Alejandro López Andrada
La voz de una madre
"El amor de una madre no nos abandona nunca. Se queda dormido, quieto, a nuestros pies, para despertarnos en medio de la noche y decirnos que no hemos de sentirnos solos"
Todos los
hombres y mujeres del planeta que han perdido a su madre conocen el velo frío
que cubre la sangre, los prados del espíritu, cuando desaparece la raíz que nos
une a este mundo. El cordón umbilical que da sentido profundo a la existencia
se deshace de golpe y todo ya es más frágil cuando se instala en nosotros la orfandad. La voz de
una madre no envejece nunca y uno no está preparado, aunque su edad sea ya muy
avanzada, para esa enorme pérdida. Cuando ella nos falta, el mundo se detiene y
el paisaje urbano o rural que nos rodea se transfigura a nuestro alrededor,
adquiriendo lo blanco y alegre un tono gris. Nuestra madre dio siempre sentido
a nuestra vida. Los colores del viento, la música celeste que ameniza los
campos, las calles de la infancia, los rincones gozosos de nuestra juventud
cuando volvemos un día a revisitarlos no tienen la pátina amable de esos días
en que ella, más joven, estuvo a nuestro lado. Una luz de orfandad granate y
purulenta toma asiento en las horas, en los lánguidos minutos que, de pronto,
parecen haberse derruido en las cárcavas dulces de nuestro corazón abriendo la
espita de una soledad rodeada de gestos, caricias memorables y esbeltas
sonrisas de la que nos dejó y aún seguimos sintiendo viva aunque no está.
El amor de una
madre no nos abandona nunca. Se queda dormido, quieto, a nuestros pies, para
despertarnos en medio de la noche y decirnos que no hemos de sentirnos solos
pues ella deambula por nuestro corazón como un perro feliz lamiendo las heridas
que nos deja en el alma la vida cotidiana. Nos hacemos a su ausencia con
muchísimo dolor y nos resistimos a creer que ya se ha ido, que se fundió con el
universo, y, aunque lo deseemos, no regresará. Mi madre murió hace unas semanas
y, no obstante, su voz sigue resonando en mí como una esquila sutil del mes de
mayo cosiendo el espacio sublime del ayer. Cuando cierro los ojos, de noche, la
presiento a unos metros de mí y oigo sus pisadas atravesando el prado
melancólico que su muerte reciente ha sembrado en mis entrañas. Ella viene como
antes, cuando era muy pequeño y colgaba en mis ojos el columpio de su risa
apartando los miedos y quemando las tristezas que en aquella edad dulce pudiera
yo sufrir. La orfandad de una madre esconde los azules y enlutece la brisa, el
aleteo del ave, los murmullos del bosque en la hora de la amanecida, las
esquinas del pueblo en el que uno vio la luz tras salir de su vientre por
primera vez.
No es fácil
pintar con muy pocas palabras la textura y el tono que había en la mirada de la
que me trajo al mundo hace seis décadas en un pueblo pequeño del norte
provincial. Mis hermanos nacieron en tierras extremeñas; sin embargo, ella
quiso que yo fuese andaluz y me hizo nacer un día triste de febrero en el que
habían vuelto al sur las golondrinas. Desde entonces envolvió mi espacio con su
abrigo de arco iris y espigas. Mi madre olía a azahar. Recuerdo los años
primeros de mi infancia mecidos por las caricias y los susurros que su voz de
franela dejaba en torno a mí deshilachando las sombras del crepúsculo y las
nubes violetas del anochecer. Ella leyó los versos que escribí en los días más
grises de mi adolescencia y cuidó mi cuaderno humilde de poemas como si fuera
un bosque deshojado que, no obstante, en sus dedos volvía a retoñecer. La voz
de mi madre era un silbo anaranjado que arrancaba las hojas de los almanaques y
las dejaba caer sobre el rocío dormido en la hierba de mi corazón. Quien ha
perdido a su madre entiende esto, pues ellas leen las páginas borrosas de
nuestro interior cuando nos derrumbamos y necesitamos asirnos a la dulzura de
su voz suturando las llagas y las heridas que el paso del tiempo deja en
nuestro ser.
Solo con observarnos unos segundos
una madre conoce lo que nos sucede. La última vez que estuve con la mía fue
cinco días antes de su fallecimiento. Y no olvidare jamás que sin hablarme
–llevaba unos meses que hablaba muy poquito- sentí su voz cristalina
acariciando sin prisa el espacio donde nos hallábamos. Me acerqué a regalarle
el ejemplar primero de mi libro reciente Los árboles que huyeron dedicado a
ella, y cuando lo tocó y lo tuvo un instante infinito entre sus dedos sonrió
como nunca hasta entonces lo había hecho. «Es tuyo, madre», le dije y, al
oírme, una lágrima tímida humedeció su rostro y en ese momento, aunque ella no
habló nada, como si hubiera querido dedicarme su último y breve instante de
alegría, llegó a mí su voz lejana, cantarina, hecha de hebras de junco y
regaliz, hundiendo en mi alma un pellizco de felicidad.
Alejandro López Andrada atina a expresar como pocos las emociones humanas. Conjuga la ternura con cargas de profundidad y va de ella a lo más íntimo nuestro, aun por recóndito y escondido que esté en nuestro interior. Conoce el alma humana y sabe de nuestra fragilidad, de nuestro desvalimiento y desamparo. Y con su arquitectura de las palabras levanta un monumento a la poesía.
ResponderEliminarLlevas toda la razón. Impresionante muestra de amor.
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