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viernes, 3 de enero de 2020

Los diablos azules, 2019


Una curiosa gavilla de lecturas para finalizar el año


       Si con algo de suerte uno echa una ojeada a la mesa de trabajo de estos últimos doce meses, y entre ese montón de recortes, revistas, papeles inservibles y todo tipo de cachivaches, fija la vista en esos libros que se alinean a uno y otro lado, e identifica esos que han llamado su atención, y aún no han ocupado el lugar que les corresponda en la caótica egobiblioteca que inunda la estancia, y si es lo suficiente perspicaz para escoger alguno de esos textos que recomendaría a quienes sienten la lectura como esa otra visión de una realidad que se esconde en un buen puñado de páginas, entonces podría enhebrar algunos párrafos que hablaran de esos “libros favoritos del año”.  


        
   El azar me ha devuelto a un admirado Lev Tolstói, el autor ruso, guía espiritual en su tiempo, cuyos textos sobre religión, ética, moral y la constante preocupación por el bienestar de la sociedad estaban presentes en muchos de sus escritos, y recomiendo El camino de la vida (Acantilado, 2019) un libro inclasificable, que destila personalidad, publicado originalmente en ruso en 1911, meses después de la muerte de Tolstói, no había sido editado en español y nos llega, además, del empeño y la mano de una magnífica y ajustada traducción de Selma Ancira. El camino de la vida se articula en treinta y un capítulos,  o “fascículos” destinados a ser leídos uno cada día y durante un mes. El origen de este singular breviario se encuentra en una de sus constantes vitales: la enfermedad, la que sufrió a lo largo del año 1901. Durante esos días Tolstói arrancaba y leía cada día los aforismos de su calendario, hecho que le generó el interés por crear su propio almanaque con principios morales establecidos por los pensadores más grandes de la Historia.
        

    De la narrativa española leída, Enrique Vila-Matas asume con Esta bruma insensata (Seix-Barral, 2019) el nuevo viaje horizontal de una obsesión que convierte en una extraña forma de vida, o en su mejor y más enrarecida aventura, y concreta su existencia en esa experiencia vivida a través de las palabras. Los escritores ocultos forman parte de un escenario de difícil identificación, en la novela se esconde un pynchon con todas las dificultades que presupone su identidad, con la tiranía que conlleva la fama. El sujeto, identificado como Rainer Schneider, comienza una modesta carrera literaria en Barcelona, y ahora se esconde en Nueva York envuelto en un éxito literario que oculta con el seudónimo de Gran Bros. Tras ese ascenso triunfal deja en el camino una víctima: su propio hermano, aunque Simon Schneider es un intermediario de las muchas citas literarias que usa Bros, la parte cierta de su prestigio impostado, y no sólo sirve dosis de frases a Gran Bros, sino al mismísimo Thomas Pynchon. Buscar citas literarias se convierte para Simon en un oficio extenuante, y si su hermano desaparecido es el otro, la aventura resulta aún más desquiciadora. La base del argumento de Esta bruma insensata es una apuesta sobre el arte de la cita, aunque al comienzo de la historia el personaje esté irremediablemente tentando su suerte al borde de un acantilado.
       

 De las colecciones de relatos acumulados, recuerdo gratamente los cuentos de Cristina Sánchez-Andrade que discurren bajo una curiosa unidad. La narradora observa la realidad aunque la esquiva con un quiebro de imaginación desconcertante, sitúa sus ficciones en el territorio de una invención absoluta, de una estricta fantasía. Su mundo, que comparte una geografía de rasgos mágicos, se localiza en su tierra natal, y abundan los elementos legendarios que el lector percibe en su extensión: en su escritura conviven en armonía el misterio lírico de un curioso mundo y una insospechada brutalidad de profundas raíces naturalistas. El niño que comía lana (Anagrama, 2019) mezcla lo extraordinario y lo cotidiano, resulta un texto unitario, aunque se evidencian diferencias entre sus historias y percibamos notorios vínculos entre sus cuentos que comparten protagonismo. La poética ensayada por la narradora se acentúa en las extremas condiciones de vida de sus protagonistas, se acerca a la literatura social en bastantes de los quince relatos de la colección, y el conjunto produce esa intensa impresión de testimonio crítico acerca de una realidad degradada en su dimensión material, social e incluso, económica.


       De las compilaciones que autores hacen de sus reseñas, pequeños estudios y ensayos, no cabría mejor definición para un libro, Herido leve (Páginas de Espuma, 2019), que podría subtitularse, “autobiografía intelectual”, donde Eloy Tizón traza su inagotable amor a la literatura. Una vez que tenemos este voluminoso texto en nuestras manos nos asaltan cuestiones del tipo, ¿cómo lee un escritor?, ¿en qué aspectos se fija?, ¿a qué abismos se asoma?, ¿de qué manera las ficciones atrapan y modifican nuestra mirada? Estas preguntas, y otras muchas, comparecen ante este ensayo literario, articulado en torno a ocho constelaciones temáticas, en las que narradores clásicos y posmodernos, consagrados y malditos, creadores y libros dialogan entre sí, y se complementan, discuten o colisionan. Retratos de escritores y sus fantasmas, teorías y controversias, mitos y curiosidades desfilan por estas páginas que constituyen un festín literario para exquisitos, un libro de libros, treinta años de memoria lectora, un gran mapa para orientarnos, o tal vez para perdernos, la visión que el madrileño ha ido descubriendo con su voracidad lectora.



Fichas de los libros

Lev Tolstói, El camino de la vida; edición y traducción de Selma Ancira; Barcelona, Acantilado, 2019;

Enrique Vila Matas, Esa bruma insensata; Barcelona, Seix-Barral, 2019.

Cristina Sánchez-Andrade, El niño que comía lana; Barcelona, Anagrama, 2019.

Eloy Tizón, Herido leve; Madrid, Páginas de Espuma, 2019.     

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