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EL DOLOR CUENTA UNA HISTORIA
Los relatos de
Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) discurren bajo la premisa
narrativa de una curiosa unidad. La narradora observa la realidad aunque la
esquiva con un quiebro de imaginación desconcertante, sitúa sus ficciones en el
territorio de una invención absoluta, de una estricta fantasía. Su mundo, que
comparte una geografía de rasgos mágicos, se localiza en su tierra natal, y
abundan los elementos legendarios que el lector percibe en su extensión, porque
en su escritura conviven en armonía el misterio lírico de un curioso mundo y
una insospechada brutalidad de profundas raíces naturalistas.
El niño que comía lana (2019) mezcla lo
extraordinario y lo cotidiano, en su conjunto resulta un texto unitario, aunque
se evidencian diferencias entre sus historias y, a lo largo de su lectura,
percibamos notorios vínculos entre algunos de sus cuentos que comparten
protagonismo, como “Manuela das Fontes”, que reaparece en “La niña del
palomar”, o un hecho tan anecdótico, conservar en un bote las amígdalas del
hijo, se repite en cuatro de los cuentos, en los dos citados, en “Melocotones
en almíbar” y el que anuncia el título, “Las amígdalas de Pepín”. La magia de
los relatos de Sánchez-Andrade se limita al territorio gallego, Galicia forma
parte de la sustancia misma del libro, está en un primer plano, o como telón de
fondo de todas y cada una de las historias. Este libro continúa con la poética ensayada
por la narradora, lo corriente y lo extraño se entremezclan, aunque acentúan
las extremas condiciones de vida de sus protagonistas que se acercan a la
literatura social en bastantes de los quince relatos de la colección; así el
conjunto produce esa intensa impresión de testimonio crítico acerca de una
realidad degradada en su dimensión material, social e incluso, económica. La
narradora sorprende y arrastra al lector desde el concepto original de sus
historias, parte de una idea ingeniosa, autónoma e indiferente respecto al
mundo que describe, cuida su desarrollo hasta alcanzar el chispazo final capaz
de estremecer y así complace a un tiempo a quienes se acercan a su literatura. La
gallega se muestra implacable al señalar en sus páginas las diferencias de
clase, las patologías de las relaciones familiares y de pareja que incluyen traiciones,
desprecios, secretos, crímenes o abusos, los estragos morales y existenciales que
conlleva la miseria y el trabajo alienante, la esclavitud, o la obligada
emigración; en el mundo de las mujeres, sus faenas y sus nefastos destinos en
el centro de muchas historias. Viajamos en el tiempo a una realidad colectiva
de extremadas desigualdades sociales: pobres y ricos, lavanderas de dedos
corroídos, desgraciados tiranizados por un déspota, enfermos desatendidos por
el médico que no pueden pagar. Un retablo de gente mísera que ofrece estampas
de dolor, soledad, desesperación o impotencia, y abunda la violencia: la niña Puriña, abandonada
y explotada por los padres, ese grupo de viajeros que el hambre incita a la
antropofagia, el viejo avariento que organiza un grupo familiar asesino para
robarles a los muertos la dentadura que luego vende. La autora se sirve de
tales recursos para definir un mundo oscuro y brutal que provoque rechazo en el
destinatario, pero su voz narrativa es insólita y original.
EL NIÑO
QUE COMÍA LANA
Cristina
Sánchez Andrade
Barcelona, Anagrama, 2019
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