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TITANIC. EL FINAL DE UNAS VIDAS DORADAS
La mayor tragedia
náutica civil del siglo XX hubiera quedado en una noticia a escala mundial si,
en torno al suceso, no se hubiera creado toda una leyenda con el paso de los
años. ¿Quién no ha oído hablar del barco más famoso de todos los tiempos? El Titanic fue el mayor de los empeños
humanos y el transatlántico más lujoso de su época. Después de la escarizada historia
contada por James Cameron, o la no menos curiosa película de Bigas Luna, además
de las diferentes secuelas televisivas que se han sucedido durante décadas,
resulta difícil no imaginar una tragedia más cinematográfica o novelesca, porque
su primera travesía resultó un drama convertido en tragedia, tanto por el
número de víctimas como por los nombres e identidades de los pasajeros que
viajaban desde distintos puntos de Europa, Cherburgo, Southampton, Queenstown
hasta su destino final, Nueva York: los de primera clase, disfrutaron del lujo durante
las horas transcurridas, comieron, cenaron o bailaron en sus espléndidos salones,
tomaron el sol en sus majestuosas cubiertas o discutieron sobre moda en sus
terrazas privadas como si de un gran hotel flotante se tratara, los de segunda,
viajaron confortables y cómodos, y además, muchos vivieron para contarlo, pero
hubo quienes se hacinaban en los camarotes de tercera, mezclando la curiosa
música de la más famosa de las orquestas de todos los tiempos que se oía a lo
lejos, con el ruido de las salas de máquinas del mastodonte, mientras avanzaba
por las frías aguas del Atlántico norte rumbo a la ciudad de los rascacielos.
Hugh Brewster es un experto conocedor de
todo lo relacionado con el Titanic y ya en 1984 colaboró con Robert Ballard
para la edición de The Discovery of the
Titanic, aunque posteriormente su interés en el tema ha seguido creciendo y
ampliándose como puede verse en el libro
que acaba de editarse en España, Titanic.
El final de unas vidas doradas (2012), un curioso documento sobre la
historia más íntima del naufragio, es decir, sobre una sociedad que estaba a
punto de desaparecer, la denominada por Walter Lord, “era eduardiana”, con nombres
y apellidos de las grandes fortunas europeas y norteamericanas, los Astor y los
Guggenheim, algunos artistas y escritores que, de alguna manera, con el relato
de Brewster nos acercan al sueño de estar navegando con ellos. Eso pretende el
autor con su libro que inicia con un prólogo titulado, “Un grupo excepcional”, desde
que se realizara el avistamiento de los restos en 1986, y en una breve
secuencia nos describe cómo las luces del submarino Alvin iluminaron la pequeña estatua de una diosa griega que yacía
sobre el lodo, rodeada de bandejas de plata, botellas de champán, o vidrieras
talladas, y apunta que el explorador Robert Ballard volvió del lugar con
kilómetros de película y centenares de fotografías para, definitivamente,
desentrañar los misterios del transatlántico perdido después de más de setenta
años de su desaparición en el fondo del mar. Según Walter Lord, el autor de La última noche del Titanic (1977, reed.
en 2012), sigue siendo un “asunto insumergible” que ha inspirado libros,
películas y páginas en Internet, y uno vacila siempre a la hora de ponerse
nuevamente en ruta con una nueva aventura sobre el suceso, aunque si bien el
protagonista hasta ahora había sido el mágico barco, ahora Brewster nos acerca a sus ricos y no tanto
famosos pasajeros, aunque como ha llegado a saberse mucho después, ninguna otra
lista congregaba, en aquellos momentos, a tantos nombres de famosos personajes.
Lady Duff Gordon, modista británica de fama internacional, calificó el barco
como “un pequeño mundo dedicado al placer”; ella misma acudía a N.Y. para
ampliar su imperio después de haber triunfado en París, aunque otros
millonarios mucho más célebres se congregaron en el mayor evento del momento,
John Jacob Astor IV viajaba con su joven esposa, que ya había escandalizado en
los ambientes refinados de la sociedad del momento por la diferencia de edad del
matrimonio, treinta años, y algo parecido le ocurrió a Ben Guggenheim que
viajaba acompañado de su amante francesa que, junto a su criada, afortunadamente,
salvó la vida y luego fue repatriada por la propia familia Guggenheim, y no
menos curiosa resulta la anécdota del magnate de la finanzas, J. P. Morgan que
salvó la vida porque su amante insistió en permanecer unos días en un
balnerario del sur de Francia. También, los camarotes de primera estaban
ocupados, según Brewster, por gente que había trabajado muy duro para llegar
tan alto: el artista y escritor Frank Mollet que se dirigía a Washington para
ayudar en el diseño al Monumento a Lincoln, y su amigo Archie Butt, asesor de la
Casa Blanca, volvía para preparar la dura
campaña de las presidenciales de aquel otoño, el empresario de los
ferrocarriles Charles Hays viajaba de vuelta a Canadá, o la curiosa lista de
ocho españoles, todos embarcados en segunda clase, menos el matrimonio Peñasco,
Víctor y Josefa, él rico heredero de una de las grandes fortunas españolas que
viajaban en primera junto a una doncella, quien sobrevivió junto a su señora al
naufragio. Un jesuita irlandés realizó numerosas fotografías hasta que
desembarcó en Queenstown, y el propio constructor Thomas Andrews, que en ningún
momento llegó a vislumbrar la magnitud del suceso, desapareció en las aguas.
Aunque la más famosa de todas las personalidades de entonces fue, sin duda, Molly Brown, cuyo valor y arrojo
desencadenó un auténtico liderazgo desde el bote número 6, donde fue evacuada.
Su fama como superviviente le llevó a promover los temas por los que siempre
había luchado, los derechos de los trabajadores, la igualdad entre hombres y
mujeres, y la alfabetización de niños indigentes y abandonados.
El Titanic, señala el autor del libro,
representa la época de la rápida industrialización y creación de riqueza, y su
hundimiento se interpreta como esa señal de alarma de una sociedad satisfecha
de sí misma que se encaminaba inexorablemente a una catástrofe en las
trincheras de un frente occidental; léase, sin duda, la Primera Guerra
Mundial, y Lord, quien como hemos señalado, sea sin duda el autor que mejor
conozca su historia, advirtió en su propio libro que, “tal vez represente la
progresión de casi todas las tragedias de nuestras vidas, que empiezan con una
cierta incredulidad y que derivan en una inquietud creciente”; en realidad,
puesto que el protagonista siempre ha sido hasta hora el propio Titanic y su tragedia, con El final de unas vidas asistimos a la descripción
de la existencia de unos hombres y mujeres que compusieron el espléndido
retrato de una época y de un tiempo que pareció marcar un fin con su tragedia.
Por primera vez, se muestra el interior de tan suntuoso coloso flotante y sobre
todo se cuenta, como si de un cuaderno de bitácora se tratara, las intensas
horas vividas de muchos de los personajes previo al naufragio y, podemos
hacerlo, como un relato novelesco, poblado de curiosos protagonistas, sabiendo en
todo momento que aquello fue lo que ocurrió con todo detalle en aquella fría y
clara noche de abril de 1912, y además por sus páginas desfilan fogoneros,
músicos, camareros, damas y criadas, millonarios, marinos, emigrantes y niños y
niñas de corta edad, gente de todas las clases sociales que pasaron a la
historia sin ser muy conscientes de ello. Los recuerdos, cien años después, siguen
vivos en los familiares de aquellos supervivientes que aun se siguen
preguntando como habrían evolucionado los acontecimientos en aquella fatídica
noche y si, en otras condiciones, hubieran vuelto a ver a sus seres queridos; pero
sobre todo, sobresale el capítulo dedicado a “Vidas después del Titanic”, porque
justifica la lectura de este libro y, de alguna manera, celebra la vida
posterior de esos poco más de setecientos supervivientes, fascinados mucho
tiempo después por su suerte. A cien años de aquella madrugada del 14 al 15 de
abril de 1912, la historia del insumergible, según Hugh Brewster, continúa.
TITANIC. EL FINAL
DE UNAS VIDAS DORADAS
Hugo Brewster
Lumen, Barcelona,
2012; 416 págs.
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