…me
gusta
EN LA CASA DE LOS LIBROS
La educación humanística tenía a la Biblioteca como su
espacio privilegiado. La
Biblioteca no era cualquier lugar, ni la palabra que
albergaba era cualquier palabra, ni siquiera la experiencia de la lectura era
cualquier relación con la palabra. Era, por consiguiente, un espacio en el que
se producía el repliegue del tiempo en un lugar cerrado, condición única para
la conservación y su rememoración. Sus paredes definían una interioridad, un
recinto donde el tiempo no fluye y tampoco puede derramarse. Cada Biblioteca
representa una topografía alternativa que nos lleva, de un universo
personal y finito, a esa inmensidad del Universo que nos rodea y allí, nuestra
Imaginación crea un mapa completamente distinto. Es en este sentido, es así
como caracteriza Enis Batur (Eskisehir, Turquía, 1952) el fenómeno del
bibliópata que pasa buena parte de su vida coleccionando libros o persiguiendo
ediciones raras, buscando papeles o husmeando en documentos que, de alguna
manera, palien esa enfermedad, esa sensación de prisionero, que se concreta en
la elaboración laberíntica de una biblioteca, situación comparable a la vivida
por el mítico Dédalo, o incluso, yendo aún más allá, imitando el subgénero creado
por el argentino Borges cuando hablaba del mundo de la lectura cual una inmensa
biblioteca con forma y trazado laberíntico donde cualquiera puede perderse de
una forma gozosa, sin duda.
El escritor, poeta y ensayista
turco Enis Batur confiesa en un sintético y singular tratado titulado
originalmente, «La casa de los libros», traducido en nuestro país por, Las
bibliotecas de Dédalo (2009), como en la primera mitad de 1986 se
encontraba sumido en uno de los momentos cruciales de su vida: había perdido su
Biblioteca y, de repente, no supo qué hacer. Aquello se le antojaba un
auténtico espejismo en llamas, luego se transformaría en humo y todo se
esparciría por los aires en un nuevo espejismo de cenizas hasta que estas
volvieron a él convertidas en un puñado de nada. El desastre le obliga, entre
otras consideraciones, a relatar para sus lectores lo ocurrido con la Biblioteca de
Alejandría, continúa enumerando como en el 747 a. C. el rey de Babilonia
hizo destruir los libros que no trataran de su familia, y en el 213 a. C. Chi-Huang-Ti ordenó
arrojar a los ríos los libros que existían dentro de los límites del imperio,
exceptuando los de medicina y arqueología, o incluso, en el año 54 cristiano,
San Pablo ordenó eliminar, en la mismísima Biblioteca de Éfeso, los libros que
se referían a las religiones orientales y al paganismo; más tarde, en el 640
los árabes destruyeron los manuscritos persas, y finalmente, los mongoles, a lo
largo de los siglos XI y XIII, destruyeron varios millones de ejemplares en las
fabulosas mecas de El Cairo y de Bagdad. Siendo la historia bibliográfica así,
el tiempo habría de mostrarle al infortunado Batur el lado oculto de los
estantes de una Biblioteca. De una perdida como la suya se desprende, sin duda,
el valor de ese estigma que desemboca, indiscutiblemente, en la soledad: la del
bibliófilo, aislado en su incomunicación en el país de los libros hasta que,
consciente, imitando esa identidad laberíntica, se descubre en la misma
situación de Dédalo, rodeado, día tras día, de los estantes dispuestos en las
paredes, hasta conseguir unas alas para huir, porque como afirma Batur, el
laberinto de su biblioteca comienza en las paredes de su propia casa y desde
allí se extiende por la corteza terrestre: una discutible objetividad que tan
solo comprenderán todos aquellos que suscriban la subjetividad de esta
afirmación.
Una extraña densidad, una no
menos pasmosa levedad justificarían un libro de apenas 90 páginas, con las que
Montaigne, Praz, Borges, Warburg y, en la actualidad el propio Alberto Manguel,
prologuista y Doppelgänger del propio Batur, asocian esa posibilidad
única de ser dueños de una fabulosa experiencia y referencia de muchas lecturas
y libros que el bonaerense comparte con el narrador turco, mostrándose
borgeanos en la media que se reconocen deudores de sentirse enfermos de
atesorar libros y más libros, estanterías y bibliotecas, tinta y papel con esa
fruición engolada para contar, en ambos casos, esa autobiografía posible.
Existe en Las bibliotecas de Dédalo una estructura, paralela, calculada
en la medida exacta de los capítulos: veintidós que, aunque de una asombrosa
brevedad, logran, en un premeditado espacio, el clima adecuado en el lector
para que siga leyendo con fruición, porque todo el volumen, con esa megalomanía
bibliográfica, representa nunca mejor el conjunto: la auténtica casa de los
libros.
Enis
Batur, Las bibliotecas de Dédalo; Madrid, Errata naturae, editores,
2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario