Una curiosa gavilla de lecturas
para finalizar el año
Si con algo de
suerte uno echa una ojeada a la mesa de trabajo de estos últimos doce meses, y
entre ese montón de recortes, revistas, papeles inservibles y todo tipo de
cachivaches, fija la vista en esos libros que se alinean a uno y otro lado, e identifica
esos que han llamado su atención, y aún no han ocupado el lugar que les
corresponda en la caótica egobiblioteca
que inunda la estancia, y si es lo suficiente perspicaz para escoger alguno de
esos textos que recomendaría a quienes sienten la lectura como esa otra visión
de una realidad que se esconde en un buen puñado de páginas, entonces podría
enhebrar algunos párrafos que hablaran de esos “libros favoritos del año”.
El azar me ha
devuelto a un admirado Lev Tolstói, el autor ruso, guía espiritual en su tiempo,
cuyos textos sobre religión, ética, moral y la constante preocupación por el
bienestar de la sociedad estaban presentes en muchos de sus escritos, y
recomiendo El camino de la vida
(Acantilado, 2019) un libro inclasificable, que destila personalidad, publicado
originalmente en ruso en 1911, meses después de la muerte de Tolstói, no había
sido editado en español y nos llega, además, del empeño y la mano de una
magnífica y ajustada traducción de Selma Ancira. El camino de la vida se articula en treinta y un capítulos, o “fascículos” destinados a ser leídos uno
cada día y durante un mes. El origen de este singular breviario se encuentra en
una de sus constantes vitales: la enfermedad, la que sufrió a lo largo del año
1901. Durante esos días Tolstói arrancaba y leía cada día los aforismos de su
calendario, hecho que le generó el interés por crear su propio almanaque con
principios morales establecidos por los pensadores más grandes de la Historia.
De la
narrativa española leída, Enrique Vila-Matas asume con Esta bruma insensata (Seix-Barral, 2019) el nuevo viaje horizontal
de una obsesión que convierte en una extraña forma de vida, o en su mejor y más
enrarecida aventura, y concreta su existencia en esa experiencia vivida a
través de las palabras. Los escritores ocultos forman parte de un escenario de
difícil identificación, en la novela se esconde un pynchon con todas las
dificultades que presupone su identidad, con la tiranía que conlleva la fama. El sujeto,
identificado como Rainer Schneider, comienza una modesta carrera literaria en
Barcelona, y ahora se esconde en Nueva York envuelto en un éxito literario que
oculta con el seudónimo de Gran Bros. Tras ese ascenso triunfal deja en el
camino una víctima: su propio hermano, aunque Simon Schneider es un
intermediario de las muchas citas literarias que usa Bros, la parte cierta de
su prestigio impostado, y no sólo sirve dosis de frases a Gran Bros, sino al
mismísimo Thomas Pynchon. Buscar citas literarias se convierte para Simon en un
oficio extenuante, y si su hermano desaparecido es el otro, la aventura resulta
aún más desquiciadora. La base del argumento de Esta bruma insensata es una apuesta sobre el arte de la cita, aunque
al comienzo de la historia el personaje esté irremediablemente tentando su
suerte al borde de un acantilado.
De las
colecciones de relatos acumulados, recuerdo gratamente los cuentos de Cristina
Sánchez-Andrade que discurren bajo una curiosa unidad. La narradora observa la
realidad aunque la esquiva con un quiebro de imaginación desconcertante, sitúa
sus ficciones en el territorio de una invención absoluta, de una estricta
fantasía. Su mundo, que comparte una geografía de rasgos mágicos, se localiza
en su tierra natal, y abundan los elementos legendarios que el lector percibe
en su extensión: en su escritura conviven en armonía el misterio lírico de un
curioso mundo y una insospechada brutalidad de profundas raíces naturalistas. El niño que comía lana (Anagrama, 2019)
mezcla lo extraordinario y lo cotidiano, resulta un texto unitario, aunque se
evidencian diferencias entre sus historias y percibamos notorios vínculos entre
sus cuentos que comparten protagonismo. La poética ensayada por la narradora se
acentúa en las extremas condiciones de vida de sus protagonistas, se acerca a
la literatura social en bastantes de los quince relatos de la colección, y el
conjunto produce esa intensa impresión de testimonio crítico acerca de una
realidad degradada en su dimensión material, social e incluso, económica.
De las
compilaciones que autores hacen de sus reseñas, pequeños estudios y ensayos, no
cabría mejor definición para un libro, Herido
leve (Páginas de Espuma, 2019), que podría subtitularse, “autobiografía
intelectual”, donde Eloy Tizón traza su inagotable amor a la literatura. Una
vez que tenemos este voluminoso texto en nuestras manos nos asaltan cuestiones
del tipo, ¿cómo lee un escritor?, ¿en qué aspectos se fija?, ¿a qué abismos se
asoma?, ¿de qué manera las ficciones atrapan y modifican nuestra mirada? Estas
preguntas, y otras muchas, comparecen ante este ensayo literario, articulado en
torno a ocho constelaciones temáticas, en las que narradores clásicos y
posmodernos, consagrados y malditos, creadores y libros dialogan entre sí, y se
complementan, discuten o colisionan. Retratos de escritores y sus fantasmas,
teorías y controversias, mitos y curiosidades desfilan por estas páginas que
constituyen un festín literario para exquisitos, un libro de libros, treinta
años de memoria lectora, un gran mapa para orientarnos, o tal vez para
perdernos, la visión que el madrileño ha ido descubriendo con su voracidad
lectora.
Fichas de los libros
Lev Tolstói, El
camino de la vida; edición y traducción de Selma Ancira; Barcelona,
Acantilado, 2019;
Enrique Vila Matas, Esa
bruma insensata; Barcelona, Seix-Barral, 2019.
Cristina Sánchez-Andrade, El niño que comía lana; Barcelona, Anagrama, 2019.
Eloy Tizón, Herido
leve; Madrid, Páginas de Espuma, 2019.
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