no había conseguido crecer porque la
hermosura no se mide por la estatura sino por la bondad del corazón y si uno no
es capaz de llamar a cada cosa por su nombre, pues lo más fácil, repito, es
poder imaginarlo en un cuento.
Otros muchos personajes animados e inanimados se asomaban
en aquellas páginas que el hombre había leído una y otra vez a lo largo de su
niñez, las historias de La familia feliz, El jardinero y los señores, La
princesa y el guisante, Los cisnes salvajes, Juan Patán, La pastora y el
deshollinador, El porquerizo, Madre Saúco, El gallo de corral y el gallo de
veleta y La reina de las nieves.
Y cuando cerró el libro comprendió que solo un
desfavorecido ser como lo fue Hans Christian Andersen durante buena parte de su
vida, marcada por la soledad y la pobreza, deambulando por las calles de
Copenhague, dueño de esa inquebrantable firmeza con que dotó a sus relatos, pudo
crear un mundo propio para nosotros, donde la imaginación y la libertad se unen
para transportarnos a un universo mágico.
Cuando los mayores leemos sus cuentos, escritos para niños,
comprendemos que, por su extraña condición de genio excepcional, nos trasladamos
a un mundo donde la discreción de un naturalismo a ultranza nos lleva incluso a
olvidarnos de ese tono moralizante que, a veces, salpica otras muchas historias
de la literatura universal, porque, entre otras características, las suyas
reflejan la mirada eterna del niño.
Meditó unos instantes, respiró profundamente y cuando cerró
el libro, observó que Andersen aún continuaba allí.
© Pedro M. Domene
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