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lunes, 13 de enero de 2020

Desayuno con diamantes, 149




LA PARADOJA Y LO PROVINCIANO EN LAS NOVELAS DE MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ


        Una vez consolidado ese espacio histórico de la democracia española que incluía tesis tan variadas como sorprendentes, con abundante terminología, sobradamente caducas, pero complementarias de esa memoria del cambio o la transición que se concretó en los alrededores de 1975, y que, literariamente, esbozaba conceptos para una nueva narrativa, al hilo de nuevas corrientes y tras el abuso de nomenclaturas como las de «aires nuevos», «nuevos nombres», «nuevas tendencias», «resurgimiento», aires de una libertad absoluta, en suma, para calificaciones reutilizadas, una y otra vez, a lo largo del siglo y que en la actualidad resuenan a «extrañamiento» puesto que nuestros narradores se muestran hoy con visos para una amplitud de estéticas que aluden a la relación posible, la única capaz de establecer una correlación entre la vida y el arte, y este concepto último, además, como ese valor deificado que conllevaría el análisis de temáticas, técnicas, y el lenguaje empleado, es decir, todas las posibilidades creativas que se suponen en la escritura de ficción, al menos.  En los años ochenta y sobre todo, los que se concretan, en su segunda mitad, la novela vive auténticos momentos de efervescencia, un hecho propiciado por la industrial editorial que, por primera vez, goza de un poder absoluto para asumir textos de distintas tendencias. No queda rastro de un realismo social, ni de un casticismo localizado geográficamente en lugares comunes en la novela anterior; existe, eso sí, la posibilidad de explorar moralmente los cambios que se han sucedido desde la famosa transición a la que hemos hecho referencia. Los autores asumen su papel de analistas-teóricos-interpretes de una realidad cambiada que les otorga la posibilidad de ejercer de jueces de esa estrecha relación que se entiende entre los conceptos de novela los de realidad.
               De igual manera, a partir de los años ochenta la conquista de una topografía urbana contrastará con la revitalización de una tendencia regionalista o provinciana, surgida como una identidad colectiva. «Escapar a un pueblo para convertirlo en el centro del mundo», como afirmaba Renard y que Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), como un raro, incorpora  a su propio centro del mundo. Siempre había imaginado el escritor a la provincia a través de un mirador desde donde poder observar el mundo y la época. El autor navarro irrumpía en el panorama literario ejerciendo un tratamiento depurado en sus temas, otorgándole a la trama argumental la mínima importancia necesaria, recreando el ambiente provinciano como si de una materia imprescindible se tratara, proyectando en el espacio múltiple la dimensión de la memoria, mezclando en el tiempo, el pasado y el presente, y además todos estos recursos como elementos que pueden ejercer su influencia o significarse en una sociedad como la que se nos avecinaba en los años 80, con la esperanza de la consolidación de esa joven democracia y los nuevos aires de libertad política, social, económica, que pretendían vislumbrar un paisaje metafísico de ese provincianismo que se alejaba como tantas cosas de un pasado histórico que había que olvidar, pero que por otra parte se mostraba falto de ilusiones verdaderas y víctima de muchos fracasos.
               Su primera novela Los papeles del ilusionista (1982), conseguía el Premio Navarra de Novela en 1981: el relato incorpora la imagen de ese narrador solitario que vuelve a la casa de su infancia y su adolescencia para reconciliarse consigo mismo, aunque, como cabría esperar, ese vislumbrado papel de «ilusionista» se trueca en desolación ante lo que tiene ante sí y los recuerdos de fantasmagórico pasado. El mundo de Miguel Sánchez-Ostiz ha sido desde siempre inhabitable, aunque también ha evolucionado hasta la posibilidad real de esa manifiesta especie de renovación que se proponen muchos de sus personajes, porque la idea caduca de una rutina tan mediocre como la gregaria lucha por salir de esa sociedad asfixiante para buscar un espacio más habitable, sigue siendo válida después de mucho tiempo.
               El paisaje de la luna (Trieste, Madrid, 1984), relata la noche de juerga de dos de sus protagonistas: Enrique Estébanez y Eduardo Osten, pero, en realidad, la novela parte de una voluntad de crítica social con matices simbólicos y poéticos, algo que se repetirá en la narrativa del escritor y, como en tantas otras ocasiones, se convertirá en un tema recurrente. La noche domina la narración y sus personajes realizan una auténtica bajada a los infiernos, con la incertidumbre como trasfondo, con escenarios ficticios que bien podrían pertenecer a cualquier ciudad de provincias, en realidad, una Pamplona vivida e imaginaria, como el narrador ha llegado a afirmar, y aún más, atemporal, que incluye por otra parte edificios reconocibles: un Gran Hotel, un cabaret, famosos cafetines, casas de citas, ambientes sórdidos de nebuloso hastío en los que no se excluyen la miseria y la desolación en que viven algunos de los personajes secundarios que, junto a los dos protagonistas, conforman el magistral espacio retratado por Sánchez-Ostiz. Cada uno de ellos pertenece, pues, a un ambiente: Estébanez es un misántropo profesor, tan excéntrico como circunspecto; Osten es, en realidad, un vividor de la nocturnidad, de la vigilia. Esta segunda novela del autor navarro se concreta en dos planos: en el presente con apenas trama argumental y el pasado, que reproduce las abundantes historias de muchos de los personajes nombrados y que irán apareciendo en la escena. En realidad, es el entramado narrativo del relato conformado por esa abundante acumulación de historias, cuyo eje gira en torno a cada una de los testimonios y los episodios que se suceden por capítulos y se convierten en relatos independientes, con protagonistas incluidos. No le falta a la narración de Sánchez Ostiz esa visión esperpéntica de la realidad por los matices satíricos esgrimidos y que realzan su visión de lo cotidiano y la acentuarán en posteriores entregas.


            La acción de Tanger Bar (1987) transcurre en la velada ciudad de San Sebastián, algo que le permite el escritor navarro introducir nuevos elementos a esa atmósfera torva que él mismo ha creado, puesto que de lo que se trata es de escribir sobre la podredumbre moral, que incluye el miedo, la sospecha a todo y la desconfianza, como señala el protagonista de la novela. Evidentemente, la referencia al terrorismo y al clima que, con los años se ha ido creando en el País Vasco, es manifiesta. Pero, evidentemente, hay que puntualizar que Sánchez-Ostiz no escribe sobre realismo social o político, sino sobre identidades y la proyección que éstas tienen en la sociedad del momento. El clima de sus novelas ayuda, sobre todo, a poner de manifiesto las diferencias entre los seres humanos. Sus personajes representan a esa otra capa social de la sociedad que los convierte en raros o distintos y se mueven en espacios geográficos reconocibles aunque simplemente sirven de referencia, y sin ahondar excesivamente en lo inherente a su función en el espacio. La historia de Tánger Bar se inicia, como ocurrirá en otros relatos, con la aparición o la llegada a una ciudad de alguien que, tras haber vivido ausente, recuerda una niñez y unos episodios de su juventud. Con su presencia devolverá a la realidad a algunos personajes del pasado y arrancará de ellos su memoria, en situaciones y en actitudes que le servirán para dar cuerpo a la historia que se pretende contar. Pero ésta es una novela sin acción, donde no ocurre nada en absoluto, pese a los tintes de ficción policíaca que el escritor se esfuerza por esgrimir.
               Su siguiente obra, La quinta del americano (Triste, 1987), coincidía en el tiempo con la novela anterior y en ella se percibe una estructura semejante, eso que significa que observamos dos variaciones sobre un mismo tema: la búsqueda de un refugio inútil. En este relato la conversación que establecen tres viejos amigos lleva a uno de ellos a un monólogo en el que recordará el pasado vivido en una vieja finca del norte de Navarra, a la par que recupera una serie de personajes que habitaron el lugar. No llega a saberse qué pasó realmente con aquella gente y cómo ocurrieron los hechos descritos, aunque lo importante es el testimonio que el escritor aporta y, sobre todo, la radiografía de la burguesía vasconavarra que tanto recuerda a la prosa de su admirado Baroja. Es un texto con un poso mucho más amargo que sus anteriores entregas, que propugna la evasión como una quimera, la fantasía como una elaboración de otros muchos espacios donde ejercer el papel de voyeur de historias ajenas. Otro de los frecuentes recursos del escritor es la «alusión» en sus más variadas formalidades, la ambigüedad y el misterio de la existencia humana, o tal vez esa insistencia en otorgar cierta consistencia a la oscuridad de nuestras vidas. En 1989, Sánchez-Ostiz, realizaba un prodigioso salto narrativo y conseguía el Premio Herralde de Novela, un hecho que le proporcionaría, básicamente, una casa donde publicar y un no menos acertado éxito de crítica y de difusión de su obra: La gran ilusión (Anagrama,1989), la obra ganadora tiene reminiscencias cinematográficas del cine francés y revive los secretos de la vida de un escritor desaparecido trágicamente en París. El narrador reconstruye la obra en las voces del abogado Lavardin, y de Lawstein,  Orbiac y del propio Echenoz, un haz de personajes que se constituyen en ese gran círculo de amistad que les proporciona «la gran ilusión», rota por una serie de oscuras pasiones y acontecimientos, no desvelados, en el tiempo y por los supervivientes.
               Las pirañas ( Seix-Barral, 1992) es, quizá, el título más duro de la geografía novelística del autor porque en esta novela Miguel Sánchez-Ostiz va realizando una descripción de toda una serie de tipos y situaciones en clave jocosa e hiriente, algo que le sirve al narrador para llenar de estereotipos sociales a toda una sociedad que reflejaría el costumbrismo de una saga literaria porque en realidad, como ha señalado José Manuel Martín Morán, «Perico se convierte en la voz de la tierra, del pueblo; conoce los trucos del juglar y los utiliza para captar al auditorio (...)». En realidad, la novela se concreta en un extenso monólogo de pregonero, con un tono coloquial, como cabría esperar de su protagonista, aunque se da paso a otros personajes que le otorgan posibilidades más amplias al lenguaje ensayado por el autor. Perico es un moderno pícaro que introduce a los lectores en la sociedad pamplonica con sus ritos, desvelando esa intimidad que, en ocasiones, se muestra violada por el relato del mismo y porque el pregonero, por su propio carácter, es mordaz y su punto de vista desconcierta a los lectores; también es un juez imparcial que se confunde con el protagonista de la novela, porque aquél ha vuelto de un pasado distinto a un escenario como el que narra Sánchez-Ostiz, ese personal espacio vasco-navarro que tanto juego ha dado a su literatura y que aún hoy mantiene.
               La séptima novela de Sánchez Ostiz, Un infierno en el jardín (Anagrama, 1995), continúa con los motivos temáticos, con los personajes atormentados, con los ambientes, de sus producciones anteriores. Como en otras entregas, Martín Eguren, resume buena parte de esas características que han venido conformando a sus seres imaginados: es un hombre libérrimo, individualista y ácrata como se muestra por ese desasosiego vital que un buen día le lleva a huir de su ciudad para instalarse en el campo con su familia; en realidad, con su mujer y su hijo, aunque no lejos de esa urbe que le proporciona toda clase de posibilidades. La familia se instala en un viejo molino rodeado de una vasta naturaleza, como si de un enfático canto de esta se tratara. Resulta evidente la posición de Sánchez-Ostiz en esta novela que, desde el principio, está ambientada en un espacio natural, frente a la asfixiante ciudad de Las pirañas y ese mensaje de una degradada sociedad de ciudad. El personaje pretende, por consiguiente, romper con su existencia anterior, un vida acomodada (abandona una plaza de profesor y lo que de atadura proporciona este empleo) para dedicarse exclusivamente a escribir y, además, complementariamente su mujer se dedica a la pintura. La anécdota mínima con la que recrea el escritor navarro esta entrega literaria terminaría por concretarse en un bucólico proceso de alabanza de la naturaleza si, una vez instalados, no se dieran cuenta de que todo el terreno que circunda a la propiedad está inmerso en una especulación urbanística que en muy poco tiempo levanta un enjambre de parcelas, de calles con adosados y vecinos ruidosos; añádesele, bullicio, coches e incomodidades como las que le habían decidido a abandonar su vida anterior. A estas alturas, la lectura de la novela nos ofrece otra perspectiva muy más coherente, se trata de denunciar una sociedad que se mide por el valor de lo que tiene, de lo que es capaz de adquirir o acumular y que se presta a la corrupción y a todas las formas de degradación humanas. Las aspiraciones de Eguren , todas sus acciones por hacer de la naturaleza ese símbolo de libertad, están condenadas al fracaso porque la clase poderosa es capaz de ejercer su impunidad en las viles actuaciones que incluyen la injusticia, no sólo la social sino la jurídica con la compra de abogados y jueces que terminan con el sueño de la búsqueda de la verdad. Esta novela es una parábola del fin de los ideales, algo que se convierte en otra de las características del escritor, que insiste, una y otra vez, en esa solidaria visión de la sociedad de la que se abomina porque entre otras cosas hay que pagar un precio por ser diferentes y abogar por la independencia.  
               En La caja china (Anagrama, 1996) la vida de Rafael Vidán se desenvuelve entre su condición desde siempre de hombre burgués, aunque soñador, de alguien que aspiraba a algo diferente y la admiración que siente, aún años después, por su hermano Adrián, quien supo además, en su momento, desprenderse de su familia y huir a Francia. Pero Vidán con el paso del tiempo se ha convertido en un hombre gordo, alcohólico y embaucador, aunque presiente aún le queda algún resquicio de esa valentía que le otorgó su hermano antes de irse y así emprende su particular aventura hacia la libertad, instalándose en el hotel a donde, años antes, habían llegado Adrián y Estela. Muy pronto el lector se da cuenta de que lo que pretende este fracasado es de reiniciar los pasos llevados a cabo por ambos personajes. En realidad, es un telegrama el que motivará esta aventura por la noticia que contiene: la repentina desaparición de Adrián en un accidente marítimo, se le reclama como único familiar más cercano y se le pide que se encargue del papeleo y de las pertenencias del finado. Cuando llega tampoco encuentra a Estela, la joven amante que parece haber iniciado una nueva vida junto a un fotógrafo. Al querer reconstruir la vida pasada de su hermano y su amante, el protagonista hará un repaso de todo lo acontecido en su vida: ha perdido a sus padres, sus propiedades, sus negocios, y sobrevive por los chanchullos que va realizando, incluso, ha llegado a mezclarse con los bajos fondos de su ciudad. Ha pasado de ser un hijodalgo a un vivales. El narrador proclama insistentemente el enfrentamiento al que se somete el personaje, contando la historia, además, en tercera persona, porque ha visto como la desilusión de su vida le ha hecho convertir a la de su hermano en una meta mejor, pero pronto se dará cuenta de que aquel ya había vivido su propia desilusión. En No existe tal lugar (Anagrama, 1997), el narrador es en esta ocasión alguien que ha sufrido todo tipo de humillaciones, ha claudicado en muchos aspectos que le han llevado a una existencia banal y sinsentido durante los años de su mejor existencia y a los cuarenta y pico cumplidos, y decide romper con esa vida burguesa, con la escritura de memorias, y reconstruir junto a los héroes que ha ido esbozando una nueva vida al mismo tiempo que hace un repaso de la hipocresía de un mundo contemporáneo, como otras tantas veces había ensayado Sánchez-Ostiz pero que, pese a todo, le llevan a albergar la esperanza y la ilusión a esa miseria moral de la que pretende salir. En el relato se va profundizando en ese laberinto de la memoria para recordar esos otros tiempos felices, quizá los pasados con sus abuelos y sobre su tío en la casona de Chimunea, en la que otrora fue feliz, pero sobre todo aprendió, de ese tío-referente, la posibilidad de encontrar una salida al laberinto de su vida porque ese antepasado se ha convertido en el personaje que le otorga la credibilidad de otras posibilidades no ensayadas. No obstante, tal vez una vez leída la novela los lectores tenemos la certidumbre, no ya la sospecha, de que todo lo que hace el protagonista para poder reiniciar su camino, no le llevará a escapar de ese horror del mundo y que fuera de la «quimera» del tío y del sobrino es posible que «no exista tal lugar», como certeramente titula el autor su obra, es más, se insiste en el hecho de que fuera de nuestra fantasía, de nuestra imaginación, en definitiva, no haya una salvación posible que nos lleve a desprendernos de las ruinas de nuestra vida, al menos de la Julián Odieta. Como en las obras precedentes de Sánchez-Ostiz, la presente rezuma transparencia en la ejecución estructural, en la disposición y avance de la historia, en la expresión, casi lírica, de su prosa que sabe en todo momento adaptarse a los personajes y reproduce en su lenguaje, coloquialismo, jergas e idiolectos de la zona donde se desarrolla la obra. 
               La crónica particular de un tiempo y de un país, así ha calificado el propio  Sánchez-Ostiz su última novela, centrada, además, en ese espacio geográfico concreto que es el País Vasco y Navarra. El corazón de la niebla ( Seix-Barral, 2001), es la primera parte de un proyecto muy ambicioso titulado «Las armas del tiempo», una suerte de crónica desde los tiempos de las guerras carlistas, pasando por el desastre de Marruecos, la Guerra Civil, la dictadura y el sentimiento nacionalista, hasta la transición democrática, el felipismo y la posterior profundización en las señas de identidad de este singular pueblo. Los estudiosos de Sánchez-Ostiz han insistido, una y otra vez, y en cada novela publicada por el narrador navarro, que su escritura pretende ser una crítica de la realidad social de la España en la que vive o convive el autor. Los necesarios saltos en el tiempo equivalen a esa técnica que se sustenta en la memoria de la que, ineludiblemente, se ha insistido en toda su obra anterior. Su anterior obra y referente más inmediato a esta última publicada, La flecha del miedo (Anagrama, 2000) es, abundando en su esfuerzo por transmitir el clima de la realidad, un recorrido por aquellos indescriptibles días de la transición democrática y por consiguiente, se traduce o interpreta como una crónica personal. Pero también es una novela de voces porque de lo que se trata es de poner voz, a través de unos muñecos, a toda una memoria y desde el punto de vista de su protagonista, la memoria de una farsa en la que todos los protagonistas se perfilan como figurantes de toda una realidad, como siempre deplorable. Umbría es el espacio geográfico, su personaje principal, un ventrílocuo que con su espectáculo filosofa sobre las frustraciones, sobre los miedos, sobre la verdad y la mentira, sobre la vida, en definitiva, como ese proyecto hermoso.       
                Insistiendo en El corazón de la niebla, es esta una novela de tesis, con ingredientes tan diversos que podría inscribirse en el realismo narrativo, la novela psicológica, la crónica socio-política y, en última instancia, en un relato detectivesco en su sentido más estricto, porque de lo que se trata es de esclarecer una muerte, una rara desaparición, la de Juan Miguel Arróniz, amigo otrora del narrador quién, una vez conoce la noticia, se impone la tarea de averiguar su misterioso final. Arróniz, bibliófilo, político arrepentido con cargos durante la larga etapa socialista, decide retirarse del mundanal ruido de Madrid y recluirse en un caserío de Eleta, situado en el valle fronterizo de Humberri, un idílico lugar ancestral donde poder escribir, leer, pensar y, sobre todo, poder reencontrase humanamente con su especie y consigo mismo. Lo que nos irá desvelando el narrador en su relato es el mundo de los prejuicios y de los intereses, con esa premisa que distribuye la paridad del mundo en dos mitades: los de aquí y los de allá, los de dentro y los de fuera, para finalmente contar una historia que no tiene solución, quizá como esa conveniencia que esgrime Sánchez-Ostiz al describir la parábola del pueblo vasco y sus problemas, la idea de que, los ajenos, no podemos compartir ideales en tanto que estamos siempre fuera de las leyes que proclama la tribu y que, como el título del propio libro, deja fuera incluso al propio Arróniz, y que, aún insiste más, sirve para constatar que lejos de solucionarse el problema éste aún persiste. Sólo quien pueda vivir o haber vivido en semejante sociedad, entre esa niebla, podrá entender el desencadenamiento de esta tragedia descrita, los de unos hechos que conviven desde hace muchos años con el resto del país y sólo así entenderá que, aún en nuestros días, semejantes acontecimientos llevan a abismos de pasión y de odio tal y como los que se viven diariamente. El narrador opta por novelar el problema y ofrece diversos puntos de vista sin que sus personajes participen activamente en la historia de una forma unilateral y comprometida.
               La obra de Miguel Sánchez-Ostiz, contemplada desde esa visión panorámica que le otorga su propia motivación le lleva a esa calidad de conocedor de un saber privilegiado, no tanto político como ideológico, que se ejemplifica en ese paradigma de una resistencia existencial en su propia actitud como escritor: resistencia que se traduce contra ese reflejo creciente de una identidad personal en la escritura, la extinción progresiva de la experiencia acerca de una época histórica determinada, la no menos vituperada desaparición de una naturaleza, radicalmente inscrita en el sentido de una especulación humana, el desencanto del propio mundo literario y por ende la búsqueda de esa «transición» literaria que se empezaba a ensayar en los noventa y que, potencialmente, tendrá sus resultados dentro de unas décadas. Extraño mundo, ha llegado a escribir el autor, extraño mundo aquel en el que se ponen límites a la libertad de pensamiento en aras de la búsqueda, la invención y la afirmación de una identidad nacional colectiva. Extraño, aún más, el país donde uno tiene que medir lo que dice, lo que hace, a dónde va, con quién y debe llevar una máscara. País recóndito de la sospecha y del doble lenguaje, de las dos barajas, de las mil caras, alojado en el miedo que goza, sin embargo, como afirmaba Barthes, de una luz transparente, pero de un paisaje que aquieta el corazón.

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