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LOS OJOS DE NATALIE WOOD
Alejandro López Andrada
(Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) lleva años construyendo un mundo de
ficción propio, paralelo al que desde el portal mismo de su casa vislumbra cada
día. Así en su narrativa, Veredas Blancas, se torna en un lugar reconocible, un
espacio geográfico creado que durante muchos años le ha servido al autor para
dejar constancia de una particular cosmogonía. Y es el suyo, un territorio
literario donde desarrolla buena parte del sufrimiento, del desarraigo y de la
pérdida de identidad de toda una región, fácilmente identificable con el norte
cordobés, la comarca de Los Pedroches, cuyos habitantes desde siempre han
sobrevivido a ese enfrentamiento silencioso entre las dos Españas: la de los
gloriosos vencedores y la de los sufridos vencidos, estos últimos arrastrados a
un silencio solo recuperado por una literatura valiente. La muestra publicada
por López Andrada hasta el momento, Los
hijos de la mina (2003), El libro de
las aguas (2007) y Un dibujo en el
viento (2010) se convierte en la crónica de un mundo en permanente lucha
frente al olvido por el paso del tiempo, sus novelas subrayan esa convivencia íntima
en la vida dura de las gentes del lugar y acentúan el palpitar desgarrado de
una tierra olvidada y cubierta por la cal que cubre las piedras de sus
cortijos.
Con Los
ojos de Natalie Wood (2012) nos envuelve en una atmósfera donde la dualidad
ejerce un dominio sobre su personaje principal, una bipolaridad entre el mundo
real, concreto y cotidiano, y el mundo ilógico de los sueños, y por extensión
entre la fealdad y la belleza, aunque, en igual proporción, entre el amor y el
desamor, entre un pasado, un inquieto presente, y una proyección de futuro que
planea sobre el sinsentido de una existencia, o lo que, en definitiva, se
concretaría entre el delgado hilo que cubre la vida y la muerte. El concepto de
dualidad que establece López Andrada se ejemplifica en la nueva vida que
experimenta Félix, el narrador-protagonista, y el metafórico caos en que se
desenvuelve su devenir desde una turbulenta juventud hasta llegar a la madurez,
cuando una vez transcurrido el tiempo encuentre la paz y transcriba años después
parte de sus obsesiones. En este caso, el narrador cordobés pretende mostrar
con su relato una auténtica mezcla de género, lo que empieza como una crónica
sentimental de evidentes vivencias de adolescente con ciertos toques de
romanticismo, el primer amor y el descubrimiento de la sexualidad, mitificada
en los banderines y en las películas de actrices famosas: Natalie Wood o
Claudia Cardinale, se transforma con el paso del tiempo en una drama y, casi en
un thriller de intriga psicológica con pequeñas dosis de misterio, todo al
servicio de un dramatismo que convertirá a su protagonista, Félix, en un
personaje retraído y enigmático capaz de hablar con las sombras de quienes ya
no existen junto a él. Una estructura dramática que el narrador compensa con escenas
cotidianas de cuanto ocurre en torno al mundo imaginado por López Andrada.
Desde el comienzo el lector sabe que ha
ocurrido algo en el entorno familiar de Félix y esa es la razón por la que
lleva una extraña y compleja existencia. A lo largo de las páginas subyace
siempre esa inquietud para solucionar el conflicto que atormenta al joven y,
por añadidura, le lleva a una no menos inexplicable relación paterna que
gradualmente se intensifica negativamente a lo largo del relato, sobre todo
cuando aparece la muerte como importante trasfondo y van desapareciendo algunos
de sus seres queridos: su madre, o su tío Bernardino, incluso algunos
componentes de la banda musical, Los
Ciclones. Así una obsesiva mirada sobre la muerte recorre el relato, y
sobre todo una dificultosa búsqueda de la verdad. Narrativamente hablando, el
tiempo, los espacios y la diéresis se
exponen de una forma lineal, desde una retrospectiva visión de los
acontecimientos. También existen paréntesis felices en el mundo de Félix, y de
Feliciano, Rafuki, Juampe y Marco, sus amigos, como parte de un mundo de
ficción verosímil y solo, cuando los acontecimientos se precipitan, se desdobla
en otro modelo de mundo: el protagonista se sumerge en el de los sueños o el
delirio, el misterio se confunde con la realidad, porque, en ocasiones, la vida
de Félix se ha convertido en una pesadilla desde el momento inflexivo en que
salió del pantano y fue todo diferente. Cuando irrumpen los recuerdos en la
vida del protagonista, López Andrada propone una superposición de estrategias
tanto descriptivas como narrativas, y así ofrece al lector muchas vivencias que
provienen del pasado del personaje, sus recuerdos se construyen en imágenes que
justifican el presente. En ocasiones, los sueños, las pesadillas, incluso las
alucinaciones de Félix calan tanto en la narración que, pese a su halo de
misterio o locura, simpatizamos con algunos de sus personajes, sobre todo con
el protagonista a quien se considera un prisionero que nunca consigue escapar,
nunca logra liberarse de sus recuerdos para instalarse en el mundo real. Y solo
al final mismo de Los ojos de Natalie
Wood, entenderemos que un pensamiento nietzscheano recorre todo este
relato, cuando el filósofo afirma que la realidad es lo que uno se crea, cuando
el personaje sea capaz de reestructurar la suya propia, entierre su odio y
perdone, y solo así le sea posible recuperar los años difíciles malgastados a
lo largo de tantos años. Un propósito que se traduce como una premisa cainita
en un país, que se resiste, desde siempre, a olvidar.
LOS OJOS DE
NATALIE WOOD
Alejandro López Andrada
Córdoba, El
Páramo, 2012; 280 págs. 20€
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