EL ALMA ESLAVA
El viaje, título del
último libro de Sergio Pitol (Puebla, 1933), no deja lugar a dudas acerca de su
contenido y se nos presenta como el recorrido realizado por el escritor
mejicano durante la primavera de 1986, siendo embajador de su país en
Checoslovaquia, por tierras de la Unión Soviética y, concretamente, por la
república de Georgia, región del Caúcaso a donde había sido invitado por la
Asociación de Escritores. En una primera aproximación, el espíritu de la perestroika
planea por estas páginas y cuantifica la esperanza y las incertidumbres que
la criatura de Gorbachov produciría entonces sobre el régimen soviético y su
confederación. « Por todas partes había brotes de vida. Era una consagración de
la primavera (...)—puntualiza el escritor. Pitol invita, aún años después, al
lector a presenciar el deshielo político, económico y espiritual de esa
potencial mundial que fuera la
URSS. Tras unos fundamentados equívocos, Moscú y Leningrado
fueron, inicialmente, sus primeros destinos geográficos y más tarde Tiflis;
aunque son, también, el recorrido personal y literario que el escritor realiza
en los quince días del viaje y cuyos datos anota en un diario o cuaderno que se
convierte en el relato testimonial de un momento histórico que, sin intuirlo
entonces, hoy sirve de documento social y narrativo.
Cuestionándose, con esa duda
irreflexiva que asalta a los escritores, una, otra y muchas veces más una
omisión en sus textos sobre la ciudad de Praga, rememorando sus recuerdos y algunos escritos la capital
checa, una ciudad que tangencialmente tanto le abrumaría entonces como le ha
perturbado siempre al escritor, envuelta siempre en las sombras omnipresentes
de sus días pasados en ella, es tal la magia de la ciudad, a donde el diplomático
había llegado en la primavera de 1983, que nunca y hasta el presente había
logrado su propósito inicial: escribir sobre ella; no realizar un ensayo de politólogo—como él
mismo afirma—sino una crónica literaria en clave menor. A partir de esta pregunta,
y en una larga introducción evocadora, iniciará un recorrido por lo que él
mismo califica «el país de las grandes realizaciones y los horribles
sobresaltos» en realidad, su descubrimiento sobre Rusia, su cultura y sobre
todo su literatura, para contar, a través de vivencias íntimas, la
reconstrucción de textos históricos, anotaciones literarias, anécdotas y
tragedias humanas, la recreación del alma eslava que se convierte, por la prosa
del mejicano en un fabuloso relato, también, la descripción de ciudades
literarias, Moscú y Leningrado, pero sobre todo Tiflis, la capital de la
república de Georgia que «se había hecho célebre de pronto por el tono
subversivo de su cine, y se la consideraba como una de las plazas fuertes de la
perestroika, palabra que denotaba la transformación iniciada por Mijaíl
Gorbachov en la URSS». Un diario pormenorizado que se inicia un 19 de mayo y se
cierra un 3 de junio. Intercalados, testimonios como los de «La carta de
Méyerhold» y el impresionante «Retrato de familia», referido a la escritora Marina
Tsvietáieva, calificada por Irma Kúdrova como «el astro más
brillante en el firmamento de la poesía rusa del siglo XX». Nacida en Moscú
permanecería en Rusia hasta 1922, año en que emigró a Berlín para encontrarse
con su marido, Sergéi Efrom, un oficial de la Guardia Blanca. Vivió
los años gloriosos de la emigración rusa, primero en Checoslovaquia y más tarde
en Francia. Su regreso a la URSS en 1939 se convirtió en la constatación
desoladora de una realidad distinta a la vivida anteriormente. Víctima de las
represiones de las nuevas autoridades se suicidaría en 1941, dejando una
interesante obra que abarca diversos géneros: relato, poesía, ensayo y, sobre
todo, un espléndido diario y abundante correspondencia.
Dos delirios, además, de la niñez
del escritor, completan estas vivencias, «Peces rojos» e «Iván, niño ruso». Una
suerte de claves que justifican, siempre, el viaje emprendido por el escritor,
al menos en sus últimos libros. Memorias, lecturas, realidades históricas con
visos de incertidumbre, acta que levanta un severo juez que vigila unos hechos
no menos trascendentales que se han prolongado a lo largo de los años vividos
por el escritor, casi dos décadas después. De todo resulta, pues, un doble
viaje: el del escritor por una parte y el del lector que asiste al proceso y
proyecto elaborado por el narrador: una literatura polifónica, como ha sido
definida su escritura, un narrador de ciudades mestizas y de ciudades
invisibles, de prolongada conversación: con el tiempo y el espacio, con la
geografía y el paisaje, con los autores leídos, estableciendo un monólogo
interior del que se sirve el autor para constatar que «todo está en todas las
cosas», pero, sobre todo, la muestra inequívoca de que Pitol siempre ha huido
de las ataduras del sedentarismo y su nomadismo por la vieja Europa le ha
llevado a emprender esa travesía donde las ideas se convierten en una forma de
vida y en las reminiscencias de esta misma, en las admiraciones por los grandes
escritores, traducidas en nostalgias y premoniciones que se convierten,
evidentemente, en literatura, es decir, «en elegantes reflexiones filosóficas,
moralidades, crónicas personales, obsesiones y devociones—como señala el
crítico Echevarría—». Pero sobre todo, como ha llegado a afirmar el propio
escritor: «Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música
que ha escuchado, las calles recorridas y las ciudades visitadas. Uno, también,
es su niñez, su familia, los exiguos amigos, algunos amores, bastantes
molestias. Uno es una suma mermada por infinitas restas».
En realidad, «La imaginación
aplica verdades que rigen el organismo social y al hacerlo convierten lo
narrado en ficción (...) La pluma del narrador revela aquello que sirve para
sentir la pulsión de toda una época»—escribía Pitol acerca de sus
planteamientos sobre ficción y realidad. El libro, por consiguiente, pone de
manifiesto el alma eslava o acaso el alma rusa del escritor después de media
vida en embajadas y agregadurías culturales y sobre todo recoge opiniones sobre
los escritores rusos de su preferencia: Gógol y Chejov, sobre quienes había
escrito en El arte de la fuga (1996), Pasión por la trama (1998)
y Soñar la realidad (1998), pero, también, sobre Bely, Pilniak, Bajtin o
Bulgákov, Shklovski o Lérmontov, aunque en este libro, y casi como si de un
auténtico ensayo se tratara, la terrible evocación de la Tsvietáieva y su
mundo. Con este libro Pitol —en palabras de Hugo Valdés—sabe identificarse con
el mundo viajero. Da un paso adelante, puesto que, este diario muestra a un
escritor en torno al cuál convergen como si de una espiral se tratara, la
evocación íntima y la referencia literaria; la revelación de la memoria, el
misterio cotidiano que se percibe entre la vigilia y el sueño, el apunte
sociopolítico e incluso los paisajes que la retina guarda en la memoria,
incluidos los parabienes y los sinsabores. Este, como su escritura más
reciente, es un sitio de suerte o extravío donde aunando el mayor de sus
esfuerzos el autor aspira a ser diluido dentro del proceso narrativo, tal vez
porque cualquier división establecida puede considerarse como un
autoaprendizaje que pueden llevar a la consecución de una estética final.
Al final merece la pena quedarnos con el
mensaje último del libro, el relato de «Iván, el niño ruso», con cuya historia
se cierra esta especie de ¿ensayo?, ¿diario?, ¿informe diplomático? ¿divagación
literaria? ¿autobiografía oblicua?, quizá nada más allá de lo que pueda verse
en los cuadernos de un viaje en el tiempo, cuando muchos años después, siendo
adulto el autor, es capaz de afirmar que nuestras identificaciones sólo son
válidas cuando parecen auténticas verdades.
SERGIO
PITOL
EL
VIAJE
Anagrama,
Barcelona, 2001, 166 pp.
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