Una vez consolidado ese espacio
histórico de la democracia española que incluía tesis tan variadas como
sorprendentes, con abundante terminología, sobradamente caducas, pero
complementarias de esa memoria del cambio o la transición que se
concretó en los alrededores de 1975, y que, literariamente, esbozaba conceptos
para una nueva narrativa, al hilo de nuevas corrientes y tras el abuso de
nomenclaturas como las de «aires nuevos», «nuevos nombres», «nuevas
tendencias», «resurgimiento», aires de una libertad absoluta, en suma, para
calificaciones reutilizadas, una y otra vez, a lo largo del siglo y que en la
actualidad resuenan a «extrañamiento» puesto que nuestros narradores se
muestran hoy con visos para una amplitud de estéticas que aluden a la relación
posible, la única capaz de establecer una correlación entre la vida y el arte,
y este concepto último, además, como ese valor deificado que conllevaría el
análisis de temáticas, técnicas, y el lenguaje empleado, es decir, todas las
posibilidades creativas que se suponen en la escritura de ficción, al
menos. En los años ochenta y sobre todo,
los que se concretan, en su segunda mitad, la novela vive auténticos momentos
de efervescencia, un hecho propiciado por la industrial editorial que, por
primera vez, goza de un poder absoluto para asumir textos de distintas
tendencias. No queda rastro de un realismo social, ni de un casticismo
localizado geográficamente en lugares comunes en la novela anterior; existe,
eso sí, la posibilidad de explorar moralmente los cambios que se han sucedido
desde la famosa transición a la que hemos hecho referencia. Los autores asumen
su papel de analistas-teóricos-interpretes de una realidad cambiada que les
otorga la posibilidad de ejercer de jueces de esa estrecha relación que se
entiende entre los conceptos de novela los de realidad.
De igual manera, a partir de los
años ochenta la conquista de una topografía urbana contrastará con la
revitalización de una tendencia regionalista o provinciana, surgida como una
identidad colectiva. «Escapar a un pueblo para convertirlo en el centro del
mundo», como afirmaba Renard y que Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), como
un raro, incorpora a su propio centro
del mundo. Siempre había imaginado el escritor a la provincia a través de un
mirador desde donde poder observar el mundo y la época. El autor navarro
irrumpía en el panorama literario ejerciendo un tratamiento depurado en sus
temas, otorgándole a la trama argumental la mínima importancia necesaria,
recreando el ambiente provinciano como si de una materia imprescindible se
tratara, proyectando en el espacio múltiple la dimensión de la memoria,
mezclando en el tiempo, el pasado y el presente, y además todos estos recursos
como elementos que pueden ejercer su influencia o significarse en una sociedad
como la que se nos avecinaba en los años 80, con la esperanza de la consolidación
de esa joven democracia y los nuevos aires de libertad política, social,
económica, que pretendían vislumbrar un paisaje metafísico de ese
provincianismo que se alejaba como tantas cosas de un pasado histórico que
había que olvidar, pero que por otra parte se mostraba falto de ilusiones
verdaderas y víctima de muchos fracasos.
Su primera novela Los papeles
del ilusionista (1982), conseguía el Premio Navarra de Novela en 1981: el
relato incorpora la imagen de ese narrador solitario que vuelve a la casa de su
infancia y su adolescencia para reconciliarse consigo mismo, aunque, como
cabría esperar, ese vislumbrado papel de «ilusionista» se trueca en desolación
ante lo que tiene ante sí y los recuerdos de fantasmagórico pasado. El mundo de
Miguel Sánchez-Ostiz ha sido desde siempre inhabitable, aunque también ha
evolucionado hasta la posibilidad real de esa manifiesta especie de renovación
que se proponen muchos de sus personajes, porque la idea caduca de una rutina
tan mediocre como la gregaria lucha por salir de esa sociedad asfixiante para
buscar un espacio más habitable, sigue siendo válida después de mucho tiempo.
El paisaje de la luna
(Trieste, Madrid, 1984), relata la noche de juerga de dos de sus protagonistas:
Enrique Estébanez y Eduardo Osten, pero, en realidad, la novela parte de una
voluntad de crítica social con matices simbólicos y poéticos, algo que se
repetirá en la narrativa del escritor y, como en tantas otras ocasiones, se
convertirá en un tema recurrente. La noche domina la narración y sus personajes
realizan una auténtica bajada a los infiernos, con la incertidumbre como
trasfondo, con escenarios ficticios que bien podrían pertenecer a cualquier
ciudad de provincias, en realidad, una Pamplona vivida e imaginaria, como el
narrador ha llegado a afirmar, y aún más, atemporal, que incluye por otra parte
edificios reconocibles: un Gran Hotel, un cabaret, famosos cafetines, casas de
citas, ambientes sórdidos de nebuloso hastío en los que no se excluyen la
miseria y la desolación en que viven algunos de los personajes secundarios que,
junto a los dos protagonistas, conforman el magistral espacio retratado por
Sánchez-Ostiz. Cada uno de ellos pertenece, pues, a un ambiente: Estébanez es
un misántropo profesor, tan excéntrico como circunspecto; Osten es, en
realidad, un vividor de la nocturnidad, de la vigilia. Esta
segunda novela del autor navarro se concreta en dos planos: en el presente con
apenas trama argumental y el pasado, que reproduce las abundantes historias de
muchos de los personajes nombrados y que irán apareciendo en la escena. En realidad, es
el entramado narrativo del relato conformado por esa abundante acumulación de
historias, cuyo eje gira en torno a cada una de los testimonios y los episodios
que se suceden por capítulos y se convierten en relatos independientes, con
protagonistas incluidos. No le falta a la narración de Sánchez Ostiz esa visión
esperpéntica de la realidad por los matices satíricos esgrimidos y que realzan
su visión de lo cotidiano y la acentuarán en posteriores entregas.
La acción de Tanger Bar (1987) transcurre en la velada ciudad de
San Sebastián, algo que le permite el escritor navarro introducir nuevos
elementos a esa atmósfera torva que él mismo ha creado, puesto que de lo que se
trata es de escribir sobre la podredumbre moral, que incluye el miedo, la
sospecha a todo y la desconfianza, como señala el protagonista de la novela. Evidentemente,
la referencia al terrorismo y al clima que, con los años se ha ido creando en
el País Vasco, es manifiesta. Pero, evidentemente, hay que puntualizar que
Sánchez-Ostiz no escribe sobre realismo social o político, sino sobre
identidades y la proyección que éstas tienen en la sociedad del momento. El
clima de sus novelas ayuda, sobre todo, a poner de manifiesto las diferencias
entre los seres humanos. Sus personajes representan a esa otra capa social de
la sociedad que los convierte en raros o distintos y se mueven en espacios
geográficos reconocibles aunque simplemente sirven de referencia, y sin ahondar
excesivamente en lo inherente a su función en el espacio. La historia de Tánger
Bar se inicia, como ocurrirá en otros relatos, con la aparición o la
llegada a una ciudad de alguien que, tras haber vivido ausente, recuerda una
niñez y unos episodios de su juventud. Con su presencia devolverá a la realidad
a algunos personajes del pasado y arrancará de ellos su memoria, en situaciones
y en actitudes que le servirán para dar cuerpo a la historia que se pretende
contar. Pero ésta es una novela sin acción, donde no ocurre nada en absoluto,
pese a los tintes de ficción policíaca que el escritor se esfuerza por
esgrimir.
Su siguiente obra, La quinta
del americano (Triste, 1987), coincidía en el tiempo con la novela anterior
y en ella se percibe una estructura semejante, eso que significa que observamos
dos variaciones sobre un mismo tema: la búsqueda de un refugio inútil. En este
relato la conversación que establecen tres viejos amigos lleva a uno de ellos a
un monólogo en el que recordará el pasado vivido en una vieja finca del norte
de Navarra, a la par que recupera una serie de personajes que habitaron el
lugar. No llega a saberse qué pasó realmente con aquella gente y cómo
ocurrieron los hechos descritos, aunque lo importante es el testimonio que el
escritor aporta y, sobre todo, la radiografía de la burguesía vasconavarra que
tanto recuerda a la prosa de su admirado Baroja. Es un texto con un poso mucho
más amargo que sus anteriores entregas, que propugna la evasión como una
quimera, la fantasía como una elaboración de otros muchos espacios donde
ejercer el papel de voyeur de historias ajenas. Otro de los frecuentes
recursos del escritor es la «alusión» en sus más variadas formalidades, la
ambigüedad y el misterio de la existencia humana, o tal vez esa insistencia en
otorgar cierta consistencia a la oscuridad de nuestras vidas. En 1989,
Sánchez-Ostiz, realizaba un prodigioso salto narrativo y conseguía el Premio
Herralde de Novela, un hecho que le proporcionaría, básicamente, una casa donde
publicar y un no menos acertado éxito de crítica y de difusión de su obra: La
gran ilusión (Anagrama,1989), la obra ganadora tiene reminiscencias
cinematográficas del cine francés y revive los secretos de la vida de un
escritor desaparecido trágicamente en París. El narrador reconstruye la obra en
las voces del abogado Lavardin, y de Lawstein,
Orbiac y del propio Echenoz, un haz de personajes que se constituyen en
ese gran círculo de amistad que les proporciona «la gran ilusión», rota por una
serie de oscuras pasiones y acontecimientos, no desvelados, en el tiempo y por
los supervivientes.
Las pirañas ( Seix-Barral,
1992) es, quizá, el título más duro de la geografía novelística del autor
porque en esta novela Miguel Sánchez-Ostiz va realizando una descripción de
toda una serie de tipos y situaciones en clave jocosa e hiriente, algo que le
sirve al narrador para llenar de estereotipos sociales a toda una sociedad que
reflejaría el costumbrismo de una saga literaria porque en realidad, como ha
señalado José Manuel Martín Morán, «Perico se convierte en la voz de la tierra,
del pueblo; conoce los trucos del juglar y los utiliza para captar al auditorio
(...)». En realidad, la novela se concreta en un extenso monólogo de pregonero,
con un tono coloquial, como cabría esperar de su protagonista, aunque se da
paso a otros personajes que le otorgan posibilidades más amplias al lenguaje
ensayado por el autor. Perico es un moderno pícaro que introduce a los lectores
en la sociedad pamplonica con sus ritos, desvelando esa intimidad que, en
ocasiones, se muestra violada por el relato del mismo y porque el pregonero,
por su propio carácter, es mordaz y su punto de vista desconcierta a los
lectores; también es un juez imparcial que se confunde con el protagonista de
la novela, porque aquél ha vuelto de un pasado distinto a un escenario como el
que narra Sánchez-Ostiz, ese personal espacio vasco-navarro que tanto juego ha
dado a su literatura y que aún hoy mantiene.
La séptima novela de Sánchez
Ostiz, Un infierno en el jardín (Anagrama, 1995), continúa con los
motivos temáticos, con los personajes atormentados, con los ambientes, de sus
producciones anteriores. Como en otras entregas, Martín Eguren, resume buena
parte de esas características que han venido conformando a sus seres
imaginados: es un hombre libérrimo, individualista y ácrata como se muestra por
ese desasosiego vital que un buen día le lleva a huir de su ciudad para
instalarse en el campo con su familia; en realidad, con su mujer y su hijo,
aunque no lejos de esa urbe que le proporciona toda clase de posibilidades. La
familia se instala en un viejo molino rodeado de una vasta naturaleza, como si
de un enfático canto de esta se tratara. Resulta evidente la posición de
Sánchez-Ostiz en esta novela que, desde el principio, está ambientada en un espacio
natural, frente a la asfixiante ciudad de Las pirañas y ese mensaje de
una degradada sociedad de ciudad. El personaje pretende, por consiguiente,
romper con su existencia anterior, un vida acomodada (abandona una plaza de
profesor y lo que de atadura proporciona este empleo) para dedicarse
exclusivamente a escribir y, además, complementariamente su mujer se dedica a la pintura. La anécdota
mínima con la que recrea el escritor navarro esta entrega literaria terminaría
por concretarse en un bucólico proceso de alabanza de la naturaleza si, una vez
instalados, no se dieran cuenta de que todo el terreno que circunda a la
propiedad está inmerso en una especulación urbanística que en muy poco tiempo
levanta un enjambre de parcelas, de calles con adosados y vecinos ruidosos;
añádesele, bullicio, coches e incomodidades como las que le habían decidido a
abandonar su vida anterior. A estas alturas, la lectura de la novela nos ofrece
otra perspectiva muy más coherente, se trata de denunciar una sociedad que se mide
por el valor de lo que tiene, de lo que es capaz de adquirir o acumular y que
se presta a la corrupción y a todas las formas de degradación humanas. Las
aspiraciones de Eguren , todas sus acciones por hacer de la naturaleza ese
símbolo de libertad, están condenadas al fracaso porque la clase poderosa es
capaz de ejercer su impunidad en las viles actuaciones que incluyen la
injusticia, no sólo la social sino la jurídica con la compra de abogados y
jueces que terminan con el sueño de la búsqueda de la verdad. Esta novela
es una parábola del fin de los ideales, algo que se convierte en otra de las
características del escritor, que insiste, una y otra vez, en esa solidaria
visión de la sociedad de la que se abomina porque entre otras cosas hay que
pagar un precio por ser diferentes y abogar por la independencia.
En La caja china
(Anagrama, 1996) la vida de Rafael Vidán se desenvuelve entre su condición
desde siempre de hombre burgués, aunque soñador, de alguien que aspiraba a algo
diferente y la admiración que siente, aún años después, por su hermano Adrián,
quien supo además, en su momento, desprenderse de su familia y huir a Francia.
Pero Vidán con el paso del tiempo se ha convertido en un hombre gordo,
alcohólico y embaucador, aunque presiente aún le queda algún resquicio de esa
valentía que le otorgó su hermano antes de irse y así emprende su particular
aventura hacia la libertad, instalándose en el hotel a donde, años antes,
habían llegado Adrián y Estela. Muy pronto el lector se da cuenta de que lo que
pretende este fracasado es de reiniciar los pasos llevados a cabo por ambos
personajes. En realidad, es un telegrama el que motivará esta aventura por la
noticia que contiene: la repentina desaparición de Adrián en un accidente
marítimo, se le reclama como único familiar más cercano y se le pide que se
encargue del papeleo y de las pertenencias del finado. Cuando llega tampoco
encuentra a Estela, la joven amante que parece haber iniciado una nueva vida
junto a un fotógrafo. Al querer reconstruir la vida pasada de su hermano y su
amante, el protagonista hará un repaso de todo lo acontecido en su vida: ha
perdido a sus padres, sus propiedades, sus negocios, y sobrevive por los
chanchullos que va realizando, incluso, ha llegado a mezclarse con los bajos
fondos de su ciudad. Ha pasado de ser un hijodalgo a un vivales. El narrador
proclama insistentemente el enfrentamiento al que se somete el personaje,
contando la historia, además, en tercera persona, porque ha visto como la
desilusión de su vida le ha hecho convertir a la de su hermano en una meta
mejor, pero pronto se dará cuenta de que aquel ya había vivido su propia
desilusión. En No existe tal lugar (Anagrama, 1997), el narrador es en
esta ocasión alguien que ha sufrido todo tipo de humillaciones, ha claudicado
en muchos aspectos que le han llevado a una existencia banal y sinsentido
durante los años de su mejor existencia y a los cuarenta y pico cumplidos, y
decide romper con esa vida burguesa, con la escritura de memorias, y
reconstruir junto a los héroes que ha ido esbozando una nueva vida al mismo
tiempo que hace un repaso de la hipocresía de un mundo contemporáneo, como
otras tantas veces había ensayado Sánchez-Ostiz pero que, pese a todo, le
llevan a albergar la esperanza y la ilusión a esa miseria moral de la que
pretende salir. En el relato se va profundizando en ese laberinto de la memoria
para recordar esos otros tiempos felices, quizá los pasados con sus abuelos y
sobre su tío en la casona de Chimunea, en la que otrora fue feliz, pero sobre
todo aprendió, de ese tío-referente, la posibilidad de encontrar una salida al
laberinto de su vida porque ese antepasado se ha convertido en el personaje que
le otorga la credibilidad de otras posibilidades no ensayadas. No obstante, tal
vez una vez leída la novela los lectores tenemos la certidumbre, no ya la
sospecha, de que todo lo que hace el protagonista para poder reiniciar su
camino, no le llevará a escapar de ese horror del mundo y que fuera de la
«quimera» del tío y del sobrino es posible que «no exista tal lugar», como
certeramente titula el autor su obra, es más, se insiste en el hecho de que
fuera de nuestra fantasía, de nuestra imaginación, en definitiva, no haya una
salvación posible que nos lleve a desprendernos de las ruinas de nuestra vida,
al menos de la
Julián Odieta. Como en las obras precedentes de
Sánchez-Ostiz, la presente rezuma transparencia en la ejecución estructural, en
la disposición y avance de la historia, en la expresión, casi lírica, de su
prosa que sabe en todo momento adaptarse a los personajes y reproduce en su
lenguaje, coloquialismo, jergas e idiolectos de la zona donde se desarrolla la
obra.
La crónica particular de un
tiempo y de un país, así ha calificado el propio Sánchez-Ostiz su última novela, centrada,
además, en ese espacio geográfico concreto que es el País Vasco y Navarra. El
corazón de la niebla ( Seix-Barral, 2001), es la primera parte de un
proyecto muy ambicioso titulado «Las armas del tiempo», una suerte de crónica
desde los tiempos de las guerras carlistas, pasando por el desastre de
Marruecos, la Guerra
Civil, la dictadura y el sentimiento nacionalista, hasta la
transición democrática, el felipismo y la posterior profundización en las señas
de identidad de este singular pueblo. Los estudiosos de Sánchez-Ostiz han
insistido, una y otra vez, y en cada novela publicada por el narrador navarro,
que su escritura pretende ser una crítica de la realidad social de la España en
la que vive o convive el autor. Los necesarios saltos en el tiempo equivalen a
esa técnica que se sustenta en la memoria de la que, ineludiblemente, se ha
insistido en toda su obra anterior. Su anterior obra y referente más inmediato
a esta última publicada, La flecha del miedo (Anagrama, 2000) es,
abundando en su esfuerzo por transmitir el clima de la realidad, un recorrido
por aquellos indescriptibles días de la transición democrática y por
consiguiente, se traduce o interpreta como una crónica personal. Pero también
es una novela de voces porque de lo que se trata es de poner voz, a través de unos
muñecos, a toda una memoria y desde el punto de vista de su protagonista, la
memoria de una farsa en la que todos los protagonistas se perfilan como
figurantes de toda una realidad, como siempre deplorable. Umbría es el espacio
geográfico, su personaje principal, un ventrílocuo que con su espectáculo
filosofa sobre las frustraciones, sobre los miedos, sobre la verdad y la
mentira, sobre la vida, en definitiva, como ese proyecto hermoso.
Insistiendo en El corazón de la niebla,
es esta una novela de tesis, con ingredientes tan diversos que podría
inscribirse en el realismo narrativo, la novela psicológica, la crónica
socio-política y, en última instancia, en un relato detectivesco en su sentido
más estricto, porque de lo que se trata es de esclarecer una muerte, una rara
desaparición, la de
Juan Miguel Arróniz, amigo otrora del narrador quién, una vez
conoce la noticia, se impone la tarea de averiguar su misterioso final.
Arróniz, bibliófilo, político arrepentido con cargos durante la larga etapa
socialista, decide retirarse del mundanal ruido de Madrid y recluirse en un
caserío de Eleta, situado en el valle fronterizo de Humberri, un idílico lugar
ancestral donde poder escribir, leer, pensar y, sobre todo, poder reencontrase
humanamente con su especie y consigo mismo. Lo que nos irá desvelando el
narrador en su relato es el mundo de los prejuicios y de los intereses, con esa
premisa que distribuye la paridad del mundo en dos mitades: los de aquí y los
de allá, los de dentro y los de fuera, para finalmente contar una historia que
no tiene solución, quizá como esa conveniencia que esgrime Sánchez-Ostiz al
describir la parábola del pueblo vasco y sus problemas, la idea de que, los
ajenos, no podemos compartir ideales en tanto que estamos siempre fuera de las leyes
que proclama la tribu y que, como el título del propio libro, deja fuera
incluso al propio Arróniz, y que, aún insiste más, sirve para constatar que
lejos de solucionarse el problema éste aún persiste. Sólo quien pueda vivir o
haber vivido en semejante sociedad, entre esa niebla, podrá entender el
desencadenamiento de esta tragedia descrita, los de unos hechos que conviven
desde hace muchos años con el resto del país y sólo así entenderá que, aún en
nuestros días, semejantes acontecimientos llevan a abismos de pasión y de odio
tal y como los que se viven diariamente. El narrador opta por novelar el
problema y ofrece diversos puntos de vista sin que sus personajes participen
activamente en la historia de una forma unilateral y comprometida.
La obra de Miguel Sánchez-Ostiz,
contemplada desde esa visión panorámica que le otorga su propia motivación le
lleva a esa calidad de conocedor de un saber privilegiado, no tanto político
como ideológico, que se ejemplifica en ese paradigma de una resistencia existencial
en su propia actitud como escritor: resistencia que se traduce contra ese
reflejo creciente de una identidad personal en la escritura, la extinción
progresiva de la experiencia acerca de una época histórica determinada, la no
menos vituperada desaparición de una naturaleza, radicalmente inscrita en el
sentido de una especulación humana, el desencanto del propio mundo literario y
por ende la búsqueda de esa «transición» literaria que se empezaba a ensayar en
los noventa y que, potencialmente, tendrá sus resultados dentro de unas
décadas. Extraño mundo, ha llegado a escribir el autor, extraño mundo aquel en
el que se ponen límites a la libertad de pensamiento en aras de la búsqueda, la
invención y la afirmación de una identidad nacional colectiva. Extraño, aún
más, el país donde uno tiene que medir lo que dice, lo que hace, a dónde va,
con quién y debe llevar una máscara. País recóndito de la sospecha y del doble
lenguaje, de las dos barajas, de las mil caras, alojado en el miedo que goza,
sin embargo, como afirmaba Barthes, de una luz transparente, pero de un paisaje
que aquieta el corazón.
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