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EL JARDÍN VERTICAL
La narrativa
contemporánea, esa que los estudiosos y críticos contemplarán y concretarán como
una tendencia característica del primer cuarto del siglo XXI, deberá mostrar, y
aun más cuantificar, el significado histórico de ese decenio convulso en la España de la crisis económica,
de los desahucios y el engaño de las preferentes, de las exageradas estadísticas
del paro, de la proliferación de trabajos precarios que dañan la economía y a
familias que apenas subsisten, o de las leyes abusivas y retrógradas, las denominadas
“mordaza” y las devoluciones “en caliente”, de la lacra y víctimas de la
inmigración, o el desmantelamiento del bienestar social, y una extensa lista de
sorprendentes situaciones que, en los últimos años, ha dado pie a que
numerosos colectivos se defiendan y muestren con fuerza su indignación. La
literatura nunca puede ser ajena, debe convertirse en juez y denunciar el
continuo deterioro socioeconómico, político y cultural que irresponsables
políticos vienen ensayando, un hecho que en este país y durante los años de la
democracia y el auge de la pequeña/ mediana burguesía, nunca había ocurrido; y,
de igual forma, deben testimoniarse esos niveles altos de corrupción excesivamente
preocupantes, de los que salen fortalecidos, sin duda, los sectores financieros
y quienes gozan de un mayor nivel económico. En este contexto social, surge la
voz de un indignado, y lo hace con el certero pulso y la buena mano literaria
de Alejandro López
Andrada (Villanueva del Duque, 1957), autor de una prolífica obra poética,
narrativa y ensayística que ahora entrega El
jardín vertical (2015) que, sin el concreto subtítulo de La novela de un indignado, nos recuerda
que, algunos tal vez demasiados en este país, viven en ese “jardín vertical”
por el que nos pasea el narrador cordobés en su estremecedor relato.
El jardín vertical, es una novela
ambientada en la España
de hoy, en esos días que uno amanece igual al anterior, con el sabor amargo en
la boca, sin cambios y acaso esperanza alguna, alejado de un bienestar que una
vez logró equiparar las clases sociales, lacerada recientemente por una dura crisis
endémica, tanto económica como política, incluso ideológica. El narrador ofrece
una perspectiva social y humana pese a la insensibilidad reinante, y con
contundencia se hace eco de los recortes y el aumento del paro sobre una
ciudadanía que durante las últimas décadas había ido ganando una merecida prosperidad
como nunca antes, y empezaba a olvidar los duros tiempos de la dictadura, satisfechos
y orgullosos de la progresiva implantación de una democracia en firme que equiparó
a los españoles de a pie, instalándolos en una cómoda burguesía trabajadora que
durante años ha sostenido la economía equilibrada de un país que al fin se
alejaba de los fantasmas de un pasado; hoy excluida de esa quimera, contabiliza
cómo un elevado número de parados se ven obligados a aceptar una inquisitorial reforma
laboral discriminatoria que, por su precariedad, impone un determinado tipo de trabajo
para que, con algo de suerte, la clase logre subsistir como buenamente pueda.
Daniel, su protagonista, un
hombre de mediana edad, nos devuelve con su relato a la España de un tiempo
sombrío, a un lejano franquismo con sus sombras y luces, y narra inicialmente el
contraste entre la vida rural y la vida urbana, o los incipientes movimientos sindicales
y sociales; y años después, instalado en un cómoda existencia, y al hilo de la
calificada “crisis económica”, contemplará como pierde su empleo, una extraña situación
que conllevará para él otras muchas complicaciones en su vida cotidiana: el
deterioro de su relación de pareja, la posterior separación, continuos
enfrentamientos con algunos de sus mejores amigos, la acritud de su carácter consecuencia
de todo cuanto le rodea, pese a que por su talante y a un oscuro pasado siempre
había mostrado un cariz solidario y humano con sus semejantes, incluido el
episodio narrado de Pamuk, un inmigrante e indigente, que desde la India había recalado en este
país en busca de mejores oportunidades.
A lo largo del relato, el
personaje, y a pesar de una inestable y destemplada existencia, provocada por
la situación a que se ha visto avocado, mezcla de inestabilidad social y
psicológica, recordará siempre sus firmes convicciones y el sentido del bien
común que lo ha acompañado a lo largo de su vida, las pretensiones de un joven
que se ve obligado a emigrar a la gran urbe y recuerda de dónde proviene, y a esa
familia que por circunstancias ha dejado atrás, sobre todo el abuelo y sus
ideales, o la circunstancia trágica que los separó, aunque mantiene la firme
honradez que lo caracteriza. Otro personaje paralelo se asoma a las páginas de El jardín vertical, entrañable y bien
diseñado, Bernabé, un anciano que cuida en la residencia, enfermo de un cáncer
incurable, y que por las circunstancias se ve obligado a dejar el lugar para así
convertirse en su mentor y mejor amigo. Todos estos ingredientes, en el
contexto de un país demolido social y éticamente, cegado por la corrupción
política diaria y arrasado económica y financieramente, conforman para Alejandro López Andrada
el cóctel necesario para dar forma a su particular defensa de la libertad, los
derechos y la dignidad humana; y sin duda, uno más de los tantos gritos
indignados en esta sociedad enferma y oprimida, y cuando uno lee estas páginas,
quizá debamos traducirlas egoístamente como una forma de rescate, una mínima
tabla de salvación en ese poco margen de cordura que le queda a la ciudadanía
antes de caer en la enajenación a la que la clase política nos quiere someter
día tras día.
La prosa de López Andrada se caracteriza por
ese firme y contundente halo que
contiene el lenguaje poético, que por su tesitura y por el empleo exquisito de
imágenes y metáforas, o tal vez por un sentimiento más estético, parece
alejarse de la crudeza con que retrata a sus personajes y las situaciones a que
estos se ven sometidos; o mejor, de ese principio de provocación permanente a
quienes sensibilizados con la sociedad, gritan al unísono. Circunstancias que,
de alguna manera, llevarán a su protagonista a tomar una decisión sorprendente
que no queremos desvelar, y no conoceremos hasta las páginas finales. Dota así
el narrador a su historia de una poderosa atracción que provoca en el lector la
identificación y la misma indignación con sus personajes principales, y lo
mejor de esta novela el punto de vista para subrayar que, sin duda alguna,
todos estamos involucrados y nos sentimos partícipes de la Historia. Su estilo es
personal, bebe de las fuentes del tremendismo, del nihilismo absoluto de la
soledad, o de la mágica visión de ese realismo revolucionario americano que
caracterizó a toda una generación.
El
jardín vertical, se convierte así en la más valiente de las apuestas de Alejandro López Andrada
porque se impone con su texto a ese obligado silencio a que nos han
acostumbrado, en los últimos años, en los últimos meses, solventes medios escritos
y visuales, evitando que algunas de las más molestas situaciones vividas por la
sociedad española salieran a la luz, no solamente las alarmantes cifras del
paro, o los números rojos que nos acompañan en el déficit gubernamental, sino
esas otras pequeñas intrahistorias, quizá como la del propio protagonista, Daniel,
y su pequeño gran mundo; a lo que habría que sumar una lectura recomendable
que, a pesar del silencio de las grandes corporaciones informativas y de los
aguijones molestos que intentan amedrentar, tenga una mayor acogida entre los
lectores de esta diluida clase media que rehúsa la enajenación de sus derechos;
llamémosles, desahuciados, preferentistas, parados, trabajadores precarios, simples bocas amordazadas.
EL JARDÍN VERTICAL
Alejandro López Andrada
Madrid, Trifaldi,
2015; 181 págs.
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